- XX -
Desde mi destierro en las montañas de Exeter, poco más puedo añadir a la historia de Kalhat. A la ventisca de aquella noche trágica le sucedió una sofocante anticipación de la primavera. Pronto desaparecieron los trazos de nieve que refulgían sobre el paisaje, se desbordaron los riachuelos que abastecían a la ciudad y las plantas mal florecieron con los miasmas de la podredumbre. Los enseres se abandonaron a la fortuna del olvido y los cadáveres se adentraron en la descomposición. Apenas había transcurrido dos noches desde que las últimas nieves consumaron nuestra desgracia, y ya parecía que mediaba el verano y el estío se adueñaba de la tierra.
Entre las calles de Kalhat, los supervivientes aguardábamos a que se consumase nuestro destino. Aquí y allá, entre el laberinto de picas que entorpecían las acometidas de las panteras, los difuntos se descomponían bajo el sol. Encontré a mis padres junto al brocal de un pozo. Degollados por una pantera que había sucumbido poco más adelante, entre las lanzas que custodiaban una encrucijada de calles. Supe que ella había asesinado a mis padres porque todavía llevaba en las garras unos jirones del vestido de mi madre. Le saqué los ojos con un estilete, para que su espíritu se perdiera para siempre entre los horrores del infierno, y después anduve hacia donde se dirigieron mis pasos.
También encontré el cadáver de Elm, alzado y prendido en una pica. Bajo sus pies se había formado un charco de sangre coagulada y alrededor de este charco se distinguían huellas sobre el barro. Su fin era reciente, como demostraba que aún persistiera el olor de la vida en los alrededores y no se observase en su carne la supuración de ninguno de los líquidos liberados tras el desarraigo del alma. Por última vez sentí lástima de aquel pobre enfermo y recordé las palabras de Zhor, cuando aconsejaba que la vida de Elm se prolongase hasta los límites establecidos en su nacimiento.
Pocos fueron los habitantes de Kalhat indultados por las panteras. Algunos vagabundeaban con la mirada vacía y el cuerpo maltrecho por la derrota, otros abrazaban la muerte por iniciativa propia. Ya ensartándose en una lanza de las que guardaban las calles, ya accionando los resortes de una trampa o encaramándose hasta un tejado y saltando al vacío con el cuello anudado a una soga. También descubrí panteras que curioseaban en el interior de las viviendas y tras los recodos de los callejones. Se acercaban hacia mí, avanzando entre el laberinto de las lanzas con la majestuosidad y la elegancia de los felinos, y se detenían cuando apenas hubiera bastado un zarpazo para segar mi existencia. A veces olfateaban el aire a mi alrededor, a veces rugían con una ferocidad ensordecedora y a veces se limitaban a mirarme con esas pupilas que provocan espanto y delirio. Se retiraban después de constatar que yo no era su presa.
El graznido de las aves se convirtió en una estridencia insoportable. Cubiertos de alas negras, los cielos de Kalhat proclamaban nuestro ocaso. A veces, una bandada de cuervos emprendía el vuelo y su alborotado aleteo aventaba la amargura. En otras ocasiones, un sombra descendía revoloteando sobre algún punto y señalaba un cadáver que emergía de las ruinas o al moribundo que entregaba su alma. Inmediatamente atraídos, otro millar de cuervos se sumaban a la bacanal de los carroñeros. Un espectáculo donde se multiplicaban los despojos de los muertos y se reñía por una piltrafa de carne. Si un espectador osaba interrumpir el obsceno festín de las aves, recibía una infinitud de miradas que lo censuraban por profanar el más repugnante de los banquetes.
Al anochecer me encontré con Adsler, Zhor, Uk y dos hombres que habían escapado al exterminio. Comprendí que nuestro encuentro no obedecía a la casualidad.
―¡Maestro, me sorprende esta coincidencia!
―¡No debes sorprenderte cachorro! ¡Nada obedece al azar, sino a reglas universales!
―¿Acaso hemos sobrevivido al ataque de las bestias?
―¡Bienaventurada sea tu ingenuidad! ¡Qué la conserves hasta que la vejez entorne tus párpados! ―intervino Zhor. Uk se limitó a esbozar una repugnante sonrisa.
