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viernes, 20 de junio de 2014

Los colores del aire

A las almas libres


Me llamo Kim y nací en las montañas del río gris. Soy pastor y me enorgullezco de mi oficio, que no es el mejor ni el más cómodo, porque los animales apenas descansan y debo velar la madrugada para disuadir a las panteras y los lobos. Durante muchas lunas he caminado por los senderos de la selva, un viaje que concluirá en la ciudad blanca, donde se alza el palacio del Nizam y yo cumpliré mi destino. Aún me encuentro a un día de distancia y pronto habré de hallarme ante el dios viviente, cuyo favor ha regido el mundo hasta donde yo recuerdo, que no es mucho porque siempre viví en mi aldea, ajeno a lo que no fuese mi ganado.

Un día sentí que enmudecía la selva y todo se inundaba con una niebla que corrompía la vida bajo un turbio velo, como una cizaña que invadiese el aire y lo convirtiera en mortecino y podrido. Olía a ciénaga y excrementos, quizás de murciélagos o insectos venenosos. Los animales enfermaron y muchos sucumbieron a una peste que se extendía rápidamente. También algunos de mis vecinos sintieron el mal y cayeron postrados por la fiebre, mientras la luz del cielo se marchitaba tras un vaho que encogía el corazón de los hombres y las bestias. Durante algunas semanas nadie supo a qué se debía nuestra desgracia, mientras las moscas se multiplicaban y el olor de la carroña invadía la selva, hasta que alguien dijo que debíamos al Nizam parte del último tributo, cuya cosecha habíamos disfrazado para engañar al hambre. De nada servirían nuestras lamentaciones, quizás los contables reales habían descubierto el maquillaje de los números y la voluntad del Nizam hubiera invocado una maldición para castigarnos por nuestra mentira. El hechicero reparó en que habían desaparecido los pájaros y aseguró que nuestro pesar brotaba del silencio. Nada podíamos hacer y meditamos a la espera de una señal que nos devolviera la esperanza.

El pájaro llegó a mí la noche que cayeron las estrellas, mientras descansaba junto al rebaño y me distraía en la contemplación del cielo más allá de la niebla. A mi alrededor todo se impregnaba con un sórdido algodón que se interponía a cualquier horizonte, excepto al celeste, donde las estrellas titilaban apenas empañadas por una tenue neblina. La bruma era espesa en cualquier dirección, pero su altura era escasa y durante la madrugada se reducía hasta flotar bajo las copas de los árboles. Recuerdo que me inquietaba ese contraste entre el manto lechoso que reducía mi entorno a una alternancia de penumbras, y la transparencia apenas velada del firmamento sobre la selva, que se despejaba durante la oscuridad para cubrirse de nuevo a la salida del sol, cuando la niebla perdía su carácter rastrero y nos arropaba en jirones macilentos. Quedé dormido, envuelto en la amargura, hasta que desperté reclamado por un zumbido que insistía en arrancarme del sueño, un zumbido que reclamaba mi vigilia.

Abrí los ojos iluminado por la luna, y allí, frente a mi rostro, un pequeño pájaro aleteaba furiosamente. Pensé que aún dormía y parpadeé varias veces, para alejar lo que imaginé una ilusión. Pero aquella figura diminuta, no mayor que tres o cuatro dedos, permanecía estática en el aire, como una forma ingrávida cuyas alas se moviesen a tal velocidad que escaparan a la contemplación de la vista. Me levanté y el pájaro se levantó conmigo, intenté acercarme y el pájaro se alejó, manteniéndose siempre a la misma distancia. Miré al pájaro, situado sobre mi cabeza, y reparé en las estrellas tras su forma suspendida, que escaparon de su posición para caer hacia el horizonte, dejando un rastro moribundo en los cielos. Luego sufrí un trance y me vi arrastrado hacia un lugar oscuro. Se cegaron mis ojos y vislumbré un destello que emanaba del espíritu y decidía mi lugar en el destino. Instintivamente supe que había de dirigirme hacia la ciudad blanca. Después me adentré en un abismo sin límites, que se prolongó hasta las primeras luces.

