El cuarto era miserable, las cucarachas estaban por todas partes y olía a madera podrida, pero no me importó porque me encontraba en el país de las oportunidades. Dije que sí al casero y por señas me indicó que le pagase. Puse en su mano lo que figuraba en el cartel del anuncio y esperé a que se marchara para cerrar. Dejé la ropa en el perchero, porque no me atrevía a abrir el armario, que parecía hinchado por la humedad. Hacía frío y me arropé con unas mantas que apestaban a algo indefinible. La cama fue durísima hasta que me sumergí en una especie de duermevela profunda. No pude conciliar el sueño. Me levanté varias veces, había demasiada luz por una representación de automóviles que había instalado en su fachada una de esas luces francesas, luego líquido o neones, como también se conocían, que parpadeaban con un rojo intermitente que me pareció muy molesto. La falta de cortinas no ayudó, me sentí triste por la gente que había conocido en el barco y en la cuarentena de la isla, donde nos retuvieron por si portábamos enfermedades y para completar la documentación en caso de que fuese necesario. Recordé algunos nombres sobre caras anónimas y supuse que nunca las volvería a ver, me dije que por fin empezaba mi nueva vida. Después quedé profundamente dormido.
En una semana lo perdí todo. Las calles rebosaban de hombres buscando trabajo, pero no me desanimé y visité sin éxito un sinfín de oficinas de colocación donde me pareció que podría encontrar ayuda. En todas hallé un tumulto de desesperados que sólo atendían a rumores. Fue inútil, mis reservas mermaban rápidamente, apenas tenía dinero y pronto descubrí que la ciudad también era peligrosa. Al regresar a la pensión, por callejones estrechos y malolientes, sufrí el asalto de unos desaprensivos que me robaron lo poco que conservaba. Intenté justificarme con el casero para que me permitiera demorar el pago de la siguiente semana, pero fue inflexible, así que me encontré en la calle, con mi vieja maleta de cuero, donde guardaba algunas ropas y lo imprescindible que había sobrevivido al viaje.
Al principio seguí buscando trabajo, de una forma automática y quizás inconsciente. Deambulaba perdido, por el paisaje de una ciudad donde las calles eran interminables y pululaba una multitud de hombres desocupados. Según recorría una plaza concurrida o una arteria mayor, buscaba en los escaparates y las fachadas algún cartel de reclamo en busca de un dependiente, de un aprendiz o de un mozo, cualquier empleo me servía, porque aceptaba sin remilgos al trabajo y sabría hacer de todo. O aprendería muy rápido, empleando mi voluntad y la disciplina adecuada al aprendizaje. También me mantenía despierto en las travesías menores, por si los comercios de barrio, las cafeterías, los garitos de juego o las parroquias ofrecían ocupación remunerada. Pronto comprendí mi error, al encontrar solo un par de tiendas donde solicitaban aprendiz. En una carnicería, donde me atendió un individuo gordísimo y sin afeitar, con un bigote superlativo. No dejé de preguntarme si realmente quería el trabajo. El dueño afilaba un gigantesco cuchillo mientras yo pretendía entender con poco éxito cada una de sus palabras. Saqué en claro que ya tenía aprendiz, un vecino del barrio o algo así, no lo entendí con certeza. El trabajo no sería mío, de eso no tuve duda, así que me despedí amablemente y continué mi camino.
El segundo establecimiento era un almacén de utensilios para tirar definitivamente, con estanterías que se perdían en la oscuridad de una nave sumida en las sombras y regentada por un anciano que parecía huido del tiempo. Intentó explicarme, y a este lo entendí aún peor, que mi ocupación consistiría en inventariar los infinitos pertrechos que se arrumbaban en aquellos estantes. Nos adentramos hasta donde la oscuridad nos cegó el camino y con su voz monótona me dijo que podría dormir allí hasta que concluyese el trabajo, porque apremiaba su finalización y era preciso emplearse con la máxima premura. La triste linterna que portaba el viejo me bastó para distinguir la disparidad que se arrumbaba en los estantes. Vi carricoches de niños, un mar de botellas vacías y amasijos de metal, tuberías de plomo y cables pelados. Conseguí preguntar qué sucedía con la luz, y el anciano me contestó que era irreparable, un problema sin solución. Me atreví a decir que lo pensaría antes de mi respuesta definitiva, y salí de allí espantado por lo siniestro del sitio. La neblina helada me despejó pronto y supe que encontrar un empleo no sería fácil. Mis carencias con el idioma suponía una dificultad grave, porque a pesar del esfuerzo, la distancia entre un estudio somero del lenguaje y la realidad diaria era la diferencia entre entender o intuir apenas, porque las palabras sueltas, los fragmentos aislados, solo eran un primer paso en la dirección correcta. Pocos años atrás, según contaban otros, ese impedimento era breve, porque siempre surgía algo, un respiro que bastaba para familiarizarse con el nuevo mundo y encontrar algo mejor. Ahora era diferente, sencillamente no había trabajo en ninguna parte.
