Google+ Literalia.org: noviembre 2014

domingo, 30 de noviembre de 2014

Kalhat V

- V -

El Consejo estudió las dudas que empañaban nuestro futuro, sopesó la valía de los distintos aspirantes al vacío dejado por el Predicador, y confirmó que se otorgarían al elegido poderes excepcionales, al menos mientras la Maldición de los Mil Años amenazase el futuro de Kalhat. Elm asumiría la responsabilidad de velar por nosotros. Una responsabilidad que pronto lo arrojó a los abismos de la locura.

Adsler hubiera sabido impedir aquella desafortunada elección, y Zhor habría alegado que Elm era culpable de irregularidades que lo incapacitaban para el cargo que se le había otorgado sin que nadie alzara una protesta. Pero ni Zhor ni Adsler se encontraban en Kalhat. Zhor había emprendido la más peligrosa de las cacerías, y Adsler lo acompañaba para recolectar ciertas hierbas silvestres que, convenientemente maceradas, servirían para preparar una untura que ocultase el olor del cazador.

Partieron de madrugada, apenas se atenuaba el fulgor de las primeras estrellas. La luna, próxima a nueva, aún se perfilaba como una hebra de plata en la vastedad de los cielos. Zhor reunía sus necesidades en un zurrón que colgaba de su hombro, Adsler, que lo acompañaría una parte del viaje, precisaba los servicios porteadores de una mula de carga. Los instrumentos que requería para macerar, diluir, filtrar, exprimir y alambicar la amalgama de savias que ocultarían el olor de Zhor, eran demasiado pesados para transportarlos durante las jornadas de marcha sin el concurso de un animal.

La brisa era suave, y aunque las nieves blanqueaban los tejados de Kalhat, se presentía el aroma de las siemprevivas como un adelanto a la primavera. Adsler lo habría sentido también, no en vano su olfato poseía una exquisita habilidad para diferenciar los matices de olor. Recuerdo las fragancias que se ocultaban en el viento. Mandrágora, hierbabuena, espliego y albahaca son aromas familiares para el común de los hombres, pero la dulzura de un panal que se oculta bajo la floresta de un soto o la estela de los caracoles en la inmensidad de un campo de amapolas, son efluvios que sobrepasan con mucho la capacidad sensitiva que puede considerarse normal para el género humano. Sin embargo, no me sorprendían aquellas cualidades, quizás porque disfrutaba de ellas y la costumbre reducía mi asombro. Sin sospechar que mi olfato desafiaba las normas de la razón, me complacía en el desenfreno de unos sentidos embriagados por el veneno del lobo. Reconozco que aún hoy me subyuga la fiereza de algunos colores o la estridencia de esos murmullos tan lejanos que escapan a la sensibilidad de la mayoría de las criaturas del bosque.

Mientras Adsler y Zhor se adentran en las selvas, distraeré el hilo de la narración hacia singularidades que poco o nada contribuyen al ocaso de Kalhat. No cabe alegar soberbia, porque mi vida ya se encuentra en las postrimerías del otoño y esas faltas no encuentran cobijo en el alma de un anciano. Mas cierto sería reconocer que entre mis próximas palabras subyace el anhelo de expiar una culpa. Reconozco que pesar o inquietud se me revelan como calificativos más apropiados, pero el desprecio que merecen los placeres morbosos me obliga a describir mis inclinaciones con la máxima dureza.