Al despertar reparé en la presencia cercana del pájaro, que aguardaba en una rama próxima y era de un intenso color azul. Regresé al poblado y el pájaro me acompañó revoloteado a mi alrededor. Me presenté ante el hechicero, que tras imponer sus manos sobre mi frente y ungirme con aceites sacros, concluyó que nuestras oraciones habían sido escuchadas y los espíritus de la selva me habían confiado el presente que saldaba nuestra deuda. Era preciso entregar el pájaro a Nizam, para que perdonase nuestra culpa y nos permitiera vivir en paz. Luego dijo que yo era el elegido, porque el pájaro permanecía junto a mí, y me excusé por no saber llegar ante el Nizam ni qué decir en su presencia. Aseguró el hechicero que las palabras llegarían a mi boca en el instante oportuno y que esa no habría de ser mi mayor preocupación, sino la magia del Nizam, que embozaría mis sentidos para distorsionar la realidad conforme me aproximase a su palacio. Me despedí del hechicero, que me deseó suerte en el viaje, y me retiré convencido de cuál era mi deber. A la mañana siguiente encomendé mi rebaño a un pariente, tomé mi honda de pastor y emprendí el camino.

Durante el largo viaje observé que la niebla y el silencio no solo oprimían mi aldea, sino también las aldeas vecinas y aún lejanas, como si la selva entera hubiese enmudecido simultáneamente, envuelta en un miasma que trastornara a las gentes y enfermase al ganado, que se debilitaba rápidamente y caía en una postración que agriaba su leche y amargaba su carne, hasta el punto de que tras el sacrifico era preciso quemar los cadáveres para impedir que se extendieran la peste de la desolación. Pregunté mucho hasta comprender que nadie en mi mundo conocía verdaderamente cómo llegar al Nizam, porque la ciudad blanca se encontraba demasiado lejos y jamás se había emprendido un viaje tan largo. De él se decía que era inmortal por un sortilegio de juventud eterna, que reinaría siempre y que su castigo era despiadado. También se le conocían gestos de nobleza, por la llegada de algún dignatario extranjero, por obsequio a una nueva concubina o por mero capricho personal. En algunos poblados del camino me detuve para conversar con los mayores, y solo los ancianos más viejos recordaban leyendas de otro soberano muy lejano en el tiempo, famoso por sus cacerías de tigres y las piedras preciosas que engalanaban el cuerpo de sus concubinas, conocidas por su belleza mucho más allá de las fronteras, donde el suelo es áspero por la proximidad del desierto. Entretanto, el pájaro viajaba conmigo y guiaba mi rumbo por parajes que escapaban a mi conocimiento.

Aproveché un cauce de aguas mansas para apresurar mi viaje, y navegué entre una espuma de peces hinchados que se amontonaban en la superficie. Pronto recalé en el último poblado de la selva, abruptamente interrumpida para dejar paso a una planicie de hierbas altas en cuyo centro se alzaba la ciudad blanca. Una lejanísima sombra parecía contenerse en todos los horizontes, mientras sobre la llanura el cielo brillaba radiante, como si la maldición del Nizam solo encontrase su fuerza en la espesura, empañada en la distancia por una espesa calima. Decidí demorarme unos días, para reponerme de la sofocación de la selva, donde había visto multitud de monos, serpientes y lagartos muertos por la niebla, y donde yo mismo agonicé cada noche mientras el pájaro descansaba siempre en una rama cercana, aunque a prudente distancia de mis sueños.

Vagabundeé mientras recuperaba fuerzas con una brisa que provenía de la ciudad blanca, y aproveché para indagar entre las gentes y aprender cuanto pudiera serme útil en un futuro inmediato. Así, por la indiscreción de un eunuco y el decir de los camelleros, supe de la existencia del harén de las mil ventanas, desde donde las mujeres de la corte contemplaban el ir y venir de las gentes sin ser profanadas por las miradas impúdicas de los hombres. También de la pasión del Nizam por las perlas, traídas desde el lejano mar por caravanas que también acarreaban especias y ricos tejidos, y de su reciente amor por los pájaros, que coleccionaba en una pajarera de extraordinaria belleza. Igualmente me confiaron que el mal de la niebla se había extendido a los confines del mundo conocido, y que progresaba con menor virulencia conforme se aproximaba al palacio, inmune a toda perturbación maléfica y señalado con un fulgor superior al de otros tiempos. como si todas las abundancias se hubieran centrado en la persona del Nizam, cuya divinidad convertía la memoria de sus antepasados en un recuerdo menor. Decidí que me demoraría ante aquella llanura exenta de niebla, para saber más sobre el Nizam y la pajarera que constituía su último capricho. Pronto supe que se alzaba en mitad de los jardines de palacio, y que era vista y oída desde una enorme distancia. Presté atención y escuché lo que decían de los pájaros.