Tardé menos de una semana en convertirme en vagabundo. Al principio fue terrible. Busqué en el puerto, en los mercados, en los almacenes, entre los estibadores, en las lonjas, en las estaciones de ferrocarril y donde cupiera imaginar un empleo. Nada, absolutamente nada, otro millar de sombras que pretendían lo mismo. Dormía bajo cualquier cobijo, aterido por un helor insufrible, y con la primera luz retornaba a mi camino hacia ninguna parte, en busca de una fuente pública donde pudiera asearme para la noche. Rompía el hielo si era necesario y me lavaba más de lo imprescindible, porque me entristecía la suciedad, supongo que por la falta de hábito. Después otras prioridades irrumpieron en mi vida y los remilgos quedaron atrás rápidamente. Comprendí que existen fuerzas irresistibles que nos convierten en meros animales luchando por la supervivencia. El objetivo diario se convirtió en comer y procurarse un aspecto pulcro, tan importante para conseguir un empleo. Pronto desistí de mis pretensiones de limpieza y me centré en sobrevivir un día más, nada de aspectos agradables ni disimular el olor de unas ropas decrépitas. No me lamentaré de mis penurias, porque a fuerza de vagar supe de otros que malvivían como yo, que eran legión y estaban por todas partes, algo que no había percibido antes. Después de mucho escuchar el hablar de la calle, supe que los buenos tiempos habían concluido y que el país se encontraba sumido en una depresión sin precedentes. Las principales estructuras económicas del estado se habían visto conmocionadas por un cataclismo sin igual, y las gentes vagaban desesperadas en busca de sustento. Tras las vendimias, tras la recogida de naranja o las uvas, un enjambre de peones sobrevivían por los caminos, buscando una fruta que recoger, una carpintería necesitada o un establo, lo que fuera con tal de sobrevivir. Se sabía de familias enteras, de pueblos que había muerto de hambre, sorprendidos por una penuria criminal, por una amargura sin consuelo. Padres que perdían a sus hijos, porque nada quedaba para llenar sus bocas, y otras tragedias aún peores. Eso explicaba las marabuntas de desocupados que se reunían en cualquier esquina, sentados en los escalones de los portales, sobre los bordillos de las aceras, en corros que conversaban animadamente o en individuos sombríos que parecían quejarse de su suerte. Eran desempleados como yo, que buscaban su fortuna, solo que ellos no eran extranjeros, con todas las desventajas que eso suponía para mis tristes ambiciones.
En un mercado que solía frecuentar en busca de desperdicios encontré un vagabundo en apariencia muerto entre una cajas de verduras podridas, aunque todavía aprovechables. Era joven, muy grande y fuerte, acaso con la nariz rota y algún hueso más, porque tenía el rostro amoratado de tantos golpes y su pierna me pareció dislocada por la rodilla. Empezó a llover y por alguna razón inexplicable me apiadé de aquel desgraciado, que arrastré conmigo hasta la protección de un alero, donde encontramos amparo durante más de dos horas que el desconocido empleó en gemir y delirar en una jerga que no entendí en absoluto. Cierto que apenas me desenvolvía con el lenguaje, pero aquella jerigonza, que más parecía un cántico que un hablar, era completamente opaca a mi entendimiento. Supongo que sentí lástima, piedad o algún impulso humano que por entonces consideraba extinguido en mí, pero al concluir la lluvia me pareció que el hombre revivía y me presté a socorrerlo de nuevo. Lo arrastré como pude, por supuesto con su colaboración, porque era enorme y pesado, y sin su ayuda mi empeño hubiera sido una quimera. Encontré un gran alivio al alcanzar un refugio adecuado, donde permití que mi acompañante se desvaneciera en poder de la fiebre. La heridas de mi compañero era superficiales pero numerosísimas, fruto de una escaramuza de navajas, según me pareció entender. Una se había infectado claramente y sin duda era el origen de la fiebre, las demás parecían sanar sin complicaciones. Por suerte nos encontrábamos a salvo, cerca de un riachuelo de aguas limpias, en la frondosidad de un parque tranquilo y de mi agrado. Intermitentemente abandonaba a mi compañero para buscar con qué saciar nuestra hambre. Me alimentaba con mesura y luego atendía al herido y lo obligaba a comer las sobras de mi comida, con lo que sobrevivíamos dos con el esfuerzo de uno. La verdad, entre la fiebre y el delirio, mi invitado pasaba la mayor parte del tiempo inconsciente, por lo que su mantenimiento tampoco supuso un gran esfuerzo. En la práctica me limitaba a impedir que muriese. Mientras tanto visité de nuevo los astilleros y los muelles, las lonjas de los pescadores y los mercados de abastos, las estaciones de ferrocarril, los anuncios de los noticiarios y cuanta sospecha de trabajo me pareció digna de consideración. Solo encontré una multitud que pretendía lo mismo que yo. Luché hasta que me di por contento con muchas amenazas y unos cuantos golpes. Regresé sin trabajo, como de costumbre, pero con algunas frutas que robé de un huerto que encontré de regreso.
El desconocido empeoró y no sé por qué intenté salvar su vida. Encendí un fuego y puse sobre él un cuchillo hasta que su punta resplandeció incandescente. Cuando el metal palidecía por el calor lo apliqué sobre la herida de la pierna. Se olió a carne quemada, el desvanecido se removió en su sueño, gimió y volvió a dormirse. Apenas se estremeció cuando vertí sobre la herida un alcohol poco refinado que encontré por accidente, y cuyas sobras bebí por no desperdiciarlo y aliviar el frío. Otros mendigos encontraron nuestro escondrijo y pretendieron ocuparlo, pero ya por mí o por temor a contagiarse del desconocido, que ciertamente ofrecía un aspecto poco saludable, desistieron de su empeño al constatar que casi cualquier otro cobijo era preferible al nuestro, porque nos encontrábamos a la intemperie, entre arbustos, sin más resguardo que unas cajas por paredes y cartones como techo. Uno llegó mal herido y se quedó junto a nosotros, hasta que murió y tuve que apartarlo para que no delatara nuestra presencia. Lo abandoné en un callejón alejado y regresé al refugio para recuperarme de toda la noche arrastrando al muerto.
