Salté entre los arboles y aguardé en silencio. El cielo era amarillo, los cometas surcaban la bóveda celeste y el aire olía como siempre desde la gran luz. Flotaba el aroma de las presas y la locura de su sangre vivía en el eco de mi boca. Sentí la lengua húmeda y los dientes vivos, aunque había comido dos horas antes y vagabundeaba por un territorio ocupado. Porque ahora estaba seguro, el bosque de la gran luz tenía dueña. El instinto de un Rex nunca falla.
Varias noches seguí a los cometas hacia donde señalaba su rastro de humo y se presentían los estallidos y el fuego incandescente. A veces todo quedaba inmutable, hasta que un temblor removía la piedra misma. Después el viento, quizás un trueno lejano y renacían los sonidos. Los olores tardaban más, porque desaparecían en la confusión de los aires calcinados. Me inquietaba aquella desidia sin rumbo, porque los Rex sabemos donde pisamos, no como otros cazadores, que se extravían entre las huellas del barro. Pronto descubrí que en la tierra blanca era difícil cazar. Las presas son esquivas, tanto que salto entre los árboles después de mi deseo, que me burla en su última hora.
El horizonte se había despejado al sur y las estrellas se deslizaban más despacio. Percibí su olor en el aire de la mañana. Acre y un poco ácido, con el regusto de la sangre antigua y ese éter de cazador que difuminaba su presencia. Supe que era ella porque la sentí muy fuerte, a pesar de los árboles y aunque ocultara su rastro entre las flores. Pocos conocen este arte, que se transmite en algunas familias y profeso en secreto. Sentí un adversario y me tentó esa esperanza. Confieso que los Rex somos belicosos. Solo era una hembra en el bosque y yo sería dueño de su tierra de luz blanca.
Se llama Valentina. Lo sé por su firma entre la nada, oculta tras un regusto de terciopelo. Los Rex percibimos los espíritus como una añoranza, hasta que pronunciamos su nombre verdadero. Entonces la tristeza se muda en gratitud y sonreímos despacio, con esa expresión que aplaca mi ferocidad entre las hierbas altas. Vislumbré su nombre y sentí un sabor de atardeceres brillantes. Quiero decir aún más brillantes, porque los cielos amarillos convierten todo en un eterno igual. Me deslicé hacia la oscuridad y procuré ser invisible, pero demasiados helechos se habían consumido de melancolía y apenas conseguí ocultarme entre la espesura. Valentina era el nombre de mi desafío y yo era un Rex que se enfrentaba a los peligros y jamás tenía miedo.
Entre la niebla Valentina era olor de polvo húmedo y hojas cortadas, durante el crepúsculo se fundía con las tinieblas y me obligaba a intuir su presencia. Era esquiva porque se perdía entre las fragancias, y astuta porque burlaba mi búsqueda y adormecía mis sentidos. Por fortuna, los Rex nos sobreponemos a las dificultades y encontramos siempre el rastro. Mientras tanto, la buscaba desde las atalayas y en las hondonadas, entre las resinas de los árboles, tras los paisajes de luciérnagas y los insectos de colores. Por fin encontré una charca entre las brisas y me aposté lejos de la orilla, mimetizado con las arenas del suelo. Los cometas brillaron y un vapor de azufre descendió sobre la tierra. Valentina jamás descubriría mi acecho.
Muchos dias iluminaron mi espera. Cualquier otro hubiera desistido de una tierra que era hogar de presas difíciles, que se acercaban a beber desde lejos y me exigían una carrera difícil de ganar. Pronto llegó el hambre y una quietud que oscurecía mi juicio. Tuve pesadillas sangrientas y recuerdos de carne, los animales pequeños bebían ajenos al Rex que vigilaba su juego. De repente, una pieza apareció más allá de la charca. Era un lagarto viejo y débil, que saciaría mi hambre. La comida insignificante desapareció de mis ojos y permití que un instante de acción reemplazara mis pensamientos.
Algo golpeó mi costado, algo que señalaba mi comida como suya e imponía su tierra iluminada. Valentina giró lentamente y me miró despacio. Remató al lagarto con un gesto y se abalanzó sobre mí, que me desvanecí bajo el cielo amarillo.
Valentina devoró la presa a mis pies, saboreando los placeres de las vísceras y reservando las carnes magras para rematar su festín, sin una advertencia que adelantase el futuro. Olvidé el dolor cuando Valentina llegó hasta mí para saciarse. Me empapaba la sangre de la presa muerta, que yo había herido primero, antes de que Valentina me la arrebatara con un estremecerse del alma. Todo desapareció tras un arrullo de nieblas dulces.
Valentina lamió mi cuerpo despacio, entretenida en cada pliegue de la piel, recreándose en los aromas de una sangre que saboreaba como suya. Se detuvo junto a mi cuello y pensé que llegaría más allá. Consentí en la muerte y me abandoné para siempre. Recuerdo su aliento sobre mi boca, el calor de su cuerpo arrastrándome hasta un lugar apartado de la orilla. Su rostro contra mi rostro, sus manos sobre mi pecho y un aroma que vencía la voluntad. Navegué entre aguas oscuras, que solo se aclaraban bajo el sol de Valentina, y supe que ella temía mi dolor y vigilaba hasta el amanecer. Respiré un beso.
Desperté bajo cometas que presagiaban el alba. La ausencia de Valentina se ocultó tras las sombras y supe que seguiría a la dueña de aquella tierra. Reparé en que había abandonado un tercio del lagarto y sacié mi hambre. Luego bebí de su charca y encontré consuelo entre los árboles. El dulce olor se disfrazaba tras otros olores más livianos, y se perdía entre las fragancias del bosque para que yo lo encontrara, porque había lamido la sangre de mi cuerpo y me consideraba suyo. Un recelo alertó mis pasos y me amparé en el sigilo. Sentí la mirada de Valentina acariciándome en los lugares que ya había acariciado antes, sobre el mismo sudor y la misma piel. Desde la espesura de las penumbras borrosas, más allá de los nenúfares y los líquenes.
Mucho he cazado en su tierra de luz blanca. Siempre abandono un tercio de la presa al recuerdo de mi dueña, que me permite vivir al abrigo de su acecho. A veces vigila entre el laberinto de las ramas y siento que me recorre en busca de la sangre perdonada, que confunde su aire con el mío, que bebe de mis labios y se alimenta de mi vida. La siento tan nítido que me arrebato en una carrera desenfrenada entre los árboles. Desaparece la distancia y mi recuerdo invoca el frenesí por alcanzar su nombre. Ningún alivio encuentro a mi locura de cielos amarillos y cometas brillantes. A veces me detengo y escucho mi fatiga. Entonces siento su presencia, aspiro una fragancia y pronuncio tu nombre Valentina, porque me buscas entre el silencio y pronto seré tuyo sobre esta tierra de luz blanca.
Blas Meca, con licencia Creative Commons