La guerra empezó exactamente a las tres de la tarde de un día de octubre, cuando Lázaro la escribió con mayúsculas en la pizarra de su establecimiento. Dicen que abandonó su faena tras la barra para atender al cartero, y que regresó compungido por la desdicha, con una bayeta y tiza. Limpió la pizarra donde se anunciaban el menú y la publicidad, con las ofertas y recomendaciones diarias, y escribió guerra en mayúsculas grandes, y más abajo, con letra mucho más pequeña, que en lo sucesivo el cartero traería quince periódicos diarios, uno para cada mesa de su terraza frente al mar, lo que repetiría cada mañana para satisfacer la curiosidad de sus clientes, que eran libres de releer la guerra y discutirla si era de su agrado. Naturalmente, el coste de su servicio se mantendría en el valor habitual. Después, Matías hizo sonar una bocina desde su observatorio en el faro del cabo, y por el sonido se supo que venía una tormenta. Los pescadores corrieron a asegurar sus barcos en el puerto, no fuera que naufragasen con un mal viento.
Poco puedo contar de la guerra en otoño, con el horror de sus escaramuzas en el frente y las incursiones suicidas. Lázaro, que apenas sabía leer sin trabarse, conversaba con el cartero en la trastienda de su cocina, donde se hacía con las novedades bélicas que luego comentaba con la clientela, en su mayoría pescadores que atracaban en sus mesas para rematar la jornada discutiendo las maniobras anunciadas por Lázaro para los ejércitos. Su palabra era ley junto a la opinión del cartero y los mapas de los dibujantes en las páginas interiores, que recogían los distintos movimientos de tropas y destacaban con caligrafía negrita los objetivos principales, en muchos casos remarcados por un subrayado o un círculo en rojo del cartero, que señalaba así lo más importante. Por lo demás, la vida continuó más o menos igual, con las redes tendidas para secarse al sol y los pescadores ocupados en repasar los corchos y enmendar cada desgarradura, para que no se resintiese la pesca. Se trabajaba mucho para apurar el buen tiempo y la guerra se reducía a noticias destacadas en los periódicos, noticias que nadie leía excepto el cartero y Lázaro, aunque este a medias, por la dificultad de la lectura y las palabras empleadas por los redactores de noticias, que sonaban extrañas para quienes solo entendíamos de peces y anzuelos.
Matías el farero también se sintió invadido por la inquietud de la guerra, y no perdió ocasión de preguntar a los barcos que pasaban por el horizonte por noticias novedosas, para lo que se servía de un lenguaje de luces parpadeantes que solo practicaban los fareros y los especialistas de los grandes navíos, los únicos que podían aclararnos algunas dudas sobre aquella lucha que parecía haber convulsionado el mundo. Debo reconocer que no tuvo ningún éxito en sus conversaciones con los buques lejanos, que ora pasaban muy lejos, ora se había empañado la linterna del faro o, su excusa favorita, que los especialistas de las compañías que fletaban los barcos no eran más que mercenarios que desconocían su oficio, tan lejos de los auténticos navegantes que habían honrado los mares desde hacía siglos. Él mismo, y Matías lo exhibía con orgullo, mostraba un pendiente en la oreja como distintivo de un marinero de verdad, de los pocos que habían doblado el cabo de los infiernos y sobrevivido al peor océano, lo que le permitía mantener con cierto orgullo que el valor y la determinación obraban lo imposible. Aún así, no encontró respuesta en los barcos del horizonte, que pasaron como siempre de noche, convertidos en luces de la distancia.
Una tarde Lázaro nos presentó a su sobrina María, que era una joven con la primera efervescencia de la juventud, distinguida por unas graciosas pecas en las mejillas y una silueta que de ningún modo pasaba desapercibida a la clientela masculina. Había llegado de la capital donde vivía con sus padres, que la enviaban al pueblo para alejarla de la guerra, que no era buena para los jóvenes ni para los viejos, aunque estos solían preferir vivir donde era suyo y aguardar a que pasasen los malos tiempos, lo que no siempre era posible, porque la guerra solía ser despiadada y no respetaba a nadie. El caso fue que María causó buena impresión entre los clientes de Lázaro, impaciente por señalar que su sobrina había ido a la escuela y no solo sabía leer y escribir de corrido, sino que conocía de cuentas y problemas difíciles, lo que causó gran impresión entre los hombres, poco acostumbrados a una mujer tan lista. María pronto aportó su saber de la guerra, porque siempre había vivido en la ciudad y allí contaban con una información más fidedigna y actualizada de los acontecimientos.
Apenas Lázaro asignó oficio a su sobrina, la presencia de María se impuso en el interés de los pescadores, por la simpatía que derrochaba con la clientela, a la que diligentemente servía sus consumiciones, y por las formas de mujer que se presentían bajo sus ropas, que eran muy sencillas, una falda, camisa blanca y un calzado que variaba entre sandalias y zapatos de fieltro. Solía recogerse el pelo hacía atrás en una coleta muy recta, que tenía algo de insolencia y descaro, nadie supo precisarlo con certeza. También fue mérito de María la discreción del uniforme, para que su tío aceptase las ropas que ella misma había elegido para su trabajo de camarera. Verla revolotear entre las mesas era un placer que atraía la mirada de los pescadores y el recelo de sus esposas, que también frecuentaban el establecimiento de Lázaro, aunque en diferente horario. Pese a la desconfianza inicial, el quehacer de María pronto contó con la aprobación de la clientela femenina, comandada por doña Consuelo, que admitió que la sobrina de Lázaro era limpia y pulcra en su trabajo, tanto que no cabían quejas ni censuras a su esfuerzo, siempre amable y considerado con el cliente. Rápida, eficiente, servicial, Lázaro había ganado mucho con la presencia de su sobrina, más si se considera la naturaleza de su clientela, repartidas entre ellas, las esposas de los pescadores, que ocupaban las mesas desde media tarde, y sus maridos, que llegaban con la oscuridad primera, tras concluir la cena en casa, para rematar con una copa y olvidar la penurias de la mar, que siempre regalaba una pena nueva, con las redes, los aparejos o cualesquiera de los motivos relacionados con la navegación, las mareas o los vientos. Anzuelos y sedales completaban la vida de los marineros, que eramos casi todos en el pueblo.
María pronto demostró saber mucho de la guerra. Leía las noticias con una fluidez y conocimiento que despertaba la admiración de los pescadores. Al parecer todo se reducía a la disputa fronteriza por una mina de cobre de gran valor estratégico, y María insistía en la modernidad del cobre como material esencial para el futuro, porque se requería de sus capacidades para canalizar el milagro de la electricidad, un prodigio moderno que procuraba el progreso de las máquinas, algo indefinible pero esencial para las naciones. Lázaro coincidía su sobrina en este sentir, sin que nosotros nos enterásemos demasiado de cómo funcionaban esas máquinas que cambiaban la vida. María pretendía explicarlo pero era imposible que entendiésemos al recalar en el muelle a última hora, cuando concluía la faena en la mar y arribábamos a puerto con los barcos, derrengados por el trabajo en las postrimerías del buen tiempo y estremecidos por una mar demasiado brava como para adentrarse en ella sin respeto.
Una noche poco concurrida, María jugó al dominó con tres contrincantes que pretendían su sonrisa, y por qué no reconocerlo, su inocencia en el juego. Perdió ocho veces seguidas, convirtiéndose en burla de todos, aunque el escarnio era galante y menos grosero de lo que le hubiese correspondido de ser un hombre. Se sucedieron las incitaciones más o menos veladas desde las mesas vecinas, que con apariencia de broma llevaron el rubor a las mejillas de María, a la postre aún una niña. Se retiró tras la barra y permaneció en silencio, bajo la tutela de Lázaro, que reprendía a los jugadores por abusar de una criatura. Hubo discusión sobre quién pagaba las consumiciones, que eran la apuesta común en el juego, y después de muchas quejas Lázaro consideró saldada la deuda. Luego amonestó a su sobrina por dejarse embaucar por todos los rufianes que llegaban a su casa, un comentario que pese a su apariencia no era ofensivo, porque rufianes era lo mejor que podía decirse de nosotros, hombres de la mar desde siempre. Entonces llegó Andrés.
Alto como una puerta, bruñido por la intemperie y con unas cejas sobresalientes y tupidas, para amparar los ojos del sol, unos ojos incisivos y grises, despiadados en su mirar pero con un fondo tierno. Las facciones eran enormes, con una nariz y unas orejas que podían considerarse desproporcionadas, pero que referirlas al tamaño de Andrés recobraban su proporcionalidad y se reconvertían en armónicas y bellas. A los ojos de una mujer era un buen mozo, y así lo debió percibir María, que al instante se ruborizó de nuevo. Lázaro pidió tregua con las bromas, y Andrés se dirigió a María con su voz grave, de macho en flor, para preguntarle cuántas veces había perdido. María reconoció que ocho, y que las consumiciones habían sido espléndidas, a lo que Andrés respondió que desde mañana jugaría con él de pareja, y que tendría tiempo de resarcirse de su derrota, porque no perdería nunca más. Para cerrar el trato, que era justo, invitaba a una ronda para todos, que naturalmente pagaría la casa. María permaneció pensativa un instante, como maquinando algo, y antes de que Lázaro alcanzase a mostrar su disconformidad, aceptó la oferta de Andrés y alzó la voz para anunciar que la casa pagaba una ronda a todos los que se apuntasen al concurso de dominó por parejas que patrocinaba Lázaro, que no acertó más que a esbozar una sonrisa ante el desafío de su sobrina, muy lejos de su entendimiento. Andrés también sonrió, y los previsibles jugadores de la sala dudaron de su suerte.
Para seguir los acontecimientos de la actualidad, se acordó que antes del concurso María anunciase las vicisitudes de la guerra, porque era conveniente saber quién era quién y de qué parte estaba el pueblo. Se consideró la posibilidad de que los vecinos apoyasen a contendientes distintos, pero en este punto no se encontró acuerdo y hubieron de posponerse las decisiones hasta que tuviésemos una idea clara de los detalles del conflicto. Andrés apoyó activamente esta iniciativa, lo que no pasó desapercibido a María, que encontró un motivo de agrado en el comportamiento de Andrés, que por otra parte se molestaba en esperarla cada noche mientras terminaba su quehacer entre las mesas, para enseñarle algunos rudimentos del juego. El dominó era complicado de entender en su totalidad, practicar un poco sería bueno para su participación en el concurso, dada la cuantía de premio final, recaudado con la contribución de todos los participantes y un generoso donativo de Lázaro, apuntado con Matías el farero de pareja. Eran buenos y pretendían la victoria, así que era conveniente avezarse en algunos trucos. Andrés y María pasaron muchas horas practicando el juego.
Antes de arrancar el concurso, María leyó los acontecimientos de la guerra, con un extracto que había preparado a partir de los últimos noticiarios. Supimos que la disputa se había originado por la posesión de una mina de cobre de colosal riqueza, que el gobierno había olvidado durante incontables años. Nunca importó demasiado porque se consideraba de escaso valor, y se permitió un asentamiento de menesterosos. Nada importante, algunos desastrados que se habían permitido la explotación de mineral que proporcionaba la mina, casi nada y algo de cobre que no era rentable. Pero el milagro de la electricidad había convertido el cobre en un mineral estratégico, y nuestros gobernantes habían encontrado su mina de cobre ocupada y explotada por otros. Las reclamaciones diplomáticas fracasaron y estalló la guerra, y esos eran los antecedentes que podían extraerse de la lectura de los noticiarios, incluidos algunos números solicitados al cartero, que se esforzó sin demasiado éxito. A continuación María respondió a unas preguntas de los pescadores, y Lázaro tomó la palabra para declarar la cuantía del premio final, e insistir en que las consumiciones se pagarían al instante, como siempre había sido, porque a su negocio continuaba sin importarle quien ganara o perdiera las partidas. Mi sobrina cobrará por mí cuando yo esté ocupado en el juego, añadió Lázaro, que inmediatamente se reunió con su compañero Matías para disputar las primeras eliminatorias.
Andrés era hábil, muy hábil jugando al dominó. Contaba las fichas sin un gesto delator de su juego y conocía lo jugado y por jugar sin que titubeara su instinto. Para sus compañeros habituales, alternados por la suerte o el código de las revanchas, coincidir de compañero con él era garantía de triunfo. Con María tuvo paciencia. Empezó perdiendo dos partidas, cuyo importe pagó sin que su compañera se atreviese a compartir los gastos, quizás porque preveía muchas partidas perdidas. Pero Andrés supo sobreponerse a la inexperiencia de su pareja y acertó a adivinar su juego. María se encontró en un envite donde no tenía más que elegir una ficha en cada turno. Se animó al pensar que había sido la suerte del principiante y que acaso se acabase pronto, pero cuando ganó seis partidas consecutivas razonó que tanta fortuna era imposible y que había algo más en una racha tan buena. Miró a su compañero, serio y abstraído en la partida, y al instante supo que jugaba por ella y preveía todas las posibilidades. Andrés levantó la vista y respondió a su mirada con una sonrisa de complicidad. María se sintió arropada por su pareja en el juego, y respondió a la sonrisa de Andrés con un mohín de sus pecas. Luego se permitió ganar las restantes partidas como si fuese muy fácil.
Una tarde por broma, después de que María leyera su parte de guerra, Andrés le regaló una filigrana de cobre que reproducía su nombre con bellos caracteres inclinados. María se sorprendió por el detalle, y declaró sentirse halagada por el obsequio, y Andrés excusó su galantería porque dijo que su torpeza en el juego propiciaba la confianza de los oponentes, que entonces perdían con más facilidad. María se sintió ofendida por el comentario displicente de Andrés y le mostró la lengua en señal de burla, como si fuesen dos niños jugando. Lázaro intervino para restaurar el orden y les dijo que más bien harían en ocuparse de razonamientos más propios de la realidad, azotada por esa guerra que arrasaba todo y ante la que permanecíamos ajenos. Luego tocó la barra, para que el tacto de la madera fuera propicio a la suerte, y dijo que más valía aprovechar la juventud, porque corrían tiempos desgraciados, aunque justo era reconocerlo, nuestro pueblo permanecía al margen de la contienda, que amenazaba con ser universal a juzgar por las vidas que costaban las minas de cobre. A continuación, adoptando una actitud severa, Lázaro advirtió que la guerra tan lejana en realidad podría envolvernos en cualquier instante. Después su semblante se tornó pensativo y áspero, concluyendo que éramos afortunados por vivir en paz. María y Andrés se desentendieron de tanta tristeza y rompieron en risas al recordar algunas incidencias de la últimas partidas.
María confesó a su clientela vespertina, las esposas de los pescadores, que sentía por Andrés una cierta inclinación, quizás fruto de su acierto en el juego. Doña Consuelo, en su perfecto liderato como amiga de sus compañeras, repitió que Andrés era un hombre bello y que si ella fuera más joven no estaría soltero. Luego se excusó de sus pensamientos ante su difunto esposo, muerto en la mar. Otras mujeres rieron de la ocurrencia de Consuelo, y se inició un salpicado de comentarios que instruyó a María de las virtudes de los distintos mozos del pueblo. Bien pensado, y era consejo de mujer a mujer según advirtió Consuelo, Andrés era mejor que ningún otro. Decididos a buscar defectos nadie se salvaba en la purga, pero de Andrés podía decirse que era noble y trabajador desde niño, y poco más necesitaba una mujer sensata, que había de contentarse con un buen macho para disfrutar la juventud y un compañero afable para el resto de la vida. Consuelo exageró su pesar por la juventud perdida, para dejar constancia de su debilidad por Andrés. Luego pidió a María que leyese las últimas noticias de la guerra. Permaneció pensativa un instante y preguntó si también sería posible encontrar otra lectura más grata, a lo que María replicó que la guerra era un asunto muy serio, del que convenía mantenerse informado, pero que no obstante buscaría el modo de conseguir algo complementario. Quizás podría reducir el parte de guerra y añadir algunos textos que imaginase de su agrado. Consuelo y sus compañeras aplaudieron la predisposición de María, y reanudaron sus comentarios sobre los mozos del pueblo, con gran divertimento y sonrojo ante su propios disparates.
La guerra en invierno pareció cobrar menos protagonismo, aunque en el ánimo de los pescadores parecía aún más emocionante. Esta discrepancia entre realidad escrita y sentimiento no se originaba porque los diarios de Lázaro o las siempre impecables lecturas de su sobrina brillasen con mayor o menor fortuna, sino por las continuas tempestades que amarraban los barcos a puerto. Cuando no bullían vientos encontrados era el mar de fondo o una lluvia tan intensa que convertía la navegación en imposible. Abandonamos la terraza y nos refugiamos en el comedor de Lázaro, donde una estufa de leña convirtió nuestra estancia en apacible. La vida se tornó uniforme mientras se deslizaban los días de mal tiempo y las veladas pausadas y tranquilas. Aventurarse en la mar resultaba imposible y había poco trabajo en el almacén de salazones, lo que dejaba margen para el local de Lázaro y la tertulia pausada, donde los pescadores, con Andrés a la cabeza, recalaban apenas a medio día, para abrir el hambre con algún sustento del mar, y luego de comer cada uno en su casa, regresaban con sus esposas a media tarde. A todos invadió la triste melancolía de los días grises, que se revelaba como un pesar en el alma. Tras la barra, María se entretenía en marcar con cintas de colores algunos libros antiguos, remitidos por sus padres desde la ciudad, afortunadamente aún en paz.
