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viernes, 3 de enero de 2014

El sol de Fanta

A Fanta, que muerde sin daño


Corriendo por el campo parece un perro cualquiera, de buena raza, porque así me lo ofrecieron y así entró en mi vida, aunque eso importa muy poco. Al principio fue un cachorro sin nombre, una masa de carne animada que no parecía demasiado útil. Por una razón que no alcanzo a comprender, presentí que su existencia era importante en aquel momento de mi vida. Fuí a buscarla una mañana, con el sol de las primeras horas, aunque entonces no conocía su apariencia ni su nombre. Llegamos donde vivía y apareció con sus ocho hermanos, alborotando con la alegría de muchos cachorros iguales. Anticipándose, su madre tomó la iniciativa y llegó trotando con un juguete, una pelota o algo así, que pasó fugazmente ante mí, atenazada por un perro enorme, cuya cadera chocó con mis piernas y casi me envía al suelo. Se tranquilizó pronto, cuando le dijeron que no jugaríamos con ella y que se acostase allí, tranquila. Libres de la tutela materna, los cachorros se abalanzaron sobre mí y tuve donde elegir.

Todos eran hembras, excepto dos machos, uno desnutrido y poco despierto, y otro blanco y gigante para su edad de semanas. Observando su tamaño, se adivinaba quien regía aquel alboroto permanente. Donde él iba se apartaban todos, porque reconocían su autoridad. Una perra minúscula, la más escuálida, llegó hasta mis manos. Recuerdo que tenía el morro muy negro y parecía desvalida. Jugué con ella un instante y de repente una de sus hermanas, ligeramente más grande y mucho más resuelta, irrumpió entre mis manos para reclamar todas las caricias. Intenté apartarla y me gruñó mientras se acercaba de nuevo, la separé y volvió a gruñir, como reprendiéndome por mi desapego. Desplazó a su hermano con un golpe seco en el costado, y su hermano escapó para integrarse en una especie de enloquecimiento familiar que lo inundaba todo. Golpeándose, tropezando, a empujones, otros cachorros llegaron para solicitar mis caricias, pero ella irrumpía desde cualquier lugar como una exhalación, para alejar la competencia y establecer sus posesiones. Me advirtieron que era la más revoltosa, la verdadera dueña de la camada, porque incluso el macho grande titubeaba ante su determinación. La miré un instante y la vi apenas nada, con sus manchas blancas en la cabeza, una entre los ojos, afilada y minúscula, y otra tras la oreja, de forma triangular y alargada entre el cuello y la nuca. Alzó sus patas hasta apoyarse bajo mis rodillas, y gruñó advirtiéndome que transigiera a sus demandas. Acepté aquella minúscula perra canela, con el pecho blanco y un morro negrísimo y siempre húmedo, y me pareció que ella también me había elegido por mí, a través de una serie de enredos solo atribuibles al destino y el instinto de una mente animal.

En los primeros días mostró un carácter apocado y demasiado tímido. Pese a mi negativa se llamó Fanta, porque otros decidieron y mi oposición no encontró eco suficiente. A las tres veces de escuchar su nombre, pareció tomar conciencia de sí misma y del espacio que le correspondía en mi mundo. Inició un meticuloso marcar con su olor las distintas estancias de la casa, por los zócalos de las paredes, bajo los muebles, sobre los rincones olvidados. La detuve cuando pretendió adueñarse de lo que considero mío, el despacho, mi sillón favorito y lo que constituye propiamente el dormitorio y lo dedicado al aseo personal. Reclamé estos territorios de mi exclusiva competencia y así lo admitió Fanta, que en su simpleza animal debió reconocer que yo ostentaba una posición de privilegio en su nueva manada. Supongo que el hecho de que le sirviese su alimento diario también medió para que admitiese una cierta disciplina en su comportamiento.

Los siguientes meses fueron una pesadilla para los sentidos, especialmente el olfato, que padeció una mayor incomodidad. El gemir de Fanta durante las primeras noches, sus arañazos en la puerta que limitaba sus paseos nocturnos y el penetrante olor con que la cocina me recibía cada mañana, sirvieron de recordatorio a su presencia omnipresente. Pronto la casa se inundó con el recuerdo de las letrinas y todo alrededor de Fanta se convirtió en asco y repugnancia. Soporté los inconvenientes en la esperanza de que mi torpe paciencia obrase el milagro de promover en aquella bestia la cordura. No obtuve plena respuesta a mis plegarias, pero la naturaleza obró a mi favor y el cachorro aprendió a contener sus esfínteres hasta la hora establecida, primero de una forma intermitente y después definitiva, para mi inestimable alivio. Reconozco que mi vida cambió para bien y que mi relación con Fanta se abrió a nuevas experiencias.

