- IX -
Un acontecimiento muchas veces implorado suavizó la agonía de Kalhat. Elm, que por entonces ya era conocido con el sobrenombre del Loco, había enfermado del mal de la lluvia roja. En el atrio del templo, ahora embellecido con materiales nobles y restaurado según indicaciones de los mejores arquitectos, se congregaban un centenar de iniciados en la ciencia de la medicina. Alquimistas, físicos y maestros en herboristería, también aguardaban a que el tirano les concediese una instancia. Elm, arropado por el delirio de los vómitos, recibía a unos y otros sin que en sus ojos aleteara una esperanza de recuperación. Se sucedieron los tratamientos curativos sin que ninguna pócima sanase su organismo. No faltaron a la cita quienes buscaron la desgracia del tirano, ya sirviéndose de un veneno para acelerar su muerte, ya esforzándose porque un puñal nos liberase de la esclavitud. Todos fracasaron en sus pretensiones. Uk se interponía ante la daga o el veneno, y entregaba el culpable a los torturadores. En la explanada del templo, casi sobre el mismo lugar donde se encontró el cuerpo sin vida del Predicador, los verdugos entregaban los despojos del condenado a las aves que sobrevolaban los cielos.
Mientras tanto, Adsler había desplegado su laboratorio en un cuarto anexo, en la parte de atrás de la cabaña, separado del resto de la vivienda y que alguna vez había servido de establo. Alambiques, mecheros de aceite, retortas, matraces y cápsulas para flamear las esencias de la tierra y el aire, se alineaban en una mesa improvisada con maderos y taviesas. Mi maestro mezclaba, hervía, filtraba, componía y decantaba una miríada de sustancias para mí desconocidas. ¿Qué secretos perseguía? ¿Qué anhelos lo incitaban? Ignoro cómo advertí que no lo entretenía ningún aroma que ahuyentase a las hijas de la Reina Negra, ni buscaba una fórmula que alejara la amargura de nuestras vidas. Mi maestro pretendía vencer a la lluvia roja. Cierto que era la calamidad más apremiante que se cernía sobre nuestro pueblo, pero también era cierto que se trataba de una calamidad menor. La podredumbre de la lluvia se perdería en el horizonte como se habían perdido las fiebres de los pantanos o el ardor de las pústulas. Kalhat sobreviviría a su desdicha presente, pero nunca a la Reina Negra. Ese era el destino auspiciado por los profetas y ese era el único destino con que debíamos enfrentarnos si pretendíamos aspirar a la supervivencia. Una noche, entre la conclusión de la cena y el momento en que mi maestro se retiraba a su laboratorio, intenté que Adsler aliviase mi impaciencia.
―¿Decidme maestro, no sería más apropiado buscar la muerte del tirano?
―Me enorgullezco de tu instinto. No era sencillo que presagiases mis intenciones.
―Elm nos precipitará hacia la destrucción ―me atreví a interrumpir―. Su ocaso debe ser prioritario para nuestra causa. No podemos enfrentarnos a un ataque del exterior si debemos luchar contra un enemigo interno.
―Dime cuál es la verdad que subyace tras mi pregunta ―respondió mi maestro sin apartar la mirada del hogar que templaba nuestra estancia―. Qué te parece más útil, ¿la certidumbre de un presente terrible pero conocido, o la inseguridad de un futuro tan próspero como incierto?
―Maestro, todo es mejor que el desorden. Nuestras esperanzas requieren la eliminación del tirano. Las desavenencias nunca fueron propicias para la victoria.
―En efecto, la victoria exige disciplina y tenacidad. ¿Qué piensas que ocurriría tras la muerte de Elm?
―El Consejo asumiría el poder y sobre los territorios de Kalhat ondearía la paz. Todo sería como hace unos meses.
―Te engañas si consideras que el eclipse de un personaje puede alterar el acontecer de la historia. La ciudad que tu recuerdas ya no regresará jamás. Como no regresaron Ashengold, ni Frum, ni Acbet ni tantas otras. Sobrevivieron, renacieron entre sus cenizas y algunas florecieron como en su antigüedad, pero ninguna de ellas recuperó el pasado. El resplandor de hoy y el resplandor de mañana nunca es el mismo resplandor. Las grandezas y las miserias de los hombres siempre son similares, pero jamás idénticas.
―¿No es obligación de un hombre luchar contra la injusticia? El arrepentimiento es la virtud de los cobardes, ningún valiente se resignaría a la espera mientras sus hermanos comparecen ante el verdugo.
―El futuro de un pueblo no depende de la supervivencia de uno o mil tiranos, sino de insignificancias que son imposibles de prever incluso para los nigromantes más hábiles. Kalhat no depende de la barbarie de Elm, sino de la destreza de tu olfato.―No comprendo vuestras palabras. ¿Cómo podría mi olfato enfrentarse a la impiedad de Uk?
―Debes aprender a desentrañar el sentido oculto de la apariencia. En la conclusión de una batalla, nada significa la presencia del general en el campo o su retirada a un promontorio seguro. Sin embargo, será decisivo que el caballo de un correo sea alegre en la carrera. De ese animal dependerá que quién comanda fuerzas y decide estrategias obtenga esa información que permitirá alterar un flanco armado o interrumpir el avance de tal o cuál escuadra. ¿Y dónde se decidirá la victoria? ¿En la mente del más astuto de los generales? ¿O en el taller del herrero que ha descubierto cómo templar el metal de una espada para que su filo gane en suavidad y su hoja en resistencia?
