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sábado, 14 de marzo de 2015

Kalhat XII

- XII -

Pocos días después, nuestra espera encontró su recompensa cuando una decena de jinetes nos despertaron con el alboroto de sus cabalgaduras. Resonaron unos golpes en la puerta. Abrí, todavía envuelto en sueño, y me encontré frente a Elm, que deseaba conocer a mi maestro. Era la primera vez que el tirano relegaba las formalidades del trono y descendía hasta sus súbditos.

―¿Vive aquí el extranjero que responde por Adsler Krockner? ―preguntó Elm con una cortesía que provocó mi estupor.

―Vuestras informaciones son acertadas. Aquí vive Adsler Krockner ―acerté a responder.

―Quisiera conocerlo.

―Señor, disculpadme, me ha turbado vuestra presencia ―me excusé en previsión de que un comportamiento poco solícito causase enojo. Sus ojos, tan negros, me parecieron extraviados―. Pasad a vuestra humilde posesión. Aunque no dispongo del espacio necesario para honrar a mi señor, procuraré atender vuestras necesidades.

―No os esforcéis en complacer mi capricho, solo deseo entrevistarme con Adsler Krockner ¿Es tu maestro? Me aseguraron que lo acompañaba un discípulo.

En ese instante, Adsler salió hasta el umbral de la puerta y simuló que me amonestaba por desatender las formalidades de la hospitalidad. Después sonrió al déspota y lo invitó a entrar en la vivienda.

Elm se acomodó en un asiento junto a la chimenea y aguardó a que mi maestro encendiese el fuego del hogar. Contempló la estancia durante unos instantes e inició la conversación expresando su gratitud.

―Me consta que sois el sabio más grande de nuestro tiempo. Sin vuestra intervención, me habría adentrado en el reino de los muertos. Sé que desdeñáis los cumplidos superficiales, por lo que no insistiré en mi gratitud. Estoy aquí para cumplir mi promesa y otorgaros una recompensa por vuestros servicios ―concluyó Elm con un estremecimiento de su rostro, aún consumido por la postración. Los huesos de sus pómulos resaltaban bajo las mejillas, el cráneo parecía recién afeitado y los arillos dorados de sus orejas continuaban reclamando mi atención. Su mirada me pareció perturbada.

―No merezco ninguna recompensa porque os traté como a cualquiera de mis pacientes. No guardé deferencias especiales ni protocolos extraordinarios. El antídoto que salvó vuestra vida es el mismo antídoto que erradicará el mal de la lluvia roja.

―Sin embargo, tan docta contribución al saber es digna de reconocimiento. Permitidme compensar vuestros desvelos. En mi nombre y como voz de los habitantes de Kalhat ―insistió Elm.

―Mi paso por la ciencia es demasiado torpe para merecer honores ―respondió Adsler―. Declino cualquier recompensa que enturbie el desinterés que rige mis estudios, y os ruego que no consideréis mis palabras como un agravio a vuestra persona.

Elm guardó un prolongado silencio. Me pareció que reflexionaba sobre la humildad de mi maestro. Tampoco yo comprendía las palabras de Adsler. Rechazar la invitación del tirano entrañaba un riesgo que admitiría el calificativo de temerario, pero la experiencia demostraba que las intenciones de Adsler no siempre eran sencillas.

―Quizás mi maestro no desea una recompensa material ―me atreví a sugerir.

―¡Eso es muchacho! ¡Ningún tesoro complace a quien obedece los dictados del espíritu!

Adsler me amonestó por mi intervención y supe que había acertado en mis suposiciones. En sus reproches no se ocultaba la censura sino el agradecimiento.

―¿No os opondréis a que complazca vuestras inquietudes inmateriales? ―preguntó Elm.

―Si os preocupaseis por el destino de Kalhat...

―¿El destino de Kalhat? ¿No os comprendo? ¿Acaso no depende el destino de Kalhat de mi voluntad? Yo la convertiré en la más envidiada de las ciudades, y el fulgor de su nombre resplandecerá en la historia de los pueblos.

―Sin duda que refulgiría por vuestros méritos ―y la adulación de mi maestro era preludio a sus críticas―. Pero, y no quisiera propiciar vuestra ira, me temo que nuestro destino se encuentra amenazado por un peligro que ni siquiera alcanzáis a sospechar.

