Me levanté muy temprano, para que me cundiera el tiempo y escoger las cañas antes del mediodía. Llegué al río cuando la mañana se inundaba con esa luz que limpia la mirada y convierte la razón en más sensata. Los insectos aún no habían levantado el vuelo, el torrente era suave y se apreciaban los remolinos de los peces. Me descalcé en el agua helada, contuve el aliento y resistí el frío. Moví los dedos de los pies, para desentumecerlos un poco, y prometí no quejarme en el mes de marzo, más cuando era voluntad mía subir por el río hasta el bosque de bambú. Avancé torpemente, con cuidado entre las piedras, evitando resbalar en la ova de fondo. Pensé en la cometa, en un diseño que había visto en el libro oriental y en cómo vencería el próximo domingo. Me desvié para eludir unas pozas y salí a tierra firme por un barrizal a la izquierda. Luego anduve entre senderos que bordeaban la ribera hasta alcanzar un camino más ancho y cómodo. Llegaron unas casas, con sus huertos de verduras y sus vacas pastando en los prados, pero no me detuve porque tenía prisa por llegar a mi destino. Entré al bosque y descendí por una colina hasta reencontrarme con el río, que serpenteaba a través de una garganta estrecha. Me embelesé con los peñascos recortados contra el cielo y avancé por un lecho seco de grava y cantos tan pulidos que resplandecían bajo el celofán de las aguas. Más rocas, unos rápidos, desniveles que obligaban a trepar por piedras limpísimas y por fin un recodo de la corriente donde prosperaba el bambú, legado de un campesino que hizo fortuna en el extranjero y regresó plantando una caña prodigiosa. Muerto muy pronto en la dicha de la riqueza, de su hacienda y la prosperidad solo quedaba el mísero escondite del bambú, que ahora era mío y de los pocos que conocían su existencia. Corté más de lo que necesitaba, cañas gruesas y largas, cortas y finas, medianas por si acaso, hasta que miré el montón y me di por satisfecho. Ahora era necesario regresar y tener la cometa preparada el domingo.
Seguir los planos parecía fácil, pero me costó terminar el trabajo. Los problemas fueron tantos que continuamente pensaba en desistir. Me excuso con mi perfecto desconocimiento del japonés, cuyos caracteres me parecen notas de música. Aprecio su belleza como aprecio la belleza de la música, que para mí es mucha. La cometa oriental, naturalmente detallada en japonés, no me ofrecía más ayuda que sus dibujos, pero abarcaban desde la preparación de las cañas, para domarlas en su forma, hasta el trenzado de cada nudo que trababa su diseño. Me consagré al trabajo, con mis ojos o con lupa, según el tamaño de la ilustración. Los caracteres japoneses no me decían nada, una lástima, porque hubiera sido de gran ayuda. Sufrí porque me faltaban dedos para urdir cuanto detallaban los dibujos, hasta que aprendí algo, más por suerte que por los endiablados caracteres de ayuda, y conseguí deslizar los hilos de seda por donde sugerían los diagramas aclaratorios. Seda especial, no cualquiera, me costó un viaje bajo la lluvia a la papelería del pueblo vecino, y un regreso también bajo la lluvia y atrapado en una arcilla pringosa que dificultaba cada paso y convirtió la vuelta en un tormento. Pero obtuve mi armazón de cañas y sedas, que aguardaba su papel, especial también y de la misma papelería, aunque hubo de pedirlo. Restaba pegar el papel, durísimo, oriental por supuesto, casi indestructible. Quedó perfecto, blanco roto, la contemplé un instante y le puse de nombre Margarita.
Voló sin esfuerzo, con la delicadeza de la seda, la flexibilidad del bambú y la dulzura del papel que la definía en el cielo. Maniobré con cuidado, tirando del hilo, que afianzaba con un palmo de caña donde recogía el ovillo, sedal de pesca, y Margarita me obedeció con una delicadeza casi conmovedora. Era dócil, dócil, muy dócil. Pensaba que a la izquierda y era a la izquierda, justo donde había pensado antes, si a la derecha a la derecha, en el lugar exacto de mi voluntad. Margarita, obediente y eficaz, respondía a mis manos y pronto respondió a mi pensamiento. Me entretuve en hacerla girar, en dejar que su cola describiera filigranas en el aire, que se enredara y deshiciera su enredo. Jugué cuanto quise hasta que la recogí con el crepúsculo. Pero me había gustado mucho y apenas quedaba armarla y probarla de nuevo. Regresé y preparé las cuchillas, compradas en la tienda de la esquina, para afeitar a cualquiera. Las adapté muy fácil, como era la costumbre. Utilicé los nudos orientales, que me parecieron más eficaces, y me dije que el domingo ganaría el concurso. Confieso que dormí muy excitado, porque no estaba seguro de que Margarita fuera tan dócil armada, y que me desperté muy pronto, sábado ya, y bajé a la playa en cuanto hube desayunado. Margarita voló con el viento, tan grácil y sumisa como la víspera, pero con el furor de su codicia prendido a la cola, preciosa, azul y roja, provista de afiladas cuchillas que habían tornado su oficio de barberas por el de criminales del aire. Perfecto para el concurso de cometas, Margarita descansaría hasta mañana.
