Mi padre aseguró que yo sería el señor de la mansión y las tierras, beneficiario de una rica herencia, tanto en efectivo como en valores extranjeros, que me permitiría vivir con dignidad hasta el fin de mis días. Añadió que Arnold era su criado, como su padre lo había sido de mi abuelo y su hijo lo sería mío. Insistió con determinación en este extremo y me remitió a unas cláusulas de su testamento, que establecían la pérdida de mi usufructo en caso de romperse los vínculos con el sirviente, verdadero depositario y custodio de mis bienes. Me intrigó esta insistencia en la relación con la servidumbre, y comprobé que en algunas disposiciones se me prevenía sobre una enigmática enfermedad y se detallaban unas normas de convivencia, de obligado cumplimiento, algunas de las cuales despertaron mi extrañeza. También se pretendía una disculpa plena para las faltas de ambos protagonistas del contrato. Me sorprendió esta reflexión más propia de la moral que del derecho, donde cada parte se obligaba a tolerancia con las debilidades de la otra. Sonreí ante lo que parecía la indisolubilidad del matrimonio y comprendí que yo sería el amo y por tanto la parte beneficiada. Incapaz de medir el alcance de mis actos, firmé el documento porque me pareció que sellaba un contrato ventajoso.
Mi vida se ha consumido entre la biblioteca, el dormitorio, la sala de música y otras estancias asignadas a mi persona. La jornada se inicia cuando Arnold me sirve el desayuno en la alcoba, siempre acompañado por algunos noticiarios que me informan de cuanto sucede en el mundo. Durante los primeros años los estudiaba con interés, buscando novedades que aportasen algo de entretenimiento a mi existencia. Ahora apenas les concedo unos minutos, más por costumbre que porque me reclame algún acontecimiento. Los jeroglíficos, las lecciones de ajedrez y la siempre trivial resolución de los crucigramas ocupan más de lo que sería mi deseo, pero lo disculpo porque no me reclama ninguna actividad urgente. Más tarde despacho la correspondencia de mis abogados, que me informan sobre la ventura de mis empresas y la gozosa solvencia de mi patrimonio. Nunca he conocido a ninguno de estos ilustres letrados, y supongo que nuestra relación ha de limitarse al género epistolar. Unas gacetas científicas me entretienen buena parte de la mañana. Después, asistido por el pertinente diccionario, estudio lenguas extranjeras. Tomo anotaciones y memorizo pasajes que me parecen significativos o simplemente bellos, por mantener ágil la mente y por cumplir con las disciplinas que fijan mi pensamiento a la realidad. Me vence la somnolencia y despierto con la diligente visita de Arnold, que me pregunta dónde deseo las viandas propias del mediodía. Debo confiar plenamente en mi sirviente, porque en las estancias no existen ventanas o tragaluces que me permitan distinguir entre el día o la noche. Sólo el rumor de la lluvia sobre los techos inalcanzables o el aullido del viento tras los muros amplísimos.
Mañana mismo impartiré instrucciones a Arnold para que retire las nuevas velas de parafina y las sustituya por la iluminación tradicional de velas de esperma, cuyas existencias administro celosamente porque sospecho que las ballenas son un bien escaso. Pasear por los corredores y las estancias con esa pestilente iluminación que oscila ante mis pasos me hace imaginarme como una odiosa sombra que perturba las tinieblas. También le reiteraré, y confío que sea la última vez, que sería de mi agrado que se procurase diligencia en retirar las hortensias que tanto parecen complacer su sentido estético, y las sustituya por mis orquídeas y rosas, que tan poco sustento consumen y tanto me alegran la mirada. Me consta que soy un hombre de gustos exquisitos, pero insisto en que se respeten mis deseos. Insistiré en que la esencia de un sirviente es obedecer a su amo.
También alegaré que el tiempo embalsamado perturba mis hábitos y le sugeriré que detenga algunos de los relojes antiguos, los únicos permitidos en mis aposentos. Me remitirá a otra de las cláusulas de nuestro contrato, que establece la imposibilitad de corregir la hora de estos ingenios mecánicos. Argumentaré que en su origen la cláusula obedecería a la pretendida exactitud de los círculos dentados, a lo preciso de todos los engranajes y la escasa fricción del movimiento preciso, como una garantía del fabricante que enorgulleciera a mi padre. Arnold se negará rotundamente e intentaré convencerlo sobre la necesidad de ajustar los relojes, desviados de la exactitud muchos años atrás y por tanto errantes cada uno en un tiempo sin referencias. Me resulta muy difícil mantener mis hábitos sin patrones temporales, y aunque procuro emplear en cada ocupación lo dictado por un latido interior que se fraguó por la costumbre y la necesidad, es fácil advertir la demora en mis diversas actividades. Tomo como referencia los quehaceres de Arnold para asistirme en mis cálculos, pero ya porque se entretenga inadvertidamente en alguna tarea o porque me distraiga con alguno de los libros de la biblioteca, mi atención languidece y pierdo el pulso que rige mis actos, con el consiguiente perjuicio para el hábito de la rutina.
Por fortuna me redime la diligencia de mi sirviente. Con sus hombros caídos, su levita desgastada y ese aroma de colonia rancia que parece comprada en la trastienda de una herboristería, me advierte de la hora excedida, del retraso que exige la compensación de una premura puntual. A veces, en el afán de conjurar una demora ya consumada, suspendo una comida o una cena, e indico que me contentaré con un simple refrigerio, servido de cualquier modo. Pese a su insistencia en que el comedor ya está dispuesto, con la cubertería y el cristal adecuado a las diferentes viandas, me mantengo firme en mi determinación hasta que accede y consiente en suprimir las formalidades. Nunca transige en una segunda comida apresurada. Antes de que pueda impedirlo apaga algunas las velas, de modo que pronto entorpece mi lectura y he de rendirme a sus pretensiones. Insiste en los tres platos de rigor, como si de este modo compensara mi frugalidad previa. Una vez satisfechos sus propósitos, retira la vajilla, me devuelve la iluminación y regresa a sus ocupaciones.
Tras desobedecer mis órdenes, Arnold se disculpa más por la costumbre de su oficio que por devoción a mi persona, y por supuesto atribuye su intolerancia a alguna de las cláusulas de la herencia. También aprovecha para recordarme los años que pronto se cumplirán desde la firma de nuestro compromiso, y que por supuesto se mantiene la prohibición de abandonar mis estancias. Nunca he comprendido el placer que encuentra en mortificarme con el amargo paso del tiempo y la continua evocación del documento que subscribimos en la juventud, pero lo admito como una compensación por el vasallaje que le corresponde en la vida. Suelo despedirlo con un gesto y brevemente sucumbo a la nostalgia, sin que ningún sosiego alivie los pesares que atormentan mi espíritu. Permanezco abstraído en mis pensamientos, murmurando las cláusulas del contrato que memoricé por mis sucesivas relecturas, como si ignorase la imposibilidad de escapar a mis responsabilidades. Claramente se establece que Arnold, verdadero propietario de la herencia, es el guardián de mis pasos y debo someterme a su estricta vigilancia. El patrón de un tiempo embalsamado regirá mis actividades diarias y solo al sirviente se le autoriza a gozar de mi compañía, sin menoscabo de algunas visitas puntuales para aliviar la soledad. En cuanto al mal que aflige a mi familia, se me impone la exigencia de discreción y se encomienda a Arnold la custodia absoluta del secreto. El confinamiento en el hogar, entendido como aval de mi silencio, está garantizado por la presencia de mi sirviente. Alcanzada esta certeza irresoluble, me redimo interpretando al piano algunas piezas clásicas, que alivian mi alma y me devuelven la paz.
Parece innecesario insistir que Arnold es aproximadamente de mi edad y que heredó el servicio de su padre, que lo había heredado de su abuelo, y así sucesivamente, sin que los libros familiares expliquen esta costumbre más que con una referencia a los inconvenientes de una herencia que en realidad era más un depósito. En las crónicas de nuestra familia se insiste en que los Arnold se remontan a una estirpe tan lejana como la nuestra y que siempre nos han brindado su servicio, prorrogando el mismo acuerdo primigenio que se transmite a través de las generaciones. Naturalmente el contrato suscrito entre Arnold y yo es copia fidedigna de este original, al que sólo restaba fechar y rubricar, habida cuenta de que las cláusulas eran iguales y ya se habían alterado los nombres de las partes contratantes. También me sorprendió que mientras mis antepasados cambiaban de nombre, aunque mantenían el apellido, Arnold era siempre Arnold, sin complementos o matices diferenciadores. Solo Arnold, como si eso bastara para justificar su existencia. No presté la debida importancia a estos detalles esclarecedores de mi destino, y continué disfrutando de mis estudios y de la compañía de mi padre, que me ilustraba en los secretos del conocimiento y la vida.