Doña Consuelo preguntó por los avatares de la guerra, y María aseguró que en el interior el frío era mucho más intenso y que los caminos se encontrarían anegados de barro si no de nieve, con las comprensibles dificultades para el movimiento de los ejércitos. Tomó una pilada de los últimos periódicos, por los que ya nadie se interesaba, y leyó fragmentos al azar, los que a su juicio consideraba convenientes. Conocimos así al general González, que había sido indio y después sirviente antes de ingresar en el ejército y asumir el mando supremo. Se dirigía hacia la mina de cobre, para anexionarla finalmente a la nación, bien precisada de sus recursos, que eran muchos y bien valorados en los mercados internacionales. También supimos de las bondades del cobre, demandado por la electricidad como caminos por donde discurrir y bobinas que hilar, y María se permitió un inciso al explicar que los motores modernos empleaban profusamente el cobre, para extraer el impulso de la electricidad y convertir su fuego en movimiento, que era la principal virtud de la electricidad, a la postre demasiado compleja para un entendimiento normal. Al instante reconoció que en la capital era diferente, porque la electricidad se entendía por ser casi cotidiana y de gran provecho para el vivir de las gentes.
Con el fin de la pesca y una escasa ocupación en las labores de la mar, los pescadores adelantaron su horario a la tarde, como si todos los días fueran festivos y no tuviesen otro entretenimiento de más provecho que matar al tiempo. El campeonato de dominó se adelantó a horarios más tempranos, pese a la negativa de doña Consolación y otras damas, que preferían escuchar los relatos de María y su novela de amor, gozo que se veía drásticamente interrumpido por las exigencias del campeonato, que limitaba el tiempo de novela al descanso entre partidas, y siempre de una extensión limitada al intermedio disponible.
Durante unos días María simultaneó su participación en el campeonato con sus lecturas del parte de guerra y sus descansos con la novela de amor, que lentamente también despertó el interés de los pescadores, solidarios con sus esposas en aquellas penas tan lejanas. En el momento oportuno, siempre con una amable disculpa por el tiempo consumido, María interrumpía el relato de la novela y regresaba a sus obligaciones con Andrés, que la envolvía con sus ocurrencias y sus bromas desde el primer instante, con preguntas sobre la guerra o la continuación de la novela, a lo que María se negaba a responder por mantener el misterio. Después Andrés se concentraba en la partida y pretendía el conocimiento íntimo de su pareja, a la que adivinaba en el juego con una facilidad igual al estupor de sus contrarios, que aún pensaban que derrotar a María y Andrés era fácil, quizás porque nadie daba crédito a que María hubiera aprendido con tanta rapidez los rudimentos del dominó, y no se limitase ya a las jugadas de mero trámite donde no era preciso pensar, sino que maquinaba la siguiente jugada y entreveía la intención de su compañero, a quien acompañaba las fichas con una precisión que sorprendía a sus rivales. Concluyeron las últimas eliminatorias con Andrés y María como campeones absolutos en número de partidas ganadas. Quedaba lo más difícil, las semifinales y la gran final, donde habrían de decidirse los vencedores del concurso. Matías y Lázaro tampoco habían perdido ninguna partida, serían un rival difícil cuando llegase el momento.
La tempestades se sucedieron inclementes. Con diferencias mínimas, doña Consuelo y sus amigas coincidían en el salón de Lázaro con sus esposos los pescadores, retenidos por una interminable sucesión de días borrascosos y poco propicios para la faena, porque cuando los vientos eran buenos se enfrentaban a corrientes intensas o mar de fondo, de modo que la navegación era muy arriesgada. También eran frecuentes las relampagueantes tormentas, que convertían cualquier mástil en fuego fatuo y despertaban la superstición de los marinos más curtidos. Incluso Matías el farero tartamudeaba ante aquellas chispas sobrenaturales. Pronto, para conciliar las diferencias entre damas y pescadores, se acordó que María leyese un resumen de las noticias de la guerra exactamente a la seis de la tarde, que era el momento adecuado para reclamar una pausa y oír el parte diario, antes de iniciar con la competición, que se prolongaba mientras las noticias se discutían en las mesas, a veces con escepticismo, a veces con el acaloramiento de posturas divergentes. Doña Consuelo y sus amigas fueron llamadas al orden más de una vez, porque se atribularon con las vicisitudes de la guerra, defendiendo a los nuestros y negando la razón a los invasores, que solo esgrimían argumentos tan inconsistentes y contrarios a la ley que ya habían propiciado el rechazo de las potencias vecinas. Ahora se enfrentaban a nuestros ejércitos mientras se retiraban hacia la mina, con más determinación que éxito, perseguidos por su derrota y sin más afán que hallar refugio. Tras alguna protesta, Doña Consuelo sosegó su parecer sobre los combatientes, para permitir la concentración de los jugadores.
