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viernes, 21 de marzo de 2014

Juego de química

A los que jugaron con fuego


Su madre recibió mi visita con una sonrisa, me acompañó al cuarto de su hijo y golpeó brevemente la puerta con los nudillos. Manolo entreabrió y nos sorprendió un olor urticante. Me invito a entrar y su madre dijo que no hiciese esos experimentos con todo cerrado. Manolo aseguró que ventilaría la habitación y cerró de nuevo la puerta, luego me invitó a que tomase asiento y me pusiera cómodo. Abrió la ventana de par en par y maldijo porque no eran precisas tantas precauciones. Total solo era un poco de hidrógeno. Después me explicó que su padre había renunciado a la enseñanza de la química en la academia porque el material era muy caro y los tiempos no daban para tanto. Me mostró un ángulo de la habitación donde se apilaban un montón de cajas de material de laboratorio, con listas blancas en sus costados, que detallaban el contenido. Muy minucioso, pensé, y recordé que el padre de Manolo era el director de mi nueva academia, un hombre muy sabio, cuyo carácter supuse detallado y metódico. Pronto me explicó Manolo la naturaleza del recipiente de vidrio que tenía frente una pared blanca, sobre una mesa de trabajo que parecía haber soportado todas las tormentas. Se trataba de un aparato para la obtención de hidrógeno, lo más fácil según un viejo manual que me mostró con orgullo. Su obtención era muy sencilla, bastaba juntar zinc con desatascador de tuberías. Rebuscó en una caja, me mostró unas láminas de color gris y me tendió una de ellas, que me pareció ligera y con un tacto similar al del hierro, menos grato, y luego Manolo introdujo todas la láminas de zinc en un recipiente de vidrio, que se llamaba matraz, y me mostró un frasco con una calavera pintada, cuyo contenido vertió sobre el metal. Inmediatamente tomó un globo de una bolsa de globos sobre la mesa, lo que me indicó que este experimento lo había realizado ya antes, y lo usó para sellar la boca del matraz, en cuyo interior se había desatado una furiosa efervescencia. El globo cobró vida y empezó a crecer, erecto sobre el cuello del matraz y cada vez más grande, hasta convertirse en una esfera de goma en continua expansión. Cuando creció tanto que amenazaba estallar, Manolo anudó el cuello del globo con un hilo que tenía dispuesto de antemano, y me lo entregó, lo recuerdo como si fuese hoy, rojo, liviano, con la goma muy tensa, flotaba en el aire y era preciso sujetarlo, como esos globos de las ferias que vuelan hasta el siguiente día de su compra, cuando aparecen muertos en el suelo. Manolo explicó que el hidrógeno era más ligero que el aire y que por eso ascendía y era preciso anclar el globo. Después seguimos hablando hasta que se hizo tarde y me despedí con esa excusa.

Días después, Manolo apareció por mi casa y me pidió que lo acompañase a una excursión en bicicleta. Su madre había descubierto lo del hidrógeno, y su padre había dictaminado que precisaba vitaminas, proteínas y oxígeno para contrarrestar las tantas hormonas de la adolescencia. Se le imponía que al menos los sábados abandonase todo y se consagrara a actividades al aire libre, donde el sol y la lluvia atemperarían su carácter. No se aceptaban excusas, ni por cansancio ni por estudios ni por la climatología, siempre que no fuera extrema, en cuyo caso se otorgaba una licencia especial. Me pareció vencido y no acerté a negarme, así que sin transición me encontré emplazado para el siguiente fin de semana. Quedé perplejo y sumido en dudas, pero estuve preparado el día y a la hora convenida, y Manolo pasó a recogerme en la misma puerta de la calle, al pie del edificio, con una bicicleta que despertó mi admiración y mi sorpresa, por sus varios platos y sus muchísimos piñones, por sus ruedas tubulares y otros adelantos que convertían la mía en un penco inútil. Me resigné a mi suerte y acompañé a Manolo durante innumerables sábados que invertimos en actividades que podrían clasificarse de deportivas y zoológicas. La experiencia fue agotadora al principio, hasta que me habitué al esfuerzo y aprendí a disfrutar de las ocurrencias de Manolo, que capturaba ranas, escarabajos de río y culebras de agua con una destreza y valentía que se me antojaron envidiables. También aprecié en él un desprecio por el peligro que pronto me convirtió en cobarde, un menoscabo que nunca antes había imaginado en mí. Iniciamos una colección de insectos y reliquias en formol que nos convirtió en inseparables.