―Recuerda que la leyenda solo concernía al género humano ―aclaró Adsler―. También que apenas despunte la noche, la luna brillará sobre las tierras y los mares. No desdeñes el saber de la Reina, perteneces a la estirpe del licántropo y tu sangre no sirve para aplacar la maldición.
―¿Y los demás? ―pregunté interesado por mis compañeros.
―Ya conoces la ambigua naturaleza de Uk ―y un gruñido ininteligible demostró que Uk lo interpretaba como un insulto―. En cuanto a Zhor, quizás la Reina Negra rinde ahora tributo a su aventura en el Bosque Petrificado, aunque entonces el deseo de nuestro compañero fuese conjurar la profecía. Nada intuyo de vuestra fortuna ―añadió dirigiéndose a los dos hombres que nos acompañaban―, pero deseo que se confirme vuestro indulto y disfrutéis de la prosperidad de otras tierras.
Cuando declinó la tarde y aparecieron las luces del crepúsculo, Kalhat parecía incendiada por los últimos destellos del sol. Se interrumpió el graznido de las aves, una espesa calma descendió sobre las ruinas y se despertó mi alma de lobo. Pensé en la huida, pero una mirada de Adsler me advirtió de lo inoportuno de mis fantasías. Hombre o lobo, la Reina Negra jamás permitiría que enturbiásemos su victoria. Apenas iniciada la noche escuché un rugido que provenía del extremo de la calle. Otra vez se oyeron rugidos que ahora provenían de un lugar más cercano. Un centenar de panteras se abrieron paso desde la oscuridad y se detuvieron a nuestro alrededor. Después, la Reina surgió de las tinieblas y nos enfrentamos a su mirada.
Me consta que mi memoria regresó a la experiencia del glacial y padecí mi nacimiento y mi muerte, pero no acierto a recordar con nitidez lo que me mostraron sus ojos. No sentí miedo, porque el corazón del lobo no conoce el miedo, y tampoco sentí que me dominara una voluntad superior, porque ninguna voluntad puede doblegar a la voluntad del licántropo. Supe que me emplazaba para un encuentro futuro, y que no había perdonado por bondad o porque así lo determinaran los astros, sino porque se reconocía como la dueña de mi vida y aplazaba la ejecución de la sentencia. Recuerdo el tenebroso brillo de sus ojos.
Al despertar de mi trance, un hombre yacía a mi lado. Me sorprendió no haber escuchado sus gritos. El otro había obtenido el indulto de la Reina. Adsler, Zhor y Uk también merecieron su perdón. Caminamos en silencio mientras las panteras se apartaban lentamente. No pregunté hacía donde se dirigirían nuestros pasos.
El hombre se separó de nosotros apenas dejamos la ciudad a nuestra espalda. Atravesamos el páramo, cuidando de rehuir las espinas venenosas que había liberado el deshielo, y pronto nos encontramos junto a la frontera del bosque. Me detuve a contemplar por última vez mi amada Kalhat. Los tejados resplandecían bajo la luna y sentí desolación entre la oscuridad. ¡Allí quedaba mi infancia, mis amigos y recuerdos! Evoqué la imagen de mis padres sentados a la mesa durante un acontecimiento familiar, reunidos al amor del fuego en el invierno, conversando con los vecinos al oscurecer. Me abrumaba la tristeza al regresar junto a mis compañeros.
Zhor desenvainó su cuchillo y, dirigiéndose a Uk, reveló sus intenciones.
―Escapa porque te voy a matar, huye porque tus crímenes tendrán castigo. Recuerda ahora al Predicador, que asesinaste bajo la sombra del templo, y a los consejeros que murieron a manos del verdugo o en la impunidad de la madrugada, cuando irrumpías en los hogares y ejecutabas a nuestros amigos. Recuerda eso ahora, porque Zhor reclama justicia.
Uk llevó la mano a la empuñadura de la espada, pero no tuvo valor para desenvainar el arma. Emprendió la carrera y se internó en el bosque.
―Es el momento de mi despedida ―anunció Zhor.
―¿Cantarán tus nuevas hazañas los poetas?