Mi acompañante mejoró de su fiebre al tiempo que sanaba su herida en la pierna, hasta que despertó y tuvo sed. Bebió hasta saciarse y después sintió hambre. Le ofrecí cuanto tenía y comió sin dejar nada. Se puso en pie y comprobé lo grande de era, inconsciente me había parecido muy pesado, pero no tan grande. Su rostro parecía teñido de suciedad, de un hollín ceniciento, quizás barro reseco. Apoyó su pierna lastimada y esbozó un gesto de dolor, pero supo sobreponerse y me contempló durante un instante, antes de alejarse renqueando. Supuse que ya no me necesitaba y regresé al refugio de cartones, donde pasé la noche con el mismo frío de siempre. Desperté sobresaltado por mi amigo el desconocido, que había vuelto de improviso, con provisiones suficientes para una semana. Habló rápido y me costó hacerle entender que no lo comprendía bien, que yo era uno de tantos aspirantes a rico, venido a la tierra de la fortuna en el peor momento, y que había naufragado en mi ansia de prosperidad, aunque, por otra parte, aún así me encontraba mejor que en mi país de procedencia, de donde me habían arrancado la desesperación de la guerra y el hambre, aunque de penurias aquí me consideraba bien servido, porque en malvivir estaban a la última. Mi acompañante también portaba un discreto hato, apenas un saco atado, un petate por cuyo contenido no me atreví a preguntar. Tras la cena, la mejor en mucho tiempo, mi compañero me invitó a esperar y desapareció durante unos minutos, para volver con tabaco y algo que llamó habla fácil y en realidad no era más que un licor seco y fuerte, también áspero, pero que entonaba el cuerpo y facilitaba la conversación. Fumamos y bebimos recostados entre los cartones que nos servían de cobijo. La noche no pareció tan fría, recé porque llegase la primavera.
En las noches siguientes supe que mi compañero se llamaba Mathiew o Mohawk, según para quién, porque en realidad su verdadero nombre significaba gente del valle del pedernal, donde pastan los caballos, y para mí, y en general para el hombre moderno, era difícil de pronunciar, así que oficialmente se llamaba Mathiew, o Mohawk para quienes gozaban de su confianza, porque ese era el nombre de la tribu india de la que procedía y así gustaba de ser llamado por sus amigos. Una madrugada escuchamos disparos y nos acercamos a indagar. Acechamos desde unos contenedores de basura entre las sombras y vimos como remataban a un par de desgraciados. Nos escabullimos en silencio porque estimamos que no era asunto nuestro, pero en el último instante una torpeza mía delató nuestra presencia. Corrimos para escapar pero yo me rezagué y quedé atrapado en un callejón ciego, donde resulté acorralado sin remisión. Me sentí perdido cuando vinieron a silenciarme, porque era un testigo y mejor mudo para siempre. De repente Mohawk pareció caer del cielo y, con una serie de movimientos instantáneos, se deshizo de tres matones que pretendían mi eliminación. Quedaron vencidos al instante, sin que acertaran a comprender la causa de su derrota, mientras yo me paralizaba ante la velocidad y prontitud de mi amigo. Sonrió y me confesó que había aprendido a sobrevivir en el bosque cuando era niño, y que la ciudad era fácil para quien sabía desenvolverse con animales más peligrosos. Supuse que la deuda que pudiera sentir Mohawk conmigo se consideraba extinguida con aquella correspondencia a mis esfuerzos, pero al parecer mi mérito había sido mayor que el suyo, casi sobrehumano, por vencer a la fiebre y devolverlo a la senda de la luz y la serpiente, amén de otras ideas que me parecieron aún más simples o que no entendí adecuadamente, porque a veces mi compañero mezclaba palabras habituales con una especie de dialecto indescifrable. Antes de que pudiera expresar mi agradecimiento o demorarme en consideraciones inoportunas, Mohawk me arrancó de allí y corrimos por callejas desconocidas y secretas, hasta que llegamos a un pasaje iluminado y nos confundimos entre unos vagabundos que se arrimaban a una hoguera improvisada en el interior de un bidón vacío. Sosegamos nuestra respiración y esperamos por si nos perseguían, pero no apareció nadie y nos tranquilizó la lumbre. En otro momento, alguien intentó arrojar un periódico al fuego, y Mohawk detuvo su mano y le arrebató la portada. Pareció recordar algo y me señaló un anunció en la parte inferior. Se ofrecía trabajo en la construcción de un edificio.
Mohawk arrojó el periódico a las llamas y me arrastró tras sus pasos. Regresamos al refugio, abrió su petate y sacó algo que parecían raíces u hongos, nos sé, dijo que era su hermano, cortó dos trozos de aquello y me ordenó que lo masticara y que lo siguiera en un viaje que sería provechoso para ambos. Asentí, porque no eramos más que indigentes, y corrimos entre callejones estrechos y por amplias avenidas, en línea recta o quebrada, y en ningún momento supe por qué corría, solo iba tras Mohawk y él me esperaba para que siempre me creyese próximo a alcanzarlo, aunque supongo que eso no hubiera sucedido jamás, porque era mucho más rápido que yo. Casi sin darme cuenta me encontré encaramado en un muro altísimo y corriendo tras mi amigo, que se detenía como desafiándome a continuar tras sus pasos. Saltamos mil obstáculos y nos deslizamos entre tapias y tejados. Recuerdo una valla que habían coronado con mortero y vidrios rotos. Mohawk se detuvo y dispuso los pies con sumo cuidado para no caer a horcajadas sobre aquellas defensas terribles. Después giró suavemente, pareció concentrarse un instante y corrió sobre la estrecha repisa. Supo esquivar la crueldad de los vidrios y llegó a salvo al otro extremo. No lo pensé, me lancé tras él e hice exactamente lo mismo, los mismos saltos sobre las mismas huellas, el mismo pisar torcido para eludir los filos del cristal. Pronto me encontré a salvo a su lado. Mohawk sonrió y me invitó a que siguiésemos. Corrimos sobre los aleros y saltamos algunos desniveles que al principio me sorprendieron por inesperados. También volamos sobre callejones que se abrían como una sonrisa negra. Me limité a no pensar. Después bajamos al suelo deslizándonos por una cañería de desagüe, muy rápido, a una velocidad que me recordó a los monos, con esa con esa desenvoltura, sin esfuerzo. Corrimos por plazas desiertas y por alamedas sombrías, corrimos sin rumbo y porque sí, hasta que me faltó el aliento y me detuve sofocado por la carrera. Mohawk se desnudó y observé que nos encontrábamos junto al río, en un embarcadero relativamente cómodo. Tenía la espalda y parte del pecho esculpidos con una caligrafía de cicatrices que parecían distribuirse sobre su piel como un largo poema. Se lanzó a las aguas, en una especie de remanso, y me invitó a que lo acompañase. Se capuzó y al volver a la superficie del agua descubrí que era pelirrojo, con el cabello muy espeso y crespo, y sin embargo barbilampiño y con la piel más sonrosada de lo usual, con lo que su aspecto con aquel pelo rojizo distaba mucho pasar inadvertido. Me invitó de nuevo a que lo acompañase en el baño. Por qué no, me dije, y me desnudé yo también y me lancé al río. Me arrepentí al instante, el agua estaba helada.
