Oí el rumor de los vecinos antes de que sonara el claxon. Salimos a la calle y nos sorprendió la multitud que se arremolinaba alrededor de un auto descapotable, como jamás habíamos visto en el pueblo. El conductor maniobró hacia adelante y atrás, hasta conseguir embocarse en la calle, demasiado estrecha para aquel coche enorme, y avanzó muy despacio, rodeado de curiosos. Se detuvo en la misma puerta de la casa y apagó el motor, con lo que parecieron crecer los murmullos. Salió del coche, se desprendió de los anteojos de sol y pidió por favor que se mantuvieran apartados, que cualquier avería era carísima y que incluso la pintura era preciso traerla de lejos. Convenía prevenir accidentes y tumultos. Escogió a quien le pareció de confianza y, tras prometerle una recompensa por cuidar que los vecinos se mantuvieran apartados, se dirigió hacia la puerta de la casa, donde Maripili y la abuela esperaban impacientes.
No sé muy bien lo que sucedió a continuación, porque el hombre saludó a la abuela ceremoniosamente y luego esta lo acompañó a hablar con el abuelo, que aguardaba en el comedor principal de la casa, un lugar solo usado en ocasiones muy especiales. A través de la ventana del patio vi cómo Maripili y la abuela acompañaban al desconocido hasta el abuelo, que esperaba leyendo el periódico. Se levantó para recibir al visitante y le tendió la mano, Maripili salió al patio y ambos hombres quedaron en el comedor. El abuelo ofreció una copa de licor al desconocido y tabaco para que fumase. Compartieron el sosiego del primer humo y luego iniciaron una conversación. No supe que decían, porque me encontraba demasiado lejos para intentar leer sus labios y porque Maripili nos pidió que la acompañásemos a recoger la ropa de los tendederos. Le preguntamos quién era aquel hombre y contestó que su novio, que venía a solicitar el permiso del abuelo.
La abuela llamó a Maripili, que pasó a ver al abuelo y al hombre. Por la ventana vimos que conversaban muy contentos. Después salieron y el abuelo nos dijo que Pepe había pedido la mano de Maripili y que le había parecido correcto, que desde ahora era miembro de nuestra familia. Luego Pepe nos saludó por turno, intentando enterarse quién era cada uno, con besos, abrazos y manos estrechadas, según surgiese en el gozo de la primera impresión. Después se disculpó porque lo requerían asuntos importantes, y alegó en su defensa que sobraba tiempo para aburrirse de él. Salió del brazo de Maripili, que lo despediría en la puerta. Los acompañamos para jalear a los novios y disfrutar de Pepe, que bromeaba en confianza y había invitado a mis tíos a ver el coche.
Del coche puedo decir que era azul celeste, tan grande que las demás consideraciones carecían de importancia. El parachoques era cromado, con pegatinas de llamas en sus extremos, las ruedas eran de dos colores, crema y negro, con una lista roja de separación y los tapacubos a juego con el parachoques. El emblema sobre el capó, un pegaso con las alas extendidas, parecía desafiar a la carretera. Un polvo rojo de caminos lejanos parecía haberse incrustado en la pintura, en los radios de las llantas, en las estrías de los neumáticos y en cuanto se posaba la vista. La tapicería era de color marfil o arena, imposible de precisar, sumergida bajo una película de limo reseco y pulverizado, antiquísimo, de senderos sin nombre, un polvo que despertaba el cansancio. El salpicadero parecía brillante, sucio pero brillante, con enormes discos para la velocidad, las revoluciones, el combustible y otras medidas sin sentido para el entender normal. Pepe aseguró que la diferencia con los coches nacionales era que los extranjeros duplicaban los sistemas básicos del vehículo. Doble carburación, doble frenada, dobles platinos, dobles correas, doble circuito de gasolina y así con la mayoría de los componentes esenciales. Hubo murmullos de admiración y le preguntaron si corría mucho. Pepe saboreó el puro del abuelo, se inclinó hacia atrás y asintió con autoridad, envuelto en humo. Cuando el motor necesitaba más potencia, nada mejor que el doble aporte de combustible, la doble bujía y el doble tubo de escape, por poner un ejemplo. Después entregó un billete a quien había cuidado del coche, se despidió de Maripili con un beso, pidió disculpas a los espectadores y se fue envolviéndonos en un hedor de gasolina quemada.
Maripili esperó el regreso de Pepe toda la semana, tan alegre y revuelta que la abuela la reprendió en un par de ocasiones porque se le fue el santo al cielo, según decía la abuela cuando quería decir que estaba en las nubes, tan distraída que no daba pie con bola, aunque este decir era más del abuelo, que consagraba el domingo al balompié y era un experto en jugadores, clasificaciones, pronósticos y composición de equipos, que por algo llevaba toda la vida en aquel juego que seguía desde niño y era como una droga que lo acompañaba a uno siempre. Así le escuché decir una vez que discutió con otro y los asistentes convinieron en lo que decía el abuelo, porque llevaba razón y sabía de eso. A Pepe le gustaban los toros y al abuelo también, aunque menos, y a Pepe, sin saber mucho, le pareció que el equipo del abuelo era quizás el mejor por tantas razones como pretendía el abuelo, así que reinó la concordia entre ambos y se consolidaron en plenitud los lazos que habían nacido del primer encuentro. Llegó más familia y disfrutamos pronto de la comida, que fue divertida, con Pepe como protagonista indiscutible. Nos contó que en el extranjero la vida era muy distinta, que ninguna de nuestras costumbres encontraba eco y que lo mejor era olvidarse cuanto antes de lo conocido y empezar de cero. Por ejemplo con el lenguaje, tan extraño que hasta la boca había que ponerla distinta para decir las palabras. Para él era imposible, porque se le trababa la lengua y se nublaba su pensamiento. De repente, el primer día, uno era inútil pero del todo, sin excepciones. Te hablaban y respondías como un muerto, con cara de lelo al rato de no entender nada.
La sobremesa fue rápida porque el abuelo tenía partida de dominó y eso era tan sagrado el sábado como el balompié del domingo, porque el abuelo, tengo que decirlo, era un hombre de profundas convicciones. Pepe, para su fortuna, era un experto también en el dominó, así que nuevamente congenió con el abuelo, que no tardó en retarlo a una partida, eso sí, de rival, que una cosa era aceptarlo en la familia y otra como pareja de juego. Tanto se emocionó el abuelo que allí mismo convenció a dos de mis tíos para que se sumasen a una partida rápida en el patio, a la sombra del porche. Dicho y hecho, y Pepe ganó, para disgusto del abuelo y mal inicio suyo. Alzando la voz cuando todos se retiraban, bromeó sobre el buen principio que había tenido como yerno y en compensación prometió la revancha. El abuelo se detuvo en seco, se volvió muy digno y encarándose a Pepe, dijo que el sábado siguiente, pero a varias partidas, para que pudiera derrotarlo sin que cupiesen excusas ni disculpas. Pepe dijo hecho y me dejaré ganar, el abuelo rió y se fue a disputar su partida acordada y a hablar con un hombre sobre un perro.
Entre rosas, hierbabuenas, lavandas y otras flores de la abuela, Pepe dormitó en una de las hamacas, al fondo del patio, en compañía de otros de mis tíos, que también se procuraron un descanso improvisado, para digerir la comida y el exceso con el licor durante el dominó, lo que indujo una plácida somnolencia, satisfecha durante casi una hora. Maripili se apresuró para que nos dispusiéramos para salir, porque iríamos al cine al caer de la tarde, para llegar con tiempo y poder elegir los asientos, así que nos aseamos aunque ya estábamos limpios y nos vestimos y perfumamos adecuadamente, para esperar a que despertara Pepe. Después nos entretuvimos en espantar a las palomas, que tenían el revés de las alas pintadas con fuchina, de colores muy vivos, y que perseguíamos sin permitirles un descanso, para que emprendieran el vuelo. También en buscar lombrices bajo las piedras mojadas y en estudiar unas telarañas que encontramos por casualidad. La abuela dijo que hacíamos mucho ruido y que fuéramos con ella, y calentamos leche y vimos como subía tres veces para espantar las fiebres y que pudiera beberse sin miedo. Luego llegó Maripili y habló con la abuela y con nosotros mientras preparaba los bocadillos y disponía lo necesario para nuestra partida. Por fin Pepe despertó y, siempre bromeando, solicitó un instante imprescindible, lo suficiente para excusar una urgencia y alejar los últimos vapores del sueño, porque, y era una verdad muy importante, era preciso estar despejado para conducir. Salimos para el cine y la abuela dijo que tuviésemos prudencia.
El coche ya no era el descapotable enorme que causara nuestra perplejidad, sino un modelo cubierto y casi diminuto, adaptado a la sencillez del mundo que nos rodeaba. Una vez dentro se descubría perfectamente normal, casi grande si no se precisaba demasiado espacio. Todo estaba en su sitio, era un diseño moderno y la escasez se suplía con un mejor aprovechamiento, explicó Maripili, porque Pepe había pensado y con razón que no necesitaba un auto tan ostentoso en un pueblo tan pequeño. Entonces Pepe se acusó de haber faltado brevemente a la verdad, el coche era alquilado para la ocasión, porque había conseguido unos ahorros, pero no tantos como para despreocuparse, menos ahora que tenía planes de futuro. Luego cantamos por entretener el viaje y jugamos a gritar en las curvas, cuando sentíamos la fuerza del giro como un vacío en el estómago. Tras cuatro o cinco curvas de alboroto, Pepe dijo que mejor jugábamos a un juego extranjero. Nos numeró del uno al cuatro y dijo que éramos frailes de un convento donde se había cometido una falta, la sustracción de un pollo de la cocina, y que se trataba de encontrar al culpable. Aclarado el procedimiento del juego Pepe dijo algo como arroz padre y calamares que fray dos se comió el pollo, a lo que Maripili respondió no fui yo, con la inmediata pregunta de Pepe, de quién si no, y la respuesta de Maripili, fray cuatro, yo, que repetí el no fui yo, para acusar a mi hermana, distraída o sin entender, que olvido su respuesta y perdió el juego. Lo intentamos de nuevo, porque la primera vez era de prueba y no contaba. Seguimos jugando hasta que Pepe dijo que habíamos llegado y aparcó entre otros coches.
El cine era un descampado en mitad de la nada, abarrotado de sillas de madera y concebido para ser suficiente en los días de verbena, cuando asistía todo el pueblo y una barbaridad de visitantes, porque la feria era de las buenas y daba gusto venir a los toros, disfrutar de un buen puro y una merienda rápida en cualquier caseta que pillase al paso. El lugar era muy conocido en la zona y por eso nos traía Pepe, que lo frecuentaba desde que vivió cerca de puerto. Aunque había cambiado mucho, en su recuerdo aún encontraba el mismo sabor de entonces, y eso, para quien había vivido lejos, era mucho, muchísimo. Nos contó que en América no había casas sino edificios o rascacielos, y que eran muy altos, más de lo que cabía imaginar, y que fuera de la ciudad abundaban las piscinas, si vivías en la zona templada, o cabañas en caso de que residieses en los estados del norte, donde el clima era distinto, más áspero. Todavía se acordaba de cuando en el invierno pretendía calentarse en las hogueras de los vagabundos. Pepe se detenía un segundo, como para sofocar una pena muy honda, la de los peores tiempos, y luego alegraba el rostro y reconocía que había vivido a la intemperie durante varios meses, porque el dinero se terminó y no supo hacerlo mejor, hasta que se encontró en la calle y literalmente con lo puesto. Sobrevivió como pudo, escarbando en la basura y durmiendo aterido de frío entre cartones, aseándose en las fuentes, a veces rompiendo el hielo de madrugada para arrancarse la suciedad y la desesperación. Con la ropa no hubo modo, antes de un mes apestaba irremisiblemente.
En la taquilla del cine se colaba todo el mundo, hasta que Maripili se quejó y Pepe dijo que para listo él. Se perdió unos minutos, oímos un revuelo y regresó con cuatro entradas verdes y la camisa desabotonada. Dijo que ya estaba solucionado y llegamos a la puerta envueltos en un aroma de jazmines y maíz hinchado, con los altavoces distorsionando una canción que parecía de otra época. El portero nos saludó amablemente, con mucho respeto, tratándonos de altezas, y luego intercambió bromas con Pepe, supuse que eran amigos. También nos dijo donde se veía y escuchaba mejor, lo que confirmó mis sospechas, porque no prestó tanta atención a los demás espectadores. Entramos y se oyeron sonidos disonantes, un chirrido estridente y después silencio. Alguien pidió disculpas por las dificultades acústicas, y los altavoces siguieron con la melodía de una película de vaqueros. Oscurecía lentamente y destacaban algunas estrellas en el cielo. Maripili escogió los asientos y dispusimos los cojines que habíamos traído para mejor soportar el inconveniente de unas sillas tan duras que convertían los mejores largometrajes en un calvario insufrible. Con los cojines no era mucho mejor, o sí, la verdad es que sí, porque volví otra vez sin cojines y desistí antes del descanso. Mi cojín era naranja y el de mi hermana morado, Maripili verde y Pepe rosa, porque era el único color que quedaba y a él le daba lo mismo. Apretaba los labios, sacudía la cabeza y repetía un me da exactamente igual, que ponía fin a cualquier duda sobre su parecer. Se apagaron las luces aunque quedaba claridad en el cielo, la brisa era suave y pareció arreciar con el estruendo de los altavoces, los rezagados se apresuraban hacia sus asientos. Maripili y Pepe ordenaron silencio, empezaba la película y la luna aparecía sobre la tapia del cine.
La primera película era policíaca, con un actor muy conocido que perseguía la escultura de un pájaro a través de los bajos fondos. El pájaro era de oro pintado, por lo que nadie sabía que era de oro, a la vista era purpurina y nada más, y cuando preguntaban decían que era de plomo, con lo que el peso se disimulaba muy bien. El caso era que el pájaro parecía de mentira y nadie sospechaba de su valor incalculable. Excepto los malos, claro, que hacían de todo para conseguirlo, con ametralladoras y crímenes por todas partes. Por eso la película era para mayores, por los tantos muertos y también por algún beso. Teníamos suerte de que Pepe conociera al portero, que nos dejaba pasar como si no fuese asunto suyo. La brisa era fresca y olía a mar salada, que es uno de esos olores inexplicables, que sientes o no, sin que pueda definirse su esencia ni añadirse adjetivos. Se preparaba malo de levante, lo percibía en la piel como una vibración o un erizarse del vello, como si anticipase algo, quizás una tempestad para el día siguiente. Siempre me ha gustado jugar con un neumático de tractor entre las olas, aunque sé que es peligroso, pero no puedo resistirme a ciertos riesgos.
Inesperadamente mis ensoñaciones marinas se rindieron a la evidencia de que aún nos encontrábamos lejos del mar. Cambió el viento y un olor de abonos frescos convirtió el aire en un respirar insufrible. Se escucharon voces que se quejaban en vano, y alguien gritó el portero es mi primo, y otro alguien respondió una mierda para tu primo, y el portero que intenta encontrar al ofensor y busca la procedencia del insulto. La broma se repitió de un extremo a otro del cine, con el portero buscando con su linterna al gracioso, que cada vez era distinto y provenía del engaño. La película continuaba, pero ahora nos distraía un tumulto en el exterior, porque un grupo de, no sé qué eran pero parecían amigos de los buscados por el portero, había dispuesto un par de escaleras cuidadosamente distanciadas, y entre ellas un tablón donde se habían sentado a ver la película sin pagar entrada. Entre el portero es mi primo y una mierda para tu primo, que se repetía sin arrojar más luz en descubrir a los culpables que la prestada por la linterna, y los que disfrutaban de la película sin pagar entrada, pronto llegó la policía, lo supimos por la sirena y los reflejos azules que parpadeaban sobre la tapia del cine. Después todo concluyó mientras la película continuaba con el protagonista que descubre el poder de la deducción y establece que el pájaro está pintado y no es de plomo, y entonces comprende que aquella escultura tan antigua está hecha del mismo material que los sueños. Salieron los títulos de crédito y se encendieron las luces, pero tengo que decir que aquella película me gustó muchísimo, a pesar del primo del portero y de los que luchaban por no caerse de su andamio improvisado, que allí continuaban porque así lo dictaminó la policía. Técnicamente se encontraban fuera del cine y no había más de que hablar, la ley era clara al respecto. Buenas noches, desearon los agentes y nada que añadir.
En el descanso se encendieron las luces y la gente se levantó del asiento para estirar las piernas. Maripili dijo que le apetecían una chucherías y Pepe fue a la cantina mientras nos poníamos las chaquetas porque había refrescado. La luna del verano brillaba muy alto. Sobresalía el acompañamiento de los altavoces y el alboroto de las gentes que hablaban de la película. Que si a ella se la imaginaba culpable desde el principio, que si había sido una sorpresa, uno que explicaba a otro el final porque se había dormido y los sin cojín, que movían las piernas mientras conversaban animadamente. Pepe buscó en una bolsa y, tras consultar con Maripili, repartió la cena y los refrescos, demasiado tibios pero agradables. Mi bocadillo era de tortilla con salsa de tomate, mi hermana y Maripili lo mismo, y Pepe fiambre, no sé si chorizo o mortadela, el más rápido de preparar. Excusó su apatía con lo mucho vivido en el extranjero y lo diferentes que eran allí las costumbres, donde todo el mundo corría y vibraba por cualquier cosa. La norma era rápido y ya, y eso no le gustó porque en la vida no todo era vivir con arrebato. En el sosiego y el no hacer nada también hay un gusto que es preciso disfrutar, y tal fue su saber al decidir el regreso, cuando tuvo noticias de su país, que se describía como un paraje remoto donde la gente ocupaba media vida en conversar con los amigos, en juegos de dados y cartas que entretenían las tardes, en tertulias de vecinos que se prolongaban hasta la madrugada. Sintió tanta añoranza y tristeza por su pueblo perdido que al instante decidió regresar. No quería vivir entre extraños, en un mundo inhóspito que al final sería suyo sin remedio, y que quizás era bueno, pero no lo suficiente para merecer el olvido de su existencia anterior, porque sin todo eso su vida no le parecía digna de ser vivida. Si algo había aprendido de los americanos era el aquí y ahora, así que mejor disfrutar sus años de juventud haciendo lo que deseaba, según le enseñaron sus mayores, que era muy sencillo de entender, procurarse un buen sustento, galantear a una muchacha que le arrebatara el alma y compartir los sinsabores y alegrías para siempre, algo dificilísimo de llevar a la práctica, aunque él había tenido mucha suerte de encontrarla a ella, que colmaba todas sus aspiraciones. Pepe aseguraba esto último con plena convicción y Maripili lo enmudeció sellando sus labios con la mano, para que no continuase ruborizándola. Después repartió el postre y nos apresuró con el bocadillo, la película empezaría pronto y era preferible terminar la cena antes.
La segunda película se titulaba de tierra y magia o tierras mágicas o mágica tierra, no recuerdo el título, pero era de unos indios que vivían en la selva profunda y tramaban contra un muchacho salvaje encontrado en la espesura. Lo perseguían porque hablaba con los animales y no tuvo miedo en una disputa del mercado. Pepe prometió que compraba refrescos y volvía pronto, antes de que saliera el tigre. Después la película se convirtió en un inicio de crepúsculos bellísimos y vistas panorámicas de la selva, adentrándose en un sopor de insufrible monotonía, hasta que Pepe regresó con golosinas y refrescos cuando los indios habían escapado y el muchacho se encontraba a salvo en la espesura de la jungla, que era su hogar y donde solo tenía amigos, excepto el tigre claro, que también había huido pero aún se encontraría por allí. Maripili repartió las golosinas y refrescos de Pepe, así que mi hermana y yo nos entretuvimos mientras ellos conversaban cogidos de la mano. La película continuó mientras Ana y yo compartíamos una bolas de caramelo en su corteza y una avellana en su centro, que me gustaron mucho. También una especie de gomas de colores bañadas en azúcar y unas espirales de regaliz y brea. En voz baja para no molestar a los espectadores de alrededor, Pepe nos dijo que se iba con Maripili a la fila de los mancos, que esperásemos allí, que regresarían antes de que concluyese la película. No debíamos preocuparnos, porque vigilarían desde lejos, que disfrutásemos y nos veríamos al final. Maripili dijo más o menos lo mismo, pero con más autoridad, porque mi madre le había encomendado nuestro cuidado. Se fueron antes de que pudiéramos protestar. Pregunté a mi hermana cual era la fila de los mancos y me contestó que no hiciera caso, que Pepe era muy bromista.
Comimos tranquilamente unas pipas mientras la película continuaba con escenas de ciervos corriendo por la jungla. Supuse que en algún lugar acecharía el tigre, pero me distrajo mi hermana, que sacó un chicle de la bolsa de golosinas, desprendió el papel resecado por lo viejo y se lo metió en la boca. Me miró en silencio y masticó furiosamente, arrugando la nariz, parecía querer reírse al mismo tiempo. Luego abrió la boca y se le escapó la saliva. Dijo babeando que el chicle ya estaba blando y otra vez masticó con furia. Le pregunté a mi hermana si tenía otro chicle y me dijo que sí, pero que de menta, y me lo pasó arrugado y caliente, porque se había sentado encima. Me lo metí en la boca y me pareció que tenía moho, quizás un pelo pequeño, pero mastiqué, y atendiendo a las instrucciones de mi hermana fui mezclándolo con semillas de pipa al mismo tiempo. Después, por probar, me comí varias pipas sin pelar. Sentí entre mis dientes pequeñas astillas que se rompían y amalgamaban con el chicle para conformar un fluido como resina. Entonces mi hermana me indicó que probase a hacer una pompa, y lo intenté, pero la burbuja nació muerta y explotó llenándome de una especie de pasta blanda desde la nariz hasta la barbilla. Desprenderse de ella fue asqueroso, porque se adhería a los dedos, a la ropa de mi hermana, que toqué por accidente, y a la madera de la silla del vecino, donde conseguí librarme de tan incómodo engrudo sin más que dejarlo pegado y olvidarme del problema. Nadie se dio cuenta.
Intentamos ver la película, pero mi hermana se durmió y yo también cuando faltaba poco para el final. Una pena, porque el muchacho parecía haber recuperado las riendas de su destino y los malos se encontraban acorralados y casi vencidos. Pepe y Maripili nos despertaron al regresar de la fila de los mancos, cuando asomaban los títulos de crédito y se encendían las luces. Esperamos un poco hasta que se aclaró la gente y Pepe nos pidió los cojines, para llevarlos él todos, un detalle que agradecimos. Caminamos sin prisa, nosotros delante y Maripili y Pepe detrás, cariñosamente abrazados. Fuimos lentos en la salida, porque los últimos rezagados iban primero y no teníamos prisa. El olor de los jazmines era ahora más intenso, la cantina había cerrado sus persianas y habían desaparecido el olor del maíz. En un descuido le pregunté al portero por la fila de los mancos, y después de dudar un segundo, señaló la última fila del cine, bajo la cabina de proyección, que todavía iluminaba la pantalla con unas letras que se deslizaban tristemente, como sin ganas. Pepe bromeó de nuevo con el portero y salimos del cine y nos perdimos en la soledad de la madrugada. Apenas quedaba nadie y nos apresuramos de regreso al coche.
La abuela esperaba nuestra llegada mientras cosía una falda. Abrió la puerta y nos recibió con un susurro. Era muy tarde y pronto amanecería, pero Maripili dijo no exagere madre que ni son las dos, y Pepe se despidió con un buenas noches. Después, mirándonos a mi hermana y a mí, la abuela dijo que Pepe parecía el tito rico de América, con los horarios americanos, y que Maripili, como prometida, también debía ser rica y americana, así que sin discusión eran los titos ricos de América, qué dónde se había visto, qué vaya hora de regresar. Después Maripili salió a recoger la ropa del tendedero, al fondo del patio, y el carácter la abuela pareció suavizarse de repente. Se interesó por la película, por el cine, si nos gustó el lugar, si había mucha gente. Le contamos lo del andamio para ver la película desde fuera, y lo del portero corriendo y lo de la fila de los mancos, y en esto último la abuela se puso de seria de nuevo y dijo que era tarde y que fuéramos pronto a dormir, que había que ver cómo estaba el mundo y dónde se había visto a una juventud tan perdida y todo eso que decía cuando farfullaba entre dientes. Maripili regresó con la ropa, dijo que era hora de terminar y nos fuimos a la cama. La luna brillaba en el cielo y en el patio se olía a rosas, a hierbabuena, a lavanda.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).