―Viviré dos o tres inviernos más como cazador. Mi espíritu ya conoce la derrota y mi edad no me permitirá las hazañas de la juventud.
―¿Dónde irás? ¿Qué será del mejor de los cazadores? ―pregunté sin disimular la emoción.
―Me dirigiré hacia las montañas de Track, donde abunda el venado y los prados son fértiles. Después regresaré al norte y quizás me interne en la meseta de Nom. Mi lucha no ha terminado.
No pregunté más, comprendí la inutilidad de mis palabras. Me constaba que Zhor partiría tras su presa sin permitir que se prolongase la despedida.
Adsler y yo continuamos nuestro camino hacia el sur, en dirección al horizonte. Comimos frutas silvestres y peces que descubrimos en un arroyo. Parecía que la exuberancia de la primavera hubiera borrado a Kalhat de nuestra memoria. Al tercer día, poco después del inicio de la jornada, llegamos a una encrucijada de caminos.
―Hasta aquí cabalgamos juntos ―anunció Adsler.
―¡Pero yo imaginé que continuaría a vuestro lado! ¡Aún no he aprendido lo suficiente! ―balbuceé ante la inminencia de nuestra separación.
―El espíritu del lobo es solitario y debe encontrarse a sí mismo. No me necesitas para completar tu aprendizaje. Además, el saber más valioso se alcanza desde el sacrificio. No desees la comodidad para lo que requiere esfuerzo.
―¿Volveremos a encontrarnos? ―pregunté en el anhelo de que mi maestro reconsiderase sus palabras.
―Soy un anciano y tú eres un muchacho. Te deseo una existencia larga y próspera. ¡Que el espíritu de lobo te acompañe siempre! ―Y sin más demora, la figura de Adsler se perdió para siempre entre las nieblas de la mañana.
No continuaré mi narración con las vicisitudes de un hombre joven que, marcado por la estirpe de licántropo, busca su destino entre la soledad de los desiertos y el bullicio de las ciudades. Tuve una vida fértil e intensa. Durante aquella primera juventud, mientras anduve por las riberas de Arm y los confines de Darheil, llegaron hasta mis oídos algunas hazañas de Zhor, pero siempre he dudado de la autenticidad de las historias de peregrinos. También escuché relatos que podrían referirse a las últimas aventuras de Adsler, pero solo algunos indicios me incitan a considerar el protagonismo de mi maestro. Se deslizaron los años entre las selvas de Frum, donde los sentidos del lobo me sorprendieron nuevamente con sutiles y extrañas revelaciones, hasta que una tarde descubrí mi piel marcada por un estigma. Como una tenue penumbra o un difuminarse de los colores. Me aparté de los hombres cuando supuse que la vejez me convertiría en uno de esos mendigos que viven de la caridad pública.
Alguna vez he pensado en regresar a las aldeas, pero siempre me he resistido a esta tentación, porque la calidad de mi dentadura alentaría los fantasmas del recelo al delatar en mí un vigor contrario a las leyes de la naturaleza. Aquí, en estas remotas montañas de Exeter, he consumido las postrimerías de mi vida evocando el esplendor que me acompañó en la juventud, reviviendo como era el mundo antes de que yo fuera lo que soy y buscando en mi memoria el rostro de cuantos se adentraron en el olvido.
Ante el fuego, durante la bonanza que sucede a una cena invernal, me entristece el pensamiento de que el destino ha alcanzado su culminación. Sobre la mesa descansan los últimos párrafos de mi historia. Hoy mismo concluiré el manuscrito, apenas restan las últimas frases, y lo guardaré a salvo de los parásitos de la escritura. Me consta que ya he vivido esta escena. Hace muchos años, quizás en un sueño. Muy pronto, una ráfaga de viento abrirá la puerta de mi cabaña y escucharé el rumor de la bestia que invoca mi presencia. Después abandonaré la placidez del fuego y saldré más allá de la puerta. Titubearé al sentir la inmensidad de la noche, pero recordaré que la vida de un hombre no significa nada frente a la vorágine del tiempo. En algún lugar de las tinieblas, la Reina Negra aguarda para saldar una deuda.
Blas Meca, con licencia Creative Commons