Regresamos muy tarde a nuestro refugio de los cartones y dormimos plácidamente. Me sentí limpio y bien por primera vez en mucho tiempo. Creo que fui feliz hasta que me despertó Mohawk. Aún era de noche cuando de algún recoveco de su petate extrajo un espejo y un enorme cuchillo en su funda. También jabón, y ante mi sorpresa procedió a afeitarse la cabeza, previendo de dejar un penacho en su centro, mejor diría una franja que dividía su cráneo en dos, como un casco romano o griego, de soldados en sus cuadrigas o algo así, lo nunca visto. Su rostro, tatuado con algunas escaras caligráficas, le prestaban un aspecto intimidante, casi siniestro. Me congratulé de ser su amigo y obedecí cuando me apresuró a que estuviera dispuesto, nos esperaba algo importante. Me fié porque no tenía motivos para desconfiar y me sentía confundido por la aventura de los tejados y los aleros, que imaginaba una alucinación, porque no me reconocía con tanta agilidad y destreza. También me sorprendía mi insensatez, era inconcebible que hubiera corrido sobre la tapia de los vidrios como si perder un pie no entrañase peligro y el riesgo apenas fuese nada. Mohawk hurgó en su petate y extrajo ropas limpias, para él y para mí, humildes pero limpias. Antes de cubrir nuestra desnudez no pude sino preguntarle por el significado que las escarificaciones que había observado sobre su cuerpo. Nada importante, antiguas leyendas de mi pueblo, nada importante, repitió en un murmullo. Nos vestimos en silencio, después Mohawk me instó a que lo siguiese. Recorrimos por un sinfín de calles, hasta llegar a un lugar predestinado. Reclutaban gente para construcción de un gran rascacielos.
Mohawk se abrió paso con decisión entre los que esperaban. La fiereza de su rostro y la cresta pelirroja que coronaba su cráneo como un desafío permanente, no admitían duda alguna sobre su propósito, adelantar la entrevista con el encargado de la contratación. Hubo quién protestó porque no respetábamos el turno, pero bastó que mi amigo retrocediese para encararse con el ofensor y las reticencias quedaron allanadas ante la fiereza de esas cicatrices que convertían su rostro en una advertencia que invitaba a la paz. También se alzaron otras voces que reclamaban respeto para Mohawk, porque lo conocían desde tiempo y había sido su capataz en otras construcciones, y apreciaban su saber y su oficio como superiores. Después de responder a cuantas aclaraciones se interpusieron en nuestro camino, llegamos dónde se contrataba el encargado de la contratación, una habitación de chapa de hierro. Mohawk saludó a varios de sus paisanos, que también se encontraban allí en razón del empleo, y manifestó que venía para hacerse cargo del trabajo y dirigir a los hombres, y de paso recomendar mi inclusión en la cuadrilla de trabajo. Dicho y hecho, Mohawk garantizó que yo valía, sus paisanos también y en encargado de la contratación desistió de oponerse al acuerdo. Reinaron las sonrisas y la conformidad, empezaríamos inmediatamente.
Sin saber cómo me vi izado a las alturas. Mohawk pertenecía a una tribu de los estados del norte, una tribu ancestral y primitiva, que por alguna causa inexplicable tenía preferencia para obtener un empleo en aquella construcción, en un unidad especial dentro de los diferentes trabajos, así que de repente me encontré en los ascensores, perfectamente equipado y ya en el décimo piso, sobre una gigantesca plataforma donde todo era viento y vacío. Nuestro trabajo consistía en crear la estructura mínima, el sustento del resto, y en cada nuevo piso un cobertizo, grande aunque no demasiado, para en caso de necesidad guarecer a las personas que trabajarían en aquella planta. Pronto nos dieron instrucciones y se desplegó una actividad incesante. Se alzaron vigas de hierro sobre la plataforma de hormigón, y esas vigas se fijaron a otras vigas que a su vez se soldaron entre sí, con el esfuerzo y la destreza de aquellos hombres que disponían las vigas en sus posiciones, las atornillaban, las soldaban, las empotraban en un mismo todo herrado que inexorablemente se erguía sobre sí mismo hacia los cielos. Se habían hecho cálculos y trazado esquemas, consignado en planos, en instrucciones, en procedimientos, que memorizábamos y ejecutábamos minuciosamente. La aprensión que en los primeros días me inspiraban las alturas desapareció conforme nos elevábamos sobre la plataforma base, que los obreros tardaban más tiempo en forjar por la dificultad técnica y el barbecho requerido para el secado del hormigón. Lentamente nos alejamos de lo sólido para adentrarnos en el aire, mientras las semanas se deslizaban entre remaches y tornillos.
Mohawk consiguió una habitación a buen precio, con camas adecuadas y una cocina que los primeros salarios nos permitieron nutrir con holgura. El trabajo era bien pagado y se ahorraba algo por si regresaban los malos tiempos. Nos desprendimos de nuestros harapos, compramos ropa pulcra en incluso fuimos al cine un sábado que librábamos en el trabajo. Procurábamos aprovechar el día libre, porque en la obra siempre era igual. Llegábamos muy temprano, nos cambiábamos de indumentaria, más cómoda y adecuada a la faena, y nos dirigíamos hacía el ascensor que llevaba al último forjado concluido. Cada mañana me sorprendía el revuelo que se congregaba en las puertas del edificio, más de tres mil, presurosos, atareados, ya diligentes a primera hora, entretenidos en la colocación de las losetas de piedra de la fachada, en la concreción del vestíbulo de tres pisos, en levantar la primera tabiquería e instalar las vidrieras gigantes. Los plazos eran ridículos, toda la obra debía concluirse en poco más de un año, y era un edificio colosal, de más de cien pisos. Después ascendíamos hasta la zona en construcción y todo estaba cronometrado, regido por una métrica de ocupaciones y tareas tan rigurosa como efectiva. En una semana nos habíamos alzado dos pisos.
El trabajo consistía en encastillar vigas de acero entre sí, según se especificaba en los planos. Un oficio delicado que exigía manejar bien el metal y tener un equilibrio formidable, porque se precisaba andar y correr por pasillos estrechos, que era lo único existente allí arriba, donde los forjados quedaban muy abajo y la caída siempre era enorme. Fuera de las plataformas de hormigón, en los saledizos que sobresalían al edificio era incluso peor. De cualquier modo, tampoco tenía importancia la diferencia, porque hubiera sido fatal en cualquier caso. Lo que en principio era una preocupación continua se transformó por efecto de la costumbre en un hábito al que aprendí a restar importancia. Por supuesto sentía un remolino irreprimible en el alma, pero había aprendido a contener el estómago, que a la postre era lo importante. Ignoro cuando dejó de paralizar mis movimientos, supongo que muy pronto, porque Mohawk se ocupó de que no cavilase demasiado. Me dijo piensa menos, muévete más, y me incitó a que caminase por las vigas, como había hecho cuando corrimos por los aleros y las tapias erizadas de vidrios. Como entonces, me limité a seguir sus huellas sin permitir que el peligro se convirtiese en una idea invasora. Simplemente, muévete tras Mohawk, si puedes hacerlo a ras de suelo, puedes hacerlo aquí arriba. Además, en honor a la verdad, debo confesar que las vigas eran aún muy anchas, suficientes para caminar con holgura y confianza. El único inconveniente era que más allá de los bordes de la viga no había nada, solo aire y otras vigas lejanas, en la práctica inalcanzables. Pero no había de qué preocuparse, solo era preciso mantenerse en el centro de los pasillos de hierro.
El peligro de las grúas pronto se hizo evidente, en las primeras etapas de nuestro trabajo, cuando aún nos encontrábamos cerca de suelo y las redes protectoras limitaban el daño. A pesar del rigor de las medidas de seguridad, varios hombres tuvieron que ser auxiliados porque los había sorprendido la grúa, o habían medido mal la inercia de una carga que llegaba, o los golpeó el cable o los distrajeron unos ladrillos que aparecieron de improviso, razones había muchas para sufrir un accidente. Me asistió la fortuna y la intervención de Mohawk, que más de una vez surgió de la nada con un empujón que me desplazaba a un enclave mejor. Agradecía a mi protector su intercesión y Mohawk respondía inclinando la cabeza antes de regresar a sus ocupaciones, como si además de atender a sus tareas mantuviese permanentemente su atención en mí. Recuerdo que sin su intromisión habría caído al menos dos veces, con una remesa de materiales que me sorprendió por la espalda, y al recoger una pluma vacía, cuando intentaba enlazar unos fardos a su gancho y de repente perdí el equilibrio al presentir la materia donde solo existía el vacío. La mano atenta de Mohawk me salvó en ambas ocasiones. Otros tuvieron menos fortuna y sufrieron heridas graves. Se suplieron inmediatamente, para que no se resintieran los plazos. Por mi parte, la atención exhaustiva, el repensar lo pensado y la permanente vigilia de los sentidos pronto se convirtió en algo tan intrascendente como sufrir desasosiego, mover las manos o interpretar una pieza musical, un proceso reflejo que no exige la atención consciente. En definitiva, las grúas se convirtieron en un elemento del paisaje que siempre permanecía identificado, y sus fuerzas, rotaciones y trayectorias quedaron al saber del instinto, que supo esquivar, eludir y aprovechar tales impulsos.
Los pisos se sucedieron rápidamente, al ritmo que establecían los plazos. Accidentes sin importancia recuerdo muchos, pero Mohawk intervino siempre para minimizar unas consecuencias que pudieron ser fatales. Un mareo repentino, una indisposición que en otras condiciones no hubieran tenido importancia, en el piso treinta o cuarenta adquirían un carácter especial, porque no contaban con una segunda oportunidad. La certeza de la caída y el fin eran siempre omnipresentes y así debía aceptase. Mohawk insistía siempre, era preciso oponerse a la costumbre del hábito, porque el quehacer igual minimiza el peligro y lo convierte en un ingrediente desapercibido hasta que es demasiado tarde. Entonces se materializa sin invitación, para señalar la imprudencia y exigir el cumplimiento de la fatalidad. Lo había visto demasiadas veces, en compañeros que por una quimera en el instante inoportuno perdían pie y se encontraban desprevenidos ante las consecuencias de su error. De nada servía anteponer un pretexto o urdir una excusa donde solo restaba abandonarse. Una y otra vez, Mohawk parecía incansable en su letanía de prevenciones, no solo conmigo, que sin duda precisaba un recordatorio de cordura, sino con el resto de los obreros, incluso con los que mostraban una mayor destreza, porque era preferible excederse en las reconvenciones que pecar de confianza y lamentarse después, tras la desgracia irremediable. Las disculpas son patrimonio de las segundas oportunidades, algo inexistente en nuestro mundo.
En el piso ochenta y seis nos tomamos un breve respiro, el perímetro de la torre disminuía, porque según los planos allí figuraba una magnífica terraza, con vistas panorámicas a la ciudad, desde donde se podría contemplar cómodamente la línea del horizonte. Las autoridades visitarían las plantas bajas de la torre, las cubiertas por la fachada de losetas de arenisca prensada, donde las ventanas ya se acristalaban y no existía ningún riesgo, tan solo era preciso cuidarse de las escaleras, los huecos de los ascensores y otros inconvenientes de los edificios inconclusos. A nosotros nos visitaría un fotógrafo y un periodista, que darían fe de lo insólito y peligroso de trabajar tan alto. Dispusimos un camino privilegiado, donde un despliegue de redes flanqueaba el sendero que recorrerían los visitantes.
Los recogimos en el ascensor que llegaba al último forjado y cuando contemplaron las estrechas escaleras que ascendían fatigosamente de planta a planta, desfallecieron al instante y decidieron permanecer sobre el último nivel concluido, muy lejos de donde nos encontrábamos nosotros. Quizás por la decepción de nuestros rostros o por la intriga profesional que despertaba la naturaleza arriesgada de nuestro trabajo, el periodista ascendió cuatro o cinco pisos más, hasta donde alcanzaban los toscos escalones de madera, pero tras la primera escala de cuerda se rindió en la convicción de que la experiencia era suficiente para su artículo y que le bastaba para percibir el riesgo y el mérito que entrañaba nuestro esfuerzo. Después nos pidió que lo acompañásemos de vuelta. No insistimos, su rostro había mudado al pálido enfermizo y se nos antojó preferible excusar su presencia. Eso sí, accedimos a tomar algunas fotos en los pisos superiores, y luego de que nos enseñara a manipular la cámara fotográfica, nos entretuvimos el resto de la jornada en juguetear por las últimas plantas, en lo que habría de ser la terraza del mirador inferior, pero que por el momento no era nada, solo vigas, espacio entre vigas y un silencio alejado de los ruidos de la calle. Mohawk desprendió a la cámara de su trípode y se prestó a tomarnos algunas fotos sentados sobre las vidas, creo que en una estamos comiendo y en otras bromeando. Comentamos lo impresionante de su imagen a contraluz, en equilibrio sobre un saliente mínimo, rompiendo los destellos del sol para buscar la toma perfecta, y con la sombra de su cresta pelirroja distrayendo nuestras miradas, como un dios del aire que nos revelase los secretos de su equilibrio. Después bromeamos y comimos y nos entretuvimos en algún juego mientras Mohawk continuaba buscando el mejor ángulo para las fotografías.
A partir de la terraza ochenta y seis regresaron los temores. Las vigas eran ahora mucho más estrechas, las mitad, y la sensación de inseguridad era más aguda. A mis compañeros, que para entonces eran mi familia, no parecía afectarles en absoluto, algo que no entendí hasta que Mohawk me explicó que ningún miembro de su tribu sentía vértigo, solo yo, que pese a su aval no pertenecía estrictamente a su gente, por lo que eran comprensibles esas vacilaciones. Por lo demás, arriba las normas de convivencia y solidaridad eran distintas y todos los hombres aplazábamos cualquier discrepancia hasta regresar a suelo firme, donde cada quien era de nuevo dueño de su iras y venganzas. La incomodidad que sentía por la estrechez de las vigas desaparecería pronto, conforme mis ojos y mis sentidos se acostumbrasen a las nuevas precauciones, como había sucedido al principio de la obra, cuando las caídas eran menores y nos protegían las redes. También entonces supuso un gran esfuerzo y fue necesario aplicarse en valor, disciplina y paciencia. Ahora sucedería lo mismo, era preciso concederse un tiempo. Por supuesto mi amigo tuvo razón y a la siguiente semana habían desaparecido todas las aprensiones, cuando ya nos encontrábamos tres pisos por encima de la terraza inferior, aun desnuda y sin suelo, reducida a una vasta extensión de vigas entrelazadas, como un castillo de cañas, pero de dimensiones sobrecogedoras. Bajo nosotros, entre la superposición de las vigas en la distancia, las gentes de la calle se movían atareadas, como puntos minúsculos, motas grises que pululaban muy abajo, convertidas en arena por efecto de la distancia. Normalmente no pensaba en eso, me limitaba a moverme con eficiencia y realizar mi trabajo.
Algunos días de mucho viento o lluvia, nos trasladaban a los pisos inferiores donde la tabiquería había avanzado lo suficiente para brindar protección. Al principio nos entretenía la novedad, los nuevos compañeros, los quehaceres distintos, enlosar pavimentos, empotrar canalizaciones, tender los cables y raíles de los ascensores. Ocupaciones que requerían concentración y buen hacer, pero que no eran comparables a la minuciosidad y cuidado que exigía nuestro universo de vigas y aire. Al final, si el trabajo en el interior se prolongaba demasiado, me sentía insatisfecho y oprimido. Siempre atento a mis vacilaciones, Mohawk me explicó que era una sensación normal, que solía remitir pronto y se debía a la costumbre de trabajar a cielo abierto, y que la reclusión forzada provocaba sentimientos ambiguos, como de añoranza por la libertad perdida o la angustia que sufre un animal salvaje al verse confinado en una jaula. Afortunadamente nuestro intelecto era superior al de las bestias y la incomodidad desaparecía pronto. Para nosotros era diferente, y convenía ser precavido, porque la amenaza no provenía del ahogo que experimentábamos al trabajar en espacios cerrados, algo que no solo padecía yo sino también el resto de nuestros compañeros de vanguardia, incluso él mismo, que no veía el momento de que sonasen las alarmas que anunciaban la salida. El verdadero peligro acechaba en la vuelta a las vigas de los pisos superiores, donde distraerse suponía el fin, porque quizás, solo quizás, la prolongada estancia sobre el suelo mermara las costumbres del equilibrio, y un exceso de confianza o un error de cálculo concluyesen en tragedia. Ojalá no, pero era preciso estar advertido de que la confianza excesiva puede cobrar un tributo inaceptable.