Cada atardecer, durante paseo, Fanta me sorprendía con el progreso de sus habilidades. La apariencia diminuta y torpe pronto dejó paso a una apariencia más robusta, que aprendía de sus tropiezos. Aprecié que su curiosidad era insaciable y que nada detenía su arrojo. La desenredé de mil espinos donde decidió enredarse y la arranqué de cuantas madrigueras se cruzaron en su camino. A propósito me deslizaba por los pasajes más abruptos del camino, y Fanta me seguía con las vacilaciones propias del temor infantil, por senderos nuevos, por veredas que rasgaban el paisaje de unos campos que ella cartografiaba con su memoria de olores y lealtades. Pronto caminó delante mía, anticipándose a mis intenciones y explorando todas las ramas del sendero. Junto a las cañas, entre las dunas del sal, por la ribera de una charca. Siempre trotando y saltando, con la cabeza bien alta y anticipándose a todo. Me divertía observándola tan pequeña e intrépida, asombrado de tanta insensatez en un cuerpo tan pequeño.

Pronto Fanta y yo ingresamos en un grupo de montañeros que supieron adentrarnos en los imperios del aire con seguridad y cautela. Festejaron la presencia de mi cachorro y se avinieron a unas salidas suaves que sólo tenían el objetivo de familiarizar a Fanta con las dificultades de la montaña. Se festejaron sus gracias y admiramos sus progresos, que siempre fueron sobresalientes. Por lo que a mí respecta, lejos de estos divertimentos semanales, Fanta se mostraba obediente y respetuosa, aunque traviesa como correspondía a su naturaleza infantil. Llegaba corriendo desde cualquier rincón del suelo, con las orejas al compás de sus saltos, con el muñón de su cola oscilando a una frecuencia tan alta que transmitía el movimiento a los cuartos traseros y por eco al resto del animal. Yo veía su cabeza y su hocico negrísimo, que me buscaba ansiosamente, y el resto de su cuerpo poseído por un temblor convulso. Aprendió a morder mis brazos y mis manos con una dulzura incontenible, y yo aprendí a confiar en su delicadeza, porque comprendí que esta actividad no entrañaba ningún peligro para mí, y que Fanta había aprendido a medir la presión de sus dientes durante el juego con sus hermanos y su madre, para los que yo era el sustituto natural.

Jugamos mucho durante los paseos al atardecer y en nuestras salidas semanales a la montaña. En la casa jugamos menos, porque me contuve para evitar hábitos que en el futuro pudieran convertirse en una incomodidad. Descubrí que le gustaba la música y que no todas las obras la satisfacían igualmente. Prefería los clásicos, aunque aceptaba de buena gana otros estilos. Se detenía entre los altavoces y escuchaba hasta que una pieza no era de su agrado, momento que escogía para levantarse y dejar constancia de su enojo con un gruñido que emitía después de apoyar su cabeza en mi regazo y mirarme lastimosamente. También le gustaban las mandarinas, y no importaba donde las mondase, porque Fanta descubría su olor y se presentaba ante mí, para sentarse a mi lado y culparme con esa lástima irresistible de siempre. Pronto necesité dos mandarinas para aplacar nuestro capricho. Fui cuidadoso con otros alimentos, que me negué a compartir porque no eran propios de su especie.

Se sucedieron las estaciones y Fanta se convirtió en un animal esbelto y magnífico. En sus paseos diarios desplegaba una actividad desaforada, con destellos de máxima euforia durante nuestras salidas semanales a la montaña, donde la compañía de nuestros amigos se convirtió en un encuentro esperado. Por supuesto Fanta había superado todas las dificultades de su aprendizaje montaraz, y correteaba entre las aristas escarpadas con una destreza que despertaba admiración y envidia. En las bajadas la veía precipitarse ladera abajo, entre peñascos o matorrales, hasta que se detenía y me buscaba con la mirada. Apenas me distinguía entre la espesura y constataba mi seguridad, se entretenía en olisquear los alrededores, masticar agujas de pino o morder ramas sueltas. Después, apenas me acercaba lo suficiente, proseguía su descenso por la ruta que mejor obedecía a su antojo. En caso de fallar mi avistamiento o que yo me demorase demasiado, Fanta deshacía el camino andado y regresaba en mi búsqueda. Alguna vez sucumbí a la tentación de ocultarme entre los arbustos, pero Fanta no solo me encontró con la ayuda de sus habilidades olfativas, sino que descubrió mi burla y me ladró abiertamente, como quien regaña a un niño por su juego inoportuno. Venía a mi lado y mordisqueaba mis manos o los tobillos, según se le antojaba, hasta que me suponía arrepentido y reemprendía el descenso ladera abajo, esperando más y templando su paciencia hasta donde requería mi espera.

Un incidente me advirtió del peligro. Fanta se había aproximado al margen del río, que se alegraba con las últimas lluvias. Se sostenía sobre una laja resbaladiza con la destreza imposible de siempre. De repente algo falló. La piedra se movió o Fanta resbaló, solo percibí un movimiento extraño y una caída al río. Chapoteó cuatro veces, las conté en un instante, antes de situar las patas delanteras sobre un saliente que comprendí frágil. Intenté esperarla a la salida del remolino donde se encontraba y permití que chapoteara inútilmente. Ya era muy fuerte y debía prevenirme de su fuerza en mi contra, que no hubiera sido oportuna ni beneficiosa para mis propósitos. El remolino pareció deshacerse y Fanta salió despedida hacia mis brazos. La dejé pasar muy rápido y la sujeté desