Google+ Literalia.org: marzo 2014

viernes, 28 de marzo de 2014

Amor de primavera

A la primavera que libera los sueños


Te soñé al atardecer, volando sobre las marismas, tan liviana como una de esas semillas que flotan a merced del viento. Acariciada por los rayos del sol, te fundías con la brisa, sobre los insectos y las cañas, sobre mi mirada y los penachos de los juncos, esos penachos altos y alargados, mecidos con la melodía de las últimas luces. Ni siquiera fuiste una presencia, apenas un milano o una pluma transparente, quizás obedeciste a la mera imperfección de mis sentidos. Solo te puedo evocar como un piélago en calma, el remanso donde recalar en busca de cobijo. Recuerdo que desperté con un sabor dulce en la boca, meloso y afrutado, tan difuso que por momentos se confundía con ilusión.

La climatología pareció ajustarse al calendario astronómico y la primavera arribó el día preciso, casi a la hora calculada, y en el espacio de una mañana se despejó el invierno y los cielos brillaron con un azul esplendoroso. De repente se abrieron las terrazas y las gentes retomaron las calles. Con el olor de las primeras hierbas se multiplicaron los mediodías al sol, las sobremesas alargadas hasta que declinaba la tarde. Se olía a pescado, a carnes ahumadas, a manjares deliciosos, a reclamos culinarios que proclamaban las excelencias de los distintos establecimientos. Los compañeros se encontraban, renacían las amistades olvidadas, brotaban oportunidades e ilusiones, alguna prometedora sorpresa. Me recuerdo contento, emocionado por una perspectiva de cambios drásticos en la rutina, aunque no puedo precisar en qué consistiría la novedad ni de qué modo esperaba que me afectase tan rotundamente. Poco puedo alegar en mi defensa, me dejé arrastrar por el fulgor de la naturaleza.

Me sorprendió mucho volver a soñar contigo y que regresaras a mi imaginación de ese modo tan vivo y neblinoso al tiempo, porque ni siquiera admitía nuestro reencuentro y ya buscaba tu nombre. Eras un instinto que se abría paso entre las sombras, nada definido o concreto, solo un brillo o una suposición, pero que adquiría entidad para distinguirse entre la nada. No eras un accidente o un destello del azar, sino algo que se repetía y cobraba impulso propio. Ignoro qué te hizo destacar entre otras fluctuaciones de mi tristeza, pero te presentí en un éter, como una nota musical que sobresaliese entre las brumas y de repente se convirtiera en puente entre fantasía y realidad. Eras algo significativo, aún no sabía qué, o acaso debiera decir quién, porque presentía tu carácter y tu fuerza en atributos de la especie humana. Los animales presienten los terremotos, yo presentí tu alma.

Se amplió tu protagonismo en mis sueños y permití que me acariciasen las quimeras. No tuviste piel pero sí una vibración que me estremecía al imaginar tu presencia. Llegabas a mí de modos muy diversos, aunque preferías que te hallara en el estudio, cuando te sentía rendida a la inspiración del pintor, del escultor, del orfebre que doblegaba tu belleza a su arte. Quizás solo eras una idea, pero eclipsabas las demás ideas y te aposentabas en mi mente para tomar a tu siervo y definirte con rotundidad, una suerte de aquí estoy y llegué para reclamar mi reino. Muy vago y difuso, no puedo explicarlo mejor, te vislumbraba en la forma imprecisa de una masa que adoptase rasgos, aunque esos rasgos aún no se asimilaran a lo conocido, solo eran un presentimiento, una sensación que deseara filtrarse desde otro mundo. Eras sutil pero estabas allí, como un anagrama incandescente o una voz en la quietud de los bosques, supongo que para mi alma era un fuego en las tinieblas, algo que me convertía en un insecto atraído por la luz, más aún, comprendí que eras una luciérnaga que emitía su propia luz y me encadenaba como un faro al náufrago en la oscuridad absoluta. Me gustó que fueses tú quien me atraía a las tinieblas, aunque por entonces ignoraba cual era el significado de mis sueños.

Mis compromisos sociales se intensificaron. Cada noche cenaba con amigos diferentes, me entretenía en coincidencias inesperadas, exploraba relaciones prometedoras y a veces, solo a veces, presentía a alguien que me recordaba a ti por una sonrisa, por un gesto, aunque yo por entonces no conocía tu sonrisa ni tus gestos, quizás solo eras una forma de moverse o un perfume, no sabría precisar con exactitud, lo cierto es que no hubiera podido definirte. Tampoco lo pretendí, me limité a dejarme arrastrar por fuerzas irresistibles, alucinaciones o pálpitos, si se desea exagerar. En realidad la disculpa es fácil, me abandoné al ciclo de la eterna resurrección o de cualquier otro símil que atenúe mi derrota. Tu voz fue el primer sentido que te convirtió en real. De repente te bendijo la palabra y en mis oídos resonó un susurro intemporal, que me llamaba con un deseo ante el que solo acerté a rendirme. Marcabas un ritmo que despertó en mí una pulsión que no admitía demoras, porque me incendiaba un fuego donde solo tú eras agua y frescura entre las llamas. Sin forma, sin cuerpo, aún presentida eras mi alivio.

Tuve amores queridos y repudiados en el mismo instante, y otros que permanecieron más en mí, pero en todos sobrevivías agazapada, ausente hasta que cobrabas sustancia y poseías el aire para renacer y devolverme mi amor transformado en tuyo, un amor que aún era neblina y deseo de ser, porque el aliento de mis amantes te convertía en algo lejano y vago. Te sentí una larva o una crisálida ansiosa por devorar a su huésped y renacer en el futuro. Entonces quise que fueras caníbal de mí y grité para atraer tu voracidad, pero otros besos respondieron a mis besos y otro cuerpo respondió a mis manos. Nunca me engañé, siempre te supe al margen de mis amantes, porque eras definida y concreta, sin cuerpo y sin rostro, pero tú.

Me asaltó un impulso y te busqué entre los puestos de especias. La canela, el jengibre y la nuez moscada me trajeron recuerdos vagos, de otro yo muy lejano, y te vi surgiendo de la niebla como si me hubieras acompañado siempre. El azafrán, las violetas y el limón también invocaron tu presencia, dolorosamente querida pero ausente. Aromas que bullían en un aroma único, que yo identificaba como tu huella. A veces, en cualquier instante, en cualquier escenario, te materializabas en una sonrisa desconocida, en un perfil o una mirada anónima que de repente me traía tu recuerdo. Me aproximaba entonces para entablar una conversación que despejara mis vacilaciones y te situase tras aquellas facciones amables y gratas. Normalmente aguardaba el fracaso, pero a veces me sonreía el éxito y nos entregábamos a la pasión. Te presentía entonces en el sabor de otros besos, de otras caricias, como un eco bajo la dulzura inicial, tras el terciopelo de otra piel.

Soñé tus ojos y vi almendros floridos y nubes que se reflejaban en el mar. Sentí calor y aparté mis ropas hasta quedar desnudo. El peso de la noche arropó mi cuerpo y sentí tu tacto en la oscuridad, un vértigo, un roce sin afección ni materia, un batir de mariposas, un suspiro de alcatraces que se deslizan sobre el océano, como si el espíritu de la brisa inundase mi alma de sensaciones vagas y preciosas. Después me sobrevenía el desencanto del deseo satisfecho y pensaba en erizos, en arañas, en peces con espinas que eclipsaban mi lujuria y atraían a mi boca la amargura de sabores ajenos, sabores que reafirmaban mi soledad. Después dormía o escuchaba la respiración de mi amante hasta que encontraba mis ropas y me vestía entre tinieblas. Me inclinaba sobre el cuerpo dormido y lo besaba para aspirar tu olor una vez más, buscándote de nuevo entre las especias de su perfume. Después me alejaba, desencantado por tu ausencia, abría la puerta con sigilo y me adentraba en la tristeza de la madrugada, donde el silencio es denso y resuenan los pasos.

Una noche volví cuando se recogen los supervivientes. Deambulé por muchas calles, confundiendo las esquinas, hasta que me encontró mi domicilio y conseguí derrumbarme sobre el lecho. Recuerdo que pensé en apagar la calefacción del invierno cuando conseguí desnudarme y permanecer boca arriba sobre la cama. Inmóvil me pareció más que suficiente, y así quedé, rendido a mi debilidad y aplastado por la penuria del arrepentimiento. Hasta que sentí tu piel y todo pareció desvanecerse a nuestro alrededor. Aspiré tu olor, tan espeso como el mío, derrotado y renacido del exceso. Tu lengua rozó mi lengua y tus dientes mordieron mis labios. Después me acariciaste y te besé en los hombros. Luego deslicé las manos sobre tu pecho y te estremeciste con mis caricias. Supe que dormía profundamente y no tuve temor de fundirme contigo. Me invadió la plenitud y comprendí que era tuyo para siempre y que despertaría mojado.

Muchas madrugadas concluyeron así aquella primavera, cuando eras un instinto de juventud y aún se deshacía tu forma. Lentamente comprendí que te adueñabas de todo, de mi mirada, de mis sentimientos, de mi respirar y de mi espíritu. De repente me supe vacío y muerto porque no estabas, y sentirme así me pareció igual y diferente, porque me había sentido así innumerables veces pero nunca por ti, y eso me extrañó y me sumió en el desconcierto. No se prolongó mucho mi desazón, pronto te asumí como la enfermedad que eres, dulce mal al que no espero encontrar remedio. Invádeme, arrásame como una plaga, derrúmbame y conviérteme en nada a tus pies, que presiento dormidos muy cerca, a mi lado, cercanos y ansiosos de una caricia, quizás solo están fríos y buscan mi calor.

Mis parejas se multiplicaron en la esperanza de encontrarte tras un deseo desconocido, oculta bajo un rostro cualquiera. Esfuerzos que fueron vanos, pronto me descubría aspirando un aliento no era el tuyo, en caricias que desmerecían nuestra pasión, atrapado por el deseo convulso de otro cuerpo. Buscaba mi amor para encontrarte en él, y me demoraba para sentir su pálpito en el último instante, pero mi amante no gemía como tú, no se estremecía como tú, no gritaba como tú, porque solo era una excusa que había buscado para acercarme a ti, a lo prohibido y secreto. Tras saciarme solo quedaba la tristeza de lo inconcluso, la apatía de lo repetido con un final predecible, como si a un poeta lo abandonara la inspiración y se resistiera a perder el favor de su poesía.

Casi me atrevo a decir que fue la primavera más húmeda de mi vida y que cada día amanecí mojado con tu recuerdo. No importaba a quién conocía, donde cenábamos, de que reíamos o en qué lugar nos amábamos hasta el amanecer. Aparecías en el arcoíris de una fuente, en el maullido de los gatos, en cualquier rumor involuntario, y yo te seguía cautivo, para imaginarte y quererte siempre. Me acostumbré a que te desvanecieras en el último instante, cuando comprendía que no te encontrabas en el cuerpo que permanecía dormido mientras yo regresaba a mi refugio de siempre, donde velaba el hastío y me unía contigo antes del alba, en la duermevela reservada a los perseverantes. Allí derrumbado, inconsciente, sentía que se erizaba mi piel en respuesta a tu suave aleteo sobre mi espalda o mi pecho. Después, sumido en el delirio, me abandonaba al placer de las luces del alba, que rompían como olas contra el frenesí de un gozo que me dejaba extenuado y sumido en un sueño imprescindible. Despertaba turbio por el regusto de las aventuras fallidas.

Por fin nos encontramos en el confín de una velada bulliciosa, presentida, cuando el aire era cálido y el fulgor de la primavera tan radiante como el verano. Te miré, sonreíste y te reconocí al instante. Luego llegaron tu voz y tu silencio, el aroma de tu cabello y ese perfume suave que olí al acercarme a tu cuello y depositar allí un suspiro fugaz. Ven, dijiste, no te entretengas, y corrimos a querernos de cualquier modo, con todo por descubrir, arrebatados por una pasión que pensé extinguida de la faz de la tierra, una pasión bíblica, homérica, como no recuerdo antes. Mis amantes se desvanecieron en un gris que se difuminaba rápidamente, eclipsados por la contundencia de tus besos, por el revoltoso perseguirse de dos cuerpos que juegan entre sábanas perfumadas, envueltos en deseo y pasión renacida. Una y otra vez, hasta que el sueño nos sorprendió abrazados y soñamos con las mismas montañas y los mismos mares, como si nuestros sueños fueran uno ahora que nos habíamos encontrado para siempre.