La imposibilidad de trabajar en la mar obligó a emplearse en las despensas de los secaderos de pescado, que por suerte se habían colmado por la buena temporada y contaban con reservas suficientes para satisfacer las necesidades del pueblo, bien aprovisionado a pesar de la guerra. Según explicaba María cada tarde entre las mesas de Lázaro, el ejército requería un considerable esfuerzo de intendencia, porque no solo proporcionaba sustento a los combatientes, sino también ropa para los largos meses de invierno, donde el frío y la lluvia aumentaban las penurias del soldado, cuyo sustento decaía o mermaba en su regularidad. Los caminos solían embarrarse tanto que las caravanas de abastecimiento se trababan en el lodo y encarecían las penurias del viaje, en ocasiones demorado semanas enteras, comprometiendo el suministro normal del ejército, que podía quedar sin víveres suficientes, o algo peor aún, sin munición, lo que era más peligroso que la guerra misma, de momento estancada en el invierno. Además, las interioridades de la mina en litigio se había infestado de rebeldes que acechaban entre el fango de las galerías. Según el general González era mejor esperar, porque la tropa estaba extenuada y no era prudente emprender una ofensiva con hombres hambrientos.
El campeonato de dominó superó finalmente sus etapas previas y llegó a las semifinales, muy disputadas hasta que se impusieron los mejores en un torneo a cinco partidas. Para la gran final se dispuso una solitaria mesa en el centro del salón y filas de sillas para que los curiosos pudieran contemplar el espectáculo. Las señoras también se sumaron al evento, pero agrupadas en un extremo, a salvo de sus esposos y algunos niños que revoloteaban por la sala, también sumados al acontecimiento. Lázaro, Matías, Andrés y María se sentaron cada cual frente a su pareja, y se inició la partida. Durante las fases preliminares, incluida una eliminatoria menor que se saldó en tablas, se habían estudiado minuciosamente. María no participó en dicho estudio, su conocimiento del juego aún se hallaba lejos de la sutileza necesarias para estas apreciaciones de maestro. La partida transcurriría en el centro del salón, en una mesa rodeada de sillas que acomodaron a los curiosos, incluida doña Consuelo y sus amigas, que apoyaban a María con una fidelidad solo concebible entre mujeres. La partida comenzó y se sucedieron los silencios pensados, el resonar de la fichas al golpear la mesa, los comentarios de los jugadores.
La mayor parte de la final transcurrió con igualdad de fuerzas entre los contendientes. Lázaro y Matías tuvieron suerte en el reparto de las fichas y supieron aprovechar la mano para mantener una ligera ventaja. La compenetración de su juego era casi perfecta, y poco pudieron oponer sus contrarios a la eficacia con que tramaban sus jugadas. Andrés y María ganaron cuando le correspondió algo de fortuna o si sus oponentes cometían algún error importante, pero era muy difícil, porque Lázaro y Matías habían competido juntos desde tiempos inmemoriales. También jugaban muy rápido, en apariencia sin pensar, para impedir que Andrés adivinara sus fichas. La expectación fue máxima en las dos primeras partidas, que concluyeron con empate. En tercera partida, la definitiva, el público enmudeció para mejor apreciar el talento que se derrochaba en el juego. Incluso doña Consuelo guardo silencio, sobrecogida por la inminencia del desenlace. Con el tanteo próximo a su fin, cuando Lázaro y Matías rozaban la victoria, Andrés se detuvo a pensar cuando aún sostenía seis fichas en la mano. Su compañera pareció sorprenderse por la demora, que aclaraba las intenciones de su juego, más para Lázaro o Matías, que a instante se consideraron ganadores. Entonces, con una voz sosegada y cauta, Andrés declaró que la partida había concluido y ganaban ellos. Luego sonrió a María, y descubrió sus fichas sobre la mesa. Jugó su ficha y no hubo más que responder a su juego. Lázaro el dos pito, María el pito tres, y así con cada una de las jugadas restantes, todas obligadas e irremediables, con lo que Andrés y María alcanzaron victoria y el público estalló en una ovación de reconocimiento a su destreza en anticipar las fichas. María sonrió incrédula, aún le restaban cinco fichas por disputar pero la secuencia de su juego era victoriosa, porque Andrés había dictado cual sería el inapelable orden de las jugadas. Se levantó para recibir los aplausos y las felicitaciones, y estrechó la mano de Lázaro y Matías, contrariados por aquella súbita derrota. Después besó tímidamente a Andrés en la mejilla, para agradecerle sus enseñanzas y reconocerle el mérito de la victoria.
Mejoró el tiempo y supimos que era primavera porque Lázaro reabrió su terraza frente a la playa. Tras una semana de lluvias débiles y olas encrespadas, nos reencontramos con la mar apacible y tendimos nuestras redes. Nos sorprendieron las primeras pescas, que fueron generosas para aquella época del año. Parecía como si los peces se hubieran multiplicado desmesuradamente durante el invierno, y así debió ser, porque durante cuatro meses había sido imposible faenar por el mal tiempo, que fue peor que otros inviernos también recordados por sus tempestades continuas. La pesca fue tan generosa que pronto se completaron de las reservas de pescado y faltó espacio para almacenar tanta abundancia. Algunos vecinos sugirieron que podríamos vender las salazones a la tropa, porque nuestros almacenes rebosaban de pescado y difícil sería que sufriéramos penurias encontrándonos a principio de temporada. Doña Consuelo y sus amigas estuvieron de acuerdo, porque ya lo habían discutido con sus esposos y no encontraban impedimento a un buen negocio. Por supuesto, Lázaro apoyaba esta iniciativa, que procuraría un suculento beneficio al pueblo y parecía exenta de riesgos. Solo María alzó su voz en contra, era preferible tirar el pescado a despertar el interés de los militares. Nadie estuvo de acuerdo y se pensó en negociar las condiciones del abastecimiento. Andrés se ofreció voluntario y María sintió que perdía a un amigo, porque tras la victoria Andrés la había esperado cada noche para mantener una conversación mientras recogía las mesas y ordenaba la barra para la mañana siguiente.
Andrés marchó hacia el frente a lomos de un caballo escuálido, que serviría para aliviarle el camino hasta la mina de cobre. Esa misma mañana supimos por la prensa que un nuevo material había irrumpido en el escenario de la guerra, el acero cromado, que ya blindaba el casco de los nuevos buques de la marina, unos navíos destinados a revolucionar la guerra en el mar, porque el nuevo acero también permitía cañones con un poder de destrucción superior al usual. Los pescadores coincidieron en que el acero era un material beneficioso, como lo probaban los anzuelos empleados en sus aparejos, y doña Consuelo y sus amigas comentaron que de sobra conocían sus virtudes, por las labores con la aguja y lo doloroso de su picadura en los dedos. Después pidieron silencio a sus esposos, María se preparaba para recitar pasajes escogidos de un libro de amor. Los pescadores atendieron con el interés de cada tarde, porque las aventuras de los enamorados eran apasionadas y dramáticas. Para Consuelo y sus amigas, no era extraño que una historia tan descarnada sobrecogiera el corazón de los hombres, que en su escaso entendimiento también sabían de compromisos y delicadezas de amor, aunque su naturaleza más ruda los abocase al desafuero y la arrogancia.
La falta de Andrés aumentó la sensación de peligro. Las lecturas de María congregaron a más público y el local rebosó de una clientela que atendía a las noticias de la guerra. Se supo que el general González, consideraba la importancia estratégica del acero, que convertía a la marina en invencible. Esgrimiendo este argumento, proclamaba la oportunidad de bombardear la mina desde la distancia. Los buques de guerra se aproximarían por mar, lo cual según los pescadores era indiscutible por tratarse de barcos, y sepultarían las posiciones enemigas con un fuego de artillería tan enérgico que hundiría las minas y convertiría a los rebeldes en rebeldes aplastados. Inmediatamente se alzaron partidarios y detractores de los planes del general González. Los argumentos cubrieron todas las posibilidades, desde las extremas de algunos pescadores, que pretendían apoyar a la marina con sus barcas de vela y remo, a las lánguidas proposiciones de algunas damas, que consideraban oportuna una merienda con el enemigo para conversar sobre el conflicto. Doña Consuelo y Lázaro parecieron coincidir y discrepar en igual medida, pero el contraste lógico de los argumentos y la buena fe de los discrepantes pareció encontrar coincidencia en los méritos de Andrés, que se había enrolado voluntariamente en una aventura de dudoso término. Todo lo demás quedaba apartado hasta su regreso, y había de considerársele como el hijo pródigo del que cabía esperar regreso. Igualmente coincidieron en la conveniencia de prevenirse de la guerra, que invadía todos los ámbitos en la ciudad, según el testimonio del cartero, a quien siempre se otorgó crédito. Los mayores coincidían en que la guerra siempre era mala, aunque en un pueblo tan perdido quizás fuera menos mala. Todo estaba por ver, pero la preocupación presente había de ser Andrés, perdido en ese mundo en guerra, según Consuelo tan traicionero y cruel.
Supimos de András por dos confidencias diferentes. Por un lado el cartero confió a Lázaro que se había detenido a un espía que merodeaba por el frente, un espía que concordaba en su descripción con el desaparecido Andrés, aunque esta coincidencia no podía considerarse una prueba definitiva, porque el espía no había reconocido ninguna de sus culpas y acaso fuere inocente, aunque en manos de los interrogadores quizás confesara cualquier disparate para ser culpable y terminar cuanto antes. Según Matías el farero, esto era lo común entre los prisioneros, aunque la descripción física era la de un hombre corpulento y poco más, si acaso tostado por el sol, pero así podían encontrarse muchos, por lo que no debía prestarse más fundamento a este rumor. Por otro lado, María tuvo la deferencia de leernos una carta personal que se había hecho escribir Andrés, aunque el cartero la había entregado sin remite, pero las formas y algunas frases aisladas, adivinaban el sentimiento de Andrés, que había usado este modo tan personal para mantenernos al tanto de sus aventuras. María no la leyó entera porque demasiados fragmentos eran privados y hacían referencia a su compenetración en el juego, pero entre los párrafos que leyó concluimos que Andrés había llegado hasta la mina de cobre y se infiltró entre los combatientes, que constituían un irreductible desorden de hombres temerosos y desorientados. Por el momento buscaba con quién hablar sobre nuestra propuesta de vender el pescado excedente, aunque seguía intentando encontrar al mando adecuado para exponer su propuesta. La estructura y funcionamiento del ejército eran difíciles de comprender, y continuaba esperando que una suerte imprevista lo situase ante la persona adecuada. Para corroborar la auditoría de Andrés, María sacó del sobre un presente de acero, un presente que garabateaba su nombre como ya lo hiciera Andrés con el cobre, así que el recordatorio de alambre se convirtió en prueba fehaciente de la autoría de la carta. María sonrió feliz de recordar a su compañero de juego.
Pendientes del destino de Andrés, las tardes y las noches se convirtieron en un releer de noticias antiguas. El pueblo entero coincidía en que era preciso entender las vicisitudes del frente para ayudarlo si esto era posible. Por sugerencia de Lázaro se habilitó una mesa para simular la disposición de las tropas, y el mapa de nación se trazó con tiza sobre la madera, para que todos los vecinos y clientes pudiesen hacerse una idea del devenir de la guerra y opinar en consecuencia. Con piedras y caracolas se simularon las posiciones de los ejércitos, y a la vista de las tropas se discutió sobre cuales serían los siguientes movimientos y qué beneficio reportarían las distintas posibilidades de Andrés. Era pura especulación, porque desconocíamos su paradero e incluso había quienes lo presumían preso después de semanas sin noticias. Mucho hablamos sobre las supuesta destreza de Andrés para escapar del enemigo. Una tarde de discusión arrebatada, muchos lo consideraron muerto y ofrecieron a María sus condolencias por una desgracia tan dolorosa, porque además de su compenetración en el juego, les había parecido percibir una inclinación mutua más allá de la mera camaradería de jugadores, lo que se sumaba a la pérdida de un compañero de juego tan estimable. Doña Consuelo se apresuró en defensa de la afligida María, que no disimulaba su abatimiento ante los torpes comentarios de los pescadores, y aseguró que Andrés era mucho Andrés como para considerarlo vencido sin pruebas. Finalmente, tras mucha incertidumbre, durante las siguientes semanas doña Consuelo se convenció de la fatalidad, hasta que manifestó a María sus sentidas condolencias, y todos creímos que había sucedido lo irremediable.
El pesar por Andrés se prolongó hasta los primeros días del verano, cuando María declaró sentirse indispuesta por una repentina fiebre e interrumpió las lecturas de la tarde para dar largos paseos por los alrededores del pueblo. Supusimos que se trataba de tristeza y convinimos que la soledad sería beneficiosa para mitigar su pena. Pronto le sorprendió a Lázaro que el humor de María mejorase bruscamente, como si hubiese superado la pérdida del amigo y pareja de juego. Pensó en investigar el cambió de su sobrina, pero las discusiones con Matías el farero y doña Consuelo lo arrastraron hacia deliberaciones más trascendentes y propias de tiempos convulsos. Los noticiarios eran parcos y las lecturas de María tediosas, excepto lo referido a la novela de amor, que continuaba con sus gozosas penurias y sus arrebatos de pasión irrefrenable. Sin embargo, existía un elemento novedoso en los avatares de la guerra, un elemento que señalaba una derrota nueva. Matías, en una de sus observaciones desde el faro, advirtió que una gran escuadra se congregaba en el horizonte. Al principio pensó que se enfrentaba a meras casualidades de la mar y sus rutas, pero después lo asaltó la sospecha y confirmó que eran demasiados barcos juntos para suponer una casualidad. Además, después de algunas señales que transmitían información íntima sobre la guerra, las luces del mar enmudecieron en sus destellos y solo quedó el silencio de la noche en el horizonte. Pero los barcos se encontraban allí, aunque por la mañana la distancia los convirtiera en puntos invisibles. Matías no albergaba duda, su instinto lo advertía aunque los ojos no confirmaran sus sospechas.
A la hora habitual, María tomó el noticiario de la mañana y empezó a leer su reseña de la guerra, pero las palabras escaparon al texto del escrito y en confidencia reveló que Andrés continuaba vivo y a salvo. Nos atropellamos y tuvimos de organizarnos en turnos para sacar provecho del alboroto. Apenas conseguimos sosegarnos, María respondió a nuestras preguntas y acordamos que el sigilo propuesto por Andrés era lo más conveniente, y que además era preferible aguardar hasta estar seguros de que no era una trampa del general González, que parecía habernos tomado por traidores. Doña Consuelo coincidió con Lázaro en establecer un discreta vigilancia por las afueras del pueblo. La advertencia de exploradores o patrullas de vanguardia serían signo alarma, y se establecieron turnos y cuadrillas para otear en busca de cualquier indicio que delatara la presencia de un intruso. Entretanto, María era la persona adecuada de contacto con Andrés, porque así lo determinaba el destino y a la postre ya se había demostrado la discreción de este método, porque ninguno de los presentes había sospechado el regreso de nuestro vecino.
Supimos por María que Andrés se encontraba oculto, y por Matías que los barcos continuaban ocultos en el horizonte, aunque por supuesto se habían incrementado en su número. El regreso ileso de Andrés se consideró unánimemente una gran noticia y pronto decidimos ir a su encuentro. María nos previno de nuestro error, y confesó que se ocultaba entre los sacos del almacén de salazones, y que se había presentado de improviso, mientras disponía el local para reemprender la rutina. A decir verdad, Lázaro también conocía el secreto y se encargaba de las últimas tareas, para adelantar el asueto de su sobrina y saber de Andrés, que no parecía herido y mostraba el mismo humor de siempre, aunque eso sí, prefería mantenerse oculto por motivos de seguridad. Quizás lo hubieran seguido los soldados y la facilidad de su huida solo fuera aparente, o quizás hubieran mandado patrullas en su búsqueda, para rastrear los caminos e inspeccionar cada refugio posible. Por eso era conveniente tomar precauciones y no pecar de confiados, y Lázaro atenuaba la voz para asegurar que ya celebrarían el oportuno festejo cuando pasase el peligro. Después, declaraba su confianza en María, que además de ser su sobrina era una joven de gran valor y tan astuta como para dar rodeos y moverse sin ser vista por el enemigo, que ahora, con Andrés oculto podría encontrarse al acecho.
Durante las siguientes semanas María se encontró con Andrés en el almacén, donde llegaba al oscurecer, con la certeza de que nadie había recalado en el pueblo a la caza de espías o desertores. Andrés protestaba porque él no era una cosa ni otra, sino un simple pescador, y así lo había contado mil veces a cuantos lo interrogaron, porque cuando llegó a la guerra comprendió que era muy distinta a como se leía en los periódicos, un suplicio de miseria y desgracia que parecía no concluir jamás, y cuanto más se acercaba al corazón de la contienda, más terrible era la supervivencia, y al final los alrededores de la mina de cobre no eran más que un erial calcinado por el continuo martilleo de la artillería, un lugar que olía a tierra removida y abrasada. Entonces fue cuando lo capturaron y sufrió una semana de interrogatorios. Se limitó a responder siempre lo mismo y fue ascendiendo en el escalafón militar para repetir sus respuestas ante militares de mayor graduación, hasta que llegó hasta el mismísimo general González, que lo felicitó como si hubiese hecho algo importante, y lo despidió con la promesa de concertar una entrevista adecuada en el futuro. Regresó al pueblo dando un rodeo y cuidándose de perseguidores, porque después de tanto interrogatorio desconfiaba que lo hubieran dejado irse tan fácilmente. Por eso se escondía entre los sacos del saladero, para no comprometer al pueblo con su regreso.