―Tus palabras guardan una sabiduría que no alcanzo en su plenitud. Comprendo la importancia del caballo o el herrero, pero no consigo relacionar su enseñanza con los acontecimientos que vivimos en la actualidad. ¿No sería preferible que un nuevo Consejo retomara el poder?
Adsler me observó con benevolencia, atizó el fuego del hogar y procedió a responder a mi pregunta.
―Ningún Consejo asumirá el poder, porque el Consejo ya ha desaparecido para siempre. Debemos inclinarnos ante los imperativos del presente, los acontecimientos que se avecinan reclaman la estabilidad de nuestro gobierno.
―Pero el gobierno estable de un tirano es una tiranía, que nunca será favorable al progreso del pueblo. A pesar de tus palabras, no titubearé en la lucha contra el déspota. ¡Los crímenes de los mercenarios de Uk exigen venganza! ―Y con esta suave crítica pretendía que Adsler confesase por qué no había puesto su intelecto al servicio de la sublevación.
―Existen razones que aconsejan nuestra prudencia. Tu sangre es joven, por tanto demasiado ardiente. Comprendo que te repugne la injusticia y desees el castigo de quien origina tantos males, pero considera que Elm es un símbolo. Detrás de él se aboceta el brazo de Uk, y tras Uk encontramos un enjambre de desalmados. Estos últimos son los verdaderos artífices de la brutalidad. Uk no es nada sin sus mercenarios, y Elm es un títere al servicio de su general.
―Elm nos precipitará hacia la extinción si permitimos que se prolongue esta locura ―señalé a mi maestro.
―Ni siquiera me consta que sea responsable de sus actos. Acabar con los desmanes de la tropa no requeriría la muerte del tirano sino el exterminio de los soldados, o al menos su reducción hasta un número inofensivo. Tú y yo contamos con las ventajas del lobo, pero aún así nuestras fuerzas son escasas. Tampoco procede la rebeldía, porque carecemos de quien aglutine las fuerzas y nos dirija a la victoria. Zhor hubiera sido nuestro hombre, pero su auxilio es imposible. Y no podemos escoger a quien lo sustituya temporalmente, porque los apóstoles de nuestra causa fueron las primeras víctimas del terror. Elm ha puesto buen cuidado en eliminar a sus enemigos.
―¡Todos somos responsables de nuestros actos! El mal de la lluvia roja nos librará de Elm, de Uk y los soldados. Quizás sea conveniente forzar que la naturaleza se incline a nuestro favor y permitir que la fortuna avale nuestros propósitos.
―No siempre el azar se aliará con nuestra necesidad. Considera que la lluvia roja también afecta a los habitantes de Kalhat. Piensa en tus padres, en tus amigos, piensa en ti mismo. ¿Por qué supones que eres inmune al mal?
―Bastaría con administrar el posible antídoto según nuestra conveniencia. No es necesario el ejercicio del poder, basta con ostentarlo adecuadamente ―insistí sin convicción.
―Es más fácil dominar a un hombre que dominar a una multitud. ―añadió anticipándose a mis pensamientos―. El pueblo es voluble y fácil de dirigir durante un tiempo, pero también es el protagonista de su destino. A veces se detiene antes de escoger una alternativa, y cuando elige no siempre respeta la prudencia. El sentido del lobo se nos revela superior. Considera ahora que es posible dirigir los actos de Elm. Las decisiones serán rápidas y el camino escogido cierto con mayor probabilidad que si la elección respondiese a la vaguedad humana. Kalhat no puede titubear mientras se dirige al encuentro de la Reina Negra.
Durante los siguientes días mi maestro no se pronunció sobre Elm, ni sobre Kalhat ni sobre ningún otro aspecto que merezca el interés de este relato. Se limitó a proseguir sus desvelos en el laboratorio y visitar los bosques para reponer algunos productos requeridos en sus experimentos. Lo acompañé en algunas ocasiones, no porque demandase mis servicios, sino por opinar que la inactividad entorpece las facultades del hombre y percibir en aquellas tareas recolectivas un estímulo beneficioso. Recogimos hierbas nocturnas y diurnas, que difieren en las calidades de sus savias, así como tierras que mi maestro estimaba especialmente valiosas. Después, en el laboratorio, me inicié en el alambicado de aceites y esencias. Reconozco que no fui demasiado útil. Mis labores se redujeron al mantenimiento general, limpieza y otras rutinas que no exigen habilidades especiales. Alguien debía enjuagar los instrumentos y prevenir que la ebullición no se prolongase más de lo especificado en los libros. Me complazco en suponer que la insignificancia de mis esfuerzos sirvió para que Adsler revisara sus anotaciones más cuidadosamente.
También visitamos el escenario de la tragedia y descubrimos que en las calles de Kalhat los enfermos expiraban sin que nadie les ayudase al buen morir. No aprobé esta actitud de mis vecinos. Comprendo que tomar la mano del agonizante no es grato, pero los principios de la solidaridad invitan a soportar la amargura y permitir el tránsito de quien reclama consuelo. Durante estas salidas piadosas, Adsler aprovechaba para estudiar los efectos del mal y socorrer a los moribundos con algún preparado curativo. A veces administró una pócima para mitigar la desazón del dolor o recogió muestras de orina, sangre y otros humores, que más tarde estudiaba en la intimidad de su laboratorio y cuyo análisis lo entretenía hasta las primeras luces del alba. Desafortunadamente, tuvo que desatender numerosas peticiones de auxilio. Sus estudios sobre la enfermedad eran más importantes que luchar contra lo que no admitía remedio.
Blas Meca, con licencia Creative Commons