La serpiente mostró sus colmillos, el rubí brillaba con destellos de fuego y una lengua partida se reflejó en la piedra. Me sentí entusiasmado, el fulgor del rubí era excepcional y la idea de encomendar su custodia a la serpiente de ojos rojos avivaría el entusiasmo del público. El animal parecía peligroso, justo adecuado a mis propósitos, óptimo para custodiar una gema colosal, diez veces más grande que la más grande, con un peso desbordado de quilates, tan limpia que parecía magia, como si la naturaleza hubiera alumbrado una obra divina. La serpiente era el elemento dramático, la coreografía para una pieza inacabada. Porque la joya era imperfecta, como si la belleza absoluta se negase a sí misma.
Me ajusté las gafas de carey, levemente graduadas, y sonreí al recordar a uno de mis músicos favoritos, de prodigiosa destreza, que no sabía interpretar su genio sin tararearse las notas, como si precisara de un recordatorio, una discreta ayuda que negaba la perfección de su arte. La gema era en su interior como el artista, mostraba una mancha evanescente, una tibia imperfección que entristecía su brillo y la convertía en una belleza menor. Irregular y difusa, cerca de su centro se presagiaba una forma entre carmín y frambuesa, tal vez carmesí, como una sombra que permaneciese congelada en un vacío de luz roja. Me gustaba y mucho, porque sugería imágenes que estimulaban mi imaginación, pero rompía los fulgores de la piedra, que al llegar a la tristeza perdían pureza y se tornaban frágiles. En cuanto a la serpiente, me felicité por la ocurrencia y sí, recibiría al indio.
Aunque inspiraba un cierto desagrado, era dueño de la serpiente y la había cedido a un precio razonable. En realidad había sido una sorpresa encontrarla en un circo pocas calles más allá, exhausto tras su última gira y próximo a la disolución. Casi por casualidad había reparado en la propaganda del espectáculo, donde se aseguraba que Sombra Escarlata, la cobra de ojos rojos, era la criatura más venenosa del mundo, pero que existía un hombre llegado de montañas distantes para domesticarla y exhibirse a sus colmillos sin más defensa que el valor. Leí el anuncio mientras paseaba por las inmediaciones del museo, en un descanso tras el almuerzo. Lo encontré sujeto a un castaño con un clavo oxidado, como solo había visto en las portadas de algunos cuentos, y me cautivaron los ojos de la serpiente, que parecían del mismo color que mi rubí, ya convertido en Sombra Escarlata. Mandé a un hombre de confianza con instrucciones precisas, a comprar sin negociación. El precio habría bastado para adquirir el circo entero, pero el indio consintió solo en alquilar, así que no hubo nada que oponer y el trato se cerró tan rápido como era deseable.
Motivos prácticos determinaron que el indio depositara el reptil en su urna definitiva, que ya esperaba con el nombre de la gema, Sombra Escarlata, sobre una placa situada en la peana, presidiendo un explicativo de cómo se había encontrado en las selvas ignotas y su transporte río abajo, entre meandros y gritos de pájaros, por los cazaderos de jaguares, bajo el verde omnipresente de una vegetación salvaje. Me recordé descendiendo del barco para eludir los rápidos, ocultando la piedra entre pliegues de seda negra que la protegían de los nativos, evitando las tentaciones de un viaje que a la vuelta se me antojaba lejano, desde el ocaso de la oscuridad, consagrado a llevar aquella gema prodigiosa a la civilización.
Casi la había encontrado por accidente, al inspeccionar las ruinas de una ciudad en mitad de la espesura, oculta en el interior de la cripta de un templo, sobre un altar decorado con escrituras de grafía imposible, que hablaban de leyendas olvidadas y civilizaciones remotas. La saqué de un pozo donde trabajaba desde el inicio del verano, una especie de sarcófago en las profundidades de la cripta, que se había inundado con limos de mucho tiempo atrás, macerados hasta convertirse en un barro untuoso. Con mi equipo, compañeros del museo, había filtrado, decantado y limpiado los restos fangosos en un meticuloso catalogar que presidía la parte más tediosa del oficio. Pero la piedra la encontré yo solo, mientras descansaba el equipo, y desde el primer instante presentí su instinto de bestia adormecida. Arranqué una capa de lodo apelmazado que parecía no desprenderse nunca y la enjuagué en un balde de agua. Pronto brilló una gema descomunal, roja como la sangre, espesa como la misma agonía, y bellísima como jamás se había visto. Aún empañada por la suciedad, mostraba un fulgor incomparable, de atardeceres rabiosos, de tornasoles ardientes. No concluyó allí mi sorpresa, porque la piedra nacía tallada, con aristas que parecían desafiar al aire, como una lágrima que se apurase hacia un vértice donde la luz era tan diáfana como en el resto de la joya. La tomé firmemente, ya limpia, y la alcé a mi luz de acetileno. Sentí su peso, que me llenaba la mano y de algún modo me infundía una sensación de plenitud. La admiré, encandilado por su magnificencia. Tanto me turbó que sucumbí a la tentación de ocultarla y la cubrí con un pañuelo del seda negra que rodeaba mi cuello. Miré alrededor, sintiéndome culpable, y la escondí en mi equipaje. Comuniqué el hallazgo a mi equipo y cancelé la expedición, con el pretexto de que el descubrimiento era demasiado valioso y el museo reclamaba su custodia inmediata.
El indio entró disfrazado con un poncho que fue de colores estridentes, ahora eclipsados por el sol, que los había convertido en un degradado impreciso. El sombrero era entre hollín y caoba, tan bruñido por la intemperie que más parecía baba acartonada que una prenda de vestir. La pluma, podrida en su base, era la encarnación del abandono. Gris y sucia, deshecha y convertida en podredumbre. El indio parecía viejo, enormemente viejo, con las arrugas del rostro amontonadas alrededor de la boca y perdidas en pliegues que se extendían hasta las orejas y el cuello, en un erial de surcos que reptaban bajo el poncho de colores apagados y resurgían en las asperezas de sus manos, acabadas en uñas curvas, triangulares, esculpidas en las queratinas del yo por un oscuro motivo, cinceladas por la misma intemperie. Sus ojos eran minúsculos, blanqueados por una ceguera marchita, parecía que toda su decrepitud se amontonase en dos pupilas infames, perdidas en amargura pero animadas con un destello herido por alguna debilidad de la vista y que casi brillaba con el mismo fulgor diabólico de su serpiente.
Saludó el indio con una inclinación de cabeza y respondí con el mismo saludo distante, porque la mera posibilidad de estrechar su mano me producía rechazo. El indio pronunció una palabra y al fondo la serpiente desplegó su capucha y se alzó poseída por el espíritu de la ferocidad. Sus colmillos se mostraron ante el cristal de su urna de marfil. Emitió un silbido que helaba el ánimo y despertaba un vago espanto. Quedé petrificado, sobrecogido por aquella estridencia metálica, como hipnotizado. El indio sonrió y esbozó un gesto a la serpiente, una señal concertada. El animal fijó su mirada en el rubí y se mantuvo en el aire, sujeto por una leve oscilación. Recuerdo sus ojos rojos sobre la piedra roja, como brasas incendiadas. Me felicité por mi acierto al comprar la serpiente e invité al indio a que me acompañase junto a la urna de Sombra Escarlata, para que se despidiese de la cobra, que ahora era mía, un gesto amable pensé, acaso intrigado por su habilidad para manejar la serpiente. Desistí de emplear su destreza al inicio de la exposición inaugural, cuando las autoridades contemplasen por primera vez el fulgor de la joya, que se había situado en el centro de una amplia sala, de maderas nobles y decorada con cuadros que colgaban de las paredes y sugerían motivos exóticos, junglas y desiertos de polvo amarillo.
Por una razón solo atribuible al destino, confesé al indio que había encontrado el rubí más grande jamás encontrado, y que su serpiente remataba una exposición del museo que me honraba en dirigir, que se inauguraba a la mañana siguiente y supondría un reconocimiento esperado. Se habían cursado invitaciones a las personalidades relevantes de la vida social y a las autoridades oficiales, desvelándoles la magnitud del hallazgo y solicitando su asistencia. Confiaba en que su reptil de ojos rojos velase la piedra, y señalé al indio cómo habíamos dispuesto el entorno del animal, que parecía cómodo en su urna de cristales blindados, con un suelo de gravillas absorbentes que sería preciso cambiar a menudo. También le mostré el pequeño orificio de la urna, de sección inferior al grosor de la serpiente, que unos operarios del museo habían abierto atendiendo sus indicaciones, por donde se introducirían las ratas y pájaros necesarios para su sustento, porque se había tomado buena nota de que era preciso alimentar al animal con presas siempre vivas, para que empleara sus venenos y no los volviera contra sí, como era común en su especie.
Sin que el indio interviniera, añadí que la piedra también se llamaba Sombra Escarlata y que había venido conmigo desde un paraje remoto, al otro lado del mundo. Su estudio se había encomendado a un experto, también personal del museo que tan generosamente había comprado su serpiente. Con la máxima cautela había encomendado la piedra a su saber, y permití que se abriera el pañuelo de seda negra para disipar los enigmas que planeaban sobre aquella pieza arqueológica de valor incalculable. Mi amigo experto insistió en comunicarme personalmente el dictamen, de tan asombrado y perplejo que se sentía por sus descubrimientos. La piedra era excepcional, no solo por su desmesurado tamaño, sino por su transparencia perfecta, como jamás se había contemplado antes, a excepción de una pequeña zona irregular donde la composición del aluminio provocaba una alteración de color escarlata, como un vaho entre la incandescencia roja. También había encontrado algo sorprendente, algo que desafiaba su conocimiento. La talla era imposible, una mezcla entre corte oval y de lágrima, que parecía definida en sus facetas por el ingenio del diablo, tan precisas en su reflejo que la luz quedaba atrapada y resplandecía con una perfección como jamás se observó en talla alguna. Aún había más, mucho más. Las medidas generales de la piedra eran, cómo decirlo, singulares. Cada arista, cada apotema y secante del cristal encontraban su escala precisa en los abismos siderales. La distancia al sol, a la luna, a las estrellas próximas y otras mediciones más distantes y modernas, hallaban eco en la geometría del rubí, algo imposible de conocer en un tiempo remoto, como parecía sugerir la datación de la piedra, antiquísima, más que la primera cueva escrita o el rastro primordial de la raza humana. Ya no como experto, mi amigo consideraba que Sombra Escarlata cautivaba por su adaptación a la mano, donde parecía hacer sentir su transparencia, aunque estas eran cualidades menores ante lo demostrado por la frialdad de la ciencia.
El indio asintió desde su rostro arrugado y le confié que mi esposa también había visto la joya y se había sentido arrebatada por su belleza. Me excusé en el convencimiento de que no había hecho ningún mal al mostrar el rubí a mi compañera del museo, que al instante quedó cautivada, como yo mismo, al enfrentarse a una maravilla tan rotunda. Señaló la misma imperfección que antes señaló el experto, repitiendo que lejos del valor atribuido, aquella impureza no restaba mérito a la piedra, que en su turbiedad encontraba un motivo para el misterio. Fantaseó después con distintas interpretaciones sobre la mancha escarlata, la alzó ante sus ojos y pareció sumirse en sus pensamientos. Supuse que se deleitaba en los reflejos interiores, donde la luz entraba sin salir nunca, según opiniones más expertas que la mía. Pareció que la piedra le infundiese ensoñaciones más allá de los sentidos. Mi esposa concluyó que lo más agradable era la sensación de plenitud que inspiraba mantenerla en alto y mirar en su interior. Fascinante, querido, me dijo y sopesé la piedra yo también, para sentirme afortunado.
Me interrumpí al sorprenderme en mi intimidad y expliqué al indio que se le pagaría a la conclusión de nuestra entrevista y que su serpiente sería atendida por los mejores veterinarios. Añadí que podía regresar en una semana, cuando hubiera pasado la inauguración. El indio sonrió y se alzó el sombrero, pude ver un diente de oro en su boca y me sorprendió que conservase la dentadura. Volvió el sombrero a su asiento y me alcanzó un aire que olía a guano y tierra cenagosa, a presencia remota, a vuelo de cóndor y ropa negra. Sonreí cordialmente y lo invité a que me acompañara a la urna, para despedirse de su serpiente. Caminaba muy despacio, debilitado por la edad y envuelto en un aroma de raíces terrosas. Anduve a su lado, sin saber qué decir y sorprendido por mi ofrecimiento, obligado por la cortesía. El indio se entretuvo a intervalos, con un rumor de huesos viejos, alentado por la voluntad que sobrevivía bajo su poncho. Proseguimos hasta la urna, una pieza ofrecida por el museo para la exposición, que se adaptaba a un juego de marfiles de elefante, deliciosamente garabateados con filigranas orientales. El conjunto acogía a una ampolla de vidrio irrompible, que encerraba al reptil en un entorno sellado, con la humedad óptima y la temperatura precisa, cómo se especificaba en los libros. El rubí colgaba en el aire, suspendido por un hilo imperceptible, al alcance de la serpiente, que dormía sobre un suelo de rocas abrasadas, entre troncos resecos y laberintos de roca volcánica. El indio llegó hasta la urna y la serpiente sintió su presencia. Se alzó y emitió su silbido metálico. La piedra permanecía en el aire, a escasa distancia de nuestros ojos. El indio se apartó de mi lado, yo contemplaba el rubí.
El indio miró a la cobra y sus iris se avivaron con una chispa implacable, la serpiente se alzó y se enfrentó a su amo, que movió las manos mientras tarareaba una música. Osciló levemente al compás de los dedos del indio, de sus uñas triangulares y ceniza, que parecían agitarse en una armonía lenta y desacorde. El indio buscó la mirada de la serpiente con su mirada y la serpiente siguió a sus ojos, que vagaron suavemente por la urna y se posaron sobre la superficie ardiente del rubí. La cobra abrió mucho la boca y sus colmillos se desplegaron largos y afilados, transparentes y huecos. En su interior, capilares escarlatas dibujaban el camino del veneno. Más gruesos en los colmillos de arriba, pálidos y curvados hacia adentro, más liviano en los inferiores, que parecían agujas casi invisibles, delatadas como un tenue filamento envenenado. Las mandíbulas de la serpiente se desencajaron y sus colmillos abrazaron la piedra, que pareció hundirse en el abismo de sus fauces. Abrí mucho los ojos y miré más adentro, entre los colmillos, que por un juego de reflejos parecían alcanzar el corazón del rubí. Me pareció que se insuflaba en la piedra un aliento envenenado, que la mancha se estremecía con un pálpito, un vibrar que alcanzaba el corazón de la gema y derretía su luz. Por un instante sentí las facetas espejadas, las aristas invisibles, los vértices al otro lado de la talla. La luz inflamada del rubí y la sombra escarlata de su alma se alimentaban con el veneno de la serpiente. Me pareció leer un nombre entre el fuego y todo fue rojo.
Comprendí que me había desvanecido cuando escuché una voz suave, que hablaba un idioma desconocido. La serpiente se ocultó entre las oquedades de los troncos, acechando al respiradero previsto para su alimentación. El indio bajó las manos, me sonrió con el diente dorado y avanzó hacia mí, con su sombrero de pluma negra y el poncho de colores sucios. Acompañé sus pasos hasta la salida y lo despedí amablemente. Después se derrumbó mi ánimo, turbado por una súbita indisposición, y busqué donde refrescarme con un poco de agua. Me sentía mareado, confundido por aquel rojo tan intenso, y me tumbé sobre un diván tapizado con telas estridentes, en un cuarto junto al taller de cuadros, entre embalajes rotos y esqueletos de madera.
Me dormí al instante y vislumbré al indio muchos siglos atrás, desnudo sobre un suelo estéril, con las piernas cruzadas y ungido con aceites amargos, ante la hoguera que alumbraba la primera cueva. Flotaba un humo de juventud inmolada, de víctimas ofrecidas, y comprendí que las arrugas del indio componían un jeroglífico blasfemo y que su rostro se tatuaba con caracteres arcanos. Aspiré el hedor de las vísceras quemadas, presentí gritos de inocentes, cuerpos desmembrados, vírgenes poseídas por un dios insaciable. También supe que la serpiente despertaría en mitad de la noche para vomitar una madeja de carne arrugada, un digerido de huesos con forma de ovillo, que dejaba holgado espacio para engullir una presa menor, discreta, que permitiera escapar por un orificio angosto. El indio conocía su recompensa y ahora yo también, cuando mi sueño se adentraba en un océano de espantos.
Se encendió una llama que alumbró la oscuridad, una llama que ardió escarlata, que se congeló en una gema inmortal y se contuvo en su cristal de luz prohibida, guardada por el veneno de una serpiente cuyo nombre el indio pronunció alzando la gema, enfrentándola a su rostro y gritando una palabra que significaba vida muerta, destello infame, luz que se extingue. Sentí en mi pecho un dolor que reptaba desde el principio, un cieno que corrompía el alma. Recordé a mi esposa, recordé al experto, y presentí sus ocasos con el mío, porque profanamos la gema al contemplar su mancha escarlata. Supe que mi memoria no regresaría jamás, y se desvaneció el rubí, con sus aristas preciosas, con la sombra difusa, con su talla precisa. La serpiente arrastró sus escamas por el suelo de guijarros y se alzó en un instante, emitió su silbido metálico y desplegó una lengua maligna, con dos puntas afiladas. Resbaló el veneno sobre la superficie de la piedra y mi rubí desapareció entre colmillos, para ocultarse en la oscuridad. Vi mi alma empañada por un estigma abominable, vi la locura, vi que me perdía en tinieblas hirvientes y vi al indio sobre una tierra yerma, recibiendo a la serpiente que ocultaba una gema en su vientre, acariciando a la bestia aplacada por el sacrificio y devolviendo el mal a su origen, a la semilla primigenia, a la sangre escarlata que resbala sobre la piedra de los muertos.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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