Desde el alba habíamos corrido por la llanura, animándonos con la canción de los cazadores, que nos ayudaba a mantener el ritmo e infundía valor y perseverancia. Las cebras avanzaban rápido y era preciso apresurar el paso. También encontramos huellas de varios tipos de antílopes y de una manada de leones de al menos ocho miembros. Tres eran muy jóvenes y aún no sabrían cazar, una hembra preñada que avanzaba fatigosamente y retenía a la manada, dos machos, uno joven, y tres leonas que sin duda protagonizaban las emboscadas a sus presas. El señor de la manada era reciente, porque no encontramos rastro de cachorros y las leonas caminaban en vanguardia, como bien señaló mi hermano Kim. Le pregunté como sabía que el rey era reciente y me reprendió por mi ignorancia, porque los leones matan a todos los cachorros cuando se adueñan de las hembras. Después sonrió, como siempre que acierta en sus palabras, y continuó guiando nuestra carrera a través de la llanura. Lo hizo bien, porque impuso un trote uniforme y sin paradas, largo pero suave. Llegamos a las charcas de agua tarde pero con fuerzas, y después de aliviarnos con un baño, comimos carne seca y bayas maduras. Dormimos por turnos, porque preferimos tomar precauciones, pese a que los leones se encontraban en contra del viento. Mong hizo la primera guardia, recuperado de una picadura de la araña que lo había mantenido confuso toda la mañana. Le seguiría Kim, que confesó sentirse bien pese a la concentración necesaria para la dirección de la carrera. Finalmente madrugaría yo, aún molesto por una torcedura en el tobillo y con tantas grietas y magulladuras en los pies que me los embadurnaba con grasa en cada parada, para soportar el dolor y que mis pasos fueran más ligeros.
Amaneció despacio y los leones regresaron pronto de sus correrías nocturas. Mong despertó el último, aún lo turbaba el veneno de la araña porque se había quejado durante la noche. Bebimos agua fresca, otra vez comimos bayas y carne salada, y de nuevo buscamos los rebaños, que se habían movido poco durante la noche. Kim aseguró saber cómo anticiparse al movimiento de las cebras. Escuchamos sus palabras y coincidí con mi hermano Mong en que eran sabias, porque las cebras se retirarían hacia los árboles para protegerse del sol del mediodía. Abandonamos nuestro refugio junto a las charcas y reemprendimos la carrera con un ritmo distinto. Pronto dejamos los rebaños a un lado y nos adentramos entre los árboles. Avanzamos más despacio, lo que agradecí porque me sentía fatigado y no era bueno en mantener una respiración constante. Susurramos la canción del acecho, que nos ayuda a descubrir a los animales, y nos demoramos en interpretar los rastros que encontrábamos entre la maleza. Mis hermanos me ayudaron con las ramas rotas y las hierbas aplastadas, porque mi experiencia se limitaba a las historias de mis mayores y a conocer las distintas canciones. Para encontrar la caza, para correr por tierras extrañas, para sobrevivir a los pantanos. Canciones para todo, que a veces se acompañaban del baile para mejor recordar sus enseñanzas o para aprender las habilidades de un oficio concreto, ya fuera manejar las artes de pesca o construir una choza impermeable a la lluvia. Cortar ramas, encender fuegos y atrapar lagartos también se animaban con danzas que repetían cuanto era necesario aprender para acometer con éxito sus enseñanzas. Mong señaló hacia un calvero lejano, donde se había reunido la mayor parte del rebaño. Yo apunté que los leones también se dirigirían hacia el calvero. Mis hermanos sonrieron ante mi ignorancia y, sin responder a mis preguntas, me apresuraron a proseguir el camino, ahora aún más despacio, acechando a las cebras rezagadas por si nos sorprendía la fortuna y cobrábamos una pieza.
Intentamos cazar sin éxito durante toda la mañana. Comimos sobre la marcha, mientras seguíamos un rastro de antílopes que se habían mezclado con las cebras. Parecían distraídos y los tuvimos a tiro de nuestras lanzas. Mong lo intentó varias veces y siempre erraba sus lanzamientos por poco. Kim casi lo consiguió con un viejo macho que ramoneaba entre las ramas bajas. Yo no me atreví, porque nunca me encontré suficientemente cerca. Preparaba todo, con el viento a mi favor, deslizándome con un susurro, arrastrándome entre los matorrales, hasta que en el último instante, crujía una rama, aullaba un mono y los antílopes parecían percibir el peligro. Se alejaban unos pasos, apenas nada para ellos, pero para mí significaba reiniciar el acecho. Kim y Mong se reían de mi torpeza y porque aprendía despacio. Pero también me enseñaban los trucos reservados a la experiencia. Como andar sin ruido, disponer trampas o deslizarse en silencio. A veces simulabamos el piar de los pájaros para comunicarnos cuando los animales se encontraban cerca. Mis hermanos se reían de mis equivocaciones y me explicaban como debía poner la lengua para reproducir cada sonido y acertar cada nota. Mong gesticulaba para exagerar la forma de los labios y conseguir una mayor resonancia del interior de la boca, ahuecando las mejillas y separando ligeramente los dientes. Era muy cómico y nos divertimos con sus ocurrencias. Ahora lamentaba no haber atendido más, porque los antílopes descubrían mi acecho por confundir las enseñanzas de mis hermanos. Me distrajo un alboroto de cebras corriendo entre los árboles. Los leones intentaban cazar, pero habían perdido su oportunidad.
Mis hermanos me llamaron con un piar de pájaros y supe que nos reuniríamos en una depresión del terreno próxima. Me informaron entre risas que engañaríamos leones. Desfallecí y mis hermanos sonrieron más. Nos mantuvimos en silencio mientras Kim garabateaba un esquema de nuestra estrategia sobre las arenas del suelo. Sentí que el miedo atenazaba mi corazón y que brazos y piernas rehuían su obediencia. Intenté advertir a mis hermanos de que no estaba preparado para engañar leones, que ignoraba la canción, que mi ánimo flaquearía en el último instante. Me instaron a que me agachase de regreso a mi posición protegida y mantuviera el silencio. Repetí mis protestas por señas, y me esforcé por que entendieran mis gestos. Me respondieron con más sonrisas y expresiones de ánimo que solo aumentaron mi amargura. Enmudecí, más por desesperación que por convenimiento, y me concentré en la canción que bailaríamos en cuanto Mong diera la señal. Mis hermanos silbaban como los pájaros, para recordarme la melodía de la canción y para entretener mi impaciencia. Sus silbidos resonaban entre el rumor de las cebras, sobre el estruendo de otros sonidos de la sabana. Todo quedó en silencio y escuché el acecho de las leonas. Una de las cazadoras fue la primera en saltar sobre una cebra herida y en alcanzar su garganta. Las otras dos se acercaron a la presa derribada, pero se mantuvieron apartadas para evitar que las alcanzase una coz en el último instante. Los movimientos de la cebra se hicieron más lentos. Después agónicos, cuando una de las leonas empezó a destripar a la cebra, mientras la otra se ocupaba de su espalda. La leona de la garganta había profundizado en las heridas del cuello. Nos habíamos incorporado para contemplar la escena, porque la canción aseguraba que los leones quedaban ciegos en el ardor de la cacería. Una vez cobrada la captura sólo tenían pensamientos para su presa.
Salimos de nuestro escondite cuando los machos comían y todos los demás miembros de la manada disputaban sus despojos. Mis hermanos y yo caminamos apretados como un solo ser, cantando la canción de engañar leones y gritando los gritos de valor de nuestros antepasados. Los leones repararon en nosotros al instante, mientras nos dirigíamos directamente a su encuentro. Cantábamos con el sonido desgarrado que amedrenta al miedo cuando los ojos de los leones se fijaron en nosotros. Pensé que me volvería loco, que me derrumbaría fulminado por el terror. Pero sucedió lo que habían predicho mis hermanos, que las fieras retrocedieron y se ocultaron entre unos arbustos. Llegamos hasta la cebra muerta y enmudecimos para que se obrase el gran silencio. Kim, apretado entre Mong y yo, se agachó mientras nosotros permanecíamos en pie, sosteniendo el despiadado mirar de los leones. Recuerdo sus cabezas enormes, contemplándome desde muy cerca. Ensangrentados, feroces, ansiosos, manchados con despojos de carne y muerte. Viento, olor de vísceras, calor sofocante. Kim regresó a su posición, con la pata de la cebra, que había cortado diestramente. Giramos sobre nuestros pies y reemprendimos el camino pisando sobre las mismas huellas que habíamos hollado antes. Los dos machos saltaron sobre nuestros pasos y esbozaron una breve carrera, que se truncó apenas superaron a la cebra desmembrada. Como rezaba la canción que volvíamos a cantar, los leones no abandonan una presa recién abatida, así que interrumpieron su carrera apenas sobrepasaron a la cebra, que permanecía allí, ofreciendo un reclamo irresistible. Los leones regresaron junto a su captura y nosotros cesamos en nuestros cánticos apenas sentimos que perdían su interés. Caminamos juntos hasta encontrarnos a salvo.
Cenamos al atardecer, mientras los leones se abandonaban a la saciedad. Mong pretendía que nos alejásemos más, pero Kim señaló que era suficiente y que acamparíamos a la orilla de un riachuelo que recordaba a la izquierda. Prendimos un fuego discreto, con la paja gris que evita el humo, y comimos un poco de la pata de la cebra, que Mong condimentó con hierbas silvestres. La troceamos para repartir el peso y entrerramos las partes inservibles para evitar la molestia de los carroñeros. Después cantamos una vez más, en voz baja, sólo para confortarnos y revivir nuestra gesta mientras recordábamos fragmentos de nuestra aventura. Nos reimos mucho, especialmente cuando bromeamos sobre mi miedo, que al parecer fue desmesurado. Luego Kim y Mong reconstruyeron algunos detalles que me habían pasado inadvertidos porque el temor enturbiaba mis sentidos y mi juicio. Entre ambos lo habían visto todo, comprendiendo cada gesto de los leones, manteniendo la visión de conjunto, demostrando que habían pasado por esa experiencia muchas veces, como todos sabían en el poblado. Después pregunté por qué solo nosotros sabíamos engañar leones, y Mong me confesó que la canción era muy antigua y desconcertaba a las bestias, distraídas por la magia de la música. El repentino silencio las mantenía indecisas durante unos instantes, mientras el centro del trío se agachaba para cortar una pata de la cebra. El resto también era obra de la canción y la simpleza de los leones, sorprendidos en la sencillez de su mundo por un animal desconocido. Mong bromeó sobre la incapacidad de los leones para separar en su visión a tres hombres caminando juntos, que se mostraban a los ojos de las bestias como un único enemigo. La sorpresa desaparecía pronto, por lo que era conveniente escapar cuando el ritmo de la canción ordenaba deshacer el camino, porque los leones no debían percibir el engaño del intruso, que escapaba con parte de su presa. El resto era fácil, seguir la canción y confiar en que acontecería la magia prometida. Después pregunté si los hombres blancos sabían engañar leones. Mis hermanos rieron con fuerza. Kim aseguró que no, y Mong confesó que era imposible, porque no sabían enfrentarse al miedo.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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