Los placeres exquisitos que me prometía golosamente antes de tomar posesión de mi legado, y el hecho de que por aquel entonces Arnold sólo era para mí un nombre sin realidad física, me persuadieron durante algún tiempo de que la plenitud me aguardaba al cumplir la mayoría de edad. Me consagré a los estudios que forjarían mi competencia al timón de las empresas familiares y restringí mi solaz a las veladas que compartía con mi padre en las estancias nobles. Los aposentos de la servidumbre, los establos, las cocinas y otras dependencias menores se reservaban para nuestro criado Arnold y su primogénito, también Arnold, que habría de servirme en el futuro. Sólo vislumbraba su existencia por el esporádico interés que mi padre mostraba al preguntar al sirviente por su hijo, que al parecer vagaba entre los huertos, el aserradero y los bosques cercanos.
El día en que cumplí la mayoría de edad disfruté de una sencilla cena en compañía de mi padre. Después nos dirigimos al salón de los caballeros, donde Arnold nos sirvió sendas copas de un licor fermentado en tierras muy lejanas, y tras solicitar el permiso de mi padre, invitó a pasar a su hijo, que me alarmó por su colosal envergadura y la apariencia desgarbada y torpe de sus movimientos. Parecía mucho mayor que yo, tan anciano como su propio padre, aunque reconozco que mi inexperiencia del mundo me concede pocas facilidades para atribuir una edad a un rostro. Tras las formalidades usuales, nuestros padres delimitaron los espacios exclusivos y los comunes dentro de la mansión, lo que pareció natural porque coincidían con el uso y la costumbre. Se reservó una sala para juegos, porque se consideraba que debíamos curtirnos en el arte de la lucha, y se nos animó a que nos preparásemos para competir. Recuerdo que me sorprendió la relación de fuerzas que se imponía a nuestros ejercicios. A mí se me exoneraba de todas las brusquedades y desconsideraciones del juego, mientras que Arnold aceptaba límites respecto al vigor que le era lícito emplear. Debía ser comedido y prudente, así como ceder sin oponer demasiada resistencia, aunque tolerando cierta rudeza. La primera vez que se cruzaron nuestros juegos comprendí que esta regla me protegía de mi oponente. Arnold escapaba a mi acoso con la facilidad de quien escapa de un niño, como si mis tentativas por atraparlo apenas le supusieran la defensa ante un bracear torpe y sin intención.
Muchas veces luché con Arnold sin que tuviera éxito en mis esfuerzos. Me empleé por igual de manera noble y sucia, sin mas cosecha que un mismo fracaso, y sólo en dos ocasiones tuve un verdadero contacto físico con Arnold. La primera vez fue en una rápida inmovilización, que por supuesto sufrí yo, y la segunda fue una especie de baile que ejecuté sujeto por las manos y casi alzado en el aire, al ritmo impuesto por la frenética danza de mi sirviente. En ambas ocasiones percibí un cuerpo fibroso y frío, como desarticulado y ajeno a las complexiones naturales. Recordé a los insectos, quizás a las arañas. Nada puedo añadir, porque no todo es constante en mi recuerdo y a veces olvido en favor de otras memorias mas gratas. Sirva a mi disculpa que las presencias del alma ocupan un lugar de privilegio en el corazón de quien fue educado en una condición excelsa, y que mis primeros años con Arnold forman parte de ese mundo antiguo que se desvanece en mi memoria, enferma del mal que desde siempre ha enturbiado mi juicio. Arnold insiste en su carácter incurable, pero exagera sus preocupaciones sobre mi salud.
Las crónicas familiares que estudié para conocer los orígenes del contrato que me unía a Arnold, no sólo me informaron de que la pureza de nuestra estirpe se enraíza en los mismísimos orígenes del tiempo, sino que también me previnieron sobre una displasia de la sangre que me aquejaría en el futuro. Promovidas por algunos de mis antepasados, diversas investigaciones rindieron la certeza de que la génesis de nuestro mal obedecía a una irreversible infección de los tejidos, causada por un parásito que sobrevivía en las vísceras de ciertos monos tropicales, y sorprendente también en el dispar mundo de los batrácios. La piel de algunas ranas y tritones venenosos servían de asiento y despensa a las microscópicas larvas del parásito. Un accidente de la evolución les procuró mejor acomodo en el tracto digestivo de monos que habían encontrado en las arcillas silvestres el antídoto adecuado al veneno de los anfibios. Inmunizados de este modo, los monos sobrevivían a la invasión de los parásitos, que supieron encontrar los mecanismos biológicos para colaborar con su huésped y encontrar el beneficio mutuo.
El primero de mis antepasados, quien inicia el relato de las crónicas familiares, describe unas ruinas que encontraron inesperadamente al adentrarse en la selva, durante una expedición financiada por intereses que tenían como propósito la búsqueda de tesoros y el estudio de la flora local. Destacan los pasajes relativos a un templo abandonado, con dependencias donde el lujo aún sobrevivía entre el fulgor de los objetos inmemoriales y mazmorras donde se hacinaron los esclavos y las bestias. En el centro de aquel paraje abandonado destacaba un pozo que parecía fijar el conjunto arquitectónico. Lejos de aliviar los períodos de sequía, anticipaba el descenso hacia las interioridades de la tierra. Una larguísima escalinata se retorcía en espiral, como un taladro que se adentrase en el subsuelo, y desembocaba en el corredor de acceso a una cripta en cuyo interior hervían tres pozas de aguas purulentas, abiertas sobre los vértices de un triángulo inscrito en los mármoles del suelo y enmarcadas en un óvalo de deslumbrante piedra azul. Formando un óvalo concéntrico a este primer óvalo, unos bancos regularmente espaciados se acoplaban a las paredes laterales y servían a la meditación y el descanso de quienes bajaban hasta la cripta. El deterioro parecía irreversible, se apreciaban frescos arruinados por el verdín de los mohos y piedra corrompida por los perniciosos efectos de la humedad. Aunque aquellas charcas infectas eran una espesa sopa de parásitos, sospecha que se confirmó al analizar las muestras obtenidas, ninguno de los expedicionarios padeció mal alguno, excepto mi antepasado, que por circunstancias imprevisibles sufrió la mordedura de un mono que había convertido en su espacio el brocal del pozo. Fiebres altísimas, dolores articulares y alucinaciones que debilitaban rápidamente su salud, aconsejaron encomendarlo al cuidado de los nativos en una aldea próxima. Dos años después, mi antepasado retornaba a la civilización, asistido por el primer Arnold, que lo había cuidado en su lucha contra la enfermedad y sería su sirviente para siempre.
Apenas me venció la primera de mis neuralgias, comprendí su relación con el mal que aquejaba a mi familia. Era un dolor aterrador, que inundaba la mente y me sumía en la desesperación. Me precipité hacia los libros de la biblioteca y descubrí que los síntomas de nuestra enfermedad sólo se encontraban parcialmente descritos. Algunos informes médicos, de los que sólo se conservaban fragmentos, describían temblores, palpitaciones y otros síntomas que se prolongaban durante largos períodos de tiempo. El sonambulismo era un efecto añadido y suscitaba el recelo de los especialistas, porque el enfermo mostraba un vigor desproporcionado y un frenesí de los sentidos propio de la enajenación profunda. La enfermedad cursaba de modo difuso, con períodos agudos donde el paciente era intratable y otros más benignos, aunque no exentos de riesgo. Se desconocía cura o alivio para los violentos efectos sobre la conciencia y la percepción de la realidad, por lo que se recomendaba el confinamiento preventivo para minimizar las consecuencias de una demencia irreductible. También se describían algunos consejos para distanciar las sucesivas recaídas y para minimizar su intensidad. Después de otras muchas recomendaciones que ahora parecen banales, se confiaba en la solvencia de nuestra fortuna, multiplicada tras la expedición con la venta de una escandalosa remesa de diamantes, y en la inquebrantable lealtad de Arnold, obligado por una suerte de conjuro tribal cuya vigencia se transmitía de padres a hijos.
Atendido en mis necesidades, los años se han deslizado de un modo apacible. Entre mis libros, con las partituras que tanto gozo me procuran, atareado en retener un conocimiento tan vasto que acaso se confunda con soberbia. Siempre a mi lado, Arnold ha procurado satisfacer todos mis caprichos con una diligencia modélica. Por mi parte no caben más reproches que los derivados de una convivencia tan estrecha. Agradezco que me proporcione los lujos y refinamientos de un mundo que me está vedado. Los mejores vinos, sin importar la lejanía de las bodegas de origen, y los manjares reservados a la nobleza, preparados por cocineros que nunca conoceré. Reconozco que en compañía de mi sirviente he vivido años de eufóricas lecturas, de sufrir con los poetas proscritos, de revivir a los clásicos y ahondar en los orígenes. Afortunadamente me recupero bien de los aterradores ataques de migraña, que son como un vacío sin recuerdos. Los cuidados de Arnold y una fortaleza vital que considero admirable, me devuelven pronto a una realidad renovada y limpia. Así transcurren mis horas, excepto cuando me esclaviza el deseo, un síntoma previo al terrible ruido que inunda mi mente. Arnold se apresura entonces y me proporciona compañía femenina para mitigar la soledad que aflige mi alma. Las mujeres más bellas, o las que considera dignas de complacerme, porque en esa materia siempre me consideraré inexperto. Perfumadas y vestidas con las mejores sedas de oriente, Arnold las conduce hasta la galería de las pinturas, donde se encuentran conmigo. Me acompañan frente a la severa presencia de mis antepasados y bromeamos sobre los atuendos antiguos y las modas del ayer. Luego, al compás de la migraña, me desvanezco en sus brazos y pierdo el sentido de la realidad. Supongo que estalla el ardor de los amantes y me brindan un placer inconcebible hasta el amanecer, aunque nunca recuerdo lo sucedido durante la noche. Dormimos un sueño reparador y despierto en brazos de mi sirviente, que me dispensa los últimos cuidados. Supongo que habrá despedido y quizás pagado mi compañía, que jamás volveré a ver. Trasladado a mis aposentos por un Arnold para el que mi peso no significa nada, duermo un profundísimo sueño.
Supongo que la debilidad propia de los años también se habrá aposentado sobre Arnold, que habrá perdido gran parte de su vitalidad por el desgaste del tiempo. Aunque le concedo esta flaqueza, todavía lo percibo mucho más fuerte que yo, tanto que en ocasiones, tras algún gesto, quizás uno de sus movimientos pausados, siento esa misma chispa feroz que descubrí durante su infancia y juventud, cuando se permitía a nuestra relación una proximidad prohibida al alcanzar la edad adulta. En un detalle de mi recuerdo, adopto plenamente el papel de amo y mis exigencias ganan en concreción y rotundidad. Arnold obedece siempre que me limite a las cláusulas consignadas en el testamento. Solo cuando mi orden vulnera alguna de las fronteras preestablecidas, responde con un gruñido desaprobatorio. En algunas ocasiones, como al eludir el alimento, adopta una rotundidad tan enérgica que me intimida. Con el tiempo he aprendido a leer en el tono de sus gruñidos. Su determinación es máxima cuando pretendo acompañarlo en alguna de sus salidas al exterior de la mansión. Entonces me reduce con la facilidad de nuestros juegos infantiles y me descubro arrastrado a mis aposentos. Arnold me derriba sobre la cama, en atención a mi avanzada edad, y se desprende rápidamente de mí, que permanezco aturdido. Escapa con un portazo que me devuelve a la prisión de mis espacios interiores.
Me complace recrearme en la galería de las pinturas, donde los rostros adustos y las vestimentas pretéritas me contemplan desde un ayer muy lejano. Entre los cuadros, la presencia de mi padre es tan nítida que comparece para repetirme las clausulas sagradas que firmé cuando era un niño. Sus palabras resuenan en mis oídos durante horas, advirtiéndome como me advirtió, previniéndome como me previno, sumándose a una sucesión de retratos idénticos que me desvelan las miserias familiares. Recuerdo otros nombres y las principales efemérides de sus vidas. Uno había sido un venturoso explorador en tierras de fortuna y engalanaba su recuerdo con una colección de fabulosas aventuras, otro fue un tahúr de renombre en los círculos criminales de la época, y aunque sus tropelías cuentan con mi benevolencia, son inaceptables para una conducta supuestamente intachable. Lo disculpo porque no me corresponde juzgar el proceder de mis mayores, y porque estas consideraciones palidecen cuando Arnold me descubre desvanecido en la galería de las pinturas y me reanima con un frasco de sales que suele ocultar en su vieja levita. Despierto lentamente, siento su presencia y su olor turba mi pensamiento. Me explica que esos gemidos que escucho cuando me desmayo obedecen al funcionamiento de los fogones de la cocina, situada en una estancia próxima. Omite que nos encontramos a varios muros de piedra y sus ojos brillan con el fulgor que siempre he asociado a las palabras ambiguas. Observo su rostro con detalle, en busca de una mueca delatora, pero mi empeño es vano, porque permanece tan imperturbable como siempre. Lo miro muy de cerca, forzando su intimidad, con el pretexto de que contemplo la corrección de su atuendo. Arnold se mantiene inmóvil y algo inquietante me asusta, un suspiro que me sobresalta y convierte mi recuerdo en una sombra viva.
Pese al contrato que aprisiona mi fortuna, tengo a Arnold por un servidor valioso. Me incomodan sus pretextos banales y detesto cuando apaga las velas o profiere una letanía de recriminaciones, pero la devoción al contrato que rige todas las facetas de su vida me proporciona seguridad sobre las minucias cotidianas. También lo disculpo porque su carácter le impide comprender el desamor del hombre que se alimenta de odios antiguos, y porque lo siento unido a mí por una complicidad relacionada con el mal de mi sangre. Quizás lo comprometí en aventuras demasiado osadas y sea culpable de algún crimen perpetrado en mi nombre. Ahora, que la costumbre y la complicidad nos convierten en indisolubles, comprendo que haya encontrado dificultades para satisfacer mis placeres, aunque reconozco igualmente que en estos años no he hallado una razón para la queja. Arnold carece de familia, lo cual siempre he considerado un alivio, y no cuenta con obligaciones mundanas que supongan un obstáculo a su eficacia. Nunca aventura un juicio y jamás estima más posibilidades que las evidentes, lo que constituye una virtud que aprecio en su medida. Me congratulo de esta herencia de mi padre.
A veces soy su prisionero durante varias horas, aunque no puedo responder de cuántas por la ineficacia de los relojes y la absoluta ausencia de iluminación exterior. Arnold regresa en compañía de una desconocida que estimula mis horas vacías y luego, mientras naufrago en la oscuridad de mi locura, desaparece para siempre de regreso al pueblo por el sendero de la ciénaga, que es peligroso pero bien conocido. Una vez al mes me abandona durante tres días, para viajar a la ciudad y adquirir cuanto satisface la delicadeza de mis caprichos. Productos de ultramar y de confines remotos que jamás se encontrarán en la aldea. Insiste en emplear los días de luna llena para mejor orientarse si la noche lo sorprende durante el viaje. A veces temo por él, porque algunos aldeanos han esparcido rumores de bestias que vagan por los campos. Las supuestas víctimas suelen ser buhoneros, meretrices y peregrinos del bosque. Tampoco escasean los monjes o los soldados, a veces incluso sorprendidos en grupo.
Jamás se han encontrado restos de las supuestas agresiones, por lo que me inclino a creer que esas leyendas solo responden a la superchería popular. Aún así, comprendo que los aldeanos se protejan con los grandes perros que custodian sus viviendas, donde normalmente Arnold jamás se acerca sin despertar el ladrido de los animales, que saludan su llegada a la aldea y lo despiden con igual entusiasmo ladrador. Cuando se encuentra con alguien, se disculpa por el alboroto que despierta su paso desgarbado y, con su diligencia habitual, regresa a su obligación de satisfacer mis necesidades. Pronto, muy pronto, me presentará a mi hijo, de apenas unos días de edad, que será fruto de mi amor con alguna de esas mujeres que trae para que distraigan mi tristeza. Luego, años después, también me presentará a su hijo, que será torpe, desgarbado y prematuramente viejo, como su padre y su abuelo. Mi hijo jugará con él como yo jugué con su padre. Percibirá su fuerza y comprenderá sus límites, hasta que acepte la herencia cautiva y admita la placidez y serenidad de su vida. Las comodidades de las distintas estancias, la vastedad de la biblioteca y el acceso a todos los placeres exquisitos le corresponderán para siempre. Arnold heredará los sótanos, las dependencias de la servidumbre y las noches de luna llena para viajar a la ciudad lejana y satisfacer los deseos de su amo.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).