Amaneció un día fresco y acariciado por la brisa, miré al cielo inmaculado y abandoné el pueblo en la inmediaciones de la selva. Anduve entre campos verdes y brillantes, salpicados por las vestiduras de las mujeres que recogían el mijo y los azafranes que luego ofertaban en los mercados de la ciudad. Las distinguía a los lados del camino, flanqueando mi paso con cántaros de arcilla o cobre que portaban sobre la cabeza, llenos de agua para refrescarse del sol, con sus túnicas de vibrantes colores, que rompían la cercanía y la distancia con un moteado de contrastes. También distinguí a labriegos que faenaban las tierras, segando la hierba o roturando los barbechos, y algunos promontorios distantes, donde se distinguía el poso amarillento de la siega lejana, que aún destacaba como una mancha en el estridente verde del paisaje. El barro del camino era untuoso y resbaladizo, por lo que anduve con precaución hasta llegar a un promontorio donde dormiría al raso antes de alcanzar la ciudad blanca.

Lentamente fraguaba la certeza en mi ánimo de que portaba conmigo la última pieza de la gran colección de aves del Nizam, el pequeño pájaro azul que completaría a los habitantes de las pajareras reales. Por confluencia de muchos testimonios, me constaba que todos los pájaros cuya belleza habían merecido halago, encontraban espacio en el corazón de cristal y varillas de hierro que presidía los jardines del palacio. Desde la distancia, la gran bóveda señalaba el centro de la ciudad blanca, donde el Nizam entretenía su tiempo en la contemplación de aquellas maravillosas aves. Al alba y el crepúsculo el sol se reflejaba sobre la cúpula, despertando un reflejo que enaltecía la inspiración y arrebataba a los pájaros en una música de esplendorosa dulzura. La ciudad enmudecía a esa hora excepcional y las calles y los zocos callaban para que las gentes se entregasen a una lúdica contemplación. Flotaba un aura sobrecogedora y el viento mismo quedaba suspendido a la espera de la oscuridad.

Esa madrugada escuché de nuevo el zumbido del pájaro y permití que entrara en mis sueños. Supe que era el último de su especie y que la única hembra que sobrevivía se encontraba en el interior de las pajareras reales. La colección del Nizam nunca estaría completa sin él, porque su más delicada cautiva solo pondría huevos estériles. Por eso era tan valioso, y en este punto no pude sino sentirme afortunado en mi sueño, porque una estirpe única se extinguiría sin la presencia de mi pájaro en las pajareras reales, lo que me prestaba una elocuencia que pretendía emplear a mi favor. Asenté mi convicción al admitir que me aguardaba un beneficio extraordinario, y sentí que cesaba el zumbido y una pequeña forma se acomodaba entre mis ropas. Sonreí en mi sueño y cobijé al pájaro, que dormiría al calor de mi cuerpo.

Alcancé las puertas de la ciudad blanca en la confusión de una caravana. Los guardias aceleraron pronto nuestro paso, porque eran comerciantes de paz y solo portaban especias, que según me contaron encontrarían valioso acomodo en los mercados locales o, si eran de calidad extraordinaria, en los almacenes de palacio, donde se les asignaría mejor y más provechoso destino. Aún me parece oler la canela, el cardamomo y la vainilla, que eclipsaban todos los demás aromas. Recuerdo que las puertas de la ciudad eran enormes y al pasar bajo su dintel se distinguían arqueros en la penumbra del interior de la muralla, y que su presencia casi invisible proclamaba un celo encomiable en el cumplimiento de la ley.

Entretuve el resto del día en perderme entre las calles, que constituían un gigantesco laberinto en el que era difícil orientarse, un marasmo de casas pequeñas y a lo sumo de doble altura, alineadas en callejas que se repetían irregularmente, conformando un igual que pronto resaltaba por la similitud de sus motivos casi idénticos, de gentes iguales que vivían en barrios iguales y frecuentaban comercios iguales. Luego llegué a una gran explanada, que parecía ofrecer un mercado permanente, donde a lomos de caballos y camellos llegaban mercancías traídas de muy lejos. Una infinidad de puestos se alzaban abigarrados, con sus toldajes sumidos en un desorden caótico. Reinaba una multitud alborotada y pronto observé que el azar solo era aparente, y que en realidad me encontraba en un área destinada a las carnes, con profusión de cabras y ovejas que se exhibían en canal para su consumo, y grandes bandejas de pasta de sangre adobada, que los carniceros repasaban una y otra vez, como si ninguna imperfección en la forma pudiera desmerecer la calidad de su genero. Después atravesé un mar de verduras que competían por mostrar su exuberancia, dispuestas con una meticulosidad obsesiva, por hortelanos cuya única tarea consistía en la disposición preciosa de sus pirámides de ciruelas, melocotones, manzanas y otro sin fin de frutas que yo solo conocía por encontrarlas en la selva, y de las que evocaba sus texturas y sabores sin necesidad de conocer sus nombres. Las apilaban por tamaño y color, de forma que sus tonalidades ofrecían un sutil degradado de verdes y maduros. También encontré tomates, cebollas, ocras, arroz y un sinfín de trigos, cebadas y otros granos más valiosos, amén de un universo de especias, como orégano, nuez moscada, clavo y cilantro. Entretanto, el pájaro continuaba oculto junto a mi pecho, bajo las vestiduras. A veces lo sentía removerse, pero en general parecía tranquilo.

Durante el crepúsculo, la ciudad languideció bajo la luz magnética que desprendía la cúpula de la pajarera del Nizam, que resonaba con unos trinos tan dulces que adormecían el alma. Todo quedaba en suspenso mientras las gentes se recogían en la oración. Sus semblantes se tornaron anaranjados, y también el mío, que contemplé en los espejos de uno de los bazares. El trinar de los pájaros se arpegiaba en una melodía de indescriptible hermosura, un sonar tan dulce y excelso que enardecía el alma con las más sublimes pasiones. En los puestos, compradores, tenderos y curiosos se interrumpían en su actividad, pasmados ante los reflejos incandescentes de la pajarera, vencidos por aquellos trinos tan bellos que acaramelaban aire. Desde que se consolidó el atardecer hasta que se extinguió el ocaso, la ciudad blanca permaneció extasiada ante la belleza de una melodía que embriagaba los sentidos y sumía a sus habitantes en un gozo indescriptible. El amor por el Nizam se reflejó en los rostros, en posturas inmóviles, en palabras enmudecidas ante la música de los pájaros. Los habitantes de la ciudad blanca creyeron alcanzar la felicidad.

A la mañana siguiente asistí a la audiencia pública donde el Nizam recibía a sus súbitos, que llegaban desde los confines del reino, ya para comparecer como reos de la guardia, ya para solicitar su favor en un asunto mundano. Durante la espera me distraje en admirar las tracerías que remataban las columnas de mármol, los ventanales que se prolongaban hasta la cenefa sobre el perímetro del techo, bajo un artesonado enaltecido con esmaltes que repetían motivos geométricos. Las paredes se decoraban con caobas y nogales cuya alternancia servía de escenario a gigantescos tapices donde se plasmaban escenas de caza con elefantes, rendiciones de enemigos feroces y solemnes retratos de Nizam antiguos, dioses que vivieron entre mortales y regresaron al olvido. Rostros jóvenes, con barbas y bigotes delicadamente atusados, con expresiones valientes y decididas, el último con un monóculo de rubí que enrojecía la mirada de uno de sus ojos, como en un guiño a la intrascendencia, y ese otro antepasado más antiguo, cuya vejez se recordaba por su cama elevada y de talla descomunal, construida para yacer cada noche con cinco mujeres.

Al concluir la audiencia alcé la voz para solicitar una gracia del Nizam, que me miró y señaló con su dedo. Se me otorgó la palabra e hice salir al pájaro de entre mis ropas. Revoloteó como un destello azul en el aire y fue a situarse frente a los ojos de Nizam, que al instante quedó extasiado por la belleza de su vuelo. Alcé la voz y dije que era el último de su especie, un macho, y que la última hembra volaba en la pajarera del palacio. Os lo entrego como presente y quedo a la espera de vuestro deseo, añadí. El Nizam me llamó a su presencia, a la que me aproximé con el respeto que exigía mi sumisión. Ascendí por los escalones que elevaban el trono y permanecí a sus pies. Pídele que flote sobre mí, ordenó mi Nizam, y así hizo el pájaro, sin que yo interviniera. Dime que tiene este pájaro para vivir entre mis pájaros. Su color aunque bello, desmerece otras combinaciones más osadas y brillantes, sin duda tampoco es especial por su canto, y el Nizam guardó silencio a la espera de mi respuesta.

