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viernes, 27 de septiembre de 2013

Los habitantes del eco

A los habitantes del eco


Según la leyenda, llegaría sobre un eco originado mas allá del mar. En la isla lo sentimos como una cadencia que se multiplicaba entre las piedras, quizás un estrépito de moscas o chicharras, pero más grave y menos definido. Nadie conocía aquel rumor que cobraba volumen omnipresente, que provenía de una sombra perfilada contra las nubes y que ganaba en tamaño y estruendo hasta convertirse en un hervir del aire. Algunas voces anunciaron que un gigantesco pájaro se precipitaba hacia nosotros. Contuvimos el aliento y esperamos lo peor, porque caía a gran velocidad. En el último instante modificó su trayectoria y se posó sobre un calvero en mitad del bosque. Comprendimos que era un artefacto volador cuando reparamos en el piloto, embutido en lo que parecía un espacio a su medida. Permaneció inmóvil y lo supusimos extenuado por el viaje, se desprendió de las gafas y manipuló unos controles que detuvieron la hélice. A continuación tomó una mochila oculta tras el asiento y desplegó la escala, que se confundía con el fuselaje y había pasado desapercibida hasta entonces. Agitó los miembros para recobrar la movilidad, consultó un mapa y se dirigió hacia el pueblo abandonado. Reparamos en su sonrisa.

Alcanzó el pueblo al mediodía y nos sorprendió su entereza ante la contemplación de los caserones antiguos, que se yerguen como bestias moribundas y en perpetua ruina. A veces se detenía para enjugarse el sudor y contemplar las alturas, como si los aleros ocultasen conocimientos secretos o respondieran a su curiosidad. También aprovechaba para anotar en un cuaderno referencias útiles para la orientación, así como ciertas inscripciones que destacaban en algunas fachadas, escritas en la lengua de los primeros hombres. Igualmente se interesó por algunas cornisas de perfiles inciertos y por los blasones, deteriorados por la voracidad de las plantas trepadoras. Nadie alcanzó a comprender el interés de estos elementos arquitectónicos, la mayoría difuminados por la erosión.

Nos mantuvimos a distancia porque los habitantes del eco huimos de los lugares que no permiten la propagación correcta del sonido o que lo absorben y lo convierten en silencio. En ambos casos nuestra voz se extingue y desaparecemos en la nada, una sensación que nos provoca cierta incomodidad, a veces vértigos y trastornos peores. Los eruditos sostienen que antes de convertirnos en seres impalpables florecimos como esencias más allá de los sentidos, y que vagábamos como luminosidades en la noche, entre los olores livianos o tras el frágil tacto del rocío. Nunca fue sencillo descubrirnos, porque nos deslizamos bajo los murmullos de la existencia y nuestro vibrar se oculta fácilmente. Solo quienes se consagran a la meditación nos intuyen tras la calma y la inmutabilidad de los lugares vacíos. Para ellos poblamos las madrugadas tibias y los rumores de las hojas. Nosotros preferimos considerarnos seres que rehuyen la quietud absoluta y se muestran en las premoniciones livianas. Compadecemos cuando nos invocan en los oráculos de humos perfumados, y contestamos a las preguntas alterando la solubilidad de los aceites y ordenando el color de las arenas que se mezclan al azar. Los hombres comunes, poco atentos a nuestra huella, nos relegan a las visiones de los místicos y nos suponen equiparables al mirar de los locos o la tristeza de los niños. En las ocasiones relevantes, los sacerdotes invocan nuestra presencia con ofrendas de agua de espinas, un líquido vaporoso que fermenta en las cuevas del arrecife y que se destila desde las edades remotas, una costumbre anterior a la erupción que difuminó el mundo conocido y rehízo todos límites. El vapor hirviente del volcán purificó entonces nuestra esencia para convertirnos en más volátiles y menos apegados a las cadenas de la materia. Los pescadores, refugiados en el océano para huir del cataclismo e ignorantes de este cambio en nuestra naturaleza, regresaron a tierra firme sin conciencia de que habíamos sobrevivido al fuego. Pronto nos relegaron a una tradición reservada al saber y la dignidad de los ancianos.