Al principio me sorprendió que el botín de nuestras correrías encontrase tan fácil acomodo en casa de Manolo, donde incluso las serpientes de río hallaron su lugar en una pecera que en realidad no era tal, sino un bote de campús de muestra que le había regalado un amigo de su padre, dueño de una peluquería. Allí nadaban las serpientes y eran felices con el beneplácito de don Manuel, el padre de Manolo, que no dudaba en alimentarlas y las conocía hasta el punto de ponerles nombre para distinguirlas entre sí. Nunca supe cómo, pero de don Manuel hay muchas cosas que jamás sabré, porque era un hombre reservado y más listo de lo que pudiera imaginarse fácilmente. En su despachó, al que entré al menos en dos ocasiones, se exhibían multitud de títulos que daban fe de sus méritos. Por lo demás era casi calvo, con el escaso cabello restante muy blanco, anticipando su inminente jubilación, y siempre concluía sus explicaciones con un estribillo, verdad, palabra con la que solicitaba asentimiento a sus explicaciones, una cortesía que por otra parte no precisaba ningún esfuerzo. Fue el propio don Manuel quien autorizó el siguiente experimento, para el que Manolo solicitó su aprobación, quizás porque sospechaba la posibilidad de consecuencias indeseables.

Con buen criterio, Manolo demoró su ensayo para cuando se encontró a salvo de la melindre y el escrúpulo de sus progenitores, conmigo como único testigo. Su madre dijo voy a la tienda y vuelvo enseguida, Manolo me apresuró con un gesto de complicidad, y dispuso sobre la mesa de trabajo un mechero y un trípode que hacía de hornillo, sobre el que situó una pequeña cápsula de porcelana, también material recuperado de las cajas, y depositó en su interior una bola blanca, de naftalina, lo que se usa para prevenir la polilla en los armarios, y encendió el mechero bajo la cápsula, un mechero de alcohol, que emitió una llama suficiente en cuanto Manolo ajustó la mecha. La bola de naftalina se fundió y nada más sucedió, permaneció fundida ante mi indiferencia y la extrañeza de Manolo, que aseguró que había que esperar un poco, hasta que se iniciase el proceso. De repente, sin que Manolo concluyese la frase, todo se convirtió en fuego, con unas llamaradas enormes y pestilentes, que resbalaban como lenguas dóciles bajo el techo de la habitación y desprendían un humo denso, concretado en volutas de un residuo ingrávido, aceitoso y sucio. Manolo abrió la ventana y buscó una solución para el fuego sobre su arsenal de productos químicos. Por fortuna el incendió se extinguió súbitamente, antes de que Manolo encontrase su remedio, porque para entonces no me fiaba demasiado de su juicio. Manolo ventiló el cuarto y recogió los utensilios de ensayo rápidamente, antes del regreso de su madre, que preguntó qué habíamos hecho y no creyó ninguna de las excusas de su hijo, ni mi leal corroboración de los hechos, porque se olía a hidrocarburos o benceno, no sabía precisarlo, pero algo hicimos, de eso no quedaba duda, de lo contrario era imposible explicar el hollín que se había pegado de repente a las paredes y las cortinas. Ya veríamos como terminaba este despropósito del laboratorio de química en casa, eso debía concluir inmediatamente, y algunas advertencias más que profirió mientras se retiraba, ya cansada de intentar poner cordura en la mente de Manolo, tan trastornada por el delirio de la pubertad, que tanto lo alejaba de la senda del buen provecho. Nos quedamos en el cuarto durante unos minutos, arrepentidos y temerosos de las consecuencias de nuestros actos, hasta que me despedí abrumado por la culpa.

Manolo me enseñó durante la siguiente semana a bajar desde el piso catorce hasta la calle más rápido que el ascensor, que según él era muy lento. Subíamos hasta el último piso, Manolo bloqueaba la puerta de la cabina, pulsaba el bajo y salíamos corriendo mientras la puerta se cerraba y el ascensor cumplía su orden e iniciaba el descenso. Se trataba de saltar cada tramo de escalones con un único impulso. Manolo me lo había explicado detalladamente con anterioridad. Un salto, apoyar las manos en mitad del vuelo, una en la barandilla y la otra en la pared, y utilizar este apoyo como bisagra para lanzar los pies hacia el siguiente rellano, donde era preciso girar usando el brazo como palanca, y de nuevo repetir el salto con el tramo siguiente de escalones. Lo repetimos con lentitud cinco o seis veces, hasta que asimilé cada movimiento y Manolo aseguró que ya estábamos en condiciones de intentarlo. Casi lo conseguimos en nuestra segunda tentativa, cuando el ascensor nos adelantó en la cuarta planta y ya no pudimos alcanzarlo. Después todo se redujo a un fracasar y repetir durante los siguientes días, hasta que llegamos primero y consideramos alcanzado nuestro objetivo. Duró poco el éxito, apenas consolidamos nuestra victoria sobre la máquina, Manolo centró su interés en una escombrera situada entre unos edificios en construcción próximos, donde un revuelto de detritos constituía el suelo, fraguado en su mayor parte por maderas, cascotes de ladrillo, cementos secos, latas de pintura, plásticos, persianas y otro sinfín de desechos de la construcción. Manolo aseguró que era un espacio magnífico como campo de pruebas, y ahí quedó el misterio, porque no supe que buscaba con tanto remover entre cascajos y maderos.

Una tarde, en un descanso de la academia de su padre, Manolo me pidió que lo acompañase a realizar unas compras. Recalamos en una tienda situada a la espalda de la plaza de abastos, una droguería antiquísima, oscura y casi decrépita, donde había dos quilos de sendos productos que prefirió mantener en mi desconocimiento. Luego nos detuvimos en una carbonería cuya existencia era perfectamente desconocida para mí, donde se aprovisionó de otra parte de carbón pulverizado, un buen montón de polvo oscuro que el dependiente pesó cuidadosamente en una báscula tan antigua como el mostrador, el edificio y el dependiente mismo, y que luego envolvió en papel de estraza, que entregó a Manolo, previo pago. Salimos de allí cuanto antes, porque su interior era negro, negrísimo, como el mismo hollín que allí vendían. Mientras regresábamos a la academia, Manolo aprovechó para adelantarme que existían cuatro tipos básicos de carbón, a saber, antracita, lignito, turba y hulla, y que en aquel establecimiento prehistórico los vendían todos, amén de gran variedad de arenas fósiles, petróleos de distintos destilado y bombonas de gas. Después, en la academia, nos sumergimos en el proceloso mundo de los conjuntos, las representaciones cartesianas y los diagramas de distinta índole. Una tarde provechosa donde el tedio alcanzó cotas inimaginables, que soporté por mi carácter decididamente masoquista. No encuentro otra explicación.