Admití que su plumaje, aunque intenso, no podría competir con otras plumas más luminosas, y que sus trinos eran escasos y poco gratos. Señalé a continuación que el auténtico mérito de aquel pájaro era su vuelo, superior en destreza a otros vuelos, que si bien podían ser más rápidos, pecaban de menos bellos. Luego expliqué atropellado que sus alas se mostraban diferentes y las movía con tanta celeridad que eran invisibles a la vista, también capaces de articularse para volar en línea recta, a la inversa, hacia arriba o abajo, e incluso de forma invertida, evoluciones que el pájaro ejecutaba ante los ojos del Nizam conforme yo hablaba sin disimular mi temor. Luego el pájaro, apenas concluidas su exhibición, regresó a mi lado y se situó por encima de mi cabeza, aunque naturalmente no puedo asegurarlo porque solo escuchaba su zumbido a mi espalda y no me atreví a faltar al respeto alzando la mirada.

Seguí al Nizam y su séquito a través de los aposentos privados del palacio, entre guardias que me vigilaban de cerca. El esplendor era inimaginable, con profusión de alabastros, ébanos, marfiles, caobas y jades que yo apenas entreveía en las escasas ocasiones que osaba alzar la mirada para guiar mi rumbo. Atravesábamos un patio donde los susurros del agua eran omnipresentes, cuando el pájaro escapó de mi cabeza y se deslizó tras una ventana que daba paso a las interioridades del harén. Me sentí perdido cuando se escucharon gritos de mujer y risas alborozadas. Un eunuco llegó corriendo para informar a su amo de que había estallado el júbilo entre las concubinas por la presencia de un pájaro que volaba estáticamente y a escasa distancia de una de sus favoritas, lo que parecía un signo de predestinación y fortuna. Se presintieron unos pasos presurosos y livianos, intuí que descalzos, e incliné la mirada para que mis ojos no contemplaran una belleza prohibida. Escuché el aleteo del pájaro y palabras dulces de mujer que preguntaban por la procedencia de aquel gracioso animal. El Nizam respondió a más bella de sus bellas y, tras satisfacer su curiosidad me encomendó la obediencia del pájaro, que sin saber yo cómo abandonó a la favorita y regresó junto a mí, lo que me proporcionó un íntimo júbilo al comprender que solo aquella sumisión inmediata salvaba mi cabeza.

Poco puedo recordar de las estancias de palacio, porque mis ojos permanecieron la mayor parte del tiempo fijos en el suelo, cuyas losetas y mosaicos competían por destacar en su riqueza. Mármoles, jades, lapislázulis, y ágatas se alternaban para conformar el piso de los salones que atravesábamos envueltos en el resonar de nuestras pisadas, solo mudas cuando cruzábamos alguna sala donde las alfombras convertían nuestro caminar en un murmullo. Persiste en mi memoria la sensación de amplitud, cada corredor competía en magnificencia y sería difícil escoger entre las distintas maravillas que me asaltaron fugazmente cuando osé desviar la mirada. Recuerdo columnas de ónice, figuras talladas con una diáfana minuciosidad, y profusión de oros y platas que constituían la tónica de los objetos cotidianos que por azar recalaban ante mis ojos. Después salimos a los jardines interiores y nos adentramos entre macizos de arbustos deliciosamente recortados y un océano de flores cuyos dulces aromas embriagaron mi olfato.

Distraje la vista levemente al llegar a la zona donde trabajaban los astrónomos, y admiré los relojes de sol y las doradas esferas que empleaban para confeccionar sus cartas astrales y calcular la llegada de los eclipses. Aquellas figuras en el suelo, mapa de las estrellas y los cuerpos celestes, con infinidad de finas trayectorias blancas que definían el movimiento de los astros, se me antojaron una obra superior del conocimiento, más emparentada con la brujería que con el ingenio humano. Después atravesamos el palacete dedicado a las perlas, donde una decena de artesanos inspeccionaba cada esfera de nácar para catalogarla según su valía. Solo las más grandes y puras se reservaban para las esposas del Nizam. Luego fueron los talleres de joyas, donde se trabajaban las piedras más prometedoras, hasta arrancar el alma que habitaba en ellas. Diamantes y rubíes era las comunes, aunque también había zafiros y amatistas de diferentes transparencias. El Nizam tomó una enorme piedra azul, recién pulida, mayor que un puño, y me la arrojó a las manos. Sonrió y dijo por tus servicios, y entendí que me entregaba una recompensa porque el pájaro era de su agrado. Por último atravesamos las mesas de los orfebres, con sus filigranas de oro y plata para engastar las joyas y destinarlas al harén o conseguir de ellas un mayor beneficio en el mercado. La piedra resplandecía entre mis manos con un azulón purísimo, como si correspondiese a la esencia del pájaro.

Por fin llegamos a la pajarera, que si era grande desde fuera, más grande aún parecía en su interior. Inmediatamente me impresionó el sonido, que era un clamor de mil voces estridentes, como si una infinidad de piares resonasen al unísono. El Nizam me ordenó que elevase la vista y contemplase la cúpula. Alcé los ojos y quedé maravillado por el tamaño y la magnificencia de un espacio cuya luz parecía endulzar el aire y dotarlo de una mayor transparencia. Un entramado arbóreo se alzaba frente a mí, con ramas preciosas que componían un bosque en otoño, cuando los árboles resplandecen espectrales y desnudos sin sus hojas. Pero no eran árboles sino artesanías de diferentes maderas, que se ensamblaban en estructuras que se erguían y desafiaban al vacío bajo la cúpula, que superada la primera ilusión se percibía como un entramado de hebras oscuras sobre el cielo, porque la transparencia del vidrio era tal que no suponía obstáculo a la luminosidad de la tarde.

Caminó el Nizam por el sendero de pizarra oscura que se abría entre unos parterres de flores, y encauzados entre rosas alcanzamos un espacio más amplio, en cuyo centro se alzaba una fuente. El Nizam se detuvo y anunció que permaneceríamos allí. Los pájaros bullían en la estructura de árboles, muchos revoloteaban en círculos, o de aquí para allá y saltando de una a otra rama. Unos pocos se descubrían inquietos, atareados de arriba a abajo o a la inversa, siempre tras un propósito que guiase su instinto. Su colores eran tan variados como las infinitas combinaciones del arco iris, porque tanto se veían jilgueros, verdecillos, cardenales y canarios, como otra infinidad de pájaros de diversos y entreverados colores. Los trinos eran pocos y obedecían al albedrío de las aves.

El Nizam confesó que la gran cantidad de pájaros de la pajarera le impedía conocer las singularidades de cada uno, pero los esclavos que velaban por su cuidado lo habían advertido de que en efecto, el pájaro que portaba sobre mi cabeza era el macho correspondiente a una hembra de su posesión, cuya pareja sus ojeadores aún no habían encontrado, así que eso lo convertía en un ejemplar valiosísimo. Estimaba la prontitud y oportunidad de mi viaje, que creía haber recompensado suficientemente. Solo por contradecir a sus expertos, solicitaba mi saber en cuanto a la nidificación del pájaro, aunque comprendería mi desconocimiento, porque sus sabios fracasaban muchas veces y en ocasiones la naturaleza era inexplicable.

Dije que jamás había visto un pájaro como el mío, tan azul y perfecto, pero que otros similares construían sus nidos con musgos y telas de araña, para hacerlos más suaves y cómodos, materiales que allí no destacaban por abundantes, con lo que acaso esa fuera la razón de los nidos malogrados. El Nizam se mostró satisfecho de mi respuesta y me preguntó cómo había de alimentar al pájaro. Admití que mi observación aconsejaba alimentarlo con néctar de flores, preferentemente las de color rojo o naranja, que gozaban de su especial predilección y consumía sin mesura, aunque tampoco despreciaba el sustento de los insectos, que devoraba en cuanto tenía oportunidad. Entonces, siempre envuelto en la sonrisa, el Nizam me pidió que ordenase al pájaro buscar a su compañera.

Antes de que acertase a esbozar un pensamiento, el pájaro se elevó en el aire hasta casi perderse en las alturas, se desplomó rápidamente, describió una especie de parábola y de nuevo ascendió para repetir un movimiento cíclico que no aparentaba tener ningún sentido pero que sin embargo constituía en su singularidad la esencia de un cortejo. Repitió esta danza, tres, cuatro veces, y de repente llegó otro pájaro similar a él, que también flotaba en el aire y se unía a su baile en las alturas. Ascendieron juntos, descendieron igualmente juntos, ascendieron de nuevo y volaron hasta perderse en el techo de la cúpula, desde donde se precipitaron hasta confundirse entre el ramaje de los árboles preciosos. El Nizam asintió complacido.

Continué presente mientras el Nizam se interesaba por la supervivencia de los huevos que diariamente se contabilizaban en los nidos, y se declaró satisfecho por los informes favorables de los responsables de la pajarera. También requirió su atención el grano consumido, el equilibrio de las distintas especies, la vitalidad de los polluelos según el estadio de su crecimiento, y en definitiva cuanto pudiera afectar al perfecto bienestar de los pájaros. Inesperadamente, un siervo encargado del reloj de sol anunció que se iniciaba el crepúsculo y el Nizam pidió silencio. Los pájaros enmudecieron mientras un aura anaranjada se adueñaba del aire. Durante unos instantes todo permaneció estático al tiempo que nuestro alrededor de convertía en un océano de fulgores. Un pájaro voló en las alturas, inmaculadamente rojo, y otros pájaros se sumaron a su vuelo. En apenas unos instantes, el aire se tornó irisado y todo resplandeció con un canto sobrenatural. Mis ojos se confundieron en un vendaval de centellas emplumadas y mis oídos claudicaron ante una algarabía de trinos. Millares de pájaros aunaron sus trinos en una deliciosa melodía. Permanecí en ausencia de mis sentidos y nada recuerdo de aquel trance, más que una embriagadora música. Creo que perdí el sentido ante la sublimación de la belleza.

Salí de mi espejismo cuando el Nizam encomendó a su guardia mi custodia hacia el exterior, donde me encontré después de pasar exactamente por los mismos talleres, las mismas estancias y los mismos corredores que había recorrido antes. Anduve por las calles aledañas del palacio mientras se cerraba la noche, pensando en el pájaro que había entregado al Nizam, en mi viaje desde los misérrimos confines del reino y en el prodigioso espectáculo que había presenciado en la pajarera. El aunado cantar de los pájaros persistiría en mi recuerdo durante varias horas más, hasta que mis sentidos encontraron sosiego en la profundidad de las estrellas.

De madrugada, fruto de una luna derretida en plata, la cúpula de la pajarera se encendía con un relumbre metálico. De repente los astros se desplomaron de los cielos, o quizás sufrí un espejismo y acepté llegado el momento de asumir mi destino. Busqué la honda entre los bolsillos interiores de mis vestiduras, y la piedra azul y preciosa que me obsequiara el Nizam. Cargué la honda con su proyectil, la hice girar en el aire con un silbido veloz, contuve la respiración para afinar mi disparo, solté la cuerda y permití que la piedra escapara hacia las alturas. La vi alejarse en la oscuridad, como un testigo que surcase los cielos. Tras el silencio escuché un estruendo de rotura que provenía de lo más alto.

Un crujido indescriptible estremeció la noche mientras un torrente de colores escapaba de la cúpula y ascendía hacia los cielos infinitos. Rojos, amarillos, añiles, violetas y un sinfín de otras tonalidades inundaron el aire con una infinidad de matices que contrastaban con el plateado riguroso de la luna. Todo pareció iluminarse y resplandecer ante un torrente que colmaba los cielos con sus trinos, una vitalidad incontenible se adueñó del viento y las tinieblas se inundaron con un fuego que se deshacía en la aurora. La ciudad blanca despertó del letargo para enfrentarse a la existencia real.

Por la mañana emprendí el camino de regreso a mi aldea en los confines del reino. Una paz diferente flotaba sobre los campos, una paz que se hizo más nítida conforme me alejaba de la ciudad blanca, pálida en la distancia durante varias jornadas, hasta que se perdió en la nada y yo me interné en la selva, limpia, fresca, sin rastro de la niebla cenicienta que había propiciado mi viaje. Caminé varias jornadas más, hasta encontrar mi ganado y mi aldea, donde había regresado la alegría y de nuevo resonaba el bullicio de la naturaleza. Me sentí feliz al reencontrarme con mi vida anterior, que sin embargo había cambiado para siempre. El canto de las aves resonaba en el bosque y respiré el olor de las resinas, de la luz diurna, de la libertad de los hombres y los pájaros.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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