El domingo llegué el primero a la playa donde se inauguraba el torneo. Preparé a Margarita, cuidando de no cortarme, y la alcé soltando el hilo muy rápido. Pronto se ocultó entre unas nubes donde pasaba desapercibida. El levante era suave y Margarita respondía muy bien, me inspiraba seguridad. Los demás llegaron después, cada uno en su momento. Algunos los conocía, como los hijos del molinero, puntuales como siempre, y los del boticario, que llegaron tarde, como era su costumbre. También vinieron participantes atraídos por la novedad. De las aldeas, de los pueblos próximos y de la capital en el ferrocarril de la noche, de donde descendían tras una madrugada turbia y quizás bañada en licores. Derrotarlos sería sencillo, porque sus cometas parecerían adormecidas en el aire y sería fácil sorprenderlas con un ataque repentino. Me importaron hasta que él llegó con su cometa negra y esas innovaciones que inmediatamente despertaron el interés de los entendidos. Dos colas en vez de una, cortas y temibles, armadas con aguijones y filos para malograr otros vuelos. La subió muy rápido, con una facilidad que delataba su destreza, describió un par de evoluciones sencillas y permaneció suspendida en un vuelo estático y aparentemente despreocupado. Margarita salió de entre las nubes y se situó a la altura establecida por los jueces para el inicio de la lucha. La playa rebosaba de curiosos.
Concluyeron las apuestas antes de que terminara el tiempo de exhibición. Las cometas de la ciudad, algunas lujosas y conocidas por haber participado en otros torneos, caracoleaban y emprendían toda suerte de acrobacias que reclamaron la admiración del público, en su mayoría caballeros de los pueblos vecinos. Algunos en caballos, enjaezados para el lujo dominical y dispuestos a bailar el paso o recrearse al trote, según el deseo de sus jinetes, otros a pie, los menos acompañados de señoras que paseaban con sombrilla para ocultarse de la fatiga del sol, con guantes de encaje y pamelas que las identificaban en la lejanía de la playa. Los grupos se formaban y deshacían continuamente, de espaldas al mar, para comentar las evoluciones de las cometas, decantarse sobre una favorita o aventurar apuestas de última hora. Se fumaba, se reía, y se apuntaba cuanto era preciso consignar para mantener un registro fiel de las cantidades arriesgadas y la identidad de los apostantes. Los repartidores de aguachirles iban de un grupo a otro, ofreciendo sus refrescos y tónicos para mejor soportar el calor, que no era mucho, pero servía de excusa para disfrutar de una paloma o un canario a media mañana. Se olía a brisa marina, a humo de tabacos selectos, a estiércol de caballo y a los perfúmenes de las damas que tan elegantemente paseaban por la orilla del mar. No me preocupé demasiado de los espectadores, me limité a mantener a Margarita con un leve balanceo y en estudiar a los oponentes que estimé más peligrosos. Por fin sonó el disparo que iniciaba la competición.
Sin que mediase acuerdo previo, los participantes locales decidimos que eliminar las cometas de la ciudad simplificaría la contienda. El aire se convirtió en teatro de una despiadada refriega que acontecía en las alturas. Tres, cuatro cometas acosaban a una quinta, que pronto caía sin gobierno al perder un tirante o resultar su papel rasgado. Se sucedieron las colisiones fortuitas y para buscar la fractura del contrario, que rindieron esqueletos desechos en pleno vuelo, con las consiguientes caídas a tierra. Se alzaba un murmullo si la cometa se precipitaba como un fardo sin vida, porque la humillación de la derrota se dignificaba con planear o un derrumbarse suave, como si la victoria del oponente no encerrase mérito, porque un fallo accidental o la rotura de piezas indispensables había impedido una defensa mejor. Pronto quedaron los más diestros y arremetimos contra las cometas enemigas. Bucles cerrados, rizos vertiginosos, hélices interminables y por fin una cuchilla de cualquier cola que cortaba un hilo vital o rompía una junta imprescindible. Se arrojaban las vencedoras junto a la vencida, acompañando su caída hasta muy abajo, cegando cualquier intento de escapatoria, de eludir el destino impuesto. La cometa derrotada se estrellaba contra un paisaje de árboles, de dunas, de matorrales distantes. Si la contienda había sido reñida, se felicitaba al vencedor con unos aplausos de reconocimiento, si se percibía la cobardía o la torpeza, la recompensa era el silencio, la indiferencia, el relinchar de los caballos y el murmullo de las gentes.
Cayeron todas las cometas extranjeras y quedaron las mejores, que parecían centellas entre el viento. Margarita se había comportado bien, acompañando el ataque mientras se derribaba a las otras cometas y procurando identificar a los adversarios más hábiles, con los que habría de enfrentarse apenas se despejara el cielo. Pronto me convertí en diana y mis pensamientos quedaron a un lado. Obedeciendo mis deseos, Margarita se lanzó a la derecha y, con un golpe inevitable de su cola, las cuchillas se enredaron en la cuerda de su enemiga y la cortaron limpiamente. Mi oponente quedó sin sustento ni control, y revoloteó alejándose en la nada. Se perdió abajo y muy lejos mientras Margarita, en una maniobra simétrica, se desembarazó de su otro oponente, que tampoco acertó a impedir su fin. Cayó desmadejado y roto, quizás por la pérdida de un tirante principal, hasta estrellarse entre unos árboles. Margarita salió entonces de su barrena y remontó el vuelo, como si nada hubiera sucedido. Escuché aplausos por la facilidad con que se había desembarazado de sus adversarios. Mientras ascendía pude ver que las cometas revoloteaban en una lucha sin cuartel. Apenas alcancé el cenit de mi altura, precipité a Margarita en busca de nuevos enemigos. Me desembaracé de tres en un instante y luego de dos más, de los que ni siguiera recuerdo sus maniobras fallidas. No me permití un error y volé en acrobacias que despertaron el aplauso del público. Busqué más adversarios y no encontré ninguno, pensé que había ganado.
La comenta negra surgió de la nada, envuelta en un aliento invisible, y rozó con una de sus alas el papel de Margarita, que se rasgó sin oponer resistencia. Imaginé su daño rompiéndose entre el viento. Mi adversario se lanzó al vacío y Margarita fue tras él. La herida parecía contenida y mi cometa lanzó su cola sobre el oponente, que la eludió con soltura. Constaté que se armaba con dos colas muy breves, al contrario de Margarita, que usaba la suya larguísima como un látigo y centraba allí su defensa y ataque. La cometa negra añadía sus bordes al arsenal ofensivo, con afilados perfiles en el extremo de las alas, triangulares, azabaches, vertiginosas. Las cuchillas de Margarita rozaron las navajas protectoras de Veneno, que así se llamaba mi adversaria, y debieron resbalar o trabarse con las defensas metálicas, de modo que nada sucedió y ambas cometas permanecieron entrelazadas. Se elevaron los murmullos a mi espalda cuando nos precipitamos hacia tierra en una escapatoria suicida, buscando en la propia agonía el fin del contrario. En el último segundo nos separamos y volamos divergentes, para tomar altura y repetir nuestro ataque. Veneno me pareció ágil y rápida. Acometí de frente dos veces, por ambos flancos después, y de mi resolución escapó con facilidad. La gente aplaudía por la belleza de la lucha. Atacó y la esquivé entre el brillo de las cuchillas de sus alas minúsculas, Margarita lanzó su cola y Veneno realizó un brusco quiebre sin consecuencias aparentes, pero pareció que Margarita hubiera perdido su fuerza y apenas respondiese a mis órdenes. El resto fue un sacrificio ritual, el golpe de gracia ensayado en las prácticas solitarias. Veneno tomó altura y descendió realizando elegantes remolinos, hasta realizar una pasada fatal sobre Margarita, que al instante quedó sin gobierno. Sonaron los aplausos porque la contienda había sido magnífica. Veneno recogió su premio y felicité al dueño, que me había vencido en buena lid.
Las heridas de Margarita no eran graves. Parte del papel se había perdido en un envite y en el derrote final Veneno había cortado el hilo de sujeción a mi mano, con lo que nada pude hacer para impedir la caída. No obstante, descendió suavemente, casi con elegancia, y se comentó mucho la dignidad de su lucha. Pensé en mis errores y me ocupé de Margarita, renovando todos sus hilos, arañados por la cercanía de las cuchillas enemigas. No me arrepentí de mi esfuerzo con el bambú, cuyo armazón se conservaba intacto, sólo marcado con una muesca que señalaba el lugar donde Veneno había estrellado su codicia. También los nudos orientales funcionaron como esperaba, ninguno se había soltado, pese a la violencia de algunas arremetidas de sus enemigas, que en la desesperación no dudaban en abalanzarse sobre Margarita para confundirla y quizás arrastrarla en su agonía. El estado de las cuchillas era satisfactorio en general, aunque algunas habría que reemplazarlas, porque la furia de la batalla las había mellado y su filo era torpe. En cuanto al papel, había desaparecido un cuarto, arrancado desde su centro hacia el cuadrante superior. Dos tirantes se habían partido y la cola había soportado la mayor furia del combate y parecía inservible. Quise concederme un tiempo de reflexión, para tramar mejoras que pudieran servir a mi causa. Revisé el libro oriental y dudé entre reparar o construir de nuevo. El bambú era óptimo e incluso la minúscula herida de la caña transversal, el bajorrelieve de una media luna, parecía cicatrizada y tan firme como el resto de la cruceta. Decidí mantener la estructura, que estimé robusta, y reemplazar el cuadrante superior de la vela. El cordaje lo cambié entero, y la cola intenté repararla pero desistí ante la pobreza del resultado. La hice otra vez, separando las cuchillas, trenzando las telas sobre la cuerda central y orientando los filos hacia donde serían más efectivos durante el combate. Un arte de la urdimbre, porque las cuchillas quedaban dispuestas de tal modo que la cola cortaba con mirarla. Bastaría con un roce liviano para deshacer a sus adversarias. Me di por satisfecho y esperé al siguiente domingo.
Volvimos a la contienda, esta vez en un campo vecino, porque el torneo se celebraba durante la primavera y el verano, en distintas ubicaciones, según lo dispusieran los organizadores. El público fue similar, caras familiares y desconocidas, unas me parecieron simpáticas, otras extrañas y alguna graciosa. No me concentré mucho en la primera fase de la competición, había demasiadas cometas en el aire y era preciso simplificar la lucha cuanto antes. El pilotaje inexperto propiciaba accidentes de los que convenía prevenirse. Contuve mi ardor hasta que apenas restaron unas pocas cometas, que lucharon bravamente pero sucumbieron a la destreza de Margarita. Solo quedó Veneno, que se abalanzó hacia mí de improviso, esta vez amparada por el sol. Buscó mi ceguera todo el tiempo, pero supe contener sus acometidas y replicar con firmeza. Dos veces casi la roce en un desplazamiento lateral y una más pensé que alcazaba su vela. Margarita, con su carácter sumiso, se dejaba guiar con mi deseo. No sabría explicar mis movimientos, porque no eran conscientes, entraba en una suerte de trance y la cometa obedecía mis indicaciones. Pregunté a algunos amigos, por si gesticulaba o debía avergonzarme, pero me aseguraron que parecía muy digno y sereno, atento a mi quehacer y concentrado en la lucha. Me felicitaron mucho, aunque Margarita cayó rasgada tras un remolino inesperado de mi adversario, que cuando lo suponía herido de muerte asestó a mi cometa un corte definitivo en una de las bridas, que al instante la convirtió en rebelde y propició su fin, porque empezó a caracolear sin remedio y Veneno le rasgó la vela por la diagonal mayor de la cruceta, con una quilla acerada y novísima, que había vencido sin esfuerzo a sus adversarios anteriores. Resonaron los aplausos porque, según me dijeron, nuestro combate había sido tan largo que amenizó la comida del mediodía y sirvió de solaz y alivio a los asistentes, fatigados por las muchas horas de nuestra lucha. El espectáculo daría que hablar, había sido emocionante y prolongado.
Esta vez Margarita resultó peor herida. La quilla de Veneno había ocasionado un profundo surco en la longitud de la caña mayor. La vela se había perdido tras mucha búsqueda y la cola apareció enmarañada entre unos arbustos espinosos, imposible de recuperar, aunque lo intenté hasta que las espinas me llenaron las manos de sangre. Regresé al consejo del libro oriental y reconstruí a Margarita por completo, renunciando incluso a la caña marcada con una media luna, que parecía ilesa en esta segunda contienda. Otra vez la enfrenté a Veneno y luchó con valentía y destreza, hasta que me derrotó, ya no importa cómo. La contienda despertó el elogio de los asistentes, que eran más porque el espectáculo de las cometas luchadoras agradaba y era útil para animar una jornada de apuestas. Las señoras gozaron del sol de primavera, los caballeros acompañaron a las damas o pasearon envueltos en sus conversaciones eruditas o mundanas. Felicité a mi adversario ganador, recogí el premio de consolación y mantuvimos unas palabras con los organizadores del concurso, que se mostraban orgullosos del triunfo cosechado e incluso nos ofrecieron una recompensa adicional, por el éxito de las apuestas y el espectáculo que ofrecían nuestras cometas en el cielo. Después conversé unos minutos con mi adversario, que para entonces ya era un hombre tímido y amable, que respondía a mis preguntas y apreciaba mis respuestas. Pronto estimamos apropiado compartir nuestra pasión por las cometas.
Durante la primavera y el verano, competimos cada domingo y me venció siempre con nobleza. En mi descargo se reconoce que la lucha fue cada vez más enconada, porque con cada derrota Margarita mejoraba en velocidad, eficacia acrobática o astucia para sorprender a su oponente. La gente admiraba nuestro esfuerzo, las apuestas crecían hasta alcanzar cifras impensables y cada semana llegaba más público. Los organizadores escogieron espacios mayores, explanadas donde no solo volasen las cometas con soltura, sino que cupiesen más espectadores, para que disfrutasen de las maravillas del cielo, para que gozasen con la delicadeza de las guerras en miniatura, donde todo parecía emular a los combates de la aviación moderna, sin las desgracias propias del armamento verdadero y el enfrentamiento real. Un espectáculo para los sentidos, con las evoluciones siempre mejores de los participantes. Dos nombres destacaban entre todas las cometas, Margarita y Veneno, adversarias implacables que cada domingo ofrecían un prodigio de habilidad de vuelo y evoluciones en el aire. Las apuestas crecieron y llegaron carruajes ilustres, de médicos, ingenieros o maestros, que venían con sus familias para pasar el día, conocer los alrededores, deleitarse con el espectáculo del aire y, por qué no, aventurar alguna apuesta. También aparecieron los vendedores de refrescos, para aplacar el verano, soportar el terral del sur o entretener la espera, y los de comida rápida, para una urgencia, por distraer el hambre, porque el desayuno fue apresurado o insuficiente. Mazorcas con aceite y sal, asadas con leña de sarmientos, cebollas avinagradas y en salmuera, pescado ahumado, carnes secas y golosinas de melaza y almendra.
Por la costumbre de encontrarnos en la entrega de trofeos y porque ambos gustábamos de llegar pronto al escenario de la lucha, entablé con mi adversario una cierta amistad. Era un hombre culto, que disfrutaba de la conversación inteligente y me pareció un apasionado de las sutilezas del vuelo, de cuyas peculiaridades conversábamos infatigablemente. Compartimos muchos desayunos, porque gustábamos de acudir al alba a nuestra cita guerrera, como si el primer sol del domingo infundiera en nuestro ánimo el espíritu de la victoria, ocurrencia que tuve como en la revelación de un sueño, de tan ingeniosa que se me antojó. Me apresuré a ponerla en práctica para descubrir que la idea de invocar al sol antes de la lucha no era tan extraordinaria, porque mi oponente la empleaba antes que yo, como me demostró la primera vez que llegué a mi destino temprano, un entramado de meandros que serpenteaban perezosos por la llanura amplísima. Entré en un pequeño establecimiento para permitirme un descanso y preguntar dónde se celebraría la prueba. El dueño de Veneno, sentado al fondo de la sala, se levantó de su asiento y solicitó permiso para compartir mi mesa. Deseaba felicitarme por la eficacia de mi cometa, en la que reconocía muchas virtudes. Agradecí su interés y lo traté como a un extraño hasta que me preguntó por los desperfectos de Margarita tras nuestro último enfrentamiento. Me contuve un instante, porque no sabía si ofenderme de sus palabras, que acaso escondieran burla o descrédito, pero mudé mi pensamiento en cuanto la conversación me mostró equivocado en mis recelos. Mentí asegurando que los daños habían obedecido más a mi error que a las vicisitudes de la lucha. Mala suerte, aseguré, que Veneno partiera el nudo maestro de la cruceta con un corte tan diestro. Mi oponente pareció comprender mi derrota y me aseguró que se había enfrentado a ese mismo problema de construcción, y que lo había resuelto empleando hilo de cobre para fijar las cañas con mayor firmeza, un metal extraordinario, que había demostrado su eficacia indudable en numerosos aspectos. Pese a mis reticencias, pagó mi desayuno como prueba de su deseo de amistad.
En el transcurso de la lucha observé que Veneno se contenía en sus ataques. Al menos en tres ocasiones estimé a Margarita perdida, apenas pendiente de un envite que cortase sus amarres y la devolviera a mi taller, pero Veneno mostró lo que parecía una indulgencia disimulada. Finalmente, después de casi tres horas de escarceos en el aire, me sorprendió desde abajo y, sin que pudiera impedirlo, cortó mi anclaje a Margarita, que se detuvo como pasmada y luego descendió con interminables vacilaciones que la llevaron hacia unos sembrados distantes. Recogimos nuestros premios, el mío de cortesía, y mi adversario solicitó un aumento en el beneficio, que justificó con que nuestra destreza había disparado el montante de las apuestas. Me sorprendió que me incluyera en su demanda, como si mis escasos méritos ennobleciesen sus victorias, pero guardé silencio mientras sugería que era el enfrentamiento final con Margarita lo que despertaba la pasión de los espectadores, que asistían a las escaramuzas iniciales como un mero trámite hasta que nos adueñábamos del cielo. Los organizadores se negaron porque no se sentían obligados a la generosidad, pero mi enemigo supo esperar a la semana siguiente y desembarazarse de sus adversarios y de Margarita en un tiempo tan breve que el espectáculo supo a decepción y mañana perdida. Recibimos nuestro premio entre protestas y silbidos desaprobatorios, porque lo ofrecido al público era mero deseo de terminar, y ni se vieron enfrentamientos de valía, ni acrobacias que despertaran la imaginación, ni maniobras que arrancasen el estupor de los labios. Sólo premura y eficacia en abatir enemigos. La feroz pugna dominical entre Veneno y Margarita, comentario habitual durante la semana, apenas encontró eco en algunos que se lamentaron por la escasa relevancia del último enfrentamiento. El siguiente domingo, al llegar a lugar escogido para la disputa, se nos informó que se había triplicado la cuantía de los premios. Mi adversario sonrió cortésmente, agradeciendo la delicadeza de los promotores, y a la salida me sugirió tomar un desayuno rápido, para discutir conmigo unos aspectos del vuelo. Me dejé invitar para desayunar dos veces y porque él pagaría la cuenta.
No le costó esfuerzo convencerme para acordar algunas estrategias de ataque y defensa, para que la pugna alentase el regocijo del público. Acepté porque el interés era mutuo y a la postre nuestro acuerdo mejoraba el espectáculo. Competimos después, tanto como deseó Veneno, que se mostró esquiva y poco propensa a la lucha, caracoleando a mi alrededor y esbozando arremetidas que concluían con un viraje precipitado y lento, insuficiente para sorprender a Margarita, que se esforzó por responder a la pasividad de su enemigo con una contundencia agazapada, porque nada se había dicho de apaciguar la lucha o dejarse vencer sin merecimiento. Mis esfuerzos pecaron de ingenuos, y Veneno jugó con Margarita hasta que concluyó cuando parecía que el interés declinaba por la melancolía de la tarde. Margarita perdió su cola en una maniobra impecable de Veneno, que avanzó de frente, giró en el último instante y me sorprendió desde atrás, como si hubiera pretendido emboscarme por la espalda. Reconozco que me impresionó su ingenio, porque en mi imaginación la maniobra de Veneno se me antojaba tan sencilla como efectiva en la práctica. Recogimos nuestros premios con el beneplácito y el halago de los patrocinadores, las apuestas nunca habían sido más cuantiosas. Después mi adversario me pidió que le mostrara mi cometa. Fui reticente al principio, porque no era una petición usual, pero consideré que nada perdía en reconocer mi debilidad a quien siempre me derrotaba, así que me avine a su solicitud y le permití que inspeccionara a Margarita a su antojo. También respondí a sus preguntas, después me hizo unas sugerencias que estimé de gran utilidad.
Me apliqué al estudio de las mejoras señaladas por mi enemigo, y me parecieron buenas y dignas de crédito. Empleé cobre para reforzar los nudos orientales, que mantuve como una contención segunda, por si fallaban los metálicos, y adapté cuchillas en los bordes de la vela tal y como me indicó, siguiendo un procedimiento convenientemente consignado por escrito. Quedé muy satisfecho del resultado, más cuando en nuestro siguiente encuentro ofrecí una mayor reticencia a la derrota, comprensible si se considera que Veneno se aproximó menos, por la superior defensa de Margarita y porque los anudamientos de cobre parecían mejorar las cualidades del bambú, que se convertía en más rígido sin perder su esencia flexible. En las colisiones con otras cometas descubrí que era sencillo romper a mis rivales, frágiles ante el ímpetu renovado de Margarita. En consecuencia, aplicados mi adversario último y yo a desprendernos de cuantos enemigos pudieran distraer la lucha, pronto nos encontramos solos en el cielo, para regocijo de los espectadores, que asistieron a varias horas de persecuciones frenéticas, hasta que la luz fue insuficiente y Veneno remató la tarde y me relegó a la segunda posición de siempre. Recogimos nuestros premios y me avine a cenar con mi adversario, para discutir mejoras y esbozar algunos planes. Me sorprendía lo que interpretaba como amistad con el enemigo, y manifesté mi temor a que nuestro acuerdo cuestionase la buena fe del campeonato. No había de preocuparme, porque los patrocinadores estaban informados y cualquier iniciativa que mejorase las apuestas contaría con su aprobación. A la postre, me confirmó, nuestros acuerdos buscaban prolongar el duelo, nunca falsearlo o procurar un resultado pactado. Simplemente, nuestro verdadero enfrentamiento se difería para favorecer al público y alargar la diversión, lo que era bueno para los vendedores de refrescos, los patrocinadores y nosotros mismos, que no infringiríamos ninguna regla mientras el resultado no se acordase de antemano. Estuve de acuerdo y me apuntó algunas mejoras para mi cometa.
La primavera y el verano transcurrieron entre flores y refrescos de limón y hielo. Margarita perdía cada domingo y sin embargo me sentía orgulloso de ella. Las sugerencias de mi amigo eran siempre afortunadas. Cambia esos nudos por estos, que son aún mejores, y los nudos soportaban las embestidas de Veneno, a quien me acercaba más en cada enfrentamiento, hasta que decidía cuándo terminar nuestra exhibición, y con un corte preciso, una delicadeza en el aire que apenas sentía, Margarita se rebelaba a mi antojo y cedía a una lasitud que la llevaba a tierra. Los aplausos eran interminables, porque mi cometa resistía más y mejor, y porque el espectáculo era de una belleza precisa, calculada en sus efectos, un progresar desde el principio o un alternarse de ventajas que inequívocamente conducía a la victoria de Veneno, quien sorprendía a todos con una maniobra imposible o la réplica fugaz a un ataque, apenas un centelleante vaivén de sus dos colas minúsculas, que parecían ajenas al efecto de su mal, pero que transcurrido el asombro habían cercenado algo que condenaba a Margarita a retorcerse sobre sí misma hasta estrellarse contra el suelo. Después de cenar, mientras recogíamos nuestros enseres en el campo, Margarita incluida, que había aterrizado convertida en una maraña de cañas impolutas, mi adversario me felicitó por el acierto del bambú, que calificó de material extraordinario. Semanas después supe que hablaba con fundamento.
Me enteré de su historia muy tarde, cuando no importaba. Supe que había trabajado en el extranjero y que era una eminencia en su especialidad. No recuerdo bien el nombre, pero me pareció algo muy difícil. Para entonces me era indiferente, porque era mi amigo y el resto importaba muy poco. Cada semana, durante el verano, recogimos nuestros premios y viví de hacer lo que me gustaba, que fue mucho si se considera lo penoso de aquel tiempo. A la postre la contienda era siempre más vistosa, aunque sobraban los contendientes iniciales, de escaso protagonismo, que pronto nos cedían espacio y mérito. Cada vez más floridas, nuestras piruetas en el aire despertaban asombro, porque para entonces se sabía de nuestra lucha y llegaban curiosos de las comarcas limítrofes y aún de más lejos, incluso de la capital. Con persistente insistencia, con amabilidad irrechazable, mi enemigo se interesaba por Margarita y sus consejos eran siempre útiles. Considera esto, repara en aquello, y era certero para mi asombro y regocijo de los espectadores, que en cada cambio, en cada mudanza, descubrían un tino y un acierto que los elevaba a pensar más arriba, a concebir otro sentido del juego.
A principios de otoño, la lluvia fue una bendición para el campo. Los espectadores mantuvieron su número y alcanzamos una excelencia más allá de las fronteras. Disfrutamos de nuestra ventura porque nos convenía y era favorable a la prosperidad. Mi enemigo me advirtió que mi eficacia ya era mucha y que debía velar por sus intereses, con lo que me sentí halagado y perplejo, porque jamás pensé que pudiera hacer sombra a su destreza. Las apuestas, desorbitadas, colmaban el afán de nuestros patrocinadores. Nosotros, felices cada semana por el éxito, que siempre nos favoreció y pagó las cenas con holgura. Más espectadores, más apuestas, más fortuna. Los noticiarios proclamaban nuestro interés, y se escribía y se comentaba y se decía. Se multiplicaron los trenes hasta el lugar escogido por los patrocinadores, satisfechos de nuestra estrella, y florecieron los coches de alquiler para presenciar nuestro mérito, quizás vulgar e innecesario, pero que atraía a las gentes con un embrujo que nunca alcancé a comprender. Poco añadiré, mi adversario supo encauzar nuestra suerte hasta una ventura desconocida.
Llegó el día último, según se confirmó después, y nos enfrentamos conscientes de la esperanza que se depositaba en nuestra fama y en las apuestas. Una mañana gris y poco propensa a la intemperie, que apenas invitaba al juego o al paseo. Pese a los inconvenientes, nuestro éxito fue multitudinario y llegaron gentes de las comarcas vecinas, de la capital y del mismísimo extranjero, que no por muy lejano era menos importante. Con todos allí, mi adversario y yo quedamos pronto solos y nos encontramos de frente. Se esperaba lo de siempre, pero yo mantenía una esperanza. Había mejorado con sus indicaciones y mi esfuerzo, perseguía a Veneno muy cerca y confiaba en sorprenderla con una suerte inesperada. El público conocía mis méritos y de algún modo aguardaba mi victoria. Me sentí escogido, me sentí iluminado, y supe que podía derrotar a mi adversario, también mi amigo, pero en el aire mi oponente. Me deshice de los contrincantes menores sin tregua para un suspiro, con la facilidad con que se confunde a un niño, y me remonté muy alto, soltando el sedal hasta perderme entre unas nubes grisáceas. Veneno se desembarazó de su último enemigo y se lanzó tras mí. La esperé en un claroscuro de nubes donde distinguir a Margarita era casi imposible. Veneno se recortaba nítida contra el gris del cielo, negra y resplandeciente entre penumbras más claras. Me descubrí de improviso, ocultó tras la invisibilidad, y casi alcancé mi objetivo, porque sorprendí a mi oponente, que se confundió al buscarme entre las sombras algodonosas y no supo ver mi ataque. Rocé los tirantes de Veneno, no me cupo duda, casi sentí un chirriar de metales entre mis dedos y supe que mi adversario había sustituido los tirantes por hilos de cobre que no temían a las cuchillas. Me comentó que mejoraría la resistencia de los hilos, pero no dijo en qué consistiría su mejora. Lo descubrí tarde, demasiado cerca de Veneno, que giró y esbozó una rápida pasada que esquivé con un reflejo de mis manos, atentas a la evolución del combate. Veneno se situó a mi zaga y Margarita se precipitó en barrena, para desprenderse de su perseguidora, que alcanzaba una aceleración menor en estos descensos frenéticos. Me mantuve muy cerca del suelo, sobrevolando los árboles a una velocidad que desafiaba al ojo más atento. Veneno me seguía como una exhalación a poca altura del horizonte, casi rozando las copas lejanas de un bosque que servía de aliciente a nuestras evoluciones. Pensé que me había desembarazado de ella en dos ocasiones, y que podría girar hasta ponerme a su espalda, donde era más sencillo acertar en el ataque. Ambas veces me sorprendió girando sobre sí misma y situándose bajo el vientre de Margarita, que volaba horizontalmente, a una velocidad que despertaba el júbilo de los espectadores. Recorrimos el horizonte persiguiéndonos, multiplicando nuestros ataques, buscando un instante afortunado para que las cuchillas de Margarita obrasen el milagro de la victoria.
Salí del peligro de los árboles y recogí hilo para situarme en un plano más cercano. Mi oponente reaccionó del mismo modo, para evitar que las cuchillas de mi cola encontrasen su debilidad, y volamos a la desesperada, balanceándonos sucesivamente, rotando sin brújula, hasta que conseguí traer a Margarita muy cerca de los espectadores, que rugieron de emoción ante mi cometa, enloquecida por escapar y herir a Veneno, que la acosaba con una insistencia imposible de eludir. Comprendí que debía buscarme una tregua entre las nubes y dejé correr el hilo. Margarita retrocedió y su cola rozó unos arbustos, deshojados al instante por las cuchillas, que no encontraron impedimento a su frenesí. Terminé de soltar hilo en la misma línea del horizonte, sentí el tirón de la resistencia y Margarita ascendió con avaricia por alcanzar el techo del cielo. Veneno me siguió a corta distancia, replicando mis maniobras con una precisión absoluta. Las nubes eran oscuras y densas cuando las cometas se perdieron en la lejanía celeste y todos contuvimos la respiración. Me adelanté unos pasos, porque así me lo dictó la urgencia del juego, y el adversario quedó a mi espalda. Margarita y Veneno eran dos puntos apenas visibles, dos puntos que se movían vertiginosos y dibujaban mil siluetas en el aire, persiguiéndose, acosándose, jugando. La cola de Margarita era un látigo en mitad del mar de nubes negras. Se perdieron un instante, aparecieron de nuevo y la multitud gritó a mi espalda, enloquecida por la exhibición de las cometas. De repente sentí que Margarita hería de muerte a Veneno, y en ese instante se vislumbró un resplandor en el cielo, y casi al unísono gritos a mi espalda y un olor a quemado. Me giré y vi a mi enemigo envuelto en humo y vencido por los intestinos que colgaban de su vientre. Su piel era hollín mate, tenía la boca muy abierta y los ojos también, como si no diera crédito a su desgracia. Pareció que me mirase un instante y cayó a mis pies, muerto para siempre. Sus manos estaban negras y soldadas a la empuñadura de Veneno, convertida en llamas que caían sobre el horizonte.
Tras el espanto llegaron los doctores, con su diagnóstico del cadáver y sus conclusiones terribles. Después los jueces y cuantos tenían algo que decir, los patrocinadores y yo mismo, todos inocentes de la desgracia, todos afligidos por la desolación. Concluyó el campeonato de cometas antes de lo previsto, porque la tragedia era irremediable. Dijeron que un rayo, que el destino, que un mal aciago, dijeron muchas cosas, pero ninguna resucitó a mi adversario. Regresé al taller con Margarita cuando me sentí con ánimos para la última reparación. Eliminé el hilo de cobre que tanta miseria trajera y lo sustituí por la seda y mis nudos orientales. El papel fue blanco, como era insignia de Margarita, la cola esta vez sin cuchillas pero trenzada con el mismo esmero de siempre. Los tirantes, las bridas, hasta la borla final desarmada, pero con el esplendor de sus mejores ocasiones. Me entretuve en perforar una plancha de madera y pasar la cuerda a su través. Después regresé a la playa donde libramos nuestro primer enfrentamiento y levanté a Margarita a favor del viento, que ese día soplaba en dirección al mar. Ajusté su vuelo mientras la cola se dibujaba como una fantasía en el cielo. Me acomodé sobre la arena templada, aseguré la plancha que sujetaba el hilo entre unas piedras y leí durante más de una hora, hasta que el sol me advirtió que era demasiado tarde. Cerré mi libro y me puse en pie. Me acerqué hasta la orilla y deposité la madera sobre a la superficie del mar. Solté la cometa y el hilo rasgó la superficie del agua, primero muy rápido, despacio conforme se sumergía la base que sujetaba el ovillo y ofrecía una mayor resistencia a la tracción del viento. Se enredaron unas algas mientras Margarita caía en el cielo y se alejaba lentamente, hasta que detuvo su descenso y se estableció un equilibrio que me devolvió la paz. Permanecí mirando el horizonte que engullía la cometa, hasta que se me velaron los ojos. La recuerdo muy baja, arrastrada por el viento. Pensé que el agua desharía su papel blanco mientras se emborronaba entre nieblas lejanas.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
¡Carambas!..jamás imaginé que una distracción, que siempre he relacionado a párvulos, diera rienda suelta a inspiración tan prolífica.
ResponderEliminarEnhorabuena, Blas.