―¿Un peligro? ―y la incredulidad afloró al semblante de Elm―. Mi tropa se enfrentará a cualquier peligro.

―Sospecho que fracasaría en esta empresa.

―Ya había advertido que mis soldados adolecen de una cierta relajación en la esencia militar. Siempre he considerado que la disciplina es la virtud que transforma a una horda de maleantes en el más eficaz de los ejércitos. Ordenaré a mis generales que practiquen las artes de la guerra con ejercicios gimnásticos y simulacros de lucha.

―Sin duda que tales medidas mejorarían la condición de los hombres, pero no existe ejército capaz de amenazar vuestros dominios.

―Mis generales corregirán estas irregularidades ―repitió Elm varias veces, mientras se acarciaba con ambas manos la cabeza, en un gesto que delataba temor y perplejidad.

―Vuestros soldados no tendrán que medirse con ningún ejército extranjero. Al menos, no un ejército en el sentido tradicional de la palabra.

―No os comprendo. ¡Explicadme!

―¿Conocéis la amenaza que pesa sobre Kalhat? ―preguntó mi maestro.

―La Muerte Negra solo es un desvarío que se transmite de generación en generación ―respondió Elm.

―Con el debido respeto a vuestra autoridad, lamento advertíos que la leyenda es tan cierta como que sois amo y señor de estas tierras.

―¿Y en qué consiste esa amenaza? ¿Por qué mi ejército no podrá vencer a sus enemigos?

―Vuestros soldados jamás podrán competir con las hijas de la Reina Negra. No se enfrentarán con un ejército de hombres, sino de bestias.

―Ninguna bestia conoce las artes de la estrategia, verdadera ciencia que alienta el corazón de un ejército.

―Las panteras de la meseta de Nom son criaturas racionales. Obedecen a su reina, la más cruel de las fieras engendradas por la naturaleza.

―Mi ejército es diestro en la caza de alimañas salvajes. ¡Será como si nos entretuviésemos en un juego de habilidad!

―¿Quién de vuestros hombres se enfrentaría a una pantera que alcanza la alzada de un buey? Y de estos valientes, ¿cuántos la vencerían si atacase por la espalda? ¿Y si no fuese una pantera, sino cientos de panteras, organizadas por una voluntad única? Desengañaos mi señor, no existe ningún ejército sobre la tierra capaz de enfrentarse con las hijas de la Reina Negra. Frum, Ashengold y Prim también eran ciudades que contaban con el mejor de los ejércitos. Su gloria se extinguió durante una madrugada.

―¿Acaso hemos de resignarnos a una suerte adversa? ¡Existirá un modo de contrarrestar tan terrible amenaza! ―exclamó Elm―. Quizás, aunque sea una respuesta vergonzosa al ataque del enemigo, convendría abandonar Kalhat hasta que se desvaneciese el peligro. O buscar una alianza con otras ciudades malditas.

―Huir no serviría de nada. Ni siquiera serviría que los habitantes de Kalhat se diluyesen en el olvido. Las panteras seguirían nuestro rastro hasta que ningún hijo de Kalhat hubiera sobrevivido a la maldición. Vuestra segunda idea es mejor, pero cada una de las ciudades escogidas se encuentra a muchas jornadas de cualquier otra ciudad. No tendríamos tiempo para enviar mensajeros, ni para entrevistarnos con sus mandatarios ni para convocar sus ejércitos.

―¡Es preciso que exista una respuesta a la amenaza! ¡Siempre hay una alternativa! ¡Sois sabio entre los sabios! ―y Elm me pareció temeroso mientras gesticulaba de un lado a otro.

―Vuestra consideración hacia un pobre anciano es desmesurada ―recalcó mi maestro―. Solo soy un aprendiz de los secretos de la naturaleza.

―Un aprendiz aventajado ―puntualizó Elm―. Sospecho que sabéis cómo derrotar a la maldición.

―Reconozco que me alientan algunas esperanzas, pero a veces sospecho que mis presunciones se encuadran mejor entre la demencia senil que entre la luz de la razón ―reconoció Adsler, y su modestia arrancó la sonrisa de Elm y la mía. Sentí un escalofrío al contemplar la dentadura rota del tirano y sus ojos extraviados, y recordé que había perdido dos dientes en un accidente infantil.

―Me sentiría honrado si compartieseis conmigo vuestros pensamientos ―admitió Elm, adoptando una expresión que me pareció falsa.

―Las fechas son las únicas armas que podrían contrarrestar el ataque de las panteras ―reconoció Adsler.

―¡Pero una fecha jamás será tan efectiva como una lanza o un hacha! ¡Sus heridas son insignificantes ante los destrozos de la espada! ―me atreví a discrepar.

―Una flecha puede envenenarse. Mi afición a la herboristería me ha conducido en numerosas ocasiones hasta los venenos de las plantas. Algunos de estos venenos son extremadamente rápidos. Y no olvidemos que la flecha permite que el ataque se efectúe a gran distancia.

―¡Un batallón de arqueros derrotaría a las bestias! ―exclamó Elm.

―Os equivocáis, mi señor. Sin duda porque no conocéis la naturaleza de nuestras enemigas ―corrigió mi maestro―. Las hijas de la Reina Negra eludirán el ataque de los arqueros. Su agilidad no es comparable a la de ningún otro animal. Causaríamos algunas bajas, pero habríamos perdido la batalla en cuanto los arqueros hubiesen disparado la primera andanada de flechas. El intervalo requerido para montar una nueva saeta bastaría para que las panteras superasen nuestras defensas. Su victoria se habrá consumado en cuanto alcancen las calles de Kalhat.

―¿De qué nos servirán entonces los arqueros? ―preguntó Elm.

―Mi señor, reparad en que yo no he mencionado a los arqueros, sino las flechas ―puntualizó Adsler.

―¡Explicaos! ―ordenó Elm.

―He diseñado los planos de una máquina de guerra que nos permitirá lanzar flechas de modo mecánico. Imaginad un arco que disparase quince, veinte o cincuenta flechas en el tiempo que un arquero prepara una flecha única. Imaginad después un centenar de estas máquinas y veréis los cielos cubiertos de muerte.

―¡La lucidez de vuestro intelecto deslumbra a cualquier eminencia conocida!― Y con esta frase Elm reconocía la superioridad de Adsler Krockner.

―Esas flechas se habrán envenenado con la oportuna mixtura de hierbas. Aún así, dificultaremos el movimiento de las panteras. ¿Cómo? Las espinas del zarzal de los pantanos es la respuesta a la pregunta.

―¿El zarzal de los pantanos? ―preguntó Elm―. ¿De qué nos servirá en la defensa de Kalhat? Es un buen material para fabricar piezas de carpintería, pero jamás había escuchado que se emplease en el arte de la guerra.

―No creo que se le haya encomendado tal utilidad ―convino Adsler―. Pero arrojad al suelo sus espinas tetraédricas, las únicas que cortan la piel por cualquiera de sus aristas. Después, descalzaos y andad sin las debidas precauciones. Suponed ahora que he impregnado las espinas con mixtura venenosa. Las posibilidades de supervivencia mermarían si además os encontraseis bajo una lluvia de flechas.

―¡Asombroso! ―y así se resumía la insignificancia de Elm ante el saber de mi maestro.

Confieso que también yo me sumaba a la admiración del tirano. En los labios de Adsler, aquel derroche de astucia no parecía el resultado de una mente preclara, sino las conclusiones de una lógica infantil. ¡Cómo si no tuviera mérito! ¡Cómo si cualquiera pudiese haber ideado sus estrategias! Siempre me ha sorprendido la pureza que se percibe tras los razonamientos más audaces.

―¡Vuestra valía es incalculable! ¡Merecéis todos los honores! Desde mañana, desde hoy mismo, os considero la única autoridad de mi ejército. Los generales obedecerán vuestras consignas como si las hubiera impartido yo mismo, y nadie se atreverá a discutir una orden rubricada con el nombre de Adsler Krockner. Abandonaréis esta cabaña y os instalaréis en las dependencias de mi palacio. Una legión de esclavos atenderá vuestras necesidades y disfrutaréis de cuantos placeres ofrece la vida. Las mejores comidas, las mejores bebidas, las mejores hembras. Y autoridad sobre vida y haberes. Sí, también os concederé el don de sentenciar o exculpar a los hombres. Vuestro discípulo podrá acompañaros si así lo deseáis ―ofreció Elm mientras yo reconocía en mi interior que hubiera admitido sus proposiciones sin demasiados escrúpulos.

―No aceptaré ninguno de esos honores que me brindáis tan generosamente ―se disculpó Adsler―. Solo, y si me lo permitís, consentiré en comunicaros mi parecer cuando así lo requiera vuestra dignidad.