Se instaló en el centro del pueblo, un lugar donde las ruinas absorben todas las vibraciones y el sonido se torna tan cristalino que nuestra existencia es imposible. Nos mantuvimos en lugar seguro, convencidos de que no sobreviviría a una noche de quietud absoluta. En el cuarto que había escogido para su descanso, todas las voces se perdían entre el estuco de las paredes y los charcos que salpicaban el suelo de losetas rotas. Era la locura del terror embalsamado. Un habitante del eco jamás hubiera sobrevivido a un silencio tan hostil, pero él descansó toda noche y no mostró signos de preocupación. Lo atribuimos al cansancio por una travesía que nadie había realizado antes, aunque en secreto admiramos su valor ante el abismo de las voces puras. Algunos pensamos que dormiría con la sonrisa en sus labios, pero nos contradijo con un gesto que inspiraba desconfianza. Lo interpretamos como la necesidad de tomar precauciones y decidimos mantenernos alerta.

Mientras vigilábamos su sueño, derivamos hacia quienes fueron los primeros pobladores de la isla. En general se opinaba que nosotros, los habitantes del eco, habíamos recalado allí con los primeros vientos, y que los pescadores de la aldea llegaron más tarde, arrastrados por las lluvias que formaron los ríos. Los sabios coincidían en que las tradiciones orales confirmaban estos hechos. Por supuesto se discutió si los vientos precedieron a la génesis marina y si nuestros profetas se pronunciaron sobre un visitante del futuro. Los argumentos, tanto a favor como en contra, parecieron poco sólidos y de nula relevancia. También se especuló sobre la casualidad de su llegada, sobre si se habría perdido entre las nubes de alguna costa lejana o si su viaje respondía a un motivo. El origen del mapa, la parquedad del equipaje y las peculiaridades de su indumentaria despertaron más intrigas, pero los comentarios generales se repartieron entre la blancura de su piel, el estridente azul de sus ojos y la cadencia de su voz, que aún resonaba en una canción irreconocible y tatareada en lengua desconocida. Tampoco habían pasado desapercibidos el color de su cabello, que recordaba a la pelambre del maíz, ni la sonrisa que lo acompañaba al descender de su ingenio volador.

Nos sorprendió el lugar que escogió para su descanso, un caserón enfermo por las grietas y el deterioro de la humedad. Como las demás edificaciones del pueblo, había cedido a la intemperie y sólo era un espacio tabicado en parte, con las estancias inundadas de tejas y cascotes desprendidos. Amenazaba con derrumbarse por sorpresa, pero nuestro invitado se limitó a apartar los obstáculos principales y desplegar una pieza de tela que tomó de la mochila y supusimos una funda templada y seca. Diligentemente le sirvió para acomodarse en su interior y quedar dormido. Causó gran sorpresa aquel invento que invocaba el sueño. De otro modo era inconcebible que pudiera encontrar reposo en aquellas circunstancias, bajo los techos prohibidos, sin puertas ni ventanas que lo amparasen del exterior, envuelto el aire en un silencio que enloquecía y trastornaba la mente. Quizás sus cánticos respondían a la invocación de un conjuro.

Diversas especulaciones nos entretuvieron hasta que se estremeció con las luces de la mañana. Desayunó una barrita terrosa que desenvolvió cuidadosamente. La engulló con despreocupación, ajeno a su sabor y textura, mientras sus dedos plegaban el papel hasta convertirlo en algo insignificante, una diminuta esfera metalizada que devolvió al interior de su mochila, en lo que parecía un bolsillo separado. Nos intrigó el carácter reflejo de sus actos, en especial los intrincados movimientos de las manos. La parquedad de la alimentación se completó con tres largos sorbos de agua que también despertaron nuestro asombro. Se afeitó el rostro con un cuchillo que manejó con escalofriante destreza, enjuagó su boca para refrescarse el aliento y vagabundeó por las calles del pueblo. Pronto constatamos que exploraba los edificios por dentro y por fuera, con una minuciosidad que atribuimos al afán de conocimiento. Medía con sus brazos las estancias amplias, esbozaba unos pasos de baile en la amplitud de los salones y rehuía las despensas y otros espacios iluminados por penumbras. Después buscaba la salida y repetía en el edificio vecino, de un modo sistemático y perfectamente anotado en su cuaderno. Mañana y tarde, con las pausas necesarias para el descanso en su refugio, donde regresaba con las primeras sombras, para cenar la tercera barrita alimenticia de la jornada. Después se enfundaba en su lecho y dormía hasta entrado el amanecer. Lo despertaban los sonidos tempranos del bosque.

Una mañana ordenó sus pertrechos, apartó unas barritas alimenticias y algunos otros útiles, recompuso la mochila con el esmero acostumbrado y partió hacia donde lo encaminaban sus pasos. No supo interpretar el rumor de las hojas ni el batir de los insectos voladores, donde le advertíamos de las dificultades del camino. Su desaparición fue poco inquietante, porque no se conocían peligros reales en la isla, además de los propios de los volcanes. Ni existían animales feroces, ni temperaturas extremas ni plantas venenosas. Por si se adentraba en las calderas volcánicas o lo sorprendía un percance inesperado, dispusimos un sistema de vigilancia con rastreadores que seguirían sus pasos. Nos preocupaba el tiempo atmosférico, que había enloquecido y era imprevisible. Los vientos parecían más fuertes y los temporales peores. Sin conocer la situación de los refugios, soportar un huracán en la montaña sería peligroso. Más en algunas zonas de la costa, donde las olas rompían contra los acantilados con una fuerza estremecedora. Por suerte, ese terror se reservaba para algunos días del invierno, que en general no difería mucho del verano, apenas unos pocos grados de temperatura y algo más de lluvia, así que, excepto por la temporada de tormentas, el tiempo podía calificarse de benigno.

Disfrutó de la noche en la montaña. Lo vieron ascender por una suave pendiente, hasta un promontorio por encima del techo de la isla. Se tendió sobre el suelo, boca arriba, para disfrutar de una excepcional velada de estrellas. Supimos que no tendría frío porque la cima es de granito tibio, por efecto de la caldera volcánica que late más abajo. También lo vieron intentando protegerse de los gases sofocantes mientras corría entre pozos de vapor que afloraban de la tierra. Se consideró que sorteaba los peligros con destreza y se comentó mucho a qué obedecía aquella conducta insólita, pero no supimos encontrar aclaración a nuestras dudas. Convinimos en su torpe higiene cuando lo sorprendieron aseándose en aguas que sin duda portaban todas las enfermedades de las ciénagas. Los rastreadores informaron que se enjuagó en un riachuelo infestado de renacuajos y que se tomó la molestia de observarlos con el máximo cuidado. Después se perdió en el bosque, entre macizos de flores y selvas de helechos, a lo que supo sobrevivir con notable habilidad. Finalmente lo vieron alcanzar el otro extremo de la isla, donde las playas son de arena negra y acogen las peores tempestades.