Lentamente nos convencimos de que el peligro había pasado. Por voluntad propia, Andrés se presentó una noche en la lectura de María, y todos simulamos que no había faltado de su lugar nunca, porque habíamos discutido cuál era la actitud más adecuada para eludir sospechas, y convinimos que lo mejor era imaginar que Andrés había asistido con nosotros a cada una de las lecturas de María, que nos mantenía informados de los pormenores de la guerra. Discretamente brindamos por los últimos planes para conquistar la mina de cobre desde el mar, que según los puntuales informes de Matías habían congregado a una escuadra invisible de no menos de mil barcos. Si encendieran sus luces de posición al unísono, de seguro que convertirían el horizonte en una línea iluminada. Aprovechamos una pausa en los acontecimientos para poner al corriente a Andrés de la novela leída por María, por si lo interrogaban que sus palabras coincidiesen con nuestro testimonio. Lo demás podía inventarlo sin demasiado esfuerzo, porque la vida en el pueblo había continuado siendo la misma.
Estalló la batalla y el horizonte se convirtió en un relumbre de tornasoles. Los estampidos, que empezaron a medianoche iluminaron la madrugada hasta el alba, cuando cesaron bruscamente y luego de una pausa para recuperar los oídos retornó el canto de los pájaros, que pese a la noche de pesadilla saludaban como siempre al nuevo día. Por la mañana, los noticiarios de Lázaro daban cuenta de la ofensiva y exponían las razones del general González, que había construido una flota de barcos de acero, y con cañones de excepcional calibre desplegó un fuego sincronizado con la artillería terrestre, hasta convertir la mina en un revuelto de escombros de cobre. Durante las noches siguientes nos congregamos en la playa por si la marea arrojaba algún resto de la guerra pero no tuvimos éxito en nuestra espera y solo escuchamos el revoloteo de los peces voladores, que parecían inquietos por el retumbar lejano de su cañones, interrumpido cinco minutos antes de las horas exactas, para continuar cinco minutos después. Matías aseguró que esta pausa se debía a la necesidad de rectificar periódicamente el alza de los cañones, que distinguían su objetivo en la distancia por el relampaguear de las explosiones en tierra, muy lejos de la costa y solo visible desde el pueblo como un vago resplandor en el horizonte.
Durante las noches siguientes, mientras el bombardeo teñía de luces el horizonte, María y Andrés se alejaron por la playa hacia donde los pescadores nunca llegaban, por ensenadas y playas que pocas veces habían acogido una huella humana. Jugaron a buscar un paso entre rocas cuando la marea ocultó la orilla, y se descalzaron para sentir el frío de las aguas al atravesar una playa de arenas limpísimas. También hubieron de atravesar grandes espacios invadidos por las algas, pero superaron las dificultades con facilidad, porque la luna era generosa con su luz y la oscuridad frágil y llena de reflejos. En general fue un paseo apacible que se inició como una amistad entre jugadores, se prolongó en confidencias sobre la guerra, y concluyó con una sincera exposición de sentimientos varoniles, que encontraron inmediato acomodo en las ilusiones de María, desde el regreso de Andrés envuelta en un gozo extraordinario. Regresaron al pueblo cogidos de la mano, ajenos al tronar de la guerra lejana.
Una mañana Lázaro anunció que los titulares de los periódicos eran inequívocos, y María pidió unos minutos para preparar un adelanto inmediato de los hechos. Tras comprobar algo en las páginas interiores, explicó que la guerra había terminado como consecuencia de varios factores que podrían merecen diversa crítica, pero a la postre no admitían duda. La mina se había hundido sobre sí misma, quedado los pozos, las galerías, los corredores, y la valiosas vetas de cobre sumergidas en el interior de la tierra, aplastadas por la destrucción de los cañones de la marina, que se había cebado en su objetivo con una sobrecogedora precisión. Sin embargo, pese a la colina convertida en escombro, y a que el paisaje yacía bajo una montaña de cascotes de inabarcables dimensiones, no se habían registrado víctimas en aquella victoria indiscutible, porque los rebeldes huyeron con las primeras explosiones. Se había ganado la guerra, aunque la mina fuera ya completamente inservible y todo hubiera estallado en un marasmo de polvo y rocas pulverizadas. Reanudar su actividad era sencillamente inviable, pero el general González se declaraba satisfecho, porque los rebeldes habían abandonado la mina, que nunca más volvería a servirles de refugio.
Los vecinos nos miramos al comprender la importancia de la noticia. Doña Consuelo gritó entusiasmada y abrazó a cuantos descubrió a su lado. La imitamos alborozados por la felicidad de vivir una fecha destacada para la historia. Andrés y María se besaron fugazmente en los labios, y enmudecimos un instante para renovar nuestro júbilo con nuevos gritos de alegría. Lázaro alzó la voz para proclamar que por una vez invitaba la casa y que ahora llegaría la electricidad al pueblo. Matías llegó apresurado a la fiesta, para confirmar que su sentir de los barcos habían desaparecido del horizonte y que la mar anunciaba calma. Finalmente, la guerra concluyó cuando Lázaro sostuvo una breve conversación con el cartero recién llegado a la trastienda de la cocina, y retornó al comedor entusiasmado por la confirmación de la buena nueva. Limpió su pizarra y escribió con pulcros caracteres mayúsculas la palabra paz, y luego distribuyó los periódicos por las mesas. Andrés y María continuaban besándose tras la barra.
Blas Meca, con licencia Creative Commons