―¡Desde este instante sois mi consejero! ¡Vuestra opinión es para mí la única opinión válida! Pero, trasladaos a mi palacio ―suplicó Elm.

―Perdonad mi atrevimiento si respondo con una negativa. Considerad mi edad y que aquí se encuentra mi laboratorio, y considerad así mismo que el bullicio palatino sería pernicioso para mis estudios. En este humilde lugar encuentro el sosiego que preciso para comprobar mis suposiciones. Además, los quehaceres de la inventiva requieren una disciplina austera ―se disculpó mi maestro.

―Sabed que mis oídos siempre atenderán vuestras sugerencias, y que las puertas de mi palacio se abrirán ante la visita de quien cuenta con mi estima y confianza.

―Quisiera, si me lo permitís, que os unieseis conmigo en una reflexión. Probablemente sea necesario que vuestros súbditos colaboren en la defensa de Kalhat. Un niño, una mujer o un anciano no sirven para las artes convencionales de guerra, pero sí valdrán para sembrar las espinas venenosas o dirigir una máquina. Si vuestra justicia se suavizara con caridad, quizás el agradecimiento infundiese valentía en el ánimo de los cobardes. Incluso el tarado y el inválido serán útiles a nuestra causa.

Comprendí que las sugerencias de Adsler nos habían salvado de la barbarie y el terror. La paz descendería sobre las calles de Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

lunes, 2 de marzo de 2015

Kalhat XI

- XI -

Mi restablecimiento fue rápido y completo. Muy pronto ingerí los primeros alimentos, estuve en disposición de caminar y me encontré entre los quehaceres cotidianos. Mientras tanto, Adsler había solicitado una audiencia con Elm, que antes de perderse entre las nieblas de la enfermedad, había impartido la orden de que lo visitaran cuantos médicos y alquimistas hubieran encontrado un remedio para el mal de la lluvia roja. El fracaso de las prescripciones, por imperativo de la excelsa gravedad de paciente, ya no se castigaba con la pena capital sino con un destierro de tres años, y el éxito, también en virtud de la misma urgencia, se premiaría con la satisfacción de un deseo. No importaba la naturaleza del deseo, Elm había jurado cumplirlo siempre que no excediese a la fortuna recaudada por sus hombres durante un año ni atentase contra su propia vida.

Entre quienes habían asistido al déspota, se encontraban reconocidos físicos y naturistas junto a otros que jamás habían sobresalido por méritos propios. Entre estos nombres ilustres y anónimos destacaba el reconocido Is de Ashengold, que avalado por la recuperación de varios reyes postrados por otras tantas enfermedades mortales, había acertado en sus prescripciones de hierbas y barros escogidos. Merced al concurso de sus saberes, la agonía de Elm se estancó en una duermevela de cuestionable desenlace. Is partió hacia el exilio, más apenado por el fracaso que por el castigo.

Adsler no esperó a que un soldado llamase a nuestra puerta para comunicarnos que se nos permitiría intentar la curación del tirano. En cuanto concluyó unas experiencias que corroboraban la efectividad de su antídoto, tomó un matraz con el destilado curativo y anduvo hacia el domicilio de una familia que había alcanzado notoriedad en la desgracia porque todos sus miembros habían enfermado simultáneamente. En la casa, el espectro de la desesperación inundaba las habitaciones. Aquí yacía el cuerpo casi exánime del abuelo, a una alcoba de distancia, el matrimonio que se disponía a perpetuar su enlace más allá de las últimas fronteras, y en otro cuarto cualquiera, tres hijos que no sobrevivirían a la madrugada. Adsler practicó una incisión en el brazo del anciano e inoculó el antídoto en su flujo sanguíneo. También lo suministró al matrimonio y los hijos. Tres días después, Kalhat clamaba por los servicios de mi maestro.

Adsler se consagró a visitar a los enfermos desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas luces de la tarde. No importaba la estima social con que contase el paciente ni la fortuna que avalase su nombre. Mi maestro practicaba la incisión en el brazo, inoculaba el antídoto y delegaba los cuidados para el restablecimiento definitivo. Paños de agua para mitigar las últimas fiebres, infusiones de manzanilla para contener los vómitos y una dieta que se iniciaba con leche y harina de trigo, proseguía con la suavidad de los caldos de verdura y finalizaba con el retorno a la alimentación habitual. El nombre de Adsler Krockner se arropó con la gratitud de quienes habían salvado la vida.