Confieso que descubrí aquella desviación de mi comportamiento pocos días después de que Zhor y Adsler hubieran emprendido su viaje, cuando me disponía a satisfacer las formalidades de una comida que mereció el calificativo de acontecimiento familiar. Mis padres y unos vecinos entrañables se habían sentado a la mesa. Celebrábamos una buenaventura que ahora me es imposible recordar. ¿La conmemoración de unos esponsales?, ¿el nacimiento de un primogénito?, ¿la bondad de una cosecha? Ante mí depositaron una bandeja de carne. Las mejores especias, los mejores condimentos, las mejores guarniciones. Y sin embargo, para mi paladar fue un manjar insípido. Observé a los comensales y no pude comprender por qué alababan las labores culinarias de mi madre. Tampoco las frutas o los dulces posteriores contaron con mi aprobación. Asistí a los parabienes de la sobremesa antes de retirarme hacia mi cuarto, y todo se hubiera perdido en lo cotidiano si no me hubiese asaltado la incontenible necesidad de adentrarme en los bosques próximos a Kalhat.

La tarde declinaba lentamente, el sol caía hacia el ocaso y un viento helado anunciaba la inminencia de la noche. Con el nacimiento del plenilunio, mi visión se alumbró con una luz que nacía en las profundidades del espiritu, y mi olfato alcanzó la majestad que caracteriza al olfato del lobo. A mi espalda quedaron el hogar paterno y las luminarias de Kalhat, que apenas eran un jalonado de resplandores en el horizonte. Se espesaron las tinieblas alrededor de mi cuerpo pero, lejos de entumecerme con el frío, sentí un fuego que ascendía desde el interior de mis entrañas. Era como la tortura de la sed o el dolor de una herida. Un fuego que se adhería a la garganta y al pecho, un fuego que enarbolaba mi hombría y me incitaba a deleitarme en cuantos placeres ofrecía la naturaleza.

Me desnudé junto a unos arbustos que eran iguales a otros arbustos, e instintivamente comprendí que sabría volver junto a mis ropas. Me pareció que un viento de libertad silbaba junto a mí y, como si pretendiese sumarme al flujo de ese viento, inicié una carrera tan vertiginosa como imprevisible. Desaparecieron los recuerdos de Kalhat. Zhor, Elm, mis padres, Uk y muchos otros se difuminaron en el olvido. Solo Adsler persistió en mi conciencia. De una forma abstracta e incorpórea, su memoria fue lo único que me uniría a la civilización en las siguientes horas. Lo sentí mi hermano.

Durante un tiempo que no acertaría a precisar, porque también el tiempo parecía enturbiado, corrí sin atender a ninguna derrota establecida por mi voluntad. Giré hacia unos árboles que se agrupaban en diversas geometrías, me dirigí hacia un arroyo, regresé hacia el punto de partida y otra vez emprendí la misma trayectoria. Me pregunté la razón de aquel incesante ir y venir, pero no supe encontrar una respuesta.

Me detuve un instante, avancé unos pasos y nuevamente me detuve. En el aire flotaba un aroma que sugería olores conocidos, no todos gratos para el olfato, pero que al unísono componían un aroma distinto y extraño. Sin comprender la procedencia de aquella señal que indicaba el camino, avancé hacia donde mis sentidos marcaban como origen de un perfume afrodisíaco.

No he utilizado el adjetivo afrodisíaco casualmente. Entre las evidencias que el embrujo del aire había despertado en mi naturaleza, me entretendré en reseñar el desentumecimiento de mi virilidad. Yo entonces era muy joven, y por tanto no debería haberme sorprendido ninguna manifestación del deseo, pero la fortaleza de aquella excitación era sobrecogedora. No tanto por el volumen desproporcionado de mi hombría, muy superior a lo que yo consideraba razonable, sino por la voluptuosidad que me había infundido algo tan ingenuo como el hálito que transporta el soplo de una brisa.