Con la sonrisa que proclamaba su triunfo ante las adversidades, recaló en la aldea de pescadores que se asienta al otro lado de la isla. Casas de caña y brea, donde viven hombres rudos y de piel quemada, que dependen del mar y unos huertos que cultivan en las proximidades de las playas. Los habitantes del eco habíamos acompañado a los pescadores desde que arribaron a la isla, desvanecidos en el naufragio primigenio que esparció las semillas de la vida. Nuestros rastreadores, siempre invisibles a la mirada humana, describieron el encuentro del extranjero con los ancianos de la aldea, que le ofrecieron cobijo y aceite para las quemaduras solares. En los detalles de su expresión se vislumbraban las fatigas del largo camino. El más sabio entre los ancianos, un hombre ciego y sordo, se alzó para revivir la vieja amistad de los pescadores con los habitantes del eco, y para recordar que los humos sagrados y el licor de espinas invocarían nuestro consejo, como siempre había sido antes de que la sabiduría de los mayores se arrojase al olvido. Nadie discutió que un hombre tan impedido fuera digno de comunicarse con nosotros, porque los pescadores son supersticiosos y saben que la limitación se convierte en virtud cuando se refiere a lo sobrenatural.

Se hirvieron las espinas de los peces y se elaboró el licor que despertaría la verdad en los labios dormidos. Las palabras de los ancianos invocaron nuestra presencia y acudimos para recibir la ofrenda de los pescadores. Como era de esperar, el visitante bebió el néctar sagrado y sus palabras fluyeron con alegría. Los sacerdotes repitieron el susurro de su voz, debilitada por la vorágine del licor de espinas pero viva por el feliz puerto de su aventura. Preguntamos a los sacerdotes, que nos iluminaron con un relato de hombres que estudiaban el vuelo del albatros. Pese al acierto en su interpretación de las palabras, titubearon al describir el saber que subyacía al prodigio de la máquina. Obtuvieron la promesa de una descripción más detallada a cambio de faenar en una de sus aventuras en mar abierto, donde solían adentrarse para la pesca de los grandes peces. Fundiendo nuestros ecos con el vapor de espinas, aconsejamos a los ancianos que accedieran al delirio de su invitado. Sellaron su acuerdo con la ingesta de sobras viejas que comieron despacio, como si les complaciera aquel refrito de lapas y cangrejos, y después bebieron más agua de espinas, que adornaron con una serie de extraordinarias virtudes. Su huésped disfrutó de aquel residuo fermentado hasta que se le nubló la mirada y decidió apartarse para dormir unas horas. Al alba se sacudió la arena y caminó hasta la misma cabaña de antes, donde repitió las sobras de las sobras y mucho más licor de espinas. Otra vez se derrumbó por el exceso, y otra vez quedó envuelto en ronquidos y gorgoteos que avalaban la rotundidad de su descanso.

Una semana después empuñaba los remos como uno más, y para nuestra sorpresa se desenvolvía con una pericia desconocida entre sus habilidades. Aquella mañana capturaron tantos atunes que no cabían en los botes y avistaron ballenas de tres especies, así como numerosos delfines que saltaban para anunciar un buen augurio. Por la tarde, tras la comida con los pescadores, que celebraban su ventura con algunas capturas asadas en la fiesta que reunía a los aldeanos, sujetó la mochila a su cintura con una larga cuerda y decidió nadar hasta un islote que destacaba a la derecha de la bahía. Lo vimos ocultarse en su interior, una ensenada que lo protegía del viento. Permanece en el misterio que hizo allí y de qué le sirvió su estancia. Nos entretuvieron distintas suposiciones, que compartimos con los sacerdotes, solo con parcial acierto. Regresó a los tres días, animado con renacido ímpetu, porque nadó de vuelta con mayor celeridad que a la ida y, luego de encontrar vestiduras secas en su mochila, se despidió con un encogerse de hombros y un gesto de adiós. Aceptó pescado seco como presente de amistad y abandonó la aldea para continuar su exploración de la isla.

Los rastreadores, que habían perdido su estela entre el humo de las hogueras y el alboroto de las voces felices, lo reencontraron caminando por las playas de arena negra, embebido en el horizonte, como si presintiera un rumor distante. Supusimos que estudiaba el océano para anticiparse a las olas mayores, y alguien apuntó que se entretenía en avanzar y mojarse los pies cuando se retiraba la ola. Se distrajo con este juego hasta que lo requirió la progresión sobre una lengua de cenizas fósiles que se adentraba en el mar. El paisaje era abrupto y la piedra exhibía su fuerza con el recuerdo fósil del magma. Aunque en su conjunto predominaban los pardos y azulinos del metal férreo, se distinguían también los matices del manganeso y el cinabrio. Pensamos que claudicaría ante la dificultad de los arrecifes, donde el calzado se resentía de la continua mordedura de la roca, a menudo tan afilada que deshacía las suelas más resistentes, pero de nuevo nos sorprendió al extraer de su mochila unas botas que le permitieron caminar sobre el pavimento de aristas. Ya nos había maravillado otras veces, así que añadimos este hecho incomprensible a otros hechos igualmente incomprensibles. Ascendió entonces hacia una colina azotada por las nieblas, un lugar donde era ilusorio mantener la orientación, porque el paisaje se convertía en un mudarse de las formas. Se detuvo y tomó algo de su mochila, algo que consultó para escoger rumbo y que continuó consultando hasta escapar de los peligros de la bruma. Pequeño y guardado en un estuche, le sirvió para avanzar por la ladera de la colina. Siempre con esa sonrisa incomprensible, el mirar hacia arriba y el cabello de maíz que no habíamos visto antes.

Nuestros rastreadores lo siguieron durante el ascenso de un barranco que se alzaba entre el mar y los prados altos de las montañas. Un abigarrado de verdes vegetales, tan densos que en algunos tramos se tornaban impracticables. A veces aprovechaba para tomar un baño en cualquiera de las pozas y cascadas que interrumpían el camino junto al río. Buscaba una roca de su agrado, disponía sus vestiduras y pertrechos con el mismo ceremonial, y adoptaba las máximas precauciones antes de aventurarse en la poza, donde permanecía recostado hasta que el frío de las aguas amorataba sus labios, momento que escogía para secarse con un rayo de sol entre las piedras, uno que hubiera sobrevivido al filtro de los árboles y el vaho que inundaba el aire. Hasta el atardecer disfrutó de colores irisados y vegetación frondosa, después buscó refugio al amparo del bosque y se improvisó un campamento. Su mochila le facilitaría una bolsa verde que portaba un juego de varillas metálicas. Las ensambló en una suerte de habitáculo recubierto de tela, en cuyo interior se acomodó para dormir. Al alba, envuelto en los ruidos del bosque, desayunó una barrita alimenticia suministrada por su inefable mochila, y se entretuvo en consumir el habitáculo sobre sí mismo. Tras unas manipulaciones y enrollar la tela, plegó las varillas y todo se redujo a un casi nada que inmediatamente ocupó su lugar en el escaso equipaje. Tras aprovisionarse de agua, se dirigió hacia la cumbre. El viento soplaba con más fuerza.

Sobre la colina, se entretuvo en estudiar el horizonte. Permaneció absorto en los cuatro puntos cardinales y nos pareció que había perdido el juicio, pero después supusimos que su comportamiento ocultaba una sabiduría desconocida. Para afianzar nuestra admiración, tomó un pequeño espejo de su equipaje y aprovechó los últimos rayos de sol para que su reflejo advirtiese a los pescadores de que pronto nos visitaría una tormenta. En la isla siempre hemos sabido que tanto esplendor de la naturaleza, tanta magnificencia de los fondos marinos y tanta variedad geológica, se complementan con tempestades que a veces acontecen fuera de temporada, en el ocaso del verano. Los pescadores habían comentado que las peores tormentas llegaban precedidas por un atardecer que nadie recordaba con certeza, pero sin duda destacaría por algo especial. El visitante consideró que un atardecer con destellos de luz desde la montaña sería suficientemente especial para los pescadores, que lo interpretarían como un signo de peligro. Apenas comprobó que respondían a su aviso con señales de humo, se precipitó ladera abajo hasta encontrar un lugar adecuado para su refugio. Abrió una herida en la tierra, con una pala improvisada con ramas desprendidas, y allí se introdujo a cubierto de todos los males.

Pronto se desató un horror como jamás habíamos conocido los habitantes del eco. Todas las tempestades confluyeron sobre nuestra isla y la existencia se convirtió en aguardar a que nos abandonara el infierno. El viento aullaba como una bestia moribunda, el fragor de las olas convertía su grito en un continuo estruendo y la batiente sobre el arrecife alzaba un océano de aguas pulverizadas. Un runrún de gotas huecas precedía a las trombas marinas, que se adentraban en la isla para esparcir su maldición de agua salada sobre los cultivos y los huertos. Una agonía de mares montañosos, truenos desaforados y rayos que convertían la oscuridad en un insoportable fulgor. La noche más larga, el terror más oscuro. Por fin renació el alba y amaneció una calma brillante y limpia. La tormenta había concluido.

Salió de su escondite repeinado y feliz, indiferente al espanto. El viento era ahora una brisa húmeda que refrescaba el ambiente y fundía los aromas. Ajeno al caos que se esparcía a su alrededor, avanzó entre leña quebrada, savia de ramas partidas y un regusto marino que todo lo vencía con el hedor de las profundidades. Las trombas de agua, tan comunes durante la tormenta, habían abierto numerosas trochas entre la espesura del bosque, arrancando árboles y removiendo tierras, accidentes que aprovechó para trazar inverosímiles atajos entre las colinas y ahorrarse buena parte de las revueltas del camino. Los rastreadores lo siguieron por paisajes concebidos en las pesadillas, entre un marasmo de lombrices y cementerios de peces arrastrados por la locura del huracán. Según informaron, subía y bajaba las dunas de detritos sin ceder al desaliento. Por fin lo perdieron en un paisaje de barros muertos.

Regresó al valle envuelto en la neblina de la mañana. Los rastreadores lo presintieron de madrugada, después de muchas horas en el revuelto de astillas en que se había convertido el bosque. Los ecos de la tormenta, que nosotros replicábamos convenientemente, aún atronaban la isla cuando apareció muy lejos, colina arriba. Se mezclaba con el paisaje y descendía entre un marasmo de piedras removidas y raíces de árboles. Ajeno al desaliento, avanzaba con el torso desnudo y embadurnado con una crema de algas y cenizas que los pescadores le habían prescrito para aliviarse de las heridas del sol. No parecía importarse su piel desollada por el salitre y el desgaste del viento, ni que un insano color carmesí proclamase el sufrimiento de su cuerpo. Los pobladores del eco celebramos una reunión para determinar cual habría de ser nuestra actitud a su regreso.

Atravesó la calle entre las hileras de caserones y recaló en el lugar donde antes estableciera su refugio. Celebró mucho el reencuentro con los pertrechos que había abandonado días atrás, y nos sorprendió que las barritas alimenticias se encontrasen en perfecto estado de conservación. Reparamos en que las dosificaba y engullía con similar indiferencia. Al atardecer, oculto parcialmente el sol por los flecos de la tormenta, regresó de vuelta al calvero del bosque donde aguardaba su ingenio volador. Ascendió por la escalerilla que había desplegado a su llegada y se acomodó en el habitáculo destinado al pilotaje. La hélice vaciló hasta que su rugido se tornó uniforme y violento. Accionó varios resortes y un volante, y el artefacto dio media vuelta y se situó en posición adecuada para el despegue. Rugieron las hélices para afianzar la carrera, la máquina voladora adquirió velocidad, se alzó del suelo y tomó altura en la distancia. La vimos perderse entre las nubes bajas y permanecimos en silencio mientras se convertía en un punto minúsculo. Los habitantes del eco nos retiramos convencidos de que habíamos asistido a un hecho extraordinario, conscientes de que nuestro visitante era la leyenda que resuena entre las infinitas voces del eco.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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