El antídoto de mi maestro devolvió la salud a un soldado y, poco después, un emisario de Elm nos encontró mientras asistíamos a un labriego. Adsler pidió al emisario que esperase hasta que hubiesen concluido sus ocupaciones.

―¡Vuestra insolencia es intolerable! ¡Cómo os atrevéis a hacer esperar a mi señor!

―Si me obligas, iré inmediatamente contigo ―respondió Adsler sin apenas inmutarse―, pero al entrar en la residencia de tu amo, mostraré mi agradecimiento hacia ti por ofrecerme la oportunidad de tratar a un paciente tan ilustre. Después buscaré su muerte, y no dudes que sé encontrar una muerte. Serás mi cómplice en el magnicidio.

En el rostro del soldado apareció el asombro y después la indignación. Desenvainó una daga y avanzó unos pasos hacia quien así desafiaba su autoridad. En ningún momento temí por la vida de mi maestro. Me constaba que Adsler sabía defenderse eficazmente.

―Si derramas mi sangre habrás terminado con la última esperanza de tu amo. Deberás esperar a que termine mi visita a los enfermos. No solo Elm precisa mis servicios.

El mensajero nos acompañó hasta el declinar de la tarde. Después nos dirigimos hacia el Templo y un centinela registró nuestras ropas por si ocultábamos un arma que amenazase la existencia del déspota. Ya en el interior, observé las estancias que presidieron las pláticas del Predicador, ahora remozadas con la magnificencia de los países lejanos. Cortinajes de seda, suelos de mármol, teselados que facilitaban la ruptura de la luz en iridiscencias y un solio donde las gemas resplandecían sobre el oro. Siempre me sorprenderá la devoción de los hombres por el oro. Sostienen que es un metal noble, pero yo lo definiría mejor como un metal perezoso. Nunca encontré un arado de oro, ni un perno de oro, ni una espada de oro. Aunque confieso que recuerdo una espada de oro, pero sus pretendidas cualidades se desvanecieron en cuanto se enfrentó a un hierro bien templado. No insistiré en esta imagen, porque todavía es pronto para mencionar los aperos de guerra que Elm ordenó fraguar a sus artesanos.

Sorteadas las medidas de seguridad, Uk nos recibió en una estancia decorada con motivos militares. Lanzas, puñales, cimitarras y escudos se abigarraban sobre las paredes. La figura de Uk me pareció más animal que en otras ocasiones. No pude reprimir un escalofrío al aspirar su olor y demorarme en la visión de sus brazos, tan musculosos y largos, acordes con su espalda fornida y levemente encorvada. Me sentí transportado a la explanada del Templo, durante la madrugada que encontré el cuerpo del Predicador sobre la nieve. Otra vez me sorprendieron las sensaciones del licántropo y otra vez escuché la voz de Adsler. También percibí el olor acre que flotaba en el aire y recordé que las peculiaridades del crimen apuntaban al ataque de un animal, pero que la sagacidad de mi maestro había deducido que aquella muerte respondía a una mano humana. Súbitamente regresé a la realidad y me descubrí ante el asesino. Era el mismo olor de aquella noche.

Adsler presintió mi recelo ante la presencia de Uk y se apresuró a romper el silencio. Como de costumbre, los actos de mi maestro no obedecían al azar. Según me explicó más tarde, la naturaleza de Uk no pertenecía al género humano, sino que participaba de algunas cualidades del reino animal. No con la intensidad de quienes portan el estigma del licántropo, pero sí para que mi recelo lo condujese a la sospecha. Uk se enfrentaría al castigo por sus crímenes, pero por el momento no convenía distinguirse con su enemistad.

―Condúcenos hasta Elm ―pidió mi maestro.

―Yo soy quien imparte las órdenes ―respondió Uk.

―Ordena entonces que nos acompañen hasta el enfermo ―insistió mi maestro―. Dispongo de poco tiempo.

―Dispondrás del tiempo necesario. La recompensa por el éxito de tu tratamiento bien satisfará una demora. Recuerda que asistirás al más egregio de los enfermos ―advirtió Uk.

―Para mí, todos los pacientes son iguales, no hago distinciones entre enfermos.

―¿Te conozco? ―preguntó Uk.

