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lunes, 2 de marzo de 2015

Kalhat XI

- XI -

Mi restablecimiento fue rápido y completo. Muy pronto ingerí los primeros alimentos, estuve en disposición de caminar y me encontré entre los quehaceres cotidianos. Mientras tanto, Adsler había solicitado una audiencia con Elm, que antes de perderse entre las nieblas de la enfermedad, había impartido la orden de que lo visitaran cuantos médicos y alquimistas hubieran encontrado un remedio para el mal de la lluvia roja. El fracaso de las prescripciones, por imperativo de la excelsa gravedad de paciente, ya no se castigaba con la pena capital sino con un destierro de tres años, y el éxito, también en virtud de la misma urgencia, se premiaría con la satisfacción de un deseo. No importaba la naturaleza del deseo, Elm había jurado cumplirlo siempre que no excediese a la fortuna recaudada por sus hombres durante un año ni atentase contra su propia vida.

Entre quienes habían asistido al déspota, se encontraban reconocidos físicos y naturistas junto a otros que jamás habían sobresalido por méritos propios. Entre estos nombres ilustres y anónimos destacaba el reconocido Is de Ashengold, que avalado por la recuperación de varios reyes postrados por otras tantas enfermedades mortales, había acertado en sus prescripciones de hierbas y barros escogidos. Merced al concurso de sus saberes, la agonía de Elm se estancó en una duermevela de cuestionable desenlace. Is partió hacia el exilio, más apenado por el fracaso que por el castigo.

Adsler no esperó a que un soldado llamase a nuestra puerta para comunicarnos que se nos permitiría intentar la curación del tirano. En cuanto concluyó unas experiencias que corroboraban la efectividad de su antídoto, tomó un matraz con el destilado curativo y anduvo hacia el domicilio de una familia que había alcanzado notoriedad en la desgracia porque todos sus miembros habían enfermado simultáneamente. En la casa, el espectro de la desesperación inundaba las habitaciones. Aquí yacía el cuerpo casi exánime del abuelo, a una alcoba de distancia, el matrimonio que se disponía a perpetuar su enlace más allá de las últimas fronteras, y en otro cuarto cualquiera, tres hijos que no sobrevivirían a la madrugada. Adsler practicó una incisión en el brazo del anciano e inoculó el antídoto en su flujo sanguíneo. También lo suministró al matrimonio y los hijos. Tres días después, Kalhat clamaba por los servicios de mi maestro.

Adsler se consagró a visitar a los enfermos desde las primeras horas de la mañana hasta las últimas luces de la tarde. No importaba la estima social con que contase el paciente ni la fortuna que avalase su nombre. Mi maestro practicaba la incisión en el brazo, inoculaba el antídoto y delegaba los cuidados para el restablecimiento definitivo. Paños de agua para mitigar las últimas fiebres, infusiones de manzanilla para contener los vómitos y una dieta que se iniciaba con leche y harina de trigo, proseguía con la suavidad de los caldos de verdura y finalizaba con el retorno a la alimentación habitual. El nombre de Adsler Krockner se arropó con la gratitud de quienes habían salvado la vida.

El antídoto de mi maestro devolvió la salud a un soldado y, poco después, un emisario de Elm nos encontró mientras asistíamos a un labriego. Adsler pidió al emisario que esperase hasta que hubiesen concluido sus ocupaciones.

―¡Vuestra insolencia es intolerable! ¡Cómo os atrevéis a hacer esperar a mi señor!

―Si me obligas, iré inmediatamente contigo ―respondió Adsler sin apenas inmutarse―, pero al entrar en la residencia de tu amo, mostraré mi agradecimiento hacia ti por ofrecerme la oportunidad de tratar a un paciente tan ilustre. Después buscaré su muerte, y no dudes que sé encontrar una muerte. Serás mi cómplice en el magnicidio.

En el rostro del soldado apareció el asombro y después la indignación. Desenvainó una daga y avanzó unos pasos hacia quien así desafiaba su autoridad. En ningún momento temí por la vida de mi maestro. Me constaba que Adsler sabía defenderse eficazmente.

―Si derramas mi sangre habrás terminado con la última esperanza de tu amo. Deberás esperar a que termine mi visita a los enfermos. No solo Elm precisa mis servicios.

El mensajero nos acompañó hasta el declinar de la tarde. Después nos dirigimos hacia el Templo y un centinela registró nuestras ropas por si ocultábamos un arma que amenazase la existencia del déspota. Ya en el interior, observé las estancias que presidieron las pláticas del Predicador, ahora remozadas con la magnificencia de los países lejanos. Cortinajes de seda, suelos de mármol, teselados que facilitaban la ruptura de la luz en iridiscencias y un solio donde las gemas resplandecían sobre el oro. Siempre me sorprenderá la devoción de los hombres por el oro. Sostienen que es un metal noble, pero yo lo definiría mejor como un metal perezoso. Nunca encontré un arado de oro, ni un perno de oro, ni una espada de oro. Aunque confieso que recuerdo una espada de oro, pero sus pretendidas cualidades se desvanecieron en cuanto se enfrentó a un hierro bien templado. No insistiré en esta imagen, porque todavía es pronto para mencionar los aperos de guerra que Elm ordenó fraguar a sus artesanos.

Sorteadas las medidas de seguridad, Uk nos recibió en una estancia decorada con motivos militares. Lanzas, puñales, cimitarras y escudos se abigarraban sobre las paredes. La figura de Uk me pareció más animal que en otras ocasiones. No pude reprimir un escalofrío al aspirar su olor y demorarme en la visión de sus brazos, tan musculosos y largos, acordes con su espalda fornida y levemente encorvada. Me sentí transportado a la explanada del Templo, durante la madrugada que encontré el cuerpo del Predicador sobre la nieve. Otra vez me sorprendieron las sensaciones del licántropo y otra vez escuché la voz de Adsler. También percibí el olor acre que flotaba en el aire y recordé que las peculiaridades del crimen apuntaban al ataque de un animal, pero que la sagacidad de mi maestro había deducido que aquella muerte respondía a una mano humana. Súbitamente regresé a la realidad y me descubrí ante el asesino. Era el mismo olor de aquella noche.

Adsler presintió mi recelo ante la presencia de Uk y se apresuró a romper el silencio. Como de costumbre, los actos de mi maestro no obedecían al azar. Según me explicó más tarde, la naturaleza de Uk no pertenecía al género humano, sino que participaba de algunas cualidades del reino animal. No con la intensidad de quienes portan el estigma del licántropo, pero sí para que mi recelo lo condujese a la sospecha. Uk se enfrentaría al castigo por sus crímenes, pero por el momento no convenía distinguirse con su enemistad.

―Condúcenos hasta Elm ―pidió mi maestro.

―Yo soy quien imparte las órdenes ―respondió Uk.

―Ordena entonces que nos acompañen hasta el enfermo ―insistió mi maestro―. Dispongo de poco tiempo.

―Dispondrás del tiempo necesario. La recompensa por el éxito de tu tratamiento bien satisfará una demora. Recuerda que asistirás al más egregio de los enfermos ―advirtió Uk.

―Para mí, todos los pacientes son iguales, no hago distinciones entre enfermos.

―¿Te conozco? ―preguntó Uk.

―Sí, claro que te conozco. Sentiste la mordedura del lobo. Te lo advertí en el templo. Pero has cambiado, ya eres un hombre. ¿Por qué acompañas a un anciano?

―Este anciano es mi maestro ―respondí incómodo por las palabras de Uk.

―¿Tu maestro? ¿Qué puede enseñarte un viejo? ―preguntó Uk con la intención de provocar la ira de Adsler.

―Este viejo no ha venido a discutir ―respondió Adsler―. O atiendo a Elm ahora, o no lo atenderé nunca.

―Llamaré a un guardia para que te conduzca a sus aposentos― consintió Uk―. Él aguardará aquí ―añadió dirigiéndose a mí.

―¡Me acompañará! ―se opuso Adsler―. Es mi discípulo y debe estar presente mientras administro el antídoto a tu señor.

―¿Quién me impediría privarte del antídoto y suministrárselo yo mismo? ―amenazó Uk.

―Primero deberás arrebatármelo ―alegó Adsler en un tono de voz neutro.

―Eso me proporcionaría placer. No encuentro ningún escrúpulo en acortar tu vida ―sentenció Uk.

―Después vislumbrarás el punto exacto donde practicar la incisión y sabrás cuál es la dosis exacta del antídoto.

―¿No sé por qué disculpo tu insolencia? ¡Guardia! ¡Acompañad a este viejo y su discípulo hasta los aposentos de Elm! ―y con esta orden a un sirviente, Uk concluyó la disputa con mi maestro. Subestimar al adversario es un error común entre los hombres.

Apenas nos encontramos en el interior de la estancia donde agonizaba el tirano, Adsler propinó un golpe formidable al guardia que debía velar por la seguridad de Elm. Me alarmó aquella diligencia, que yo consideraba innecesaria, y me sorprendió la rapidez con que mi maestro se había librado de quien lo aventajaba en juventud y fortaleza. Antes de que yo preguntara el porqué de la agresión, comprendí que se me invitaba al silencio.

Adsler se acomodó junto a la cabecera de lecho y buscó en el brazo de Elm dónde inocular el antídoto. ¿Atentaría contra la vida de Elm? ¿Cómo escaparíamos entonces del Templo? Quizás nuestro deber fuese librar a Kalhat de la tiranía, o quizás tras la bondad de mi maestro se ocultaban intenciones más oscuras. Adsler inoculó el antídoto en el brazo de Elm y le dió a beber una infusión desconocida para mí. El tirano recobró el conocimiento y mi maestro susurró unas palabras.

―En cuanto despiertes de tu sueño, enviarás a buscarme y obedecerás mis palabras.

Elm regresó a la agonía, pero en su sangre germinaban las esencias de la salud. Inmediatamente, Adsler se dirigió hacia el soldado desvanecido y aproximó a sus labios la misma infusión que poco antes había bebido el déspota.

―No recuerdas nada que escape a la normalidad. Solo has sentido un desvanecimiento instantáneo. Me viste mientras practicaba la incisión en el brazo de tu amo y mientras le suministraba el antídoto. En ningún momento sospechaste de mi comportamiento.

El soldado despertó, todavía aturdido por el golpe, y mi maestro lo ayudó a incorporarse. Después le preguntó si sentía algún malestar.

―No, apenas un ligero vértigo.

―Me pareció que os desvanecisteis un instante ―replicó Adsler en un intento de sondear la consciencia del soldado.

―Agradezco vuestro interés, pero me encuentro perfectamente.

Salimos de los aposentos de Elm acompañados por el soldado, que no había percibido ninguna discontinuidad en el tiempo, y poco después nos alejábamos de la colina donde se alzaba el Templo.

―Maestro, permitidme una pregunta. ¿Qué bebió el tirano?

―Hierbas de la conformidad. Una pócima que estimulará su obediencia, la misma que bebió el soldado. Supongo que comprendes por qué lo golpeé al entrar en los aposentos de Elm.

―Hubiera sido peligroso que escuchase vuestras palabras. Ahora riges el destino de Kalhat.

http://literalia-org.blogspot.com.es/2014/10/kalhat-ii.html

―El efecto de la pócima no se prolongará mucho tiempo. Es efectiva sobre una mente sana, pero la mente de Elm sufre una enfermedad devastadora. Además, no olvides a Uk. Es un enemigo temible.

―¿Y ahora? ―pregunté sin esperanza de que una respuesta aliviase mis dudas.

―La paciencia es la virtud que conduce al éxito de todas las empresas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).