Para Antonio, que vagará por algún lugar de este mundo
El pasillo era estrecho, apenas lo suficiente para arrumbar media docena de bicicletas. Jugábamos allí por la mañana temprano, después del desayuno, y por la tarde o antes de la comida, cuando el sol recalentaba el orín de los caballos y nada se aventuraba más allá de las penumbras. El viento corría en el pasillo como un aliento que mitigaba los pesares. Fresco siempre, aunque más allá de la penumbra se hubiera desatado el infierno del verano. A veces organizábamos disputas de avispones, y era muy laborioso disponer un espacio donde los contendientes no pudiesen escapar. Antonio les arrancaba las alas conforme era su turno en el circo, porque aquel perímetro trazado con cualquier desecho del pasillo, era un circo para la ingenuidad de nuestra miradas. Recuerdo el contraste amarillo y negro de sus cuerpos rayados sobre la losa verde, con dibujos difusos que eran de lis o de caléndula. También su lucha feroz para nada, porque Antonio remataba al superviviente tan pronto concluía la muerte del vencido. Otra pareja de avispones bajaba a la arena, previamente desálados por Antonio, y el espectáculo empezaba de nuevo.
Una mañana, después del desayuno con Atila, el perro de Antonio y mío, una mañana sin avispones ni arañas, Antonio dijo que cazaríamos mariposas. Todo un arte, aseguró, y algún lugar del pasillo le ofreció una larga vara de avellano, al parecer lo más apropiado para nuestra aventura inmediata. Salimos al aire recalentado de la mañana con gorra, guantes, la vara de avellano y una buena provisión de agua en sendas cantimploras, que al parecer eran los útiles imprescindibles para la expedición. Bajo las sombras del lado fresco de la calle, escapamos del pueblo con el sigilo de las comadrejas y los búhos. Junto a la confitería y el colmado de don Hilario, arriba de las escaleras, extremamos la precauciones porque Hilario se jactaba de oído fino y con razón, que escuchaba cada murmullo y era imposible siquiera pensar en sustraer nada. En su tienda, Hilario lo sabía todo de todos y mejor manejarse con tiento. Acertamos en nuestra cautela y alcanzamos el extremo del pueblo, bajo el último alero de la última casa, donde Antonio, y yo con él, nos detuvimos a tomar aliento.
Las palas serían la próxima parada, y no me pareció buena idea porque distaban mucho y no disponíamos de tanta agua. Corrimos entre los rastrojos de la tierra de nadie, entre las serpientes y los alacranes de las arenas removidas, y más tarde que pronto alcanzamos nuestro destino, que me pareció el triste refugio de una mala empresa. Antonio me mostró el calvero de la cabra muerta, un espacio abierto que mostraba una estaca clavada en su centro, de donde nacía una cadena que al final se enredaba con los restos de algo. La cabra, y Antonio señalaba la cadena, había soportado muchos días y noches sin comer ni beber durante el invierno, pero allí atada, bajo el sol del mediodía, había rendido su vida en apenas dos semanas y no había más que reconocer el mérito del animal, que se había mostrado fuerte hasta el fin. Antonio se emocionaba al recordar su mirada triste de las últimas hora; y su ocaso, que fue como un desvanecerse en luces de colores y confundirse en el silencio.
Antonio se alivió de una urgencia sin más que adentrarse en un laberinto entre las palas. Removió unos despojos vegetales que cerraban su camino, me pidió que esperase con una mirada, y escuché el estrépito de su alivio y más que no quise comprender, hasta que regresó envuelto en una nube de diminutas espinas de cactus, que flotaban en la agitación de su movimiento como una nube de vapor en el alma del invierno. Se liberó de las espinas como de un inconveniente menor, apenas con un estremecimiento de la cabeza y los hombros. Dijo que no era para tanto, se ajustó de nuevo los guantes, tomó la vara de avellano como si se tratase de un mástil y nos adentramos en la tierra de las mariposas. Primero corrimos despacio, con un trote desganado que sólo aguardaba ocasión más propicia. Hasta que avistamos la primera mariposa que le gustó a Antonio, que no tuvo sino que correr para que lo siguiera, y me arrebató el aire hasta que se detuvo y me ordenó silencio con un gesto. Yo no hubiera hablado ni a la fuerza, porque apenas encontraba aliento a mi sofoco ni escuchaba o veía de tanto cansancio.
Repetimos la caza de las mariposas muchas veces bajo el sol del mediodía, y supe que los guantes eran para soportar la dolorosa fricción de la vara, que arrancaba sangre de las manos con la facilidad de las armas escondidas. Encontramos pájaros y perros agonizantes, que allí quedaban bajo el fuego eterno del sol. La estrategia cazadora de Antonio consistía en perseguir el vuelo de la mariposa sin otorgarle tregua ni consuelo. Sobre cualquier planta, flor o yerba, la mariposa se posaba y abría sus alas. Antonio detrás, a distancia, pero con la vara de avellano, que situaba con destreza precisamente en mitad de las alas abiertas. Por un instante se distinguía el cuerpo de una oruga oscura y casi con pelo, que portaba largas antenas y un cuerpo afilado. Certero, Antonio descargaba un golpe imperceptible sobre el negro de la mariposa, que revoloteaba y se desvanecía por un segundo. Antonio la atrapaba para soplar rápido entre sus alas, porque así se perdía el brío del vuelo y la mariposa quedaba desvalida en sus manos, con mejor o peor suerte, apenas importaba ya, porque aquel insecto tenía la vida trazada y poco significaba su destino. Antonio las miraba con tristeza de cosa perdida y no esperaba más, desprendía el polvo de sus alas con un hábil frotar de los dedos, y la mariposa quedaba transparente y vencida para siempre.
Muy tarde nos refugiamos en la casa de los pinos, un oasis en mitad de los rastrojos y las malas hierbas, que su dueño defendía dos veces al año, cuando regresaba de la ciudad. Un hombre importante, se decía en el pueblo, pero a nadie le constaba cual era su importancia ni qué mérito lo asistía en la vida lejana. Por historias antiguas se conocía su desdén por los perros y los niños, a los que despreciaba sin miramiento ni disculpa, según la fe de algunos padres contrariados y más de una madre enfurecida por el echar sin cortesías a cuántos encontraba entre sus pinos. Antonio lo sabía como yo, pero saltó la tapia y me invitó a lo mismo. Salté, aunque era muy alta, y caí sobre una alfombra de espinas resecas, que crujían y se aplastaban bajo nuestros pies. Nos acercamos hasta la casa, con las luces encendidas a pesar del mediodía, y Antonio miró por la ventana y dijo que eran muebles de otros tiempos, que ni siquiera servirían para el mercado. Con la vara de avellano hurgó en dos panales, entre las primeras ramas de un pino joven, hasta que las abejas despertaron furibundas y escapamos por si nos alcanzaba su venganza. Tras un campo abrasado y más tierras yermas regresamos al pasillo, que nos acogió con un arrullo de brisa templada y un grifo de agua fresca, para aliviar nuestra fatiga y brindarnos cobijo en las horas peores.
Juan llegó por la tarde, cuando Antonio y yo dormitábamos entre las cámaras y los parches de una bicicleta recién rota, que Antonio pretendía reparar a pesar de las advertencias del abuelo, quien aseguraba de aquella bicicleta que valía para el destierro o para un pozo, lo mismo daba para lo que sirviera la basura. Pero Antonio se empeñó con la bicicleta, pese a la desidia de Juan y la mía propia, que con la bendición de la siesta apenas acertábamos a mantenernos despiertos. Antonio se cansó tarde de la bicicleta sin arreglo, cuando reparó en que Atila había escapado a perseguir nuestro rastro de la mañana. Dijo espera, refiriéndose a nosotros, y que regresaría pronto, antes de partir y perderse en la locura de la tarde temprana. Me dormí en un instante, junto a Juan, empeñado en lo mismo, y me olvidé de Antonio, que apareció en un sueño donde revivía la cacería de las mariposas. Lo imaginé de nuevo en las palas, en el calvero de la cabra muerta, corriendo tras el rastro de Atila entre las malashierbas del páramo, y saltando la tapia del bosque porque Atila también había encontrado una entrada y ladraba a la puerta de la casa con las luces encendidas.
Después, cenando con Juan, una vecina advirtió a mi abuela de que había muerto el señor, recién vuelto de la capital tres días antes. Un fuego inesperado había prendido entre las agujas de los pinos y sin remisión fue todo humo para siempre. También se habían encontrado restos de un perro a la entrada de la casa, ya convertida en un revuelto de pavesas, porque era madera antigua que ardía con la mirada. No hubo forma de identificar al animal ni casi a nadie, porque la codicia del fuego había convertido el recuerdo de los vivos en tizones blancos que se desmoronaban con el tacto. Miré a mi abuela, miré a la vecina y de nuevo me perdí entre las aguas de mi plato. Antonio no regresaría jamás ni lo encontrarían nunca, porque sólo él encontraba el escondite de la cabra muerta y sólo él conocía los secretos de las mariposas.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
Excepcional Morfeo. Reconozco mi pasión por los cuentos tristes; rezuman humanidad y despiertan los sentimientos ocultos del alma que siente. Muy rápido has logrado que Antonio viviera en mí y a instantes no he podido reprimir la tristeza y rabia con que el indolente niño crucificaba mariposas con la crueldad de una nerviosa vara de avellano. Suspirar para aspirar su mágico polvo, arrebatándoles la vida en su último vuelo... Tal vez Atila, compañero fiel, quiso vengarse. Escapó para mostrarse herida; sabía que su ausencia, tarde más que temprano, sería presentida. Fue Atila quien dejó su rastro para que Toñín lo siguiera. Ladró fuerte, junto a la cabra y su cadena. Ladró y olisqueó la fiesta a la que esa mañana no fue invitada. Esperó.. Ladró y siguió esperando... Enredado en las zarzas, Antonio, casi pudo oír un eco del ladrido de Atila. Esta vez, no pudo zafarse.
ResponderEliminarQuería decirte que lo he disfrutado del principio al final.
ResponderEliminarSaludos cordiales.