Apenas regresamos a nuestras ocupaciones habituales, Mohawk realizó unas acrobacias y quedé peligrosamente embelesado, hasta el punto de resbalar en una mancha de grasa. La fortuna estuvo de mi parte una vez más, y en el último momento, cuando ya caía sin remedio, me arrojaron un cabo al que conseguí asirme en el segundo crucial, salvándome de una muerte cierta. Me preguntaron si había sufrido un desvanecimiento, si había pretendido un falso apoyo o si me perdió un mal cálculo. Pedí una dispensa para sosegarme y recobrar el aplomo. Me aparté a los tablones de una plataforma y me entretuve en mirar el horizonte que se extendía a mi alrededor, con la ciudad ante mis ojos, abarcando hasta la línea curvada de la tierra. La brisa era húmeda y suave, fresca y llena de olores. Aspiré un instante y me sentí embriagado por un aire tan puro. Mis compañeros andaban de aquí para allá sobre las vigas de acero, preparando la llegada de una grúa, apuntalando una estructura, atornillando una junta. Reparé en Mohawk por encima de todos nosotros, en el punto más expuesto, de puntillas sobre una pluma que volaba en el vacío, trasladándose con tan solo un pie sobre el gancho de carga y sujeto al cable de acero. Describiendo una circunferencia amplísima, dirigiendo al operario de la grúa desde la distancia, impartiendo sus instrucciones con el brazo derecho, porque le bastaba el izquierdo para sujetarse al cable, y allí volaba Mohawk, hijo del viento y señor de los hombres pájaro. De repente tuve vértigo y me derrumbé sobre mí mismo. Todo parecía confuso, algo se agitaba a mi alrededor, me supe enfermo y sentí que me desvanecía. Procuré no moverme y me oculté en un piélago de aires tibios.
Desperté en brazos de Mohawk y rodeado de mis compañeros, que habían acudido inmediatamente alertados de mi desvanecimiento. Me dieron a beber algo que no supe identificar pero que era dulce y amargo, y después me explicaron que había sufrido vértigo ajeno, por recrearme en las evoluciones de mis compañeros, especialmente en Mohawk, que en el saber popular era el mejor en su oficio. Con esa cresta insensata en honor de sus antepasados y esas marcas en la piel que veneraban a una cultura perdida, Mohawk desafiaba a la gravedad con un mérito y un peligro que no permitía contemplarlo sin estremecerse y sentir el estallido del vértigo, que por responder a las evoluciones de otro se denominaba ajeno. En el supuesto de que el observado fuese Mohawk, volando con la pluma o deslizándose entre las cuerdas colgantes, el efecto era casi inmediato, porque ya quisieran en el circo la magia de aquel hombre en las alturas, donde sin dudarlo era el único y el indiscutible, y que más me valía aprender de él y atender sus enseñanzas, porque todos en alguna ocasión habían recibido su consejo. Pedí excusas por mi torpeza y mi desamparo, y Mohawk me disculpó alegando que todos hombres del pedernal habían sentido en algún momento el vértigo, por detenerse en pensar, por mirar de frente a lo inevitable o por sufrir por otro, lo importante era sobreponerse y permitir que fluyese la armonía, fijarse en los detalles minúsculos, fantasear con la nada y dibujar en el aire. Me sentí confortado y acerté a ponerme en pie. Mis compañeros se dispersaron porque el peligro había pasado ya. Abajo, la ciudad dormitaba al mediodía.
Concluimos el piso ciento dos a media mañana. La grúa se detuvo, unos hombres atornillaron la última viga y quedamos sin nada que hacer. Mohawk se demoró una hora más, supervisando los detalles postreros y luego llegó hasta nosotros, reunidos en la plataforma que rodeaba a la escalera, y nos dijo que el trabajo estaba concluido y podíamos optar por regresar a los pisos inferiores en busca de faena a cubierto, o bien permanecer allí el resto del día. El jornal sería el mismo y la posibilidad de una nueva ocupación en el edificio siempre se encontraba abierta. Por su parte se quedaría por allí, vagando mientras así lo dispusiese su voluntad. Se escucharon algunas voces que abogaban por una u otra opción, y algunos pasearon entre las vigas brevemente, como para despedirse de aquel reino de ausencias, mientras otros se decidieron de inmediato por el ascensor, sin duda para encontrar buen cobijo a su salario final en cualquiera de las ocupaciones que solían frecuentar tras la salida de los sábados. Pronto no quedó nadie, solo Mohawk muy lejos, en un extremo alejado de la estructura, colgado de un saliente sobre la nada. Llegué a su lado y me acomodé en una confluencia de pilares que me pareció adecuada. Permanecí en silencio, recreándome en el espectáculo del sol que se alejaba del cénit hacia la tarde. La brisa era apacible y Mohawk me señaló una bandada de gorriones que habían invadido nuestro alrededor, volando de viga en viga, ajenos a nuestra presencia muda. Me acosté y miré al cielo, las nubes se deslizaban lentamente.
Cuando desperté Mohawk había desaparecido, supuse que se encontraba encaramado en alguna otra de sus atalayas. Me trasladé hasta el extremo opuesto de la estructura, caminando rápidamente sobre estrechas repisas, y me aproximé hacia una viga que sobresalía sobre la calle donde se arremolinaba la multitud. Permanecí allí, entretenido entre el revolotear de los gorriones y las evoluciones de los puntos negros que deambulaban al fondo del abismo. Luego alcé la mirada y me recreé en los edificios distantes y mucho más bajos, minúsculos frente al coloso que habíamos alzado como muestra del poder de los hombres del pedernal y los caballos, porque eso era en realidad aquel desafío del progreso, el saber de unos indios que se movían sin peso y doblegaban el espacio a los poderes del hierro, porque allí se perfilaba lo que sería el mayor edificio jamás construido, algo imposible sin que nosotros desafiáramos a la naturaleza para equipararlos a las aves. Permanecí sumido en mis pensamientos, vagando entre la nada de los espacios vacíos y los sustentos de acero, hasta que el horizonte se tornó incandescente y la tarde adelantó las primeras sombras. Descendí el último, convencido de que Mohawk había bajado y me esperaba a la salida. No encontré a mi amigo ni en la obra ni en ninguno de sus parajes habituales, ni por supuesto en nuestro hogar alquilado. Me contrataron en los pisos inferiores y continué mi empleo en la obra, como fontanero, como electricista, como fuera necesario para ganar un jornal. Buscaba a quién sabía y se prestaba a enseñarme, y en poco me confundía entre los expertos. Bastaba aparentar y mantenerse en silencio. Observé que no había mejorado mi comprensión del lenguaje, y comprendí que Mohawk y mis compañeros habían hablado todo el tiempo en la lengua de los hombres del pedernal, con lo que yo no había aprendido el habla de la calle, sino un dialecto olvidado y en extinción. De nuevo para abrirme paso en el hablar de la calle, compré un invento para continuar escuchando aquel oscuro idioma en las horas de soledad. Me impuse disciplina y cada noche me enfrentaba a la radio, que era una caja con luces, de la que salía voz y parecía que viviesen las personas. Después de la cena movía mi silla junto al progreso y escuchaba la lengua extranjera con la esperanza de que aquel sonsonete ingrato encontrase un eco conocido, una palabra, una rima, cualquier patrón que se repitiera y desvelara su misterio. Más que aprender, creo que me adormecía con el rumor de las voces tras la jornada de fatigas, y la consecuencia era un adormecimiento al que me sobreponía apagando la radio y retirándome a mi cuarto, donde caía sobre la cama y despertaba para asearme lo imprescindible y regresar a la obra.
Pregunté por Mohawk a cuantos fueron mis compañeros y se habían empleado en los pisos bajos. No obtuve más que sorpresas. Suponían que se encontraba conmigo, porque compartíamos piso y éramos amigos, así que parecía lógico que yo supiera su paradero. Prometieron advertirle que lo buscaba si coincidían por azar, aunque nadie recordó haberlo visto en los últimos días. También me apliqué en buscar a Mohawk por el centro de la ciudad, en las oficinas de contratación, en las lonjas y los muelles, que eran las mejores opciones para encontrar empleo, en especial después de las últimas huelgas. La obra continuó su progresión al ritmo frenético que establecían los procedimientos y los planos. Piso tras piso se trazaron las canalizaciones interiores, se irguieron los tabiques, se concluyeron las ventanas, los montacargas y las escaleras de incendios. Sobre la primera cubierta del piso ochenta y seis se concretó la terraza prevista en aquellos planos prodigiosos, que según se decía deslumbraban de inspiración y se concluyeron en apenas dos semanas.
Finalmente se concluyó el piso ciento dos, y donde todo era aire se confinó el espacio, y la pluma sobre la que volaba Mohawk se convirtió en un recuerdo inmaterial, porque ahora existían ventanas, alféizares y un bloque de piedra donde antes reinaban el vacío y el viento. Subí cuando apenas quedaban en el edificio unos operarios para ultimar los detalles finales, los que preparan las comodidad de los invitados, los que disponen las recepciones, el mirador del último piso, la visita al mástil de amarre para los dirigibles, erigido al final sin la intervención de ninguno de nosotros, como si concluido el plazo de nuestro esfuerzo no quedase más que una marca en la tarea cumplida. La prensa, ahora sí, se atrevió a llegar hasta el último piso y fotografiar la terraza, las vistas, la calle abajo y tan pequeña, con sus gentes ocupadas en los quehaceres cotidianos. Leí los halagos en los periódicos y supe que eran visiones muy distintas a las mías, porque sin el abismo y sin aquel suspense el alma, la visión de la ciudad era distinta, más cómoda sí, pero desprovista de la especia que le otorgaba sabor y encanto. No fue lo único que percibí de otro modo. La renta del alquiler, sin el compartir de Mohawk pronto fue demasiado gravosa. Pensé en mudarme a un cuarto más económico, pero no había demasiado donde elegir. De nuevo me encontraba sin trabajo y los ahorros disminuían al ritmo de mis necesidades. Busqué empleo en nuevos rascacielos que iniciaban su andadura, pero el caso es no tuve suerte o fallé en hacerme entender, solo conocía mi lengua natal y un dialecto perdido de los indios que para nada servía en aquel mundo moderno. Busqué a Mohawk en las alamedas que habíamos frecuentado en los sábados de asueto, entre el público a la salida de los cines donde proyectaban películas que suponía de su agrado, sobre las multitudes de las calles, por si destacaba un penacho pelirrojo y un hombre gigante que reclamase atención con su presencia. Mi búsqueda fue vana, esperé a Mohawk hasta el primero de mayo, cuando el edificio se inauguró oficialmente con solo pulsar un botón que lo inundó luces. Entonces comprendí que no hallaría mi destino sobre la tierra de aquel país, que la lengua extranjera pesaba en mi contra y que jamás encontraría a mi amigo, sin duda de vuelta al país de los hombres del pedernal. Supe que mi vida allí sería desgraciada y solitaria, miré mi vieja maleta de cuero y no tuve duda de que era el tiempo de regresar.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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