―Sí, claro que te conozco. Sentiste la mordedura del lobo. Te lo advertí en el templo. Pero has cambiado, ya eres un hombre. ¿Por qué acompañas a un anciano?

―Este anciano es mi maestro ―respondí incómodo por las palabras de Uk.

―¿Tu maestro? ¿Qué puede enseñarte un viejo? ―preguntó Uk con la intención de provocar la ira de Adsler.

―Este viejo no ha venido a discutir ―respondió Adsler―. O atiendo a Elm ahora, o no lo atenderé nunca.

―Llamaré a un guardia para que te conduzca a sus aposentos― consintió Uk―. Él aguardará aquí ―añadió dirigiéndose a mí.

―¡Me acompañará! ―se opuso Adsler―. Es mi discípulo y debe estar presente mientras administro el antídoto a tu señor.

―¿Quién me impediría privarte del antídoto y suministrárselo yo mismo? ―amenazó Uk.

―Primero deberás arrebatármelo ―alegó Adsler en un tono de voz neutro.

―Eso me proporcionaría placer. No encuentro ningún escrúpulo en acortar tu vida ―sentenció Uk.

―Después vislumbrarás el punto exacto donde practicar la incisión y sabrás cuál es la dosis exacta del antídoto.

―¿No sé por qué disculpo tu insolencia? ¡Guardia! ¡Acompañad a este viejo y su discípulo hasta los aposentos de Elm! ―y con esta orden a un sirviente, Uk concluyó la disputa con mi maestro. Subestimar al adversario es un error común entre los hombres.

Apenas nos encontramos en el interior de la estancia donde agonizaba el tirano, Adsler propinó un golpe formidable al guardia que debía velar por la seguridad de Elm. Me alarmó aquella diligencia, que yo consideraba innecesaria, y me sorprendió la rapidez con que mi maestro se había librado de quien lo aventajaba en juventud y fortaleza. Antes de que yo preguntara el porqué de la agresión, comprendí que se me invitaba al silencio.

Adsler se acomodó junto a la cabecera de lecho y buscó en el brazo de Elm dónde inocular el antídoto. ¿Atentaría contra la vida de Elm? ¿Cómo escaparíamos entonces del Templo? Quizás nuestro deber fuese librar a Kalhat de la tiranía, o quizás tras la bondad de mi maestro se ocultaban intenciones más oscuras. Adsler inoculó el antídoto en el brazo de Elm y le dió a beber una infusión desconocida para mí. El tirano recobró el conocimiento y mi maestro susurró unas palabras.

―En cuanto despiertes de tu sueño, enviarás a buscarme y obedecerás mis palabras.

Elm regresó a la agonía, pero en su sangre germinaban las esencias de la salud. Inmediatamente, Adsler se dirigió hacia el soldado desvanecido y aproximó a sus labios la misma infusión que poco antes había bebido el déspota.

―No recuerdas nada que escape a la normalidad. Solo has sentido un desvanecimiento instantáneo. Me viste mientras practicaba la incisión en el brazo de tu amo y mientras le suministraba el antídoto. En ningún momento sospechaste de mi comportamiento.

El soldado despertó, todavía aturdido por el golpe, y mi maestro lo ayudó a incorporarse. Después le preguntó si sentía algún malestar.

―No, apenas un ligero vértigo.

―Me pareció que os desvanecisteis un instante ―replicó Adsler en un intento de sondear la consciencia del soldado.

―Agradezco vuestro interés, pero me encuentro perfectamente.

Salimos de los aposentos de Elm acompañados por el soldado, que no había percibido ninguna discontinuidad en el tiempo, y poco después nos alejábamos de la colina donde se alzaba el Templo.

―Maestro, permitidme una pregunta. ¿Qué bebió el tirano?

―Hierbas de la conformidad. Una pócima que estimulará su obediencia, la misma que bebió el soldado. Supongo que comprendes por qué lo golpeé al entrar en los aposentos de Elm.

―Hubiera sido peligroso que escuchase vuestras palabras. Ahora riges el destino de Kalhat.

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―El efecto de la pócima no se prolongará mucho tiempo. Es efectiva sobre una mente sana, pero la mente de Elm sufre una enfermedad devastadora. Además, no olvides a Uk. Es un enemigo temible.

―¿Y ahora? ―pregunté sin esperanza de que una respuesta aliviase mis dudas.

―La paciencia es la virtud que conduce al éxito de todas las empresas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons