He pasado la mayor parte de mi vida recluido en esta biblioteca, una de esas construcciones con que se pretendió honrar el saber de la humanidad. Cuidadosamente escogidos, millares de volúmenes atesoran un conocimiento inaccesible al hombre común. Las razones por las que llegué a convertirme en regente de este tesoro tienen que ver con sueños de la infancia y largos años de estudio hasta alcanzar un lugar en el gigantesco laberinto de mis libros. No me pertenecen, pero los llamo mis libros porque de algún modo he establecido con ellos una relación que transciende a lo usual. Los he memorizado en un porcentaje que estimo razonable y he consultado un número mucho mayor. Por situación y referencias conozco una infinidad más. Se explica porque entré al servicio de la orden cuando era muy joven y he consagrado mi vida al estudio. Me precio de conocer a los clásicos y a los profetas de oriente, también a los místicos y los eruditos de piel oscura. Viví el esplendor de los años mejores y después la maldición del mal negro. Todos murieron y quedé aquí, confinado en este monasterio acogido a la caridad de los aldeanos, que continúan dejando sus ofrendas para quien escapó a la maldición.
De los monjes guardo un vago recuerdo, de sus horarios inflexibles y sus rezos eternos. También de la disciplina y las pocas horas de sueño, de sus comidas tristes y sus pecados entre las sombras del claustro. Por entonces yo era un humilde converso que por azares de la vida destacaba en la carpintería. Una mañana, después de la hora tercia, el abad requirió mi presencia en un pequeño cuarto junto al claustro, donde usualmente se encerraba para despachar los asuntos del mundo. Supuse que me reprendería por las mismas faltas que otros hermanos habían tenido la humildad de confesar públicamente, lo que incrementaría mi penitencia, por la falta en sí y por la mentira de excusar mi culpa. Cuando me atropellaba en justificar mi conducta, el abad me ordenó silencio. Tomándome del brazo, me invitó a que le sirviera de báculo y lo acompañase a un lugar nunca visitado en los últimos años, de donde parecían provenir algunas filtraciones de agua que amenazaban la integridad de ciertos manuscritos muy valiosos. Al paso que requerían las dificultades del abad, nos enfrentamos a los distintos tramos de peldaños que conducían al último piso.
Por las precauciones que me dictaba para evitar unos tablones agrietados y por tanto inseguros, o porque nos enfrentábamos a un tramo de barandilla peligrosa, ascendimos fatigosamente a través de las distintas plantas, descansando en los rellanos al principio y cada pocos escalones al final, porque así lo demandaba mi abad y porque la pendiente era más dolorosa en los últimos tramos. Alcanzamos la parte superior del edificio, el tambor de la cúpula, que era a su vez colofón de la biblioteca. Me pareció un espacio muy amplio aunque vencido por la decrepitud. En su centro se abría un enorme círculo, concéntrico con el perímetro de su base, por donde se filtraba la luz hacia los pisos inferiores. Durante las tempestades, el salpicar de la lluvia llegaría hasta las plantas bajas. Verdaderamente, el deterioro de los muchos años de abandono aconsejaban su reparación.
La techumbre había cedido en parte, por el furor de intemperie y las aguas de primavera. Al norte se amontonaba un revuelto de pizarras y deshechos vegetales, un hundimiento parcial que se habría producido por el desmesurado peso de un nido de cigueñas. También habían desaparecido los alabastros de las ventanas, ahora cegadas para prevenir los estragos del viento. Los restos, diminutos, destacaban entre numerosos maderos que habían entregado su alma a la carcoma. Las transparencias se habían rendido a una fiebre de vahos blancos que degradaban su luz y la convertían en opaca. El abad me advirtió que nos encontrábamos donde se coronaba y unía el conjunto de las estancias destinadas a los libros en los pisos inferiores, y me confesó que el abandono se debía a su situación alejada y el difícil acceso. Después excusó las reticencias de los monjes a subir hasta allí, por la dificultad para orientarse entre los pasillos y las salas, un verdadero laberinto a ojos del neófito, que requería demasiado tiempo y por tanto impedía la Estricta Observancia, regla a la que estaban obligados por la superior calidad de sus votos. Conocedor además de mis oficios, que me convertían en carpintero y albañil con destrezas varias, el abad me confió que los desperfectos eran tan vastos que las lluvias entraban con generosidad. Su filtración hacia los niveles inferiores amenazaba con arruinar los saberes de algunas salas muy valiosas. Encomendar las reparaciones a un converso parecía más afín a las normas de la orden. Aunque se aceptaba el ejercicio físico para preservar a los monjes del ocio, se prefería el estudio de los textos bíblicos y la lectura de las piedades de los santos.
Trabajé en soledad, porque era esencial respetar la quietud de lo sagrado, y ajusté mis esfuerzos al capricho de unos planos que me encomendó el abad y que no supe interpretar más allá de lo aparente. Recuerdo que la grafía era antigua, con adornos desconocidos para mí, y que se abocetaban algunas figuras que me parecieron profanas y de muy difícil justificación. Entendí que entre cada ventana se alzarían siete hileras de estantes perpendiculares al perímetro de la base. Consulté al abad por la discordancia de los planos con las formas habituales de las bibliotecas, y me confesó que no existía tal discrepancia, porque nuestra biblioteca era heptagonal en todas sus plantas. La integración en la obra del monasterio y los anaqueles hasta el techo dificultaban esta apreciación en los pisos inferiores. Tampoco él comprendía un remozado excesivo para la pobreza de la orden, pero su ilustrísima precisaba que las ventanas se orientasen según unas rutas trazadas por nuestro Señor en el firmamento. Acaté las palabras de mi abad y emprendí la tarea en lo que recuerdo como un derroche de fortaleza que apenas reconozco en mí. Durante semanas los monjes subieron madera, piedra, argamasa y cuantos materiales fueron precisos. Pronto derruí lo inservible y alcé lo nuevo, para sanear los desperfectos y orientar la luz según se me habían encomendado. Las ventanas ocuparon una nueva disposición, más amplia y eficiente, que cubría casi todo el espacio entre las estanterías dedicadas a los libros. La biblioteca ganó en luminosidad.
El obispo repitió su visita y expuso a nuestro abad los planes de la Iglesia para burlar un destino que parecía trazado. Fuí requerido por su ilustrísima, que me felicitó por la diligencia que había mostrado en el desempeño de mis obligaciones. Después me excusó de todas las labores monásticas, a excepción de las demandadas por mi servicio al cuidado de la cúpula. Aseguré que serviría fielmente a mi cometido. Me disponía a retirarme cuando el abad apuntó que acaso fuese oportuno mi conocimiento de los planes del obispado. Se me preguntó si conocía el mal negro y asentí porque todos conocíamos sus efectos. Su ilustrísima me confió que las autoridades eclesiásticas habían confirmado que la enfermedad, desatada en territorios impíos, se expandía hacia las tierras iluminadas por la fe. El Santo Padre, preocupado por la devastación arrastrada por la plaga, había ordenado que se movilizase todo el saber de la cristiandad. Los teólogos aconsejaron la oración y la prácticas caritativas. También se oficiaron misas donde ardieron fuegos aromatizados con el incienso de la Epifanía, y se trasladaron algunas reliquias incólumes a las poblaciones fronterizas, en la confianza de que su aura aliviaría la desesperación de los fieles, sobrecogidos por la mortandad que arrasaba las ciudades y los campos. Ni siquiera los fragmentos de la Cruz Santa o las aguas donde el Salvador recibió su bautismo mostraron eficacia para oponerse a lo que parecía un castigo por los pecados del hombre.
Pronto se estimó que la oración y los actos misericordiosos no bastarían para derrotar a nuestro enemigo, y se buscó en las bibliotecas del Papa, donde millares de libros atesoraban el saber de la cristiandad. Hasta que se encontró el modo de invocar una presencia sagrada. La criatura, mencionada en textos apócrifos durante el éxodo egipcio, se caracterizaba por el resplandor de su pureza y por su capacidad para anticiparse a la maldad, que en su presencia simplemente transmutaba a humo. Un padre evangelizador había estudiado en sus viajes algunos indicios que apuntaban a la verdadera naturaleza de aquel ser, cuya existencia se había constatado reiteradamente en los confines remotos. En un pequeño glosario de prodigios naturales, había consignado las distintas pieles con que disfrazaba sus apariciones, así como los detalles requeridos para su invocación. El obispo me entregó un libro que descansaba sobre la mesa del abad, desapercibido para mí hasta ese instante, y me recomendó su atenta lectura, por cuanto la obra realizada y la que habría de acometerse encontraban su justificación y conveniencia en aquellas páginas.