No se cuántos años han pasado desde aquella primavera prodigiosa, cuando mi alma enloqueció al presentir tu existencia. Me recuerdo buscándote en ojos que rehuían mi mirada, en sonrisas que eran un compromiso y no una ventana a compartir, también vagando entre calles sinuosas y desfallecido por encontrar respuestas a una pregunta desconocida. Sentía la espuma de tu alma como un vacío que me abocaba a la eterna búsqueda, que me perdía en un remolino de anhelos insatisfechos. Me absuelve que jamás me rendí y que estuve dispuesto a encontrarte entre todos los rostros, porque bastó un instante para que destacaras entre las noches vacías y te mostrases como la gema que siempre había presentido próxima al fango de mi espera anterior, una espera que sin tu luz carecía de sentido. Vivimos días felices y también tristes, y otra vez días felices y tristes, y disfrutamos o sufrimos según nos exigió la vida, hasta que comprendimos que nuestra vida eramos nosotros. Un amanecer descansábamos junto a la vereda de un camino, guarecidos del cielo por la generosidad de los árboles. Unimos nuestras manos y decidimos que disfrutaríamos de la lluvia. Chapoteamos entre el barro, excitados, indolentes, nos detuvimos un instante y te besé despacio, para saciarme con las aguas que empapaban tu rostro.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 21 de marzo de 2014

Juego de química

A los que jugaron con fuego


Su madre recibió mi visita con una sonrisa, me acompañó al cuarto de su hijo y golpeó brevemente la puerta con los nudillos. Manolo entreabrió y nos sorprendió un olor urticante. Me invito a entrar y su madre dijo que no hiciese esos experimentos con todo cerrado. Manolo aseguró que ventilaría la habitación y cerró de nuevo la puerta, luego me invitó a que tomase asiento y me pusiera cómodo. Abrió la ventana de par en par y maldijo porque no eran precisas tantas precauciones. Total solo era un poco de hidrógeno. Después me explicó que su padre había renunciado a la enseñanza de la química en la academia porque el material era muy caro y los tiempos no daban para tanto. Me mostró un ángulo de la habitación donde se apilaban un montón de cajas de material de laboratorio, con listas blancas en sus costados, que detallaban el contenido. Muy minucioso, pensé, y recordé que el padre de Manolo era el director de mi nueva academia, un hombre muy sabio, cuyo carácter supuse detallado y metódico. Pronto me explicó Manolo la naturaleza del recipiente de vidrio que tenía frente una pared blanca, sobre una mesa de trabajo que parecía haber soportado todas las tormentas. Se trataba de un aparato para la obtención de hidrógeno, lo más fácil según un viejo manual que me mostró con orgullo. Su obtención era muy sencilla, bastaba juntar zinc con desatascador de tuberías. Rebuscó en una caja, me mostró unas láminas de color gris y me tendió una de ellas, que me pareció ligera y con un tacto similar al del hierro, menos grato, y luego Manolo introdujo todas la láminas de zinc en un recipiente de vidrio, que se llamaba matraz, y me mostró un frasco con una calavera pintada, cuyo contenido vertió sobre el metal. Inmediatamente tomó un globo de una bolsa de globos sobre la mesa, lo que me indicó que este experimento lo había realizado ya antes, y lo usó para sellar la boca del matraz, en cuyo interior se había desatado una furiosa efervescencia. El globo cobró vida y empezó a crecer, erecto sobre el cuello del matraz y cada vez más grande, hasta convertirse en una esfera de goma en continua expansión. Cuando creció tanto que amenazaba estallar, Manolo anudó el cuello del globo con un hilo que tenía dispuesto de antemano, y me lo entregó, lo recuerdo como si fuese hoy, rojo, liviano, con la goma muy tensa, flotaba en el aire y era preciso sujetarlo, como esos globos de las ferias que vuelan hasta el siguiente día de su compra, cuando aparecen muertos en el suelo. Manolo explicó que el hidrógeno era más ligero que el aire y que por eso ascendía y era preciso anclar el globo. Después seguimos hablando hasta que se hizo tarde y me despedí con esa excusa.

Días después, Manolo apareció por mi casa y me pidió que lo acompañase a una excursión en bicicleta. Su madre había descubierto lo del hidrógeno, y su padre había dictaminado que precisaba vitaminas, proteínas y oxígeno para contrarrestar las tantas hormonas de la adolescencia. Se le imponía que al menos los sábados abandonase todo y se consagrara a actividades al aire libre, donde el sol y la lluvia atemperarían su carácter. No se aceptaban excusas, ni por cansancio ni por estudios ni por la climatología, siempre que no fuera extrema, en cuyo caso se otorgaba una licencia especial. Me pareció vencido y no acerté a negarme, así que sin transición me encontré emplazado para el siguiente fin de semana. Quedé perplejo y sumido en dudas, pero estuve preparado el día y a la hora convenida, y Manolo pasó a recogerme en la misma puerta de la calle, al pie del edificio, con una bicicleta que despertó mi admiración y mi sorpresa, por sus varios platos y sus muchísimos piñones, por sus ruedas tubulares y otros adelantos que convertían la mía en un penco inútil. Me resigné a mi suerte y acompañé a Manolo durante innumerables sábados que invertimos en actividades que podrían clasificarse de deportivas y zoológicas. La experiencia fue agotadora al principio, hasta que me habitué al esfuerzo y aprendí a disfrutar de las ocurrencias de Manolo, que capturaba ranas, escarabajos de río y culebras de agua con una destreza y valentía que se me antojaron envidiables. También aprecié en él un desprecio por el peligro que pronto me convirtió en cobarde, un menoscabo que nunca antes había imaginado en mí. Iniciamos una colección de insectos y reliquias en formol que nos convirtió en inseparables.

Al principio me sorprendió que el botín de nuestras correrías encontrase tan fácil acomodo en casa de Manolo, donde incluso las serpientes de río hallaron su lugar en una pecera que en realidad no era tal, sino un bote de campús de muestra que le había regalado un amigo de su padre, dueño de una peluquería. Allí nadaban las serpientes y eran felices con el beneplácito de don Manuel, el padre de Manolo, que no dudaba en alimentarlas y las conocía hasta el punto de ponerles nombre para distinguirlas entre sí. Nunca supe cómo, pero de don Manuel hay muchas cosas que jamás sabré, porque era un hombre reservado y más listo de lo que pudiera imaginarse fácilmente. En su despachó, al que entré al menos en dos ocasiones, se exhibían multitud de títulos que daban fe de sus méritos. Por lo demás era casi calvo, con el escaso cabello restante muy blanco, anticipando su inminente jubilación, y siempre concluía sus explicaciones con un estribillo, verdad, palabra con la que solicitaba asentimiento a sus explicaciones, una cortesía que por otra parte no precisaba ningún esfuerzo. Fue el propio don Manuel quien autorizó el siguiente experimento, para el que Manolo solicitó su aprobación, quizás porque sospechaba la posibilidad de consecuencias indeseables.

Con buen criterio, Manolo demoró su ensayo para cuando se encontró a salvo de la melindre y el escrúpulo de sus progenitores, conmigo como único testigo. Su madre dijo voy a la tienda y vuelvo enseguida, Manolo me apresuró con un gesto de complicidad, y dispuso sobre la mesa de trabajo un mechero y un trípode que hacía de hornillo, sobre el que situó una pequeña cápsula de porcelana, también material recuperado de las cajas, y depositó en su interior una bola blanca, de naftalina, lo que se usa para prevenir la polilla en los armarios, y encendió el mechero bajo la cápsula, un mechero de alcohol, que emitió una llama suficiente en cuanto Manolo ajustó la mecha. La bola de naftalina se fundió y nada más sucedió, permaneció fundida ante mi indiferencia y la extrañeza de Manolo, que aseguró que había que esperar un poco, hasta que se iniciase el proceso. De repente, sin que Manolo concluyese la frase, todo se convirtió en fuego, con unas llamaradas enormes y pestilentes, que resbalaban como lenguas dóciles bajo el techo de la habitación y desprendían un humo denso, concretado en volutas de un residuo ingrávido, aceitoso y sucio. Manolo abrió la ventana y buscó una solución para el fuego sobre su arsenal de productos químicos. Por fortuna el incendió se extinguió súbitamente, antes de que Manolo encontrase su remedio, porque para entonces no me fiaba demasiado de su juicio. Manolo ventiló el cuarto y recogió los utensilios de ensayo rápidamente, antes del regreso de su madre, que preguntó qué habíamos hecho y no creyó ninguna de las excusas de su hijo, ni mi leal corroboración de los hechos, porque se olía a hidrocarburos o benceno, no sabía precisarlo, pero algo hicimos, de eso no quedaba duda, de lo contrario era imposible explicar el hollín que se había pegado de repente a las paredes y las cortinas. Ya veríamos como terminaba este despropósito del laboratorio de química en casa, eso debía concluir inmediatamente, y algunas advertencias más que profirió mientras se retiraba, ya cansada de intentar poner cordura en la mente de Manolo, tan trastornada por el delirio de la pubertad, que tanto lo alejaba de la senda del buen provecho. Nos quedamos en el cuarto durante unos minutos, arrepentidos y temerosos de las consecuencias de nuestros actos, hasta que me despedí abrumado por la culpa.

Manolo me enseñó durante la siguiente semana a bajar desde el piso catorce hasta la calle más rápido que el ascensor, que según él era muy lento. Subíamos hasta el último piso, Manolo bloqueaba la puerta de la cabina, pulsaba el bajo y salíamos corriendo mientras la puerta se cerraba y el ascensor cumplía su orden e iniciaba el descenso. Se trataba de saltar cada tramo de escalones con un único impulso. Manolo me lo había explicado detalladamente con anterioridad. Un salto, apoyar las manos en mitad del vuelo, una en la barandilla y la otra en la pared, y utilizar este apoyo como bisagra para lanzar los pies hacia el siguiente rellano, donde era preciso girar usando el brazo como palanca, y de nuevo repetir el salto con el tramo siguiente de escalones. Lo repetimos con lentitud cinco o seis veces, hasta que asimilé cada movimiento y Manolo aseguró que ya estábamos en condiciones de intentarlo. Casi lo conseguimos en nuestra segunda tentativa, cuando el ascensor nos adelantó en la cuarta planta y ya no pudimos alcanzarlo. Después todo se redujo a un fracasar y repetir durante los siguientes días, hasta que llegamos primero y consideramos alcanzado nuestro objetivo. Duró poco el éxito, apenas consolidamos nuestra victoria sobre la máquina, Manolo centró su interés en una escombrera situada entre unos edificios en construcción próximos, donde un revuelto de detritos constituía el suelo, fraguado en su mayor parte por maderas, cascotes de ladrillo, cementos secos, latas de pintura, plásticos, persianas y otro sinfín de desechos de la construcción. Manolo aseguró que era un espacio magnífico como campo de pruebas, y ahí quedó el misterio, porque no supe que buscaba con tanto remover entre cascajos y maderos.

Una tarde, en un descanso de la academia de su padre, Manolo me pidió que lo acompañase a realizar unas compras. Recalamos en una tienda situada a la espalda de la plaza de abastos, una droguería antiquísima, oscura y casi decrépita, donde había dos quilos de sendos productos que prefirió mantener en mi desconocimiento. Luego nos detuvimos en una carbonería cuya existencia era perfectamente desconocida para mí, donde se aprovisionó de otra parte de carbón pulverizado, un buen montón de polvo oscuro que el dependiente pesó cuidadosamente en una báscula tan antigua como el mostrador, el edificio y el dependiente mismo, y que luego envolvió en papel de estraza, que entregó a Manolo, previo pago. Salimos de allí cuanto antes, porque su interior era negro, negrísimo, como el mismo hollín que allí vendían. Mientras regresábamos a la academia, Manolo aprovechó para adelantarme que existían cuatro tipos básicos de carbón, a saber, antracita, lignito, turba y hulla, y que en aquel establecimiento prehistórico los vendían todos, amén de gran variedad de arenas fósiles, petróleos de distintos destilado y bombonas de gas. Después, en la academia, nos sumergimos en el proceloso mundo de los conjuntos, las representaciones cartesianas y los diagramas de distinta índole. Una tarde provechosa donde el tedio alcanzó cotas inimaginables, que soporté por mi carácter decididamente masoquista. No encuentro otra explicación.

Pronto recibí una misiva de Manolo, introducida misteriosamente en el buzón de correo, para que reuniese con él en su domicilio, donde me haría partícipe de un gran invento. Me venció la curiosidad y lo visité en cuanto pude, que fue muy pronto, apenas terminé mis ocupaciones del colegio. Me mostró un polvo negro, vertió una pequeña cantidad sobre una escudilla metálica y procedió a encender un fósforo, mirarme con una expresión de victoria y aplicar la llama sobre el polvo. Nació un fuego vivaz y rapidísimo, que pareció consumirse en un chisporroteo furioso, con una brillante luz que parpadeó desprendiendo un humo dulce y sofocante. Me confesó que había añadido una parte de azúcar a los productos que habíamos comprado con anterioridad, lo que explicaba el olor agradable a caramelo, que era mucho decir, porque el olor, aunque alejado de su repugnancia original, distaba mucho de ser grato. Luego añadió que también le hubiera podido añadir otras sales, para provocar un humo denso que podía colorear, al igual que la llama, tan fabulosa que ardía en total ausencia de aire, incluso bajo el agua, porque el aliento del combustible lo proporcionaba la misma tierra mágica que había creado según el libro. Se extendió sobre la historia de aquel invento hasta que agotó sus virtudes, después coincidió consigo mismo en que era peligroso y por esa razón solo prepararía cada vez lo necesario para el experimento. También me confió que su padre había mudado la mayoría de los productos químicos al cuarto trastero, a la espera de una idea mejor. Abajo había dejado muy poco, lo más interesante era un juego de construcción de moléculas, que procedió a enseñarme y era un ensamblaje de bolas de colores que se unían mediante pequeñas piezas adaptadas a ese cometido. No sería capaz de repetir las explicaciones sobre unas supuestas partículas invisibles de la materia, cuya existencia siempre consideraré materia de fe. El caso fue que Manolo ensambló seis o siete estructuras representativas y así lo dejé, ensimismado en su mundo de bolas y varillas que explicaban el milagro de la existencia.

Durante casi dos semanas, Manolo se entretuvo en probar todas las combinaciones imaginables de su tierra de fuego. Encontró un lugar idóneo para la experimentación, el solar de escombros que había descubierto poco antes, y convirtió en su taller permanente. Lo acompañé algunas veces, y supe que había abierto un par de oquedades entre los deshechos, profundas como para sumergirse con comodidad en su interior. No me gustaron nada los dos escondrijos que Manolo me mostró con orgullo, porque olían a pintura reseca y a cartón podrido, además de a tierra de fuego, que era el nuevo aroma del vertedero desde que Manolo se dedicara a probarlo en cuantas variantes y combinaciones enumeraba el libro. Me cansé pronto, porque el lugar era inhóspito, pero Manolo continuó consagrado a sus experimentos desde el desayuno hasta el ocaso del sol, cuando la luz de las farolas era insuficiente. Con un brevísimo intervalo para la comida, correteaba entre los escombros disponiendo su fuego en pequeños montículos que después ardían con llamas de colores. Pronto descubrió que podía contener los gases desprendidos y provocar una explosión tanto mayor cuanto más producto emplease en el experimento. Primero fueron pequeñas detonaciones que sorprendieron a los vecinos, después estampidos que rompieron el sueño de los bebés y provocaron numerosas quejas.

A media tarde nos sobresaltó un estruendo descomunal. Retumbaron las paredes y vibraron los cristales de las ventanas. Me precipité al balcón temiendo una desgracia y Manolo me saludó con el signo de la victoria. Parecía muy atareado, aunque se demoró en responder educadamente a las recriminaciones de los vecinos, que se habían asomado como yo, atraídos por el ruido insoportable. Tras las pertinentes excusas, Manolo retornó a sus actividades, esta vez anotando las conclusiones de su experimento en una libreta o un cuaderno, no se apreciaba a tanta distancia, pero supo demorarse hasta que las murmuraciones cesaron y los curiosos volvieron al interior de sus viviendas. Bajé las escaleras antes que el ascensor y me encontré con Manolo entre los escombros. Ahora había agujereado una lata de pintura reseca y se las había ingeniado para introducir en su interior una considerable cantidad de tierra de fuego. Practicó un diminuto orificio en la lata, con una púa y un martillo, y procedió a fijar la tapadera minuciosamente, sellando cada resquicio y cada grieta. Después preparó un montículo de su tierra de fuego y orientó la lata de modo que coincidiese con el pequeño orificio. Luego tomó la bolsa del producto y trazó un reguero del mismo tras sus pasos. Apártate, gritó, y se alejó rápidamente. Yo no me contenté con tan poco y corrí mucho más, hasta que me giré y distinguí una llama roja y decidida que se acercaba al bote de pintura. Pensé que Manolo estaba demasiado cerca y entonces vi un destello amarillo, y en un instante llegó el ruido ensordecedor, que casi me arranca del suelo. Caí, más por efecto del nerviosismo que por la explosión, y vi la lata, o lo que parecía la lata volando por los aires. Todo era humo amarillo y neblina, también amarilla. Quedé paralizado y esperé, sin saber si acercarme o retroceder. El tiempo se me antojó infinito.

Manolo salió de la niebla convertido en un muñeco amarillo. Los zapatos, los pantalones, la camisa, los calcetines y por supuesto el rostro, los cabellos, las manos y, sorprendentemente también debajo de la ropa, donde revisé hasta comprobar que no estaba herido. Manolo se sentó en el suelo y se palpó minuciosamente las piernas, los brazos y cuanto estimó necesitado de una revisión. Aseguró que se encontraba bien y solo necesitaba una ducha y dormir un poco, que sabía cual era el fallo y que la pintura no estaba realmente seca y sobró tierra negra, que la próxima vez alcanzaba un éxito seguro, en fin, no sé lo que dijo mientras lo introducía en el ascensor, procurando que no tocara nada porque parecía una brocha fresca y manchaba todo de pintura. Como pude llamé al timbre de su casa y nos recibió su madre, que retrocedió asustada ante la visión de su hijo convertido en un hombre amarillo. La ducha, pedí, y la madre de Manolo pareció abandonar su trance y nos franqueó el camino hasta el baño, donde dejé a Manolo y a su madre, que insistía en que su hijo contestase a unas sencillas preguntas. La mujer no comprendía nada y yo casi tampoco, así que decidí marcharme porque de repente recordé que tenía muchos deberes por hacer.

La inconsciencia de Manolo no fue fácil de olvidar, porque los vecinos se quejaron por el alboroto y el sobresalto de la explosión, que había teñido de motas amarillas las ropas de tendederos y las ventanas de algunos pisos bajos, donde la grisalla debió arribar con el viento de la explosión o la brisa del atardecer. Peor fue cuando llegó la policía a la mañana siguiente. Los vecinos se habían quejado de que salía humo del vertedero y, en efecto, pero no solo donde Manolo había detonado la lata, que ahora analizaban los artificieros, sino en todos y cada uno de los lugares donde había prendido su polvo incendiario, que había fraguado en brasas en el corazón del vertedero y había convertido la escombrera en una pavesa que ardía bajo la tierra, viva, humeante, un peligro que permanecería allí mucho tiempo, impredecible en opinión de los expertos. No concluyeron allí las desgracias. Tres semanas después se declaró un voraz incendio en el domicilio de Manolo, sin víctimas porque alguien advirtió a tiempo y se pudo prevenir una desgracia mayor. Nos encontramos los vecinos en la calle, desalojados por los bomberos que sofocaron el incendio, difícil por ser en un piso alto. Todos regresamos a nuestros hogares, excepto Manolo y sus padres, porque su domicilio era inhabitable. Por el momento dormirían en un hotel, y pronto vendría un hijo mayor para hacerse cargo de la situación. Manolo sostuvo que era inocente y yo lo creí, porque nunca me había mentido. Estaba un poco loco y se dejaba llevar por el entusiasmo, pero no era un mentiroso.

Me reencontré con Manolo muchos años después, cuando la juventud había quedado muy atrás y él era huérfano. Vendían la casa, arrendada a inquilinos desde entonces, y me contó que los juicios fueron muchos y largos, pero que finalmente se acreditó su absoluta inocencia del incendio. A pesar de los informes policiales en referencia a la escombrera, prevaleció la opinión de los peritos, que dictaminaron el funcionamiento defectuoso de un enchufe como el origen del siniestro, lo que obligó al seguro a hacerse cargo de los gastos. Lo del vertedero quedó en ruido, una amonestación severa y poco más, que se diluyó lentamente. Ahora era dentista y tenía cuatro hijas y le iba bien y era feliz hasta cierto punto, y aún se acordaba de su laboratorio de química y revivía en sueños las formulas y dibujos de aquel libro antiguo, y que tiempos aquellos y eso de la inconsciencia de la juventud. Nos despedimos con promesas de reencuentro, buenos deseos y un fuerte apretón de manos. Luego seguí mi camino y me despedí de Manolo y la infancia para siempre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 14 de marzo de 2014

Mohawk

A quienes vivieron una esperanza


El cuarto era miserable, las cucarachas estaban por todas partes y olía a madera podrida, pero no me importó porque me encontraba en el país de las oportunidades. Dije que sí al casero y por señas me indicó que le pagase. Puse en su mano lo que figuraba en el cartel del anuncio y esperé a que se marchara para cerrar. Dejé la ropa en el perchero, porque no me atrevía a abrir el armario, que parecía hinchado por la humedad. Hacía frío y me arropé con unas mantas que apestaban a algo indefinible. La cama fue durísima hasta que me sumergí en una especie de duermevela profunda. No pude conciliar el sueño. Me levanté varias veces, había demasiada luz por una representación de automóviles que había instalado en su fachada una de esas luces francesas, luego líquido o neones, como también se conocían, que parpadeaban con un rojo intermitente que me pareció muy molesto. La falta de cortinas no ayudó, me sentí triste por la gente que había conocido en el barco y en la cuarentena de la isla, donde nos retuvieron por si portábamos enfermedades y para completar la documentación en caso de que fuese necesario. Recordé algunos nombres sobre caras anónimas y supuse que nunca las volvería a ver, me dije que por fin empezaba mi nueva vida. Después quedé profundamente dormido.

En una semana lo perdí todo. Las calles rebosaban de hombres buscando trabajo, pero no me desanimé y visité sin éxito un sinfín de oficinas de colocación donde me pareció que podría encontrar ayuda. En todas hallé un tumulto de desesperados que sólo atendían a rumores. Fue inútil, mis reservas mermaban rápidamente, apenas tenía dinero y pronto descubrí que la ciudad también era peligrosa. Al regresar a la pensión, por callejones estrechos y malolientes, sufrí el asalto de unos desaprensivos que me robaron lo poco que conservaba. Intenté justificarme con el casero para que me permitiera demorar el pago de la siguiente semana, pero fue inflexible, así que me encontré en la calle, con mi vieja maleta de cuero, donde guardaba algunas ropas y lo imprescindible que había sobrevivido al viaje.

Al principio seguí buscando trabajo, de una forma automática y quizás inconsciente. Deambulaba perdido, por el paisaje de una ciudad donde las calles eran interminables y pululaba una multitud de hombres desocupados. Según recorría una plaza concurrida o una arteria mayor, buscaba en los escaparates y las fachadas algún cartel de reclamo en busca de un dependiente, de un aprendiz o de un mozo, cualquier empleo me servía, porque aceptaba sin remilgos al trabajo y sabría hacer de todo. O aprendería muy rápido, empleando mi voluntad y la disciplina adecuada al aprendizaje. También me mantenía despierto en las travesías menores, por si los comercios de barrio, las cafeterías, los garitos de juego o las parroquias ofrecían ocupación remunerada. Pronto comprendí mi error, al encontrar solo un par de tiendas donde solicitaban aprendiz. En una carnicería, donde me atendió un individuo gordísimo y sin afeitar, con un bigote superlativo. No dejé de preguntarme si realmente quería el trabajo. El dueño afilaba un gigantesco cuchillo mientras yo pretendía entender con poco éxito cada una de sus palabras. Saqué en claro que ya tenía aprendiz, un vecino del barrio o algo así, no lo entendí con certeza. El trabajo no sería mío, de eso no tuve duda, así que me despedí amablemente y continué mi camino.

El segundo establecimiento era un almacén de utensilios para tirar definitivamente, con estanterías que se perdían en la oscuridad de una nave sumida en las sombras y regentada por un anciano que parecía huido del tiempo. Intentó explicarme, y a este lo entendí aún peor, que mi ocupación consistiría en inventariar los infinitos pertrechos que se arrumbaban en aquellos estantes. Nos adentramos hasta donde la oscuridad nos cegó el camino y con su voz monótona me dijo que podría dormir allí hasta que concluyese el trabajo, porque apremiaba su finalización y era preciso emplearse con la máxima premura. La triste linterna que portaba el viejo me bastó para distinguir la disparidad que se arrumbaba en los estantes. Vi carricoches de niños, un mar de botellas vacías y amasijos de metal, tuberías de plomo y cables pelados. Conseguí preguntar qué sucedía con la luz, y el anciano me contestó que era irreparable, un problema sin solución. Me atreví a decir que lo pensaría antes de mi respuesta definitiva, y salí de allí espantado por lo siniestro del sitio. La neblina helada me despejó pronto y supe que encontrar un empleo no sería fácil. Mis carencias con el idioma suponía una dificultad grave, porque a pesar del esfuerzo, la distancia entre un estudio somero del lenguaje y la realidad diaria era la diferencia entre entender o intuir apenas, porque las palabras sueltas, los fragmentos aislados, solo eran un primer paso en la dirección correcta. Pocos años atrás, según contaban otros, ese impedimento era breve, porque siempre surgía algo, un respiro que bastaba para familiarizarse con el nuevo mundo y encontrar algo mejor. Ahora era diferente, sencillamente no había trabajo en ninguna parte.

Tardé menos de una semana en convertirme en vagabundo. Al principio fue terrible. Busqué en el puerto, en los mercados, en los almacenes, entre los estibadores, en las lonjas, en las estaciones de ferrocarril y donde cupiera imaginar un empleo. Nada, absolutamente nada, otro millar de sombras que pretendían lo mismo. Dormía bajo cualquier cobijo, aterido por un helor insufrible, y con la primera luz retornaba a mi camino hacia ninguna parte, en busca de una fuente pública donde pudiera asearme para la noche. Rompía el hielo si era necesario y me lavaba más de lo imprescindible, porque me entristecía la suciedad, supongo que por la falta de hábito. Después otras prioridades irrumpieron en mi vida y los remilgos quedaron atrás rápidamente. Comprendí que existen fuerzas irresistibles que nos convierten en meros animales luchando por la supervivencia. El objetivo diario se convirtió en comer y procurarse un aspecto pulcro, tan importante para conseguir un empleo. Pronto desistí de mis pretensiones de limpieza y me centré en sobrevivir un día más, nada de aspectos agradables ni disimular el olor de unas ropas decrépitas. No me lamentaré de mis penurias, porque a fuerza de vagar supe de otros que malvivían como yo, que eran legión y estaban por todas partes, algo que no había percibido antes. Después de mucho escuchar el hablar de la calle, supe que los buenos tiempos habían concluido y que el país se encontraba sumido en una depresión sin precedentes. Las principales estructuras económicas del estado se habían visto conmocionadas por un cataclismo sin igual, y las gentes vagaban desesperadas en busca de sustento. Tras las vendimias, tras la recogida de naranja o las uvas, un enjambre de peones sobrevivían por los caminos, buscando una fruta que recoger, una carpintería necesitada o un establo, lo que fuera con tal de sobrevivir. Se sabía de familias enteras, de pueblos que había muerto de hambre, sorprendidos por una penuria criminal, por una amargura sin consuelo. Padres que perdían a sus hijos, porque nada quedaba para llenar sus bocas, y otras tragedias aún peores. Eso explicaba las marabuntas de desocupados que se reunían en cualquier esquina, sentados en los escalones de los portales, sobre los bordillos de las aceras, en corros que conversaban animadamente o en individuos sombríos que parecían quejarse de su suerte. Eran desempleados como yo, que buscaban su fortuna, solo que ellos no eran extranjeros, con todas las desventajas que eso suponía para mis tristes ambiciones.

En un mercado que solía frecuentar en busca de desperdicios encontré un vagabundo en apariencia muerto entre una cajas de verduras podridas, aunque todavía aprovechables. Era joven, muy grande y fuerte, acaso con la nariz rota y algún hueso más, porque tenía el rostro amoratado de tantos golpes y su pierna me pareció dislocada por la rodilla. Empezó a llover y por alguna razón inexplicable me apiadé de aquel desgraciado, que arrastré conmigo hasta la protección de un alero, donde encontramos amparo durante más de dos horas que el desconocido empleó en gemir y delirar en una jerga que no entendí en absoluto. Cierto que apenas me desenvolvía con el lenguaje, pero aquella jerigonza, que más parecía un cántico que un hablar, era completamente opaca a mi entendimiento. Supongo que sentí lástima, piedad o algún impulso humano que por entonces consideraba extinguido en mí, pero al concluir la lluvia me pareció que el hombre revivía y me presté a socorrerlo de nuevo. Lo arrastré como pude, por supuesto con su colaboración, porque era enorme y pesado, y sin su ayuda mi empeño hubiera sido una quimera. Encontré un gran alivio al alcanzar un refugio adecuado, donde permití que mi acompañante se desvaneciera en poder de la fiebre. La heridas de mi compañero era superficiales pero numerosísimas, fruto de una escaramuza de navajas, según me pareció entender. Una se había infectado claramente y sin duda era el origen de la fiebre, las demás parecían sanar sin complicaciones. Por suerte nos encontrábamos a salvo, cerca de un riachuelo de aguas limpias, en la frondosidad de un parque tranquilo y de mi agrado. Intermitentemente abandonaba a mi compañero para buscar con qué saciar nuestra hambre. Me alimentaba con mesura y luego atendía al herido y lo obligaba a comer las sobras de mi comida, con lo que sobrevivíamos dos con el esfuerzo de uno. La verdad, entre la fiebre y el delirio, mi invitado pasaba la mayor parte del tiempo inconsciente, por lo que su mantenimiento tampoco supuso un gran esfuerzo. En la práctica me limitaba a impedir que muriese. Mientras tanto visité de nuevo los astilleros y los muelles, las lonjas de los pescadores y los mercados de abastos, las estaciones de ferrocarril, los anuncios de los noticiarios y cuanta sospecha de trabajo me pareció digna de consideración. Solo encontré una multitud que pretendía lo mismo que yo. Luché hasta que me di por contento con muchas amenazas y unos cuantos golpes. Regresé sin trabajo, como de costumbre, pero con algunas frutas que robé de un huerto que encontré de regreso.

El desconocido empeoró y no sé por qué intenté salvar su vida. Encendí un fuego y puse sobre él un cuchillo hasta que su punta resplandeció incandescente. Cuando el metal palidecía por el calor lo apliqué sobre la herida de la pierna. Se olió a carne quemada, el desvanecido se removió en su sueño, gimió y volvió a dormirse. Apenas se estremeció cuando vertí sobre la herida un alcohol poco refinado que encontré por accidente, y cuyas sobras bebí por no desperdiciarlo y aliviar el frío. Otros mendigos encontraron nuestro escondrijo y pretendieron ocuparlo, pero ya por mí o por temor a contagiarse del desconocido, que ciertamente ofrecía un aspecto poco saludable, desistieron de su empeño al constatar que casi cualquier otro cobijo era preferible al nuestro, porque nos encontrábamos a la intemperie, entre arbustos, sin más resguardo que unas cajas por paredes y cartones como techo. Uno llegó mal herido y se quedó junto a nosotros, hasta que murió y tuve que apartarlo para que no delatara nuestra presencia. Lo abandoné en un callejón alejado y regresé al refugio para recuperarme de toda la noche arrastrando al muerto.

Mi acompañante mejoró de su fiebre al tiempo que sanaba su herida en la pierna, hasta que despertó y tuvo sed. Bebió hasta saciarse y después sintió hambre. Le ofrecí cuanto tenía y comió sin dejar nada. Se puso en pie y comprobé lo grande de era, inconsciente me había parecido muy pesado, pero no tan grande. Su rostro parecía teñido de suciedad, de un hollín ceniciento, quizás barro reseco. Apoyó su pierna lastimada y esbozó un gesto de dolor, pero supo sobreponerse y me contempló durante un instante, antes de alejarse renqueando. Supuse que ya no me necesitaba y regresé al refugio de cartones, donde pasé la noche con el mismo frío de siempre. Desperté sobresaltado por mi amigo el desconocido, que había vuelto de improviso, con provisiones suficientes para una semana. Habló rápido y me costó hacerle entender que no lo comprendía bien, que yo era uno de tantos aspirantes a rico, venido a la tierra de la fortuna en el peor momento, y que había naufragado en mi ansia de prosperidad, aunque, por otra parte, aún así me encontraba mejor que en mi país de procedencia, de donde me habían arrancado la desesperación de la guerra y el hambre, aunque de penurias aquí me consideraba bien servido, porque en malvivir estaban a la última. Mi acompañante también portaba un discreto hato, apenas un saco atado, un petate por cuyo contenido no me atreví a preguntar. Tras la cena, la mejor en mucho tiempo, mi compañero me invitó a esperar y desapareció durante unos minutos, para volver con tabaco y algo que llamó habla fácil y en realidad no era más que un licor seco y fuerte, también áspero, pero que entonaba el cuerpo y facilitaba la conversación. Fumamos y bebimos recostados entre los cartones que nos servían de cobijo. La noche no pareció tan fría, recé porque llegase la primavera.

En las noches siguientes supe que mi compañero se llamaba Mathiew o Mohawk, según para quién, porque en realidad su verdadero nombre significaba gente del valle del pedernal, donde pastan los caballos, y para mí, y en general para el hombre moderno, era difícil de pronunciar, así que oficialmente se llamaba Mathiew, o Mohawk para quienes gozaban de su confianza, porque ese era el nombre de la tribu india de la que procedía y así gustaba de ser llamado por sus amigos. Una madrugada escuchamos disparos y nos acercamos a indagar. Acechamos desde unos contenedores de basura entre las sombras y vimos como remataban a un par de desgraciados. Nos escabullimos en silencio porque estimamos que no era asunto nuestro, pero en el último instante una torpeza mía delató nuestra presencia. Corrimos para escapar pero yo me rezagué y quedé atrapado en un callejón ciego, donde resulté acorralado sin remisión. Me sentí perdido cuando vinieron a silenciarme, porque era un testigo y mejor mudo para siempre. De repente Mohawk pareció caer del cielo y, con una serie de movimientos instantáneos, se deshizo de tres matones que pretendían mi eliminación. Quedaron vencidos al instante, sin que acertaran a comprender la causa de su derrota, mientras yo me paralizaba ante la velocidad y prontitud de mi amigo. Sonrió y me confesó que había aprendido a sobrevivir en el bosque cuando era niño, y que la ciudad era fácil para quien sabía desenvolverse con animales más peligrosos. Supuse que la deuda que pudiera sentir Mohawk conmigo se consideraba extinguida con aquella correspondencia a mis esfuerzos, pero al parecer mi mérito había sido mayor que el suyo, casi sobrehumano, por vencer a la fiebre y devolverlo a la senda de la luz y la serpiente, amén de otras ideas que me parecieron aún más simples o que no entendí adecuadamente, porque a veces mi compañero mezclaba palabras habituales con una especie de dialecto indescifrable. Antes de que pudiera expresar mi agradecimiento o demorarme en consideraciones inoportunas, Mohawk me arrancó de allí y corrimos por callejas desconocidas y secretas, hasta que llegamos a un pasaje iluminado y nos confundimos entre unos vagabundos que se arrimaban a una hoguera improvisada en el interior de un bidón vacío. Sosegamos nuestra respiración y esperamos por si nos perseguían, pero no apareció nadie y nos tranquilizó la lumbre. En otro momento, alguien intentó arrojar un periódico al fuego, y Mohawk detuvo su mano y le arrebató la portada. Pareció recordar algo y me señaló un anunció en la parte inferior. Se ofrecía trabajo en la construcción de un edificio.

Mohawk arrojó el periódico a las llamas y me arrastró tras sus pasos. Regresamos al refugio, abrió su petate y sacó algo que parecían raíces u hongos, nos sé, dijo que era su hermano, cortó dos trozos de aquello y me ordenó que lo masticara y que lo siguiera en un viaje que sería provechoso para ambos. Asentí, porque no eramos más que indigentes, y corrimos entre callejones estrechos y por amplias avenidas, en línea recta o quebrada, y en ningún momento supe por qué corría, solo iba tras Mohawk y él me esperaba para que siempre me creyese próximo a alcanzarlo, aunque supongo que eso no hubiera sucedido jamás, porque era mucho más rápido que yo. Casi sin darme cuenta me encontré encaramado en un muro altísimo y corriendo tras mi amigo, que se detenía como desafiándome a continuar tras sus pasos. Saltamos mil obstáculos y nos deslizamos entre tapias y tejados. Recuerdo una valla que habían coronado con mortero y vidrios rotos. Mohawk se detuvo y dispuso los pies con sumo cuidado para no caer a horcajadas sobre aquellas defensas terribles. Después giró suavemente, pareció concentrarse un instante y corrió sobre la estrecha repisa. Supo esquivar la crueldad de los vidrios y llegó a salvo al otro extremo. No lo pensé, me lancé tras él e hice exactamente lo mismo, los mismos saltos sobre las mismas huellas, el mismo pisar torcido para eludir los filos del cristal. Pronto me encontré a salvo a su lado. Mohawk sonrió y me invitó a que siguiésemos. Corrimos sobre los aleros y saltamos algunos desniveles que al principio me sorprendieron por inesperados. También volamos sobre callejones que se abrían como una sonrisa negra. Me limité a no pensar. Después bajamos al suelo deslizándonos por una cañería de desagüe, muy rápido, a una velocidad que me recordó a los monos, con esa con esa desenvoltura, sin esfuerzo. Corrimos por plazas desiertas y por alamedas sombrías, corrimos sin rumbo y porque sí, hasta que me faltó el aliento y me detuve sofocado por la carrera. Mohawk se desnudó y observé que nos encontrábamos junto al río, en un embarcadero relativamente cómodo. Tenía la espalda y parte del pecho esculpidos con una caligrafía de cicatrices que parecían distribuirse sobre su piel como un largo poema. Se lanzó a las aguas, en una especie de remanso, y me invitó a que lo acompañase. Se capuzó y al volver a la superficie del agua descubrí que era pelirrojo, con el cabello muy espeso y crespo, y sin embargo barbilampiño y con la piel más sonrosada de lo usual, con lo que su aspecto con aquel pelo rojizo distaba mucho pasar inadvertido. Me invitó de nuevo a que lo acompañase en el baño. Por qué no, me dije, y me desnudé yo también y me lancé al río. Me arrepentí al instante, el agua estaba helada.

Regresamos muy tarde a nuestro refugio de los cartones y dormimos plácidamente. Me sentí limpio y bien por primera vez en mucho tiempo. Creo que fui feliz hasta que me despertó Mohawk. Aún era de noche cuando de algún recoveco de su petate extrajo un espejo y un enorme cuchillo en su funda. También jabón, y ante mi sorpresa procedió a afeitarse la cabeza, previendo de dejar un penacho en su centro, mejor diría una franja que dividía su cráneo en dos, como un casco romano o griego, de soldados en sus cuadrigas o algo así, lo nunca visto. Su rostro, tatuado con algunas escaras caligráficas, le prestaban un aspecto intimidante, casi siniestro. Me congratulé de ser su amigo y obedecí cuando me apresuró a que estuviera dispuesto, nos esperaba algo importante. Me fié porque no tenía motivos para desconfiar y me sentía confundido por la aventura de los tejados y los aleros, que imaginaba una alucinación, porque no me reconocía con tanta agilidad y destreza. También me sorprendía mi insensatez, era inconcebible que hubiera corrido sobre la tapia de los vidrios como si perder un pie no entrañase peligro y el riesgo apenas fuese nada. Mohawk hurgó en su petate y extrajo ropas limpias, para él y para mí, humildes pero limpias. Antes de cubrir nuestra desnudez no pude sino preguntarle por el significado que las escarificaciones que había observado sobre su cuerpo. Nada importante, antiguas leyendas de mi pueblo, nada importante, repitió en un murmullo. Nos vestimos en silencio, después Mohawk me instó a que lo siguiese. Recorrimos por un sinfín de calles, hasta llegar a un lugar predestinado. Reclutaban gente para construcción de un gran rascacielos.

Mohawk se abrió paso con decisión entre los que esperaban. La fiereza de su rostro y la cresta pelirroja que coronaba su cráneo como un desafío permanente, no admitían duda alguna sobre su propósito, adelantar la entrevista con el encargado de la contratación. Hubo quién protestó porque no respetábamos el turno, pero bastó que mi amigo retrocediese para encararse con el ofensor y las reticencias quedaron allanadas ante la fiereza de esas cicatrices que convertían su rostro en una advertencia que invitaba a la paz. También se alzaron otras voces que reclamaban respeto para Mohawk, porque lo conocían desde tiempo y había sido su capataz en otras construcciones, y apreciaban su saber y su oficio como superiores. Después de responder a cuantas aclaraciones se interpusieron en nuestro camino, llegamos dónde se contrataba el encargado de la contratación, una habitación de chapa de hierro. Mohawk saludó a varios de sus paisanos, que también se encontraban allí en razón del empleo, y manifestó que venía para hacerse cargo del trabajo y dirigir a los hombres, y de paso recomendar mi inclusión en la cuadrilla de trabajo. Dicho y hecho, Mohawk garantizó que yo valía, sus paisanos también y en encargado de la contratación desistió de oponerse al acuerdo. Reinaron las sonrisas y la conformidad, empezaríamos inmediatamente.

Sin saber cómo me vi izado a las alturas. Mohawk pertenecía a una tribu de los estados del norte, una tribu ancestral y primitiva, que por alguna causa inexplicable tenía preferencia para obtener un empleo en aquella construcción, en un unidad especial dentro de los diferentes trabajos, así que de repente me encontré en los ascensores, perfectamente equipado y ya en el décimo piso, sobre una gigantesca plataforma donde todo era viento y vacío. Nuestro trabajo consistía en crear la estructura mínima, el sustento del resto, y en cada nuevo piso un cobertizo, grande aunque no demasiado, para en caso de necesidad guarecer a las personas que trabajarían en aquella planta. Pronto nos dieron instrucciones y se desplegó una actividad incesante. Se alzaron vigas de hierro sobre la plataforma de hormigón, y esas vigas se fijaron a otras vigas que a su vez se soldaron entre sí, con el esfuerzo y la destreza de aquellos hombres que disponían las vigas en sus posiciones, las atornillaban, las soldaban, las empotraban en un mismo todo herrado que inexorablemente se erguía sobre sí mismo hacia los cielos. Se habían hecho cálculos y trazado esquemas, consignado en planos, en instrucciones, en procedimientos, que memorizábamos y ejecutábamos minuciosamente. La aprensión que en los primeros días me inspiraban las alturas desapareció conforme nos elevábamos sobre la plataforma base, que los obreros tardaban más tiempo en forjar por la dificultad técnica y el barbecho requerido para el secado del hormigón. Lentamente nos alejamos de lo sólido para adentrarnos en el aire, mientras las semanas se deslizaban entre remaches y tornillos.

Mohawk consiguió una habitación a buen precio, con camas adecuadas y una cocina que los primeros salarios nos permitieron nutrir con holgura. El trabajo era bien pagado y se ahorraba algo por si regresaban los malos tiempos. Nos desprendimos de nuestros harapos, compramos ropa pulcra en incluso fuimos al cine un sábado que librábamos en el trabajo. Procurábamos aprovechar el día libre, porque en la obra siempre era igual. Llegábamos muy temprano, nos cambiábamos de indumentaria, más cómoda y adecuada a la faena, y nos dirigíamos hacía el ascensor que llevaba al último forjado concluido. Cada mañana me sorprendía el revuelo que se congregaba en las puertas del edificio, más de tres mil, presurosos, atareados, ya diligentes a primera hora, entretenidos en la colocación de las losetas de piedra de la fachada, en la concreción del vestíbulo de tres pisos, en levantar la primera tabiquería e instalar las vidrieras gigantes. Los plazos eran ridículos, toda la obra debía concluirse en poco más de un año, y era un edificio colosal, de más de cien pisos. Después ascendíamos hasta la zona en construcción y todo estaba cronometrado, regido por una métrica de ocupaciones y tareas tan rigurosa como efectiva. En una semana nos habíamos alzado dos pisos.

El trabajo consistía en encastillar vigas de acero entre sí, según se especificaba en los planos. Un oficio delicado que exigía manejar bien el metal y tener un equilibrio formidable, porque se precisaba andar y correr por pasillos estrechos, que era lo único existente allí arriba, donde los forjados quedaban muy abajo y la caída siempre era enorme. Fuera de las plataformas de hormigón, en los saledizos que sobresalían al edificio era incluso peor. De cualquier modo, tampoco tenía importancia la diferencia, porque hubiera sido fatal en cualquier caso. Lo que en principio era una preocupación continua se transformó por efecto de la costumbre en un hábito al que aprendí a restar importancia. Por supuesto sentía un remolino irreprimible en el alma, pero había aprendido a contener el estómago, que a la postre era lo importante. Ignoro cuando dejó de paralizar mis movimientos, supongo que muy pronto, porque Mohawk se ocupó de que no cavilase demasiado. Me dijo piensa menos, muévete más, y me incitó a que caminase por las vigas, como había hecho cuando corrimos por los aleros y las tapias erizadas de vidrios. Como entonces, me limité a seguir sus huellas sin permitir que el peligro se convirtiese en una idea invasora. Simplemente, muévete tras Mohawk, si puedes hacerlo a ras de suelo, puedes hacerlo aquí arriba. Además, en honor a la verdad, debo confesar que las vigas eran aún muy anchas, suficientes para caminar con holgura y confianza. El único inconveniente era que más allá de los bordes de la viga no había nada, solo aire y otras vigas lejanas, en la práctica inalcanzables. Pero no había de qué preocuparse, solo era preciso mantenerse en el centro de los pasillos de hierro.

El peligro de las grúas pronto se hizo evidente, en las primeras etapas de nuestro trabajo, cuando aún nos encontrábamos cerca de suelo y las redes protectoras limitaban el daño. A pesar del rigor de las medidas de seguridad, varios hombres tuvieron que ser auxiliados porque los había sorprendido la grúa, o habían medido mal la inercia de una carga que llegaba, o los golpeó el cable o los distrajeron unos ladrillos que aparecieron de improviso, razones había muchas para sufrir un accidente. Me asistió la fortuna y la intervención de Mohawk, que más de una vez surgió de la nada con un empujón que me desplazaba a un enclave mejor. Agradecía a mi protector su intercesión y Mohawk respondía inclinando la cabeza antes de regresar a sus ocupaciones, como si además de atender a sus tareas mantuviese permanentemente su atención en mí. Recuerdo que sin su intromisión habría caído al menos dos veces, con una remesa de materiales que me sorprendió por la espalda, y al recoger una pluma vacía, cuando intentaba enlazar unos fardos a su gancho y de repente perdí el equilibrio al presentir la materia donde solo existía el vacío. La mano atenta de Mohawk me salvó en ambas ocasiones. Otros tuvieron menos fortuna y sufrieron heridas graves. Se suplieron inmediatamente, para que no se resintieran los plazos. Por mi parte, la atención exhaustiva, el repensar lo pensado y la permanente vigilia de los sentidos pronto se convirtió en algo tan intrascendente como sufrir desasosiego, mover las manos o interpretar una pieza musical, un proceso reflejo que no exige la atención consciente. En definitiva, las grúas se convirtieron en un elemento del paisaje que siempre permanecía identificado, y sus fuerzas, rotaciones y trayectorias quedaron al saber del instinto, que supo esquivar, eludir y aprovechar tales impulsos.

Los pisos se sucedieron rápidamente, al ritmo que establecían los plazos. Accidentes sin importancia recuerdo muchos, pero Mohawk intervino siempre para minimizar unas consecuencias que pudieron ser fatales. Un mareo repentino, una indisposición que en otras condiciones no hubieran tenido importancia, en el piso treinta o cuarenta adquirían un carácter especial, porque no contaban con una segunda oportunidad. La certeza de la caída y el fin eran siempre omnipresentes y así debía aceptase. Mohawk insistía siempre, era preciso oponerse a la costumbre del hábito, porque el quehacer igual minimiza el peligro y lo convierte en un ingrediente desapercibido hasta que es demasiado tarde. Entonces se materializa sin invitación, para señalar la imprudencia y exigir el cumplimiento de la fatalidad. Lo había visto demasiadas veces, en compañeros que por una quimera en el instante inoportuno perdían pie y se encontraban desprevenidos ante las consecuencias de su error. De nada servía anteponer un pretexto o urdir una excusa donde solo restaba abandonarse. Una y otra vez, Mohawk parecía incansable en su letanía de prevenciones, no solo conmigo, que sin duda precisaba un recordatorio de cordura, sino con el resto de los obreros, incluso con los que mostraban una mayor destreza, porque era preferible excederse en las reconvenciones que pecar de confianza y lamentarse después, tras la desgracia irremediable. Las disculpas son patrimonio de las segundas oportunidades, algo inexistente en nuestro mundo.

En el piso ochenta y seis nos tomamos un breve respiro, el perímetro de la torre disminuía, porque según los planos allí figuraba una magnífica terraza, con vistas panorámicas a la ciudad, desde donde se podría contemplar cómodamente la línea del horizonte. Las autoridades visitarían las plantas bajas de la torre, las cubiertas por la fachada de losetas de arenisca prensada, donde las ventanas ya se acristalaban y no existía ningún riesgo, tan solo era preciso cuidarse de las escaleras, los huecos de los ascensores y otros inconvenientes de los edificios inconclusos. A nosotros nos visitaría un fotógrafo y un periodista, que darían fe de lo insólito y peligroso de trabajar tan alto. Dispusimos un camino privilegiado, donde un despliegue de redes flanqueaba el sendero que recorrerían los visitantes.

Los recogimos en el ascensor que llegaba al último forjado y cuando contemplaron las estrechas escaleras que ascendían fatigosamente de planta a planta, desfallecieron al instante y decidieron permanecer sobre el último nivel concluido, muy lejos de donde nos encontrábamos nosotros. Quizás por la decepción de nuestros rostros o por la intriga profesional que despertaba la naturaleza arriesgada de nuestro trabajo, el periodista ascendió cuatro o cinco pisos más, hasta donde alcanzaban los toscos escalones de madera, pero tras la primera escala de cuerda se rindió en la convicción de que la experiencia era suficiente para su artículo y que le bastaba para percibir el riesgo y el mérito que entrañaba nuestro esfuerzo. Después nos pidió que lo acompañásemos de vuelta. No insistimos, su rostro había mudado al pálido enfermizo y se nos antojó preferible excusar su presencia. Eso sí, accedimos a tomar algunas fotos en los pisos superiores, y luego de que nos enseñara a manipular la cámara fotográfica, nos entretuvimos el resto de la jornada en juguetear por las últimas plantas, en lo que habría de ser la terraza del mirador inferior, pero que por el momento no era nada, solo vigas, espacio entre vigas y un silencio alejado de los ruidos de la calle. Mohawk desprendió a la cámara de su trípode y se prestó a tomarnos algunas fotos sentados sobre las vidas, creo que en una estamos comiendo y en otras bromeando. Comentamos lo impresionante de su imagen a contraluz, en equilibrio sobre un saliente mínimo, rompiendo los destellos del sol para buscar la toma perfecta, y con la sombra de su cresta pelirroja distrayendo nuestras miradas, como un dios del aire que nos revelase los secretos de su equilibrio. Después bromeamos y comimos y nos entretuvimos en algún juego mientras Mohawk continuaba buscando el mejor ángulo para las fotografías.

A partir de la terraza ochenta y seis regresaron los temores. Las vigas eran ahora mucho más estrechas, las mitad, y la sensación de inseguridad era más aguda. A mis compañeros, que para entonces eran mi familia, no parecía afectarles en absoluto, algo que no entendí hasta que Mohawk me explicó que ningún miembro de su tribu sentía vértigo, solo yo, que pese a su aval no pertenecía estrictamente a su gente, por lo que eran comprensibles esas vacilaciones. Por lo demás, arriba las normas de convivencia y solidaridad eran distintas y todos los hombres aplazábamos cualquier discrepancia hasta regresar a suelo firme, donde cada quien era de nuevo dueño de su iras y venganzas. La incomodidad que sentía por la estrechez de las vigas desaparecería pronto, conforme mis ojos y mis sentidos se acostumbrasen a las nuevas precauciones, como había sucedido al principio de la obra, cuando las caídas eran menores y nos protegían las redes. También entonces supuso un gran esfuerzo y fue necesario aplicarse en valor, disciplina y paciencia. Ahora sucedería lo mismo, era preciso concederse un tiempo. Por supuesto mi amigo tuvo razón y a la siguiente semana habían desaparecido todas las aprensiones, cuando ya nos encontrábamos tres pisos por encima de la terraza inferior, aun desnuda y sin suelo, reducida a una vasta extensión de vigas entrelazadas, como un castillo de cañas, pero de dimensiones sobrecogedoras. Bajo nosotros, entre la superposición de las vigas en la distancia, las gentes de la calle se movían atareadas, como puntos minúsculos, motas grises que pululaban muy abajo, convertidas en arena por efecto de la distancia. Normalmente no pensaba en eso, me limitaba a moverme con eficiencia y realizar mi trabajo.

Algunos días de mucho viento o lluvia, nos trasladaban a los pisos inferiores donde la tabiquería había avanzado lo suficiente para brindar protección. Al principio nos entretenía la novedad, los nuevos compañeros, los quehaceres distintos, enlosar pavimentos, empotrar canalizaciones, tender los cables y raíles de los ascensores. Ocupaciones que requerían concentración y buen hacer, pero que no eran comparables a la minuciosidad y cuidado que exigía nuestro universo de vigas y aire. Al final, si el trabajo en el interior se prolongaba demasiado, me sentía insatisfecho y oprimido. Siempre atento a mis vacilaciones, Mohawk me explicó que era una sensación normal, que solía remitir pronto y se debía a la costumbre de trabajar a cielo abierto, y que la reclusión forzada provocaba sentimientos ambiguos, como de añoranza por la libertad perdida o la angustia que sufre un animal salvaje al verse confinado en una jaula. Afortunadamente nuestro intelecto era superior al de las bestias y la incomodidad desaparecía pronto. Para nosotros era diferente, y convenía ser precavido, porque la amenaza no provenía del ahogo que experimentábamos al trabajar en espacios cerrados, algo que no solo padecía yo sino también el resto de nuestros compañeros de vanguardia, incluso él mismo, que no veía el momento de que sonasen las alarmas que anunciaban la salida. El verdadero peligro acechaba en la vuelta a las vigas de los pisos superiores, donde distraerse suponía el fin, porque quizás, solo quizás, la prolongada estancia sobre el suelo mermara las costumbres del equilibrio, y un exceso de confianza o un error de cálculo concluyesen en tragedia. Ojalá no, pero era preciso estar advertido de que la confianza excesiva puede cobrar un tributo inaceptable.

Apenas regresamos a nuestras ocupaciones habituales, Mohawk realizó unas acrobacias y quedé peligrosamente embelesado, hasta el punto de resbalar en una mancha de grasa. La fortuna estuvo de mi parte una vez más, y en el último momento, cuando ya caía sin remedio, me arrojaron un cabo al que conseguí asirme en el segundo crucial, salvándome de una muerte cierta. Me preguntaron si había sufrido un desvanecimiento, si había pretendido un falso apoyo o si me perdió un mal cálculo. Pedí una dispensa para sosegarme y recobrar el aplomo. Me aparté a los tablones de una plataforma y me entretuve en mirar el horizonte que se extendía a mi alrededor, con la ciudad ante mis ojos, abarcando hasta la línea curvada de la tierra. La brisa era húmeda y suave, fresca y llena de olores. Aspiré un instante y me sentí embriagado por un aire tan puro. Mis compañeros andaban de aquí para allá sobre las vigas de acero, preparando la llegada de una grúa, apuntalando una estructura, atornillando una junta. Reparé en Mohawk por encima de todos nosotros, en el punto más expuesto, de puntillas sobre una pluma que volaba en el vacío, trasladándose con tan solo un pie sobre el gancho de carga y sujeto al cable de acero. Describiendo una circunferencia amplísima, dirigiendo al operario de la grúa desde la distancia, impartiendo sus instrucciones con el brazo derecho, porque le bastaba el izquierdo para sujetarse al cable, y allí volaba Mohawk, hijo del viento y señor de los hombres pájaro. De repente tuve vértigo y me derrumbé sobre mí mismo. Todo parecía confuso, algo se agitaba a mi alrededor, me supe enfermo y sentí que me desvanecía. Procuré no moverme y me oculté en un piélago de aires tibios.

Desperté en brazos de Mohawk y rodeado de mis compañeros, que habían acudido inmediatamente alertados de mi desvanecimiento. Me dieron a beber algo que no supe identificar pero que era dulce y amargo, y después me explicaron que había sufrido vértigo ajeno, por recrearme en las evoluciones de mis compañeros, especialmente en Mohawk, que en el saber popular era el mejor en su oficio. Con esa cresta insensata en honor de sus antepasados y esas marcas en la piel que veneraban a una cultura perdida, Mohawk desafiaba a la gravedad con un mérito y un peligro que no permitía contemplarlo sin estremecerse y sentir el estallido del vértigo, que por responder a las evoluciones de otro se denominaba ajeno. En el supuesto de que el observado fuese Mohawk, volando con la pluma o deslizándose entre las cuerdas colgantes, el efecto era casi inmediato, porque ya quisieran en el circo la magia de aquel hombre en las alturas, donde sin dudarlo era el único y el indiscutible, y que más me valía aprender de él y atender sus enseñanzas, porque todos en alguna ocasión habían recibido su consejo. Pedí excusas por mi torpeza y mi desamparo, y Mohawk me disculpó alegando que todos hombres del pedernal habían sentido en algún momento el vértigo, por detenerse en pensar, por mirar de frente a lo inevitable o por sufrir por otro, lo importante era sobreponerse y permitir que fluyese la armonía, fijarse en los detalles minúsculos, fantasear con la nada y dibujar en el aire. Me sentí confortado y acerté a ponerme en pie. Mis compañeros se dispersaron porque el peligro había pasado ya. Abajo, la ciudad dormitaba al mediodía.

Concluimos el piso ciento dos a media mañana. La grúa se detuvo, unos hombres atornillaron la última viga y quedamos sin nada que hacer. Mohawk se demoró una hora más, supervisando los detalles postreros y luego llegó hasta nosotros, reunidos en la plataforma que rodeaba a la escalera, y nos dijo que el trabajo estaba concluido y podíamos optar por regresar a los pisos inferiores en busca de faena a cubierto, o bien permanecer allí el resto del día. El jornal sería el mismo y la posibilidad de una nueva ocupación en el edificio siempre se encontraba abierta. Por su parte se quedaría por allí, vagando mientras así lo dispusiese su voluntad. Se escucharon algunas voces que abogaban por una u otra opción, y algunos pasearon entre las vigas brevemente, como para despedirse de aquel reino de ausencias, mientras otros se decidieron de inmediato por el ascensor, sin duda para encontrar buen cobijo a su salario final en cualquiera de las ocupaciones que solían frecuentar tras la salida de los sábados. Pronto no quedó nadie, solo Mohawk muy lejos, en un extremo alejado de la estructura, colgado de un saliente sobre la nada. Llegué a su lado y me acomodé en una confluencia de pilares que me pareció adecuada. Permanecí en silencio, recreándome en el espectáculo del sol que se alejaba del cénit hacia la tarde. La brisa era apacible y Mohawk me señaló una bandada de gorriones que habían invadido nuestro alrededor, volando de viga en viga, ajenos a nuestra presencia muda. Me acosté y miré al cielo, las nubes se deslizaban lentamente.

Cuando desperté Mohawk había desaparecido, supuse que se encontraba encaramado en alguna otra de sus atalayas. Me trasladé hasta el extremo opuesto de la estructura, caminando rápidamente sobre estrechas repisas, y me aproximé hacia una viga que sobresalía sobre la calle donde se arremolinaba la multitud. Permanecí allí, entretenido entre el revolotear de los gorriones y las evoluciones de los puntos negros que deambulaban al fondo del abismo. Luego alcé la mirada y me recreé en los edificios distantes y mucho más bajos, minúsculos frente al coloso que habíamos alzado como muestra del poder de los hombres del pedernal y los caballos, porque eso era en realidad aquel desafío del progreso, el saber de unos indios que se movían sin peso y doblegaban el espacio a los poderes del hierro, porque allí se perfilaba lo que sería el mayor edificio jamás construido, algo imposible sin que nosotros desafiáramos a la naturaleza para equipararlos a las aves. Permanecí sumido en mis pensamientos, vagando entre la nada de los espacios vacíos y los sustentos de acero, hasta que el horizonte se tornó incandescente y la tarde adelantó las primeras sombras. Descendí el último, convencido de que Mohawk había bajado y me esperaba a la salida. No encontré a mi amigo ni en la obra ni en ninguno de sus parajes habituales, ni por supuesto en nuestro hogar alquilado. Me contrataron en los pisos inferiores y continué mi empleo en la obra, como fontanero, como electricista, como fuera necesario para ganar un jornal. Buscaba a quién sabía y se prestaba a enseñarme, y en poco me confundía entre los expertos. Bastaba aparentar y mantenerse en silencio. Observé que no había mejorado mi comprensión del lenguaje, y comprendí que Mohawk y mis compañeros habían hablado todo el tiempo en la lengua de los hombres del pedernal, con lo que yo no había aprendido el habla de la calle, sino un dialecto olvidado y en extinción. De nuevo para abrirme paso en el hablar de la calle, compré un invento para continuar escuchando aquel oscuro idioma en las horas de soledad. Me impuse disciplina y cada noche me enfrentaba a la radio, que era una caja con luces, de la que salía voz y parecía que viviesen las personas. Después de la cena movía mi silla junto al progreso y escuchaba la lengua extranjera con la esperanza de que aquel sonsonete ingrato encontrase un eco conocido, una palabra, una rima, cualquier patrón que se repitiera y desvelara su misterio. Más que aprender, creo que me adormecía con el rumor de las voces tras la jornada de fatigas, y la consecuencia era un adormecimiento al que me sobreponía apagando la radio y retirándome a mi cuarto, donde caía sobre la cama y despertaba para asearme lo imprescindible y regresar a la obra.

Pregunté por Mohawk a cuantos fueron mis compañeros y se habían empleado en los pisos bajos. No obtuve más que sorpresas. Suponían que se encontraba conmigo, porque compartíamos piso y éramos amigos, así que parecía lógico que yo supiera su paradero. Prometieron advertirle que lo buscaba si coincidían por azar, aunque nadie recordó haberlo visto en los últimos días. También me apliqué en buscar a Mohawk por el centro de la ciudad, en las oficinas de contratación, en las lonjas y los muelles, que eran las mejores opciones para encontrar empleo, en especial después de las últimas huelgas. La obra continuó su progresión al ritmo frenético que establecían los procedimientos y los planos. Piso tras piso se trazaron las canalizaciones interiores, se irguieron los tabiques, se concluyeron las ventanas, los montacargas y las escaleras de incendios. Sobre la primera cubierta del piso ochenta y seis se concretó la terraza prevista en aquellos planos prodigiosos, que según se decía deslumbraban de inspiración y se concluyeron en apenas dos semanas.

Finalmente se concluyó el piso ciento dos, y donde todo era aire se confinó el espacio, y la pluma sobre la que volaba Mohawk se convirtió en un recuerdo inmaterial, porque ahora existían ventanas, alféizares y un bloque de piedra donde antes reinaban el vacío y el viento. Subí cuando apenas quedaban en el edificio unos operarios para ultimar los detalles finales, los que preparan las comodidad de los invitados, los que disponen las recepciones, el mirador del último piso, la visita al mástil de amarre para los dirigibles, erigido al final sin la intervención de ninguno de nosotros, como si concluido el plazo de nuestro esfuerzo no quedase más que una marca en la tarea cumplida. La prensa, ahora sí, se atrevió a llegar hasta el último piso y fotografiar la terraza, las vistas, la calle abajo y tan pequeña, con sus gentes ocupadas en los quehaceres cotidianos. Leí los halagos en los periódicos y supe que eran visiones muy distintas a las mías, porque sin el abismo y sin aquel suspense el alma, la visión de la ciudad era distinta, más cómoda sí, pero desprovista de la especia que le otorgaba sabor y encanto. No fue lo único que percibí de otro modo. La renta del alquiler, sin el compartir de Mohawk pronto fue demasiado gravosa. Pensé en mudarme a un cuarto más económico, pero no había demasiado donde elegir. De nuevo me encontraba sin trabajo y los ahorros disminuían al ritmo de mis necesidades. Busqué empleo en nuevos rascacielos que iniciaban su andadura, pero el caso es no tuve suerte o fallé en hacerme entender, solo conocía mi lengua natal y un dialecto perdido de los indios que para nada servía en aquel mundo moderno. Busqué a Mohawk en las alamedas que habíamos frecuentado en los sábados de asueto, entre el público a la salida de los cines donde proyectaban películas que suponía de su agrado, sobre las multitudes de las calles, por si destacaba un penacho pelirrojo y un hombre gigante que reclamase atención con su presencia. Mi búsqueda fue vana, esperé a Mohawk hasta el primero de mayo, cuando el edificio se inauguró oficialmente con solo pulsar un botón que lo inundó luces. Entonces comprendí que no hallaría mi destino sobre la tierra de aquel país, que la lengua extranjera pesaba en mi contra y que jamás encontraría a mi amigo, sin duda de vuelta al país de los hombres del pedernal. Supe que mi vida allí sería desgraciada y solitaria, miré mi vieja maleta de cuero y no tuve duda de que era el tiempo de regresar.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 7 de marzo de 2014

Noche de verano

A los que regresaron para empezar de nuevo


Oí el rumor de los vecinos antes de que sonara el claxon. Salimos a la calle y nos sorprendió la multitud que se arremolinaba alrededor de un auto descapotable, como jamás habíamos visto en el pueblo. El conductor maniobró hacia adelante y atrás, hasta conseguir embocarse en la calle, demasiado estrecha para aquel coche enorme, y avanzó muy despacio, rodeado de curiosos. Se detuvo en la misma puerta de la casa y apagó el motor, con lo que parecieron crecer los murmullos. Salió del coche, se desprendió de los anteojos de sol y pidió por favor que se mantuvieran apartados, que cualquier avería era carísima y que incluso la pintura era preciso traerla de lejos. Convenía prevenir accidentes y tumultos. Escogió a quien le pareció de confianza y, tras prometerle una recompensa por cuidar que los vecinos se mantuvieran apartados, se dirigió hacia la puerta de la casa, donde Maripili y la abuela esperaban impacientes.

No sé muy bien lo que sucedió a continuación, porque el hombre saludó a la abuela ceremoniosamente y luego esta lo acompañó a hablar con el abuelo, que aguardaba en el comedor principal de la casa, un lugar solo usado en ocasiones muy especiales. A través de la ventana del patio vi cómo Maripili y la abuela acompañaban al desconocido hasta el abuelo, que esperaba leyendo el periódico. Se levantó para recibir al visitante y le tendió la mano, Maripili salió al patio y ambos hombres quedaron en el comedor. El abuelo ofreció una copa de licor al desconocido y tabaco para que fumase. Compartieron el sosiego del primer humo y luego iniciaron una conversación. No supe que decían, porque me encontraba demasiado lejos para intentar leer sus labios y porque Maripili nos pidió que la acompañásemos a recoger la ropa de los tendederos. Le preguntamos quién era aquel hombre y contestó que su novio, que venía a solicitar el permiso del abuelo.

La abuela llamó a Maripili, que pasó a ver al abuelo y al hombre. Por la ventana vimos que conversaban muy contentos. Después salieron y el abuelo nos dijo que Pepe había pedido la mano de Maripili y que le había parecido correcto, que desde ahora era miembro de nuestra familia. Luego Pepe nos saludó por turno, intentando enterarse quién era cada uno, con besos, abrazos y manos estrechadas, según surgiese en el gozo de la primera impresión. Después se disculpó porque lo requerían asuntos importantes, y alegó en su defensa que sobraba tiempo para aburrirse de él. Salió del brazo de Maripili, que lo despediría en la puerta. Los acompañamos para jalear a los novios y disfrutar de Pepe, que bromeaba en confianza y había invitado a mis tíos a ver el coche.

Del coche puedo decir que era azul celeste, tan grande que las demás consideraciones carecían de importancia. El parachoques era cromado, con pegatinas de llamas en sus extremos, las ruedas eran de dos colores, crema y negro, con una lista roja de separación y los tapacubos a juego con el parachoques. El emblema sobre el capó, un pegaso con las alas extendidas, parecía desafiar a la carretera. Un polvo rojo de caminos lejanos parecía haberse incrustado en la pintura, en los radios de las llantas, en las estrías de los neumáticos y en cuanto se posaba la vista. La tapicería era de color marfil o arena, imposible de precisar, sumergida bajo una película de limo reseco y pulverizado, antiquísimo, de senderos sin nombre, un polvo que despertaba el cansancio. El salpicadero parecía brillante, sucio pero brillante, con enormes discos para la velocidad, las revoluciones, el combustible y otras medidas sin sentido para el entender normal. Pepe aseguró que la diferencia con los coches nacionales era que los extranjeros duplicaban los sistemas básicos del vehículo. Doble carburación, doble frenada, dobles platinos, dobles correas, doble circuito de gasolina y así con la mayoría de los componentes esenciales. Hubo murmullos de admiración y le preguntaron si corría mucho. Pepe saboreó el puro del abuelo, se inclinó hacia atrás y asintió con autoridad, envuelto en humo. Cuando el motor necesitaba más potencia, nada mejor que el doble aporte de combustible, la doble bujía y el doble tubo de escape, por poner un ejemplo. Después entregó un billete a quien había cuidado del coche, se despidió de Maripili con un beso, pidió disculpas a los espectadores y se fue envolviéndonos en un hedor de gasolina quemada.

Maripili esperó el regreso de Pepe toda la semana, tan alegre y revuelta que la abuela la reprendió en un par de ocasiones porque se le fue el santo al cielo, según decía la abuela cuando quería decir que estaba en las nubes, tan distraída que no daba pie con bola, aunque este decir era más del abuelo, que consagraba el domingo al balompié y era un experto en jugadores, clasificaciones, pronósticos y composición de equipos, que por algo llevaba toda la vida en aquel juego que seguía desde niño y era como una droga que lo acompañaba a uno siempre. Así le escuché decir una vez que discutió con otro y los asistentes convinieron en lo que decía el abuelo, porque llevaba razón y sabía de eso. A Pepe le gustaban los toros y al abuelo también, aunque menos, y a Pepe, sin saber mucho, le pareció que el equipo del abuelo era quizás el mejor por tantas razones como pretendía el abuelo, así que reinó la concordia entre ambos y se consolidaron en plenitud los lazos que habían nacido del primer encuentro. Llegó más familia y disfrutamos pronto de la comida, que fue divertida, con Pepe como protagonista indiscutible. Nos contó que en el extranjero la vida era muy distinta, que ninguna de nuestras costumbres encontraba eco y que lo mejor era olvidarse cuanto antes de lo conocido y empezar de cero. Por ejemplo con el lenguaje, tan extraño que hasta la boca había que ponerla distinta para decir las palabras. Para él era imposible, porque se le trababa la lengua y se nublaba su pensamiento. De repente, el primer día, uno era inútil pero del todo, sin excepciones. Te hablaban y respondías como un muerto, con cara de lelo al rato de no entender nada.

La sobremesa fue rápida porque el abuelo tenía partida de dominó y eso era tan sagrado el sábado como el balompié del domingo, porque el abuelo, tengo que decirlo, era un hombre de profundas convicciones. Pepe, para su fortuna, era un experto también en el dominó, así que nuevamente congenió con el abuelo, que no tardó en retarlo a una partida, eso sí, de rival, que una cosa era aceptarlo en la familia y otra como pareja de juego. Tanto se emocionó el abuelo que allí mismo convenció a dos de mis tíos para que se sumasen a una partida rápida en el patio, a la sombra del porche. Dicho y hecho, y Pepe ganó, para disgusto del abuelo y mal inicio suyo. Alzando la voz cuando todos se retiraban, bromeó sobre el buen principio que había tenido como yerno y en compensación prometió la revancha. El abuelo se detuvo en seco, se volvió muy digno y encarándose a Pepe, dijo que el sábado siguiente, pero a varias partidas, para que pudiera derrotarlo sin que cupiesen excusas ni disculpas. Pepe dijo hecho y me dejaré ganar, el abuelo rió y se fue a disputar su partida acordada y a hablar con un hombre sobre un perro.

Entre rosas, hierbabuenas, lavandas y otras flores de la abuela, Pepe dormitó en una de las hamacas, al fondo del patio, en compañía de otros de mis tíos, que también se procuraron un descanso improvisado, para digerir la comida y el exceso con el licor durante el dominó, lo que indujo una plácida somnolencia, satisfecha durante casi una hora. Maripili se apresuró para que nos dispusiéramos para salir, porque iríamos al cine al caer de la tarde, para llegar con tiempo y poder elegir los asientos, así que nos aseamos aunque ya estábamos limpios y nos vestimos y perfumamos adecuadamente, para esperar a que despertara Pepe. Después nos entretuvimos en espantar a las palomas, que tenían el revés de las alas pintadas con fuchina, de colores muy vivos, y que perseguíamos sin permitirles un descanso, para que emprendieran el vuelo. También en buscar lombrices bajo las piedras mojadas y en estudiar unas telarañas que encontramos por casualidad. La abuela dijo que hacíamos mucho ruido y que fuéramos con ella, y calentamos leche y vimos como subía tres veces para espantar las fiebres y que pudiera beberse sin miedo. Luego llegó Maripili y habló con la abuela y con nosotros mientras preparaba los bocadillos y disponía lo necesario para nuestra partida. Por fin Pepe despertó y, siempre bromeando, solicitó un instante imprescindible, lo suficiente para excusar una urgencia y alejar los últimos vapores del sueño, porque, y era una verdad muy importante, era preciso estar despejado para conducir. Salimos para el cine y la abuela dijo que tuviésemos prudencia.

El coche ya no era el descapotable enorme que causara nuestra perplejidad, sino un modelo cubierto y casi diminuto, adaptado a la sencillez del mundo que nos rodeaba. Una vez dentro se descubría perfectamente normal, casi grande si no se precisaba demasiado espacio. Todo estaba en su sitio, era un diseño moderno y la escasez se suplía con un mejor aprovechamiento, explicó Maripili, porque Pepe había pensado y con razón que no necesitaba un auto tan ostentoso en un pueblo tan pequeño. Entonces Pepe se acusó de haber faltado brevemente a la verdad, el coche era alquilado para la ocasión, porque había conseguido unos ahorros, pero no tantos como para despreocuparse, menos ahora que tenía planes de futuro. Luego cantamos por entretener el viaje y jugamos a gritar en las curvas, cuando sentíamos la fuerza del giro como un vacío en el estómago. Tras cuatro o cinco curvas de alboroto, Pepe dijo que mejor jugábamos a un juego extranjero. Nos numeró del uno al cuatro y dijo que éramos frailes de un convento donde se había cometido una falta, la sustracción de un pollo de la cocina, y que se trataba de encontrar al culpable. Aclarado el procedimiento del juego Pepe dijo algo como arroz padre y calamares que fray dos se comió el pollo, a lo que Maripili respondió no fui yo, con la inmediata pregunta de Pepe, de quién si no, y la respuesta de Maripili, fray cuatro, yo, que repetí el no fui yo, para acusar a mi hermana, distraída o sin entender, que olvido su respuesta y perdió el juego. Lo intentamos de nuevo, porque la primera vez era de prueba y no contaba. Seguimos jugando hasta que Pepe dijo que habíamos llegado y aparcó entre otros coches.

El cine era un descampado en mitad de la nada, abarrotado de sillas de madera y concebido para ser suficiente en los días de verbena, cuando asistía todo el pueblo y una barbaridad de visitantes, porque la feria era de las buenas y daba gusto venir a los toros, disfrutar de un buen puro y una merienda rápida en cualquier caseta que pillase al paso. El lugar era muy conocido en la zona y por eso nos traía Pepe, que lo frecuentaba desde que vivió cerca de puerto. Aunque había cambiado mucho, en su recuerdo aún encontraba el mismo sabor de entonces, y eso, para quien había vivido lejos, era mucho, muchísimo. Nos contó que en América no había casas sino edificios o rascacielos, y que eran muy altos, más de lo que cabía imaginar, y que fuera de la ciudad abundaban las piscinas, si vivías en la zona templada, o cabañas en caso de que residieses en los estados del norte, donde el clima era distinto, más áspero. Todavía se acordaba de cuando en el invierno pretendía calentarse en las hogueras de los vagabundos. Pepe se detenía un segundo, como para sofocar una pena muy honda, la de los peores tiempos, y luego alegraba el rostro y reconocía que había vivido a la intemperie durante varios meses, porque el dinero se terminó y no supo hacerlo mejor, hasta que se encontró en la calle y literalmente con lo puesto. Sobrevivió como pudo, escarbando en la basura y durmiendo aterido de frío entre cartones, aseándose en las fuentes, a veces rompiendo el hielo de madrugada para arrancarse la suciedad y la desesperación. Con la ropa no hubo modo, antes de un mes apestaba irremisiblemente.

En la taquilla del cine se colaba todo el mundo, hasta que Maripili se quejó y Pepe dijo que para listo él. Se perdió unos minutos, oímos un revuelo y regresó con cuatro entradas verdes y la camisa desabotonada. Dijo que ya estaba solucionado y llegamos a la puerta envueltos en un aroma de jazmines y maíz hinchado, con los altavoces distorsionando una canción que parecía de otra época. El portero nos saludó amablemente, con mucho respeto, tratándonos de altezas, y luego intercambió bromas con Pepe, supuse que eran amigos. También nos dijo donde se veía y escuchaba mejor, lo que confirmó mis sospechas, porque no prestó tanta atención a los demás espectadores. Entramos y se oyeron sonidos disonantes, un chirrido estridente y después silencio. Alguien pidió disculpas por las dificultades acústicas, y los altavoces siguieron con la melodía de una película de vaqueros. Oscurecía lentamente y destacaban algunas estrellas en el cielo. Maripili escogió los asientos y dispusimos los cojines que habíamos traído para mejor soportar el inconveniente de unas sillas tan duras que convertían los mejores largometrajes en un calvario insufrible. Con los cojines no era mucho mejor, o sí, la verdad es que sí, porque volví otra vez sin cojines y desistí antes del descanso. Mi cojín era naranja y el de mi hermana morado, Maripili verde y Pepe rosa, porque era el único color que quedaba y a él le daba lo mismo. Apretaba los labios, sacudía la cabeza y repetía un me da exactamente igual, que ponía fin a cualquier duda sobre su parecer. Se apagaron las luces aunque quedaba claridad en el cielo, la brisa era suave y pareció arreciar con el estruendo de los altavoces, los rezagados se apresuraban hacia sus asientos. Maripili y Pepe ordenaron silencio, empezaba la película y la luna aparecía sobre la tapia del cine.

La primera película era policíaca, con un actor muy conocido que perseguía la escultura de un pájaro a través de los bajos fondos. El pájaro era de oro pintado, por lo que nadie sabía que era de oro, a la vista era purpurina y nada más, y cuando preguntaban decían que era de plomo, con lo que el peso se disimulaba muy bien. El caso era que el pájaro parecía de mentira y nadie sospechaba de su valor incalculable. Excepto los malos, claro, que hacían de todo para conseguirlo, con ametralladoras y crímenes por todas partes. Por eso la película era para mayores, por los tantos muertos y también por algún beso. Teníamos suerte de que Pepe conociera al portero, que nos dejaba pasar como si no fuese asunto suyo. La brisa era fresca y olía a mar salada, que es uno de esos olores inexplicables, que sientes o no, sin que pueda definirse su esencia ni añadirse adjetivos. Se preparaba malo de levante, lo percibía en la piel como una vibración o un erizarse del vello, como si anticipase algo, quizás una tempestad para el día siguiente. Siempre me ha gustado jugar con un neumático de tractor entre las olas, aunque sé que es peligroso, pero no puedo resistirme a ciertos riesgos.

Inesperadamente mis ensoñaciones marinas se rindieron a la evidencia de que aún nos encontrábamos lejos del mar. Cambió el viento y un olor de abonos frescos convirtió el aire en un respirar insufrible. Se escucharon voces que se quejaban en vano, y alguien gritó el portero es mi primo, y otro alguien respondió una mierda para tu primo, y el portero que intenta encontrar al ofensor y busca la procedencia del insulto. La broma se repitió de un extremo a otro del cine, con el portero buscando con su linterna al gracioso, que cada vez era distinto y provenía del engaño. La película continuaba, pero ahora nos distraía un tumulto en el exterior, porque un grupo de, no sé qué eran pero parecían amigos de los buscados por el portero, había dispuesto un par de escaleras cuidadosamente distanciadas, y entre ellas un tablón donde se habían sentado a ver la película sin pagar entrada. Entre el portero es mi primo y una mierda para tu primo, que se repetía sin arrojar más luz en descubrir a los culpables que la prestada por la linterna, y los que disfrutaban de la película sin pagar entrada, pronto llegó la policía, lo supimos por la sirena y los reflejos azules que parpadeaban sobre la tapia del cine. Después todo concluyó mientras la película continuaba con el protagonista que descubre el poder de la deducción y establece que el pájaro está pintado y no es de plomo, y entonces comprende que aquella escultura tan antigua está hecha del mismo material que los sueños. Salieron los títulos de crédito y se encendieron las luces, pero tengo que decir que aquella película me gustó muchísimo, a pesar del primo del portero y de los que luchaban por no caerse de su andamio improvisado, que allí continuaban porque así lo dictaminó la policía. Técnicamente se encontraban fuera del cine y no había más de que hablar, la ley era clara al respecto. Buenas noches, desearon los agentes y nada que añadir.

En el descanso se encendieron las luces y la gente se levantó del asiento para estirar las piernas. Maripili dijo que le apetecían una chucherías y Pepe fue a la cantina mientras nos poníamos las chaquetas porque había refrescado. La luna del verano brillaba muy alto. Sobresalía el acompañamiento de los altavoces y el alboroto de las gentes que hablaban de la película. Que si a ella se la imaginaba culpable desde el principio, que si había sido una sorpresa, uno que explicaba a otro el final porque se había dormido y los sin cojín, que movían las piernas mientras conversaban animadamente. Pepe buscó en una bolsa y, tras consultar con Maripili, repartió la cena y los refrescos, demasiado tibios pero agradables. Mi bocadillo era de tortilla con salsa de tomate, mi hermana y Maripili lo mismo, y Pepe fiambre, no sé si chorizo o mortadela, el más rápido de preparar. Excusó su apatía con lo mucho vivido en el extranjero y lo diferentes que eran allí las costumbres, donde todo el mundo corría y vibraba por cualquier cosa. La norma era rápido y ya, y eso no le gustó porque en la vida no todo era vivir con arrebato. En el sosiego y el no hacer nada también hay un gusto que es preciso disfrutar, y tal fue su saber al decidir el regreso, cuando tuvo noticias de su país, que se describía como un paraje remoto donde la gente ocupaba media vida en conversar con los amigos, en juegos de dados y cartas que entretenían las tardes, en tertulias de vecinos que se prolongaban hasta la madrugada. Sintió tanta añoranza y tristeza por su pueblo perdido que al instante decidió regresar. No quería vivir entre extraños, en un mundo inhóspito que al final sería suyo sin remedio, y que quizás era bueno, pero no lo suficiente para merecer el olvido de su existencia anterior, porque sin todo eso su vida no le parecía digna de ser vivida. Si algo había aprendido de los americanos era el aquí y ahora, así que mejor disfrutar sus años de juventud haciendo lo que deseaba, según le enseñaron sus mayores, que era muy sencillo de entender, procurarse un buen sustento, galantear a una muchacha que le arrebatara el alma y compartir los sinsabores y alegrías para siempre, algo dificilísimo de llevar a la práctica, aunque él había tenido mucha suerte de encontrarla a ella, que colmaba todas sus aspiraciones. Pepe aseguraba esto último con plena convicción y Maripili lo enmudeció sellando sus labios con la mano, para que no continuase ruborizándola. Después repartió el postre y nos apresuró con el bocadillo, la película empezaría pronto y era preferible terminar la cena antes.

La segunda película se titulaba de tierra y magia o tierras mágicas o mágica tierra, no recuerdo el título, pero era de unos indios que vivían en la selva profunda y tramaban contra un muchacho salvaje encontrado en la espesura. Lo perseguían porque hablaba con los animales y no tuvo miedo en una disputa del mercado. Pepe prometió que compraba refrescos y volvía pronto, antes de que saliera el tigre. Después la película se convirtió en un inicio de crepúsculos bellísimos y vistas panorámicas de la selva, adentrándose en un sopor de insufrible monotonía, hasta que Pepe regresó con golosinas y refrescos cuando los indios habían escapado y el muchacho se encontraba a salvo en la espesura de la jungla, que era su hogar y donde solo tenía amigos, excepto el tigre claro, que también había huido pero aún se encontraría por allí. Maripili repartió las golosinas y refrescos de Pepe, así que mi hermana y yo nos entretuvimos mientras ellos conversaban cogidos de la mano. La película continuó mientras Ana y yo compartíamos una bolas de caramelo en su corteza y una avellana en su centro, que me gustaron mucho. También una especie de gomas de colores bañadas en azúcar y unas espirales de regaliz y brea. En voz baja para no molestar a los espectadores de alrededor, Pepe nos dijo que se iba con Maripili a la fila de los mancos, que esperásemos allí, que regresarían antes de que concluyese la película. No debíamos preocuparnos, porque vigilarían desde lejos, que disfrutásemos y nos veríamos al final. Maripili dijo más o menos lo mismo, pero con más autoridad, porque mi madre le había encomendado nuestro cuidado. Se fueron antes de que pudiéramos protestar. Pregunté a mi hermana cual era la fila de los mancos y me contestó que no hiciera caso, que Pepe era muy bromista.

Comimos tranquilamente unas pipas mientras la película continuaba con escenas de ciervos corriendo por la jungla. Supuse que en algún lugar acecharía el tigre, pero me distrajo mi hermana, que sacó un chicle de la bolsa de golosinas, desprendió el papel resecado por lo viejo y se lo metió en la boca. Me miró en silencio y masticó furiosamente, arrugando la nariz, parecía querer reírse al mismo tiempo. Luego abrió la boca y se le escapó la saliva. Dijo babeando que el chicle ya estaba blando y otra vez masticó con furia. Le pregunté a mi hermana si tenía otro chicle y me dijo que sí, pero que de menta, y me lo pasó arrugado y caliente, porque se había sentado encima. Me lo metí en la boca y me pareció que tenía moho, quizás un pelo pequeño, pero mastiqué, y atendiendo a las instrucciones de mi hermana fui mezclándolo con semillas de pipa al mismo tiempo. Después, por probar, me comí varias pipas sin pelar. Sentí entre mis dientes pequeñas astillas que se rompían y amalgamaban con el chicle para conformar un fluido como resina. Entonces mi hermana me indicó que probase a hacer una pompa, y lo intenté, pero la burbuja nació muerta y explotó llenándome de una especie de pasta blanda desde la nariz hasta la barbilla. Desprenderse de ella fue asqueroso, porque se adhería a los dedos, a la ropa de mi hermana, que toqué por accidente, y a la madera de la silla del vecino, donde conseguí librarme de tan incómodo engrudo sin más que dejarlo pegado y olvidarme del problema. Nadie se dio cuenta.

Intentamos ver la película, pero mi hermana se durmió y yo también cuando faltaba poco para el final. Una pena, porque el muchacho parecía haber recuperado las riendas de su destino y los malos se encontraban acorralados y casi vencidos. Pepe y Maripili nos despertaron al regresar de la fila de los mancos, cuando asomaban los títulos de crédito y se encendían las luces. Esperamos un poco hasta que se aclaró la gente y Pepe nos pidió los cojines, para llevarlos él todos, un detalle que agradecimos. Caminamos sin prisa, nosotros delante y Maripili y Pepe detrás, cariñosamente abrazados. Fuimos lentos en la salida, porque los últimos rezagados iban primero y no teníamos prisa. El olor de los jazmines era ahora más intenso, la cantina había cerrado sus persianas y habían desaparecido el olor del maíz. En un descuido le pregunté al portero por la fila de los mancos, y después de dudar un segundo, señaló la última fila del cine, bajo la cabina de proyección, que todavía iluminaba la pantalla con unas letras que se deslizaban tristemente, como sin ganas. Pepe bromeó de nuevo con el portero y salimos del cine y nos perdimos en la soledad de la madrugada. Apenas quedaba nadie y nos apresuramos de regreso al coche.

La abuela esperaba nuestra llegada mientras cosía una falda. Abrió la puerta y nos recibió con un susurro. Era muy tarde y pronto amanecería, pero Maripili dijo no exagere madre que ni son las dos, y Pepe se despidió con un buenas noches. Después, mirándonos a mi hermana y a mí, la abuela dijo que Pepe parecía el tito rico de América, con los horarios americanos, y que Maripili, como prometida, también debía ser rica y americana, así que sin discusión eran los titos ricos de América, qué dónde se había visto, qué vaya hora de regresar. Después Maripili salió a recoger la ropa del tendedero, al fondo del patio, y el carácter la abuela pareció suavizarse de repente. Se interesó por la película, por el cine, si nos gustó el lugar, si había mucha gente. Le contamos lo del andamio para ver la película desde fuera, y lo del portero corriendo y lo de la fila de los mancos, y en esto último la abuela se puso de seria de nuevo y dijo que era tarde y que fuéramos pronto a dormir, que había que ver cómo estaba el mundo y dónde se había visto a una juventud tan perdida y todo eso que decía cuando farfullaba entre dientes. Maripili regresó con la ropa, dijo que era hora de terminar y nos fuimos a la cama. La luna brillaba en el cielo y en el patio se olía a rosas, a hierbabuena, a lavanda.


Blas Meca, con licencia Creative Commons