Pronto recibí una misiva de Manolo, introducida misteriosamente en el buzón de correo, para que reuniese con él en su domicilio, donde me haría partícipe de un gran invento. Me venció la curiosidad y lo visité en cuanto pude, que fue muy pronto, apenas terminé mis ocupaciones del colegio. Me mostró un polvo negro, vertió una pequeña cantidad sobre una escudilla metálica y procedió a encender un fósforo, mirarme con una expresión de victoria y aplicar la llama sobre el polvo. Nació un fuego vivaz y rapidísimo, que pareció consumirse en un chisporroteo furioso, con una brillante luz que parpadeó desprendiendo un humo dulce y sofocante. Me confesó que había añadido una parte de azúcar a los productos que habíamos comprado con anterioridad, lo que explicaba el olor agradable a caramelo, que era mucho decir, porque el olor, aunque alejado de su repugnancia original, distaba mucho de ser grato. Luego añadió que también le hubiera podido añadir otras sales, para provocar un humo denso que podía colorear, al igual que la llama, tan fabulosa que ardía en total ausencia de aire, incluso bajo el agua, porque el aliento del combustible lo proporcionaba la misma tierra mágica que había creado según el libro. Se extendió sobre la historia de aquel invento hasta que agotó sus virtudes, después coincidió consigo mismo en que era peligroso y por esa razón solo prepararía cada vez lo necesario para el experimento. También me confió que su padre había mudado la mayoría de los productos químicos al cuarto trastero, a la espera de una idea mejor. Abajo había dejado muy poco, lo más interesante era un juego de construcción de moléculas, que procedió a enseñarme y era un ensamblaje de bolas de colores que se unían mediante pequeñas piezas adaptadas a ese cometido. No sería capaz de repetir las explicaciones sobre unas supuestas partículas invisibles de la materia, cuya existencia siempre consideraré materia de fe. El caso fue que Manolo ensambló seis o siete estructuras representativas y así lo dejé, ensimismado en su mundo de bolas y varillas que explicaban el milagro de la existencia.

Durante casi dos semanas, Manolo se entretuvo en probar todas las combinaciones imaginables de su tierra de fuego. Encontró un lugar idóneo para la experimentación, el solar de escombros que había descubierto poco antes, y convirtió en su taller permanente. Lo acompañé algunas veces, y supe que había abierto un par de oquedades entre los deshechos, profundas como para sumergirse con comodidad en su interior. No me gustaron nada los dos escondrijos que Manolo me mostró con orgullo, porque olían a pintura reseca y a cartón podrido, además de a tierra de fuego, que era el nuevo aroma del vertedero desde que Manolo se dedicara a probarlo en cuantas variantes y combinaciones enumeraba el libro. Me cansé pronto, porque el lugar era inhóspito, pero Manolo continuó consagrado a sus experimentos desde el desayuno hasta el ocaso del sol, cuando la luz de las farolas era insuficiente. Con un brevísimo intervalo para la comida, correteaba entre los escombros disponiendo su fuego en pequeños montículos que después ardían con llamas de colores. Pronto descubrió que podía contener los gases desprendidos y provocar una explosión tanto mayor cuanto más producto emplease en el experimento. Primero fueron pequeñas detonaciones que sorprendieron a los vecinos, después estampidos que rompieron el sueño de los bebés y provocaron numerosas quejas.

A media tarde nos sobresaltó un estruendo descomunal. Retumbaron las paredes y vibraron los cristales de las ventanas. Me precipité al balcón temiendo una desgracia y Manolo me saludó con el signo de la victoria. Parecía muy atareado, aunque se demoró en responder educadamente a las recriminaciones de los vecinos, que se habían asomado como yo, atraídos por el ruido insoportable. Tras las pertinentes excusas, Manolo retornó a sus actividades, esta vez anotando las conclusiones de su experimento en una libreta o un cuaderno, no se apreciaba a tanta distancia, pero supo demorarse hasta que las murmuraciones cesaron y los curiosos volvieron al interior de sus viviendas. Bajé las escaleras antes que el ascensor y me encontré con Manolo entre los escombros. Ahora había agujereado una lata de pintura reseca y se las había ingeniado para introducir en su interior una considerable cantidad de tierra de fuego. Practicó un diminuto orificio en la lata, con una púa y un martillo, y procedió a fijar la tapadera minuciosamente, sellando cada resquicio y cada grieta. Después preparó un montículo de su tierra de fuego y orientó la lata de modo que coincidiese con el pequeño orificio. Luego tomó la bolsa del producto y trazó un reguero del mismo tras sus pasos. Apártate, gritó, y se alejó rápidamente. Yo no me contenté con tan poco y corrí mucho más, hasta que me giré y distinguí una llama roja y decidida que se acercaba al bote de pintura. Pensé que Manolo estaba demasiado cerca y entonces vi un destello amarillo, y en un instante llegó el ruido ensordecedor, que casi me arranca del suelo. Caí, más por efecto del nerviosismo que por la explosión, y vi la lata, o lo que parecía la lata volando por los aires. Todo era humo amarillo y neblina, también amarilla. Quedé paralizado y esperé, sin saber si acercarme o retroceder. El tiempo se me antojó infinito.

Manolo salió de la niebla convertido en un muñeco amarillo. Los zapatos, los pantalones, la camisa, los calcetines y por supuesto el rostro, los cabellos, las manos y, sorprendentemente también debajo de la ropa, donde revisé hasta comprobar que no estaba herido. Manolo se sentó en el suelo y se palpó minuciosamente las piernas, los brazos y cuanto estimó necesitado de una revisión. Aseguró que se encontraba bien y solo necesitaba una ducha y dormir un poco, que sabía cual era el fallo y que la pintura no estaba realmente seca y sobró tierra negra, que la próxima vez alcanzaba un éxito seguro, en fin, no sé lo que dijo mientras lo introducía en el ascensor, procurando que no tocara nada porque parecía una brocha fresca y manchaba todo de pintura. Como pude llamé al timbre de su casa y nos recibió su madre, que retrocedió asustada ante la visión de su hijo convertido en un hombre amarillo. La ducha, pedí, y la madre de Manolo pareció abandonar su trance y nos franqueó el camino hasta el baño, donde dejé a Manolo y a su madre, que insistía en que su hijo contestase a unas sencillas preguntas. La mujer no comprendía nada y yo casi tampoco, así que decidí marcharme porque de repente recordé que tenía muchos deberes por hacer.

La inconsciencia de Manolo no fue fácil de olvidar, porque los vecinos se quejaron por el alboroto y el sobresalto de la explosión, que había teñido de motas amarillas las ropas de tendederos y las ventanas de algunos pisos bajos, donde la grisalla debió arribar con el viento de la explosión o la brisa del atardecer. Peor fue cuando llegó la policía a la mañana siguiente. Los vecinos se habían quejado de que salía humo del vertedero y, en efecto, pero no solo donde Manolo había detonado la lata, que ahora analizaban los artificieros, sino en todos y cada uno de los lugares donde había prendido su polvo incendiario, que había fraguado en brasas en el corazón del vertedero y había convertido la escombrera en una pavesa que ardía bajo la tierra, viva, humeante, un peligro que permanecería allí mucho tiempo, impredecible en opinión de los expertos. No concluyeron allí las desgracias. Tres semanas después se declaró un voraz incendio en el domicilio de Manolo, sin víctimas porque alguien advirtió a tiempo y se pudo prevenir una desgracia mayor. Nos encontramos los vecinos en la calle, desalojados por los bomberos que sofocaron el incendio, difícil por ser en un piso alto. Todos regresamos a nuestros hogares, excepto Manolo y sus padres, porque su domicilio era inhabitable. Por el momento dormirían en un hotel, y pronto vendría un hijo mayor para hacerse cargo de la situación. Manolo sostuvo que era inocente y yo lo creí, porque nunca me había mentido. Estaba un poco loco y se dejaba llevar por el entusiasmo, pero no era un mentiroso.

Me reencontré con Manolo muchos años después, cuando la juventud había quedado muy atrás y él era huérfano. Vendían la casa, arrendada a inquilinos desde entonces, y me contó que los juicios fueron muchos y largos, pero que finalmente se acreditó su absoluta inocencia del incendio. A pesar de los informes policiales en referencia a la escombrera, prevaleció la opinión de los peritos, que dictaminaron el funcionamiento defectuoso de un enchufe como el origen del siniestro, lo que obligó al seguro a hacerse cargo de los gastos. Lo del vertedero quedó en ruido, una amonestación severa y poco más, que se diluyó lentamente. Ahora era dentista y tenía cuatro hijas y le iba bien y era feliz hasta cierto punto, y aún se acordaba de su laboratorio de química y revivía en sueños las formulas y dibujos de aquel libro antiguo, y que tiempos aquellos y eso de la inconsciencia de la juventud. Nos despedimos con promesas de reencuentro, buenos deseos y un fuerte apretón de manos. Luego seguí mi camino y me despedí de Manolo y la infancia para siempre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

2 comentarios:

Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).