Recuerdo que corría entre un laberinto de zarzales y me sorprendió no sentir que mi carne se desgarraba al contacto de unas espinas temibles. Algunas retorcidas en una cabriola maligna, otras afiladas para atravesar a su presa y unas pocas deformes, con un garfio para retener la agonía de sus víctimas. Observé que ninguna herida rasgaba la piel de mis brazos. Después miré mis pies sin distinguir ninguna anormalidad. Ni siquiera me inquietaba el escozor de una erosión superficial. También reparé en mis piernas. Blancas bajo la luz de la luna y quizás demasiado musculosas, pero tampoco encontré nada que admitiera el calificativo de insólito. Entonces fue cuando descubrí la criatura que se balanceaba al compás de mi carrera. No me alarmó su forma, que era la que yo siempre había conocido, sino la enormidad de su tamaño. Me pareció equiparable a la exuberancia que portaban los garañones o los bueyes. Confieso que sentí miedo. Reconocer sobre mí aquel rasgo animal me provocaba una sensación que no admite semejanza con ninguna de las sensaciones que había experimentado anteriormente. No quise detenerme en la aterradora envergadura de mi masculinidad, y elevé la mirada hacia los resplandores que presidían mi aventura.

¿Se sienten los hombres fascinados por el resplandor de la luna? No lo sé, la incertidumbre ha presidido los días de mi vida. Desde el accidente que me apartó de lo que se considera común a la existencia humana, me he preguntado por qué el destino me escogió para sobrevivir al exterminio. Sí, yo conozco lo que palpita tras los ojos de la Reina Negra y he visto lo que subyace más allá de todas las visiones. Pero no me adelantaré a la narración. Ahora es difícil reconstruir los pensamientos que surgieron aquella noche. Me consta que intenté negar la verdad y que sentía la desazón de una sangre inflamada por el deseo. También me extrañó el ritmo de mi carrera, porque habitualmente no practicaba ejercicio físico. Sin embargo, una elasticidad desconocida bullía por mis piernas y el compás de mi aliento era acelerado pero constante, como si mis músculos demandasen una ventilación muy inferior a la suministrada por mi pecho. ¿Cuánto tiempo había mantenido aquel esfuerzo? ¿Dos, tres horas? Un tiempo excesivo para lo que mis pulmones hubieran soportado antes de la mordedura del licántropo. Recordé que en las competiciones atléticas había observado el desfallecimiento de quienes sobrepasan los límites de la vitalidad, y me sorprendió que yo, poco vigoroso, casi débil, resistiese la más exigente de las pruebas sin que la fatiga atenuase mi entusiasmo. Siempre me ha admirado la eficacia del tiempo para aclarar las dudas. Reconozco en mis venas la fortaleza del lobo.

El bosque era denso, casi impenetrable. Jamás había visitado aquel paraje y no previne ninguna medida que señalizara mi posición respecto a Kalhat, pero supe que dentro de mí se ocultaba el camino de regreso. Confieso que mi voluntad obedecía a lo que ni siquiera hoy acierto a precisar con exactitud, y confieso que mis anhelos se eclipsaron ante el afán que sentía por descubrir la procedencia de aquel olor. ¿Cómo era? No existe una respuesta que pueda ajustarse a las sensaciones usuales, y menos que admita la rigidez de la escritura. Solo encuentro calificativos aproximados. Un olor dulce, un olor entre opaco y luminoso, un olor cálido. Palabras que ni siquiera son un reflejo de la realidad. Sí, el deseo era el impulso que había dirigido la búsqueda, y mi hombría se alzaba como la más firme de las evidencias, pero no era el único ingrediente de aquel éxtasis que embriagaba mis sentidos.

Se abrió la espesura para revelarme los secretos del bosque. El aroma era penetrante, enloquecedor. Recuerdo un tronco podrido, los restos de dos animales devorados y tierra escarbada aquí y allá. Me encontraba en la meta donde habían conducido mis vacilaciones, pero allí solo se alzaban el silencio y las sombras. Susurraron los arbustos y una loba abandonó la espesura.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

sábado, 15 de noviembre de 2014

Kalhat IV

- IV -

Las exequias fueron solemnes. Según dictaba la tradición, entregamos el cadáver del Predicador a la esencia del fuego. El asesino, simulando que compartía nuestro pesar, aplicó la antorcha sobre los haces de leña que se apilaban bajo el cuerpo del difunto. Los olores de las resinas flotaron en el aire. Después nos envolvieron los perfumes que ocultaban el hedor de la muerte. Llamaradas que rompían la noche, humos que se alzaban sobre la tierra y el crepitar de la leña como un augurio del horror que se cernía sobre Kalhat. Nos retiramos en silencio, sobrecogidos por una tragedia que se concretaba en nuestro pensamiento como el primer eco de un futuro terrible.

El silencio de Zhor, las palabras de Elm, que glosaban las virtudes del difunto, y la figura encorvada de Uk se superponen en mi recuerdo a la gravedad de los acontecimientos que presentía en el entorno. A mi lado, Adsler aguardaba silencioso y discreto, como el testigo que asiste a la tragedia para después plasmarla en una crónica secreta. Aún recuerdo sus manos entrelazadas con una desazón que contradecía la serenidad de aquellos instantes. No me sorprendió su inquietud. Nadie mejor que él conocía el nombre del asesino, quizás las peculiaridades del crimen y, sin duda, los pormenores de ese mañana tantas veces anunciado para nuestro pueblo. Y yo, ahora sé por qué, experimentaba una simpatía irresistible por aquel hombre. Su voz encerraba todas las respuestas y su presencia vencía los fantasmas de mis pesadillas. No buscaba la proximidad que se pretende de un amigo ni la enseñanza que se requiere de un maestro, aunque pronto me dirigí a él con este título. Tampoco me atraía la elocuencia de su discurso ni el aura de solemnidad de acompañaba sus apariciones. Es difícil explicar aquel magnetismo. En mi mente se superponían las ideas más peregrinas. El color entrecano de su barba, la suavidad de sus ademanes y el carácter afable de su voz son apenas una muestra de lo que imaginé el secreto de su simpatía. También recuerdo que la blancura de su sonrisa despertó mi admiración. Aunque no era un anciano, Adsler había superado el umbral de la madurez sin que en sus dientes se apreciaran los defectos que constituyen el primer síntoma de la podredumbre de los huesos. Ya por la contingencia de un golpe desafortunado, ya por una morbosidad pertinaz de las encías o el desgaste que supone el rozamiento a través de los años, en cuanto un hombre abandona la juventud se aprecían síntomas de envejecimiento en la regularidad de sus dientes. Si el propio Zhor mostraba una muela partida cuando reía al recordar algunos pasajes de sus viajes, y si Elm había perdido dos dientes como consecuencia de un accidente infantil, ¿cómo podría comprenderse que quien los duplicaba e incluso triplicaba en edad, no mostrase en su dentadura ni siquiera las grietas que se producen durante el proceso diario de la masticación? Ahora, la causa de este misterio se envuelve con los matices de la evidencia, pero entonces la inmadurez de mi pensamiento no comprendía por qué me inclinaba hacia aquel desconocido. No puedo sino concederme indulgencia al evocar las argucias que imaginé para encontrarme con Adsler.

El frío de la noche evaporaba el calor de las últimas luces, cuando observé que Zhor se dirigía hacia su cabaña, ahora compartida, donde Adsler desempaquetaba lo que son capaces de transportar dos animales de carga. Desde una capa de piel que soportaría los inviernos más enérgicos, hasta lo imprescindible para preparar una infusión de hierbas curativas, además de un sinfín de artilugios de los que apenas recuerdo su forma, y que servían, así me lo explicó Adsler, para desenmascarar algunos enigmas que la naturaleza velaba a los ojos del hombre.

Me aproximé a Zhor con el pretexto de agradecerle su vigilia durante mi convalecencia. Antes de que pudiera expresarle mi agradecimiento me descubrí aceptando una invitación para acompañarlo durante la entrevista que mantendría con Adsler.

―Quizás no sea conveniente mi presencia ―me atreví a sugerir.

―No solo es conveniente, sino necesaria. De lo contrario no te invitaría a que me acompañases ―me respondió con cierta aspereza.

―Pensé que te sentías obligado conmigo porque me salvaste la vida.

―Zhor no se siente obligado.

Caminamos en silencio hasta la cabaña de Zhor, donde Adsler se acomodaba para su estancia en Kalhat. Advertimos nuestra llegada con una voz desde la puerta, y aceptamos la hospitalidad que se nos brindaba con una alentadora respuesta. Zhor entró primero.

―¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos el gran Zhor y su joven acompañante!

―Buenas noches, no quisiera molestar ―comencé a justificarme.

―Ahórrate las explicaciones ―interrumpió Zhor―, sabe a lo que has venido mejor que tú.

―Cada cosa a su tiempo. Disculpa la juventud de nuestro acompañante Zhor. Y tú ―añadió dirigiéndose a mí―, no te sientas avergonzado. Esta es una reunión entre hombres y tú ya eres un hombre ―intervino Adsler.

―Evitemos distraernos con las formas sociales ―sugirió Zhor―. ¿Cuál es el objeto de tu visita? Me informaron que deseabas encontrarte conmigo. Aquí estoy.

―¿Cómo os enfrentaréis a la Muerte de los Mil Años?

―¿La Muerte de los Mil Años? Ni siquiera podemos asegurar que este sea el año elegido para Kalhat.

―El Predicador lo había anunciado en el templo ―me atreví a intervenir―. Nos advirtió que muy pronto nos enfrentaríamos a nuestro destino y que los habitantes de Kalhat seríamos exterminados. No sospechaba que él sería la primera víctima ―argumenté con el propósito de mantener el secreto que compartía con Adsler.

―No podemos concluir que el Predicador sucumbiera por voluntad de la Reina Negra ―replicó Zhor.

―Pero lo predijo en el templo, durante el sermón ―balbuceé sin atender a las reticencias del cazador.

―Estamos perdidos si este es el año ―añadió Zhor.

Me sorprendí de que el comentario de Zhor no me hubiera sumido en el espanto. El más hábil de los guerreros consideraba perdida una batalla que ni siquiera había comenzado, y yo, un hombre solo porque lo afirmaba Adsler, había escuchado los temores de Zhor sin que una inquietud alterase la serenidad de mi ánimo. Y lo que era aún más inquietante, Zhor sentía el entumecimiento del miedo. Los perfiles de su rostro no habían experimentado ninguna alteración, pero el olor de su cuerpo era distinto. Más húmedo, quizás más denso. Confieso que si me sorprendía el miedo de Zhor, aún más me sorprendían las características de aquel miedo. Como el que aflige a los labradores cuando el granizo amenaza la cosecha o como el del pastor que descubre en el aprisco los desmanes del lobo. Un miedo sosegado y tranquilo, diferente de ese otro miedo que enturbia el pensamiento de las gentes.

―¿Tenemos la seguridad de que Kalhat sea la ciudad escogida?

―No lo dudes ―confirmó Adsler―. La Reina Negra ya ha impartido sus consignas. Muy pronto, las panteras emprenderán el camino hacia Kalhat.

―¿Cómo puedes saberlo? ¡Los augurios de las estrellas pueden ser confusos! ¡Quizás no sea Kalhat la elegida, quizás este no sea el año de la profecía o la maldición solo responda a la creencia popular! ―exclamó Zhor.

―El Predicador anunció nuestra destrucción ―me atreví a interrumpir de nuevo.

―¡El Predicador podía estar equivocado! ¡Las fechas podrían ser erróneas! ¡Incluso las mismas crónicas podrían ser falsas! ―exclamó Zhor.

―El cálculo de las fechas es correcto y las crónicas recogen fielmente el testimonio de nuestros antepasados ―me sorprendí al escuchar mis palabras y titubeé ante la extrañeza con que Zhor acogía su rotundidad―. Ignoro por qué nuestro visitante asegura que la Reina ha decidido nuestro mal, pero yo puedo corroborar cada una de sus afirmaciones ―añadí refiriéndome a Adsler.

―¿Tú? ―preguntó Zhor.

―¡Yo! No preguntes por mi certeza. ¡Fenómenos de naturaleza desconocida! ¡Sueños más fiables que el mejor de los auspicios!

―No olvides Zhor ―intervino Adsler―, que nuestro amigo sufrió la mordedura del licántropo.

―Estás en lo cierto. Como siempre, estás en lo cierto. ¿Nos enfrentaremos al destino?, ¿cómo conjurar lo inevitable? ―preguntó Zhor, sin pretender ninguna respuesta―. El Predicador ya ha muerto. ¿Fue la primera víctima de un explorador de la Reina Negra? En la explanada del templo no encontré ningún indicio revelador, aunque investigué lejos de la multitud.

―Había nevado ―me atreví a interrumpir―. La nieve borra las señales.

―No había nevado lo suficiente para cegar los ojos de Zhor.

―Llegaste tarde al escenario de la muerte. ¿No es cierto? ―preguntó Adsler―. Tampoco inspeccionaste el cadáver.

―Llegué muy tarde, los curiosos habían borrado casi todas las huellas. No las de tu presencia ―puntualizó dirigiéndose a Adsler―, que persistió entre el musgo que crece sobre las piedras de los soportales. Del Predicador quedaba una mancha de sangre. Sus restos, creo que mutilados, esperaban para la ceremonia fúnebre. Excepto en unos pocos lugares, la explanada del templo y sus alrededores mostraban una maraña de pisadas.

―Quizás obedezca al ataque de una fiera ―y Adsler me interrumpió antes de que añadiese algo más para preservar nuestro secreto.

―La muerte del Predicador obedeció a una mano humana, pero, por el momento, el castigo del asesino quedará en suspenso. Conviene que dirijamos nuestra atención hacia la Reina Negra.

―¿Cuál es la naturaleza de nuestros enemigos? Apenas conozco sus ojos ―confesé avergonzado por mi afán de ocultar a Zhor lo que Adsler le había revelado abiertamente.

―¿Conoces las panteras negras de Track? ―y Adsler continuó sin aguardar mi respuesta―. Me consta que sí. Zhor trajo un ejemplar que había cazado en sus montañas. Imagina una de esas panteras cinco veces su tamaño, imagínala cubierta con un pelaje espeso y azabache, e imagina que toda la maldad de los infiernos se concentra en el corazón de ese monstruo. Un ejército de esas bestias emprenderá muy pronto el camino hacia Kalhat.

―Pero..., ¿por qué...?

―Nadie lo sabe. Durante más de mil años, las ciudades han sucumbido a las garras de las panteras. Cuando han transcurrido aproximadamente cien años, atacan una ciudad para sembrar de nuevo la muerte y la agonía. Así durante más de mil años. Las fechas exactas, recogidas en las crónicas, son imposibles de predecir, aunque algunos sabios sostienen que se encuentran escritas en las estrellas.

―¿Desaparecen las ciudades tras el ataque de las panteras? ¿Cuántas ciudades han perecido así? ¿Por qué se llama la Maldición de los Mil Años si las fechas son impredecibles?.

―¡Tres preguntas, tu curiosidad es insaciable! ―me amonestó Adsler―. En primer lugar, las ciudades no necesariamente desaparecen tras el ataque de las panteras. La Reina Negra permite que algunos supervivientes escapen para aventar el terror tras la victoria. Permanece así su presencia viva, hasta que las gentes se sobreponen a la desgracia y regresan a una ciudad abandonada. Cuando el olvido se consuma, la Reina Negra repara de nuevo en los hombres y las panteras abandonan la meseta de Nom hacia una nueva ciudad con que saciar su ferocidad. Por supuesto existe constancia que certifica la validez de las flechas y predicciones fiables en el estudio de los astros del cielo. En cuanto al nombre, la Maldición de los Mil Años, supongo que hace referencia a leyendas tan lejanas que se pierden en el tiempo, aunque a eso no puedo responder sin dudas.

―¿Cómo sabemos que atacarán este año y Kalhat será la ciudad elegida? ―pregunté interrumpiendo a Adsler.

―Lo sé, y tú lo sabrás muy pronto ―sentenció mi maestro. Existen pocos testimonios orales, pero sí numerosos escritos de las edades antiguas. Ya he mencionado que suelen indultar a unos pocos habitantes, para que perpetúen la leyenda de su ataque, se reproduzcan y engendren hijos con que alimentar la maldición. Algunos redactaron sus memorias para liberarse de recuerdos terribles. Por su testimonio conocemos la irrelevancia de que las ciudades sean grandes o pequeñas, y lo inútil de que desaparezcan de la faz de la tierra. Si los supervivientes se distribuyen entre diez, quince o veinte ciudades, la Reina Negra considera que cualquiera de ellas equivale a la ciudad extinguida y dirige hacia allí su ataque, para castigar a quienes acogieron a los pobladores de la antigua ciudad. Aquí mismo, rechazáis la pernocta de ciertos viajeros. Peregrinos de Acbet, Frum y Prim, afortunadamente extraños en las proximidades de Kalhat, porque cada ciudad atacada se encuentra a muchas jornadas de cualquier otra y porque también ellos desconfían de tentar al destino ―concluyó Adsler.

―¡Podríamos preparar defensas! ¡Todos los animales temen al fuego!

―Durante más de mil años, las ciudades han empleado sus recursos para detener a las panteras. No inventaremos una defensa nueva.

―Sin embargo, tú sabes cómo evitar la tragedia ―intervino Zhor―. De lo contrario no estaríamos aquí.

―Únicamente sobreviviremos con el fin de la voluntad que obedecen todas las bestias. Si muere la Reina Negra, las panteras se dispersarán para siempre. Solo su poder las mantiene unidas en el mal.

―¿Quién podría hundir el puñal en el pecho de la Reina? ¿Dónde se inicia el sendero que conduce hasta ella? ―preguntó Zhor.

―Es imposible. Solo existe un hombre que pueda llegar hasta la Reina.

―¿Quién es ese hombre? ¿Un escogido de los dioses?

―Tú eres ese hombre ―respondió Adsler dirigiéndose a Zhor.

―El mejor de los cazadores, el más hábil para confundirse en la espesura, el de brazo más firme. Solo tú has sobrevivido al ataque de las lamias, y solo tú te enfrentas al licántropo sin una vacilación que merme tu fuerza. Tú, Zhor, eres el elegido.

―¿Cómo encontraré a la Reina?

―Yo te mostraré el camino.

―¡Quizás sea mi última aventura! ―y me sorprendió descubrir en el presagio de Zhor la excitación de una caza imposible.

―¿Cuándo debo partir?

―Cuatro días serán suficientes para disponer lo necesario.

―Traeré el corazón de la Reina Negra o será mi última cacería ―prometió Zhor.

―¡No! ¡Es imprescindible que regreses! Si fracasas, necesitaremos que luches a nuestro lado.

―¿Prepararéis alguna defensa? ―preguntó Zhor.

―La semana próxima el Consejo se reunirá para tomar medidas extraordinarias. Se dice que escogerán a un nuevo consejero, en sustitución de Predicador, y que le otorgarán poderes excepcionales. Si nos dirige un hombre sensato, quizás acepte mis sugerencias y construyamos algunas máquinas.

―¿Y yo? ¿Cuál será mi cometido? ―pregunté.

―Permanecerás en Kalhat. Me ayudarás en ciertas investigaciones y colaborarás en los preparativos de la defensa.

Me sentí desilusionado. En mi excitación, me había supuesto acompañante de Zhor y elegido para protagonizar una empresa heroica. Me aguardaba la rutina de Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons