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viernes, 11 de octubre de 2013

Mavil y la prima

A mi prima


Le dije a la policía que apenas sabía nada de ella, que mis últimas noticias eran de hacía casi un mes y que se limitaban a una fotografía mandada desde algún punto de su ruta, sin edificios o paisajes que permitieran la identificación del lugar. Ni siquiera el fondo era nítido, con distorsiones propias de una exposición equivocada, a gran velocidad y a través de la ventanilla del coche. Se distinguía un poste eléctrico difuminado por el efecto del movimiento y lo que parecían las lindes de unas tierras y quizás una vaca detrás. Demasiado borroso y con mucho ruido, admitió el inspector después de los análisis de imagen, que no apuntaban a ningún escenario. La apretada caligrafía del revés de la foto tampoco colaboraba en la detección de los fugitivos. Se buscaron huellas digitales y se identificó la composición química de la tinta empleada, pero era tan común que solo serviría para demorar el esclarecimiento de los hechos. Caligráficamente se demostró que la letra pertenecía a mi prima, pero el texto era tan simple que tampoco arrojó ninguna luz sobre el paradero de los fugitivos. Me interrogaron seis veces, pero nada obtuvieron de mí porque mi declaración se basó en suposiciones y generalidades. También reconozco que fui esquivo en mis respuestas, lo que despertó las suspicacias del inspector jefe, por fortuna sin más consecuencias que obligarme a efectuar alguna visita más a la comisaría. Sufrí los inconvenientes con una comprensiva resignación, porque me constaba que mi prima era inocente y sin duda todo obedecía a un malentendido.

Omití al señor inspector algunas confidencias de mi prima, que por su carácter privado me parecieron dignas de ocultación. Tampoco mentí, lo que hubiera podido incriminarme en el futuro desenlace de las pesquisas policiales, y me limité a responder que no conocía a su acompañante. Puede considerarse cierto, porque jamás habíamos coincidido en persona y solo sabía de él por algunas confianzas que mi prima me otorgó como un favor inmerecido, supongo que por la necesidad de poner en palabras la desazón de sus amores. Afligida por la vorágine de unos sentimientos que ya creía dormidos para siempre, me confesó que la primera vez que lo vió caminaba desnudo por la orilla del acantilado, maldiciendo a las piedras que herían sus pies ensangrentados y avanzando con paso alerta para anticiparse a los obstáculos y encontrar así un discreto alivio de sus heridas. Parecía sin rumbo, así que mi prima detuvo el coche, descendió sin demasiada prisa y se dirigió al encuentro del caminante. Lo saludó con un simple hola y pronto supo su nombre, Mavil, y otras características de escasa relevancia, además de una descripción de los hechos que habían propiciado tan insólito encuentro. Puede considerarse extraña tanta locuacidad en un desconocido que, pese a la evidencia de su desnudez, parecía culto y bien provisto para la vida y la palabra. Convenció a mi prima de que para corroborar su sinceridad lo acompañase a donde se había iniciado su desgracia, una cueva a cielo casi abierto, que permitía descender fatigosamente hasta una discreta playa interior, casi invisible desde arriba.

El hombre, que se definía como excursionista y algo aventurero, había acampado durante cinco días en aquella playa oculta, que se conectaba con el mar por una angosta gruta submarina. Se alimentaba de comida prefabricada y latas de conserva, consumía su tiempo durmiendo, bañándose y pensando. También exploraba algunas de las cavernas laterales, conocidas en el mundo de la espeleología por su interés cristalográfico. Hasta que lo asaltó la feliz idea de explorar la gruta de salida al mar. La había contemplado muchas veces, como un agujero donde se perdía la luz. Después, espoleado por la curiosidad, buscó hasta descubrir que más allá de las sombras se vislumbraba el feliz azul de los mares luminosos, que lo atraía con una fuerza embriagadora. Mi prima aseguró que él inclinó la cabeza y admitió que sentía un sabor amargo en la boca, y que esa confesión la convenció de que se encontraba ante un ser noble y de corazón extraordinario. Por supuesto, no comprendí la relación entre estas virtudes y el reconocimiento de una falta, por mucha mirada contrita y lamentaciones que sirvieran para mortificarse por el resultado de un impulso mal medido en sus consecuencias. En palabras de mi prima, Mavil siempre había sido amable y considerado en su trato, disculpándola por demorar demasiado su mirada en la parte masculina de su anatomía, que era como solo había visto en algunas revistas especializadas. Aprovecho para confesar que hace mucho tiempo que desistí de comprender a mi prima, de quien aprecio otras muchas cualidades.

Después de muchas tentativas que sólo pretendían asegurar la viabilidad del camino hacia el mar, Mavil buceó con éxito a través del túnel submarino que le otorgaba esta salida alternativa de la cueva. Un largo pasadizo descendía algunos metros y después se encauzaba hacia la superficie a través de una angosta chimenea, casi cegada por las algas. Afortunadamente era buen nadador, pero apenas alcanzó la luz del cielo abierto, se enfrentó a un oleaje que confundió todas las referencias que había imaginado sobre su posición. Tras pretender el regreso a la playa, en lo que se empleó sin éxito hasta sentirse desfallecer, comprobó que el orificio de entrada al pasaje sencillamente había desaparecido. Solo restaba escalar el acantilado. Pese a su práctica en ascender paredes rocosas, sin calzado adecuado o polvos magnésicos que secasen sus manos, vencer el acantilado había requerido toda su experiencia. Resbaló varias veces y caía desde una considerable altura, lo que obligaba a reiniciar el esfuerzo desde el principio. La noche lo sorprendió en mitad de la ascensión, por lo que hubo de procurarse refugio y esperar a la mañana siguiente, porque avanzar a tientas y sin cuerdas se le antojaba demasiado peligroso. Aquí mi prima se explayó en algunas consideraciones sobre el carácter indomable de su amigo, con tanta vehemencia y admiración que presentí algo más que el mero interés por las vicisitudes de un extraño. Tras unas entristecidas alusiones al frío de la madrugada y a la vigilia impuesta por el peligro de dormirse y resbalar, mi prima emitió un suspiro, que no acerté a interpretar correctamente, y permaneció con la mirada perdida en algún punto lejano. Supuse que el silencio revelaba sus temores por una tragedia que nunca aconteció. Después se entretuvo en explicarme que el sol se había entretenido durante la ascensión en abrasar el cuerpo desnudo de Mavil, y que el pedregal donde lo encontró había desollado sus pies y casi su esperanza. Suspiró al concluir el relato y admitió que aquel encuentro le había causado una impresión indeleble. Después se le humedecieron los ojos mientras repetía la palabra indeleble, que para mí se asocia con tinta y poco más, así que la consolé con una palmada en el hombro mientras fingía comprender sus emociones. Preferí no apresurarme en mi juicio, aunque reconozco que me extrañó tanto interés por un desconocido.

La segunda vez también fue un encuentro sorprendente. Mi prima se encontraba de vacaciones, perdida en una remota aldea, famosa por su montaña hueca y su relativa proximidad al litoral. En su mente las vacaciones serían tan sencillas como escoger entre paseos por la montaña y excursiones a la playa, según recomendaran los avances metereológicos del día. Las aguas eran frescas en toda aquella costa, pero con buen sol y algo de determinación, el baño resultaba apetecible y grato. Hasta que una mañana de monte, mientras mi prima conversaba con un pastor sobre cabras, ovejas y perros, apareció él, esta vez vestido, aunque de buzo. El pastor quedó con la boca abierta, colgando la colilla del último cigarrillo, pegada a sus labios por la magia del aire y la saliva, mientras mi prima reconocía a su amigo del pedregal, se plantaba en mitad de su camino y esperaba en silencio. Mavil llegó despacio, fatigado por sus múltiples penalidades, y se detuvo con el traje de neopreno reluciendo bajo el sol abrasador, con el cabello encrespado por efecto del salitre y el viento, con las gafas de bucear sobre la cabeza, como unos ojos gigantes situados sobre la frente. Las aletas colgaban distraídas a su espalda y sonrió al reconocer a mi prima. Entre miradas cómplices y detalles de enamorados, se congratularon de que esta vez se encontrase vestido, al menos parcialmente. Superadas las buenanuevas del reconocimiento y la cortesía, mi prima presentó su amigo al pastor, que aún permanecía extasiado ante la escena, en compañía ahora de uno de sus perros, que gruñía para proteger a su amo y porque la situación era sospechosa. El pastor pareció recobrar el movimiento para esbozar un saludo ininteligible, y el perro continuó gruñendo porque Mavil aún no había ganado su confianza. Por artes que mi prima conoce y practica con verdadera maestría, la jornada concluyó a la luz de la lumbre, ante la chimenea de una cabaña alquilada al pie de la montaña. Al amor del fuego, Mavil confesó que su extraña indumentaria obedecía a su pasión espeleológica, que practicaba siempre que le era posible. En unos mapas sobre cavernas de la corteza terrestre, había descubierto una gruta de grandes dimensiones. Estimulada su curiosidad, y con el aliciente de encontrarse geográficamente muy cerca, había decidido concederse una visita exploratoria. Según los especialistas, se trataba de una cueva húmeda, a la que se accedía con los útiles recomendados para el buceo, porque un río submarino serpenteaba por el interior, demorándose en pozas y riachuelos que constituirían una delicia para los sentidos. Disfrutaba de las maravillas subterráneas cuando una violenta tormenta anegó los campos de alrededor. Las cumbres de las montañas, aún cubiertas de nieve, contribuyeron con su deshielo a provocar una avalancha de aguas ocultas, tan súbita y violenta que pronto se escuchó el fragor de torrentes bravos. Escapó tras numerosas penalidades y alcanzó la libertad gracias a una intrincada red de capilares subterráneos, que aparecían bien detallados en los mapas. Resulta fácil comprender que mi prima se interesase al instante por aquellos mapas tridimensionales, tan bien expuestos en su singularidad espacial como arduos de interpretar para los profanos. La conversación continuó entre pausas para intercambiar caricias, y más tarde, como epílogo a las urgencias del deseo. A la mañana siguiente, Mavil partió tras una efusiva despedida. Mi prima lo contempló alejarse y esperó a que se perdiera en la distancia.

Según supe más adelante, a través de intermediarios que me previnieron sobre lo que mi prima califica de malentendido policial, la última vez que se encontró con Mavil no fue por casualidad. Amistades comunes la alertaron de que exploraba una cueva no muy lejana. Confirmada la noticia, buscó el material adecuado para sumergirse en las entrañas de la tierra. Provista de una luz de carburo, avanzó con decisión, sobreponiéndose al entorno hostil y adentrándose en el tenebroso universo de las maravillas subterráneas. Tras numerosas vicisitudes que no merecen más recuerdo, desembocó en un túnel de vientos encontrados, abierto a un vacío negro que aullaba y gemía como el aliento de un animal que acechara entre las sombras. Ante la dificultad, mi prima sólo acertó a cerrar los ojos y encomendarse al destino. Envuelta en el aullido de las profundidades, la llama de la linterna se extinguió. Intentó encender el mechero tres veces, pero se quemó por la imprecisión de sus dedos en la oscuridad. Aguardaba a que se enfriase el mecanismo de encendido y se entretenía en idear cómo encender un hierro ardiente entre tinieblas, cuando la luz se hizo y Mavil descendió del cielo, a los ojos de mi prima envuelto en luces y estridencias de colores, para servirle de compañía y salvarla de los abismos.

Mi prima mantiene que Mavil la descubrió mucho antes de que la venciesen las dificultades. Según le había asegurado en amorosa confidencia, el olor de su cabello flotaba tras la negritud de las cavernas y le servía de inspiración entre el silencio. La siguió discretamente, para entretenerse con sus graciosas evoluciones de inexperta, hasta que la supuso incómoda, no en peligro. Se había lanzado pozo abajo, deseoso de auxiliarla en la dificultad y provisto de los útiles precisos para liberarla de su encierro. Imagino a mi prima pasmada y a él enamorado y decidido a consumar su triunfo. Con una sonrisa y una mirada de amor, Mavil muestra varios cartuchos explosivos. Servirán para agrandar un pasaje demasiado angosto para quien carece de experiencia en el arte de superar las gateras de piedra. Mi prima reconoce que no cabe la preocupación, las curvas y estrecheces cederán al furor de las explosiones. Mientras, Mavil desaparece y regresa asegurando que todo está dispuesto y acontecerá en unos segundos. Pulsará el detonador a distancia, que por supuesto muestra con un gesto de complicidad. Tras otras muestras de afecto de dudosa relevancia, los enamorados se protegen y accionan el detonador. Luz, ruido, piedras desprendidas y un camino.

Para demostrar que casualidad y fortuna a menudo se empeñan en lo imposible, la pareja regresó a la luz ilesa, sin un rasguño que delatase la naturaleza dramática de su aventura. Sólo algunas manchas de barro sugerían una vaga idea de su procedencia. Cogidos de la mano, mi prima confesó que se excitaba en las tinieblas y su enamorado le aseguró que él aún fantaseaba con su olor de hembra de las profundidades. Unas sonrisas, unas miradas tiernas, y Mavil se congratula de su sentido de la orientación, que es excelente y le había servido para encontrarla y protagonizar su rescate. Los explosivos los llevaba siempre consigo y se los había proporcionado un amigo que trabajaba para otro amigo encargado en una empresa subsidiaria de otra empresa de obras públicas. Un hermano en quien confiaba plenamente.

El regreso a la ciudad, en el coche de él, transcurre entre la conversación vana y los suspiros tiernos. El destino parece trazado sobre la senda de las venturas felices, hasta que mi prima señala un control de policía que surge de la nada y ordena la detención del vehículo. Mavil frena bruscamente, recuerda el maletero con la caja de explosivos y comprende que se enfrentarán a demasiadas preguntas. En un instante coincide con mi prima en que para ahorrarse burocracias inútiles, lo mejor sería abandonar la carretera y buscar una pista forestal que les permita escapar entre las penumbras del bosque. Mi prima accede ante el desafío de una aventura imprevista y la complicidad brilla en sus ojos. Serán fugitivos durante algún tiempo, hasta que la autoridad olvide aquel insignificante desafío a una patrulla de tráfico. El coche gira bruscamente e intenta descender campo a través, ladera abajo. Las maniobras de Mavil al volante no pasan desapercibidas a la policía y mi prima se siente arrastrada por la vorágine del amor. Por primera vez en mucho tiempo es verdaderamente feliz.



Por supuesto, todo es mentira, excepto algunas cosas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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