Leí el libro con veneración y respeto, por su carácter sagrado y por la obediencia debida a mis superiores. Comprendí que la ventanas debían alinearse según los puntos cardinales y supe que la criatura gustaba de todas las acepciones de la pureza. Requería aire limpio, aguas frescas y un entorno impregnado de sentimientos virtuosos. Geográficamente, nuestro monasterio cumplía todas las venturas exigibles, y los expertos consideraban que se satisfacían adecuadamente estos requerimientos. Por otra parte, una orden como la nuestra, dedicada al estudio y la oración, garantizaba una pureza superior a la materia mundana. Las vidrieras que cubrirían los ventanales atraerían el interés de la criatura y la obligarían a materializarse en nuestra presencia. Poco más se aclaraba sobre las obras, reservadas a las primeras páginas. Después se mostraban los secretos del plomo y el vidrio, que habrían de utilizarse profusamente. Me sorprendió la importancia de los colores empleados en las distintas piezas, que se ubicaban con absoluta fidelidad en las nervaduras que atravesaban la vidriera. Siete ventanas, sesgadas por siete nervios de plomo y decoradas con siete colores que habrían de disponerse cuidadosamente. Las ventanas y las nervaduras debían escalarse con cautela, hasta ajustarlas a la arquitectura escogida para su soporte. Los recovecos dibujados por las volutas del plomo me parecieron inquietantes, pero eran demasiado pequeños para permitirme una inspección detallada.
Interrumpí mi lectura por evitar que el afán de conocimiento alentase mi avaricia, y porque los modos de la orden me anticipaban que una excesiva iniciativa personal no sería bien recibida por mis superiores. Pronto solicité audiencia con el abad y pedí su permiso para iniciarme en las manipulaciones del plomo. Obtuve licencia para mis propósitos y se ordenó a los monjes que me facilitasen los materiales necesarios y asistiesen mi aprendizaje. El horno para fundir y las artes para tratar el metal llegaron pronto, para que contara con tiempo suficiente para adiestrarme en las distintas tareas que precisaría en mi nuevo oficio. Aprendí los rudimentos necesarios para mi labor con el libro y la guía de mis hermanos. Lentamente me familiaricé también con las industrias de vidrio, proporcionado en atención a mis peticiones. Acordé con los hermanos que las piezas se subirían ya cortadas, para que bastase con ajustarlas a sus nervaduras metálicas.
El abad me aconsejó cegar los ventanales, porque las luces de las vidrieras habían de liberarse de modo que confluyeran sobre el centro de la bóbeda en un orden preciso. También me entregó los moldes de arcilla para las nervaduras. Me advirtió de su extraordinaria valía y de la pulcritud de los artesanos que habían tallado sus bajorrelieves. La tablillas eran copia a escala de las del libro, que también se había copiado y se guardaba en las dependencias del Papa. El hecho insólito de que la copia se guardase entre los tesoros papales y que por el contrario el original obrara en poder del monasterio, se justificaba en opinión de los teólogos por la inferior calidad espiritual de la copia respecto al original, y por la devoción de la criatura hacia los rasgos manifiestos de la pureza. Aprecié que los nervios se ajustaban con exactitud a lo dibujado en el libro y que los colores se especificaban claramente diferenciados, inscritos entre las formas de las piezas. Rojos, azules y amarillos se combinaban en figuras difíciles de concretar.
Cada noche, mientras escuchaba el rumor de las últimas horas, redactaba mis peticiones a los monjes, ya de vidrio o de lignito para los crisoles del plomo, y me retiraba a un apartado donde un tosco jergón acogía mi descanso diario. Los primeros días escuchaba los oficios santos y el rumor del trabajo, donde los copistas y los estudiosos pugnaban por mejorar su saber. A veces se oía el aboroto de los campesinos, que llegaban para ofrecer lo poco que rendía la tierra. Me sorprendió la gozosa visita de peregrinos que eran hermanos de otras órdenes, y de buhoneros que a veces solicitaban albergue. Lentamente sentí la lejanía del mundo y me abandoné al trabajo en las vidrieras.
Al enfrentarme al dibujo de las nervaduras a tamaño natural, me sorprendió la geometría adoptada por las formas del plomo, tan suaves e inquietantes que me hundieron en la angustia del arrepentimiento. Me sorprendía que nadie hubiera reparado en la inusual disposición del entramado que fijaba los diferentes vidrios, como si el futuro estuviera predefinido o la vida vivida fuera un espejismo. Procuré alejarme de la tentación y me concentré en lo que se requería de mí. Apenas disipados mis temores, se me reveló el nombre de la criatura y supe que los unicornios son animales que adoptan formas variadas, que viven entre el silencio y se desvanecen en la oscuridad. Almas nobles que temen al dolor, del que se cuidan y protegen. En su faceta carnal se muestran solitarios y muy esquivos, siendo su captura particularmente difícil. También comprendí que el unicornio que escapa de un sueño se oculta pronto, quizás en otro sueño.
La primera de las tablillas se completaba en el libro con un texto que describía la existencia del unicornio en los mares del norte, al amparo del hielo y las auroras boreales. En esas latitudes adoptan una forma similar a las ballenas de la zona, por un milagro de metamorfosis. Sus aletas pectorales son cortas y sirven de timón para la navegación entre los témpanos coagulados, la aleta caudal es fuerte y plana, definida para arrancar el movimiento de las aguas rígidas o surcar el océano abierto. Los delata el largo cuerno frontal que sobresale en su apariencia corpórea. También se afirmaba que en sus encuentros fingían no verse, por timidez y por ser la única costumbre que recordaban. Los habitantes de estos mares helados los conocen bien, porque son difíciles de avistar y regresan cada temporada. Por la observación y el saber de los pescadores viejos, se sabía que vagan entre los témpanos helados y se sumergen durante caprichosos períodos de tiempo. Hasta que por alguna razon se alejan para siempre. Se suponía que pronto se encarnaban en una vida distinta. Provisto de cuanto requería para acometer la tarea, me encomendé a mis nuevas destrezas e inicié la colocación de los vidrios, siempre guiado por los minuciosos planos de las nervaduras que fijarían el lugar de cada color. Me sorprendió el resultado, de tonalidades azules, que representaba a una ballena boreal con un larguísimo cuerno en su cabeza.
El texto de la segunda tablilla advertía que los unicornios suelen encarnarse en el ciervo de colores tatuados, porque gustan de los parajes bajo las cumbres, donde confluyen los elementos primordiales. Parece allí que el aire y la tierra arremetieran en una catástrofe de colores terrosos, níveos y celestes. Los unicornios buscan el centro de ese caos e invocan con su presencia un equilibrio. Son entonces inmortales y mágicos, porque ven todo y comprenden lo imposible. Viven en un universo trabado con destinos y palabras, donde los vientos puros inspiran la comprensión del azar. Me apliqué a la labor con las nervaduras que debía situar sobre la ventana, y engasté los vidrios en los espacios señalados. Cuando concluí la composición de la vidriera descubrí que representaba un ciervo de bellísimos colores. El color del conjunto era de un lascivo violeta
En la siguiente tablilla, el misionero afirmaba que por lealtad a su espíritu inmaculado, los unicornios se ubican a veces en el cuerpo de los insectos, prestándoles una apariencia acorazada y temible. Piensan que viviendo de este modo tan próximo a la tierra cumplen penitencia por su creación. Se mueven pesadamente, se confunden entre las hojas y sufren el acoso de las lombrices y los parásitos de la madera, pero jamás se doblegan al desaliento y siempre protegen a sus anfitriones. Suelen acompañar al insecto hasta su fin, que presienten por anticipado, aunque obedezca a una lucha por la supervivencia. Poco antes del instante decisivo, los unicornios se despiden con un susurro de gratitud y abandonan a quienes le ofrecieron hospitalidad, para no turbar la llama de su último aliento. Me agradó su color verdoso, que variaba entre el turquesa y los olivos.
En la cuarta tablilla imperaban las tonalidades anaranjadas. Se descubría en el libro que los unicornios también se ocultan en la espesura de las selvas meridionales. En pasajes singularmente sombríos, incluso se previenen con un cuerno adicional que les presta una fiereza de otro modo imposible. Viven en manada y gustan de exhibiciones de fuerza contra enemigos que intuyen tras cualquier arbusto. Su miopía perfecta les impide discernir la realidad, así que arremeten hacia cualquier olor alzado en amenaza. Lagartos y monos escapan despavoridos ante su furia, no por ciega menos peligrosa. Tampoco los grandes gatos desafían su enojo, que imaginan como un trueno invencible. Afortunadamente, los unicornios se extravían en su ceguera y arremeten contra el vacío. Se detienen en seco, barruntan una amenaza y se retiran con un galope roto por la continua vista atrás. No suelen permanecer mucho en este estado y adoptan modales menos toscos. Prefieren la vida tranquila y las palabras dulces.
Una tarde el abad reclamó mi presencia para advertirme que el humo de mis crisoles y los vapores del plomo entorpecían la labor de los monjes. Incluso se habían recibido quejas de ilustres visitantes que accedían a la biblioteca en busca de un saber esquivo y malograban su búsqueda por repentinas sofocaciones que recomendaban el beneficio de un lugar apartado. Me recomendó el trabajo nocturno y que liberase las ventanas de sus protecciones, para que los aires arrastraran los miasmas del metal y los monjes pudieran encomendarse a sus obligaciones sin lágrimas que enturbiasen sus lecturas. El hermano bibliotecario que me había asistido hasta entonces quedaría relevado de subir a la cúpula, en atención a su avanzada edad, y se nombraría a otro nuevo hermano para reemplazarlo. Más joven, como demandaba la naturaleza de sus obligaciones. Me atreví a solicitar el permiso del abad para leer algunos libros de las plantas inferiores de la biblioteca, que pudieran servirme de inspiración para las largas horas del invierno. Regresé a mi lugar en las alturas y me sumergí en la orfebrería de los plomos y los vidrios.
Los comentarios del misionero eran más extensos para la quinta tablilla. Narraban su periplo, guiado por presentimientos y certezas sólo atribuibles a la inspiración divina. Algunas escrituras antiguas coincidían en que raramente los unicornios se convierten en el caballo de las cumbres. Bajo esa apariencia respiran el aliento de su infancia y son un eco perdido, acaso una ausencia lejana. Desafian al viento y contemplan la niebla, galopan por los valles y endurecen el hielo de los lagos. No sienten el frío ni la ventisca, porque definen un nuevo camino sobre el mar de los azares. Pueden gozar del anonimato, que los convierte en invisibles y les permite viajar de incógnito. En los bosques, entre las cosechas, por las calles de las aldeas, caminan sobre el barro dormido y resuenan sus pisadas. Siempre parecen un animal que escapó de alguna parte, que tendrá algún dueño, que obtendrá paso franco porque es un espíritu libre. De ser descubiertos en las proximidades del pueblo, el revuelo de su presencia atrae a cazadores profesionales. Se les persigue por su cuerno, que brinda protección contra los venenos y las enfermedades, y se consume en forma de polvo, preferiblemente en una copa hecha del mismo material. Por obtener este remedio se pagan cifras astronómicas. Simbolizan la virginidad, por lo que su caza se simplifica mucho cuando se usa una joven virgen para atraer y amansar a la criatura. A veces brilla su cuerno, y es entonces cuando adoptan el color blanco que se les atribuye y resplandecen entre la bruma, una cualidad que también los acompaña sin que se conozca muy bien de dónde procede. Apilé la tablilla junto a las otras y me pareció que sus amarillos destacarían con las luces de la aurora. Representaba a un unicornio que se aparecía a una princesa a la entrada de una cueva.
La sexta tablilla, rojiza, me mostró que los unicornios también se ocultan en formas más sutiles, a menudo en modos incorpóreos que les sirven para recuperar su naturaleza alegre. En estas formas inmóviles se confunden con la rutina de las horas y pueden permanecer sobre una mesa apartada, en un estante, incluso entre dos libros, tanto como dispongan la eternidad y el destino. Se conocen algunos casos de unicornios sorprendidos por un cataclismo doméstico, una inundación o un fuego irreductible, que mudaron de identidad con una premura insensata y se realmaron donde ya existieron antes, con el perjuicio que esto supone para la vida de los unicornios, obligados a repetir su historia desde ese instante. Esta tablilla no mostraba un perfil definido, aunque abundaban las sugerencias inducidas por la viveza de sus colores.
Por fin, los añiles de la última de las tablillas me mostraron que los unicornios sufren una debilidad por el dibujo y la sutileza del color. En sus períodos inmateriales, buscan entre los tratados de las viejas bibliotecas, tras la soledad de los desvanes y sus cofres de reliquias olvidadas, hasta que encuentran un esbozo perdido, un trazo diestro, una sombra bien formada, donde al instante se instalan para mimetizarse y fundirse con el alma de un artista. No permanecen entre estos cuerpos perfilados más que lo imprescindible para atesorar nuevos bríos que sustenten su búsqueda, porque la belleza extrema pronto satura su delicadeza y altera su quietud. Peor suerte les aguarda de adentrarse en la pintura, ya sea entre las obras concluidas o tras los caballetes donde se ultiman los trabajos. Los colores abigarrados turban su juicio y sucumben a un delirio del que sólo escapan después de abandonarse a la pereza. Renacen envueltos en las esencias de la luz y su galopar se torna libre y fácil. Pronto reuní esta tablilla con sus hermanas y solicité una entrevista con el abad, para comunicarle que había finalizado mi labor.
Concluida la obra, que no fue breve ni sencilla, el obispo ordenó llenar de libros los anaqueles. Varias semanas tardaron los monjes en subir los cientos de volúmenes, que llegaban en caravanas desde lugares distantes. Se acomodaron en los estantes y rellenaron el vacío con la presencia de los autores lejanos. También se reservó espacio para manuscritos, papiros y toscas letras talladas sobre la pura piedra. Todo impolutamente conservado, todo certificado en su originalidad. Pronto vagué entre los estantes que yo mismo había construido y me deleité con lecturas que despertaron mi fervor. A veces empleaba el día en la mera revisión de los títulos que destacaban en el lomo de los libros. Paulatinamente me aparté de las penurias del mundo para estudiar las escrituras. Gocé con los relatos sagrados y sentí el dolor de los mártires, escuché la voz de los anacoretas y me adentré en los secretos de la oración. Entretanto, en mis sueños la criatura aparecía en su forma más pura, un animal blanco con cuerpo de caballo, barba de chivo, patas de ciervo y cola de tigre, que portaba un cuerno espiral sobre su frente, recto hacia delante.
El día de la consagración vinieron señores de tierras distantes, henchidos por el boato de la corte y la arrogancia de la nobleza, con sus sirvientes y sus guardias acorazados, que esperaron a la puerta de la biblioteca porque en el interior los huéspedes nada habían de temer. Subieron envueltos en el rumor de la piedad y llegaron hasta el tambor de la cúpula, donde yo esperaba como era mi obligación. El obispo, acompañado del abad, explicó que se había alterado la disposición de los ventanales según las indicaciones facilitadas, y que la mejora había concluido con unas vidrieras cuyos planos se debían a un padre evangelizador, ya difunto y próximo a la beatitud. Incluso los teólogos reconocían que las limosnas de los fieles se habían invertido juiciosamente.
Los señores alabaron el buen discurrir de su ilustrisima y dieron por bien empleadas sus caridades. Por sugerencia del abad se me encomendó el mantenimiento de aquel espacio sagrado, por mi condición de converso y por el buen hacer que había mostrado en cuantas labores se me encomendaron con anterioridad. Accedió el obispo y quedé orgulloso de mi cargo. Después, concluidas las formalidades, el abad esparció las aguas benditas y me ordenó que retirase los maderos que cegaban las vidrieras. Me apliqué mientras la comitiva descendía hacia la planta baja.
La primera vidriera proyectó sus colores en el aire de la bóbeda y con el verde llegó la envidia, que liberó su demonio entre la luz. En las plantas inferiores de la biblioteca parpadeó un destello de hierbas silvestres, de mentas y ovas estancadas. La segunda luz, violeta, inundó el aire con las insinuaciones de la carne y mostró un diablo lascivo que adoptó la forma de una serpiente. Siguieron las siluetas amarillas de la gula, con su sabor de especias que impregnaban todo con su aroma apetecible, y los rojos de la ira, con sus amenazas y sus crímenes. Cuatro diablos bailaban entre las luces. Liberé la quinta y la sexta de las imágenes, con sus arcángeles malditos que se añadían a la danza de los fulgores. Por fin el séptimo demonio se sumó al baile de los diablos en el cielo de la biblioteca. Sentí que descendía al abismo de mis infiernos. Más abajo, la nobleza se arrepintió de su miseria pecadora, los soldados que aguardaban a sus señores se sintieron morir a hierro y los campesinos revivieron la miseria de su fortuna. Con cada color, con cada pecado, una luz se extinguía en sus almas. Sintieron la amargura de perderse a sí mismos y la tristeza de confundirse con la nada.
Todo coincidió en una amalgama de iris, como gotas de agua en la tormenta, donde los matices se desvanecían y conformaban nuevos brillos. Se esparció una fragancia acre y dulce, placentera a los sentidos del gusto. Entonces lo ví. Allí, en el vacío, desplegando un fulgor que cegaba los sentidos. Supe que era un unicornio con toda la certeza de mi alma. La invocación había desplegado su magia y la criatura se mostraba en su verdadera esencia. Me sentí limpio y me sentí bendecido por aquella luz que derrotaba a los demonios, vislumbré el misterio de la santidad y encontré la semilla del pecado en el espíritu del hombre. Bajo mis pies, en los pisos inferiores, un fulgor impoluto se adueñaba de los libros y de sus custodios los monjes. El obispo, mi abad y los señores se confortaron con una misma purificación y una misma insignificancia ante lo diáfano. Siete luces se fundieron en una luz purísima.
Lentamente se retiraron las autoridades y los monjes que nos visitaban para la ceremonia, en su mayoría prelados venidos de muy lejos. Permanecí aquí, encomendado al mantenimiento de lo que había restacado del olvido. Con la anuencia del abad leí cientos de libros y me extasié con la belleza de las palabras antiguas, donde padres de reconocida autoridad comentaban las escrituras o discutían la naturaleza de lo divino. Libros de oratoria, de filosofía, de doctrina y recomendaciones piadosas, con la sobrecogedora belleza de sus ilustraciones y las mejores caligrafías de la época. Vidas de santos y agonías de mártires poblaban buena parte de los anaqueles. Herboristería, jardinería, oficios y cómo descuartizar un cerdo y obtener sus beneficios también encontraban su lugar. En un apartado concedido a obras de dudosa moralidad, me entretuve en algún volumen estigmatizado por indicios de herejía, y otros que versaban sobre ingenios mecánicos y manipulaciones de algebrista. Hasta que oí voces que llegaban desde las fronteras orientales.
Llegó el mal a las puertas de la biblioteca y el mal se detuvo y retrocedió ante la inocencia y el resplandor de la criatura. Continuaron los monjes con sus maitines y sus vísperas, arropados por esa luz que encadenaba los demonios, mientras se sucedían las estaciones y los velos del tiempo desplegaban sus fantasmas del olvido. Algunos hermanos alcanzaron longevidades inimaginables y otros rindieron su espíritu antes, quizás porque una duda enturbiara su fe o porque un ángel reclamase sus bondades, pero todos mantuvieron la alegría hasta sus últimas horas. Cualquier existencia tiene conclusión y el cementerio se pobló lentamente con las cruces de los monjes muertos. Otros novicios germinaron y otros abades administraron las rutinas del monasterio, hasta que las guerras y nuevas políticas del obispado acercaron los monjes a la corte y convirtieron la biblioteca en un lugar de peregrinación. Seguí mi vida en la última planta, descendiendo a los pisos inferiores cuando requería alguna lectura que mitigase mis tristezas, y ocupándome en la conservación de las vidrieras y los libros.
Ya nada queda de la aldea próxima, de las lápidas donde reposan mis compañeros de juventud o de los resplandores que me mostraron la criatura. Ahora sobrevivo con las limosnas de los peregrinos que cruzan el paso entre las montañas y recalan en este monasterio abandonado. Nunca me falta el sustento, que es único y parco, como siempre correspondió a mis votos. Apenas recuerdo el rostro de mis hermanos, ni del abad o el obispo, pero a veces las estrellas confluyen de cierto modo y la luz se filtra en un ángulo bendito y preciso. Entre las tinieblas de la noche, una luminosidad polícroma invade el espacio entre los libros y el unicornio resplandece en mitad de la bóbeda. Alumbrando la oscuridad circundante, desafiando la quietud de las esencias preciosas, se perfila en una silueta de ballenas boreales, de ciervos tatuados y bestias que vagan por las llanuras, de indómitos corceles que desafían al viento y alumbran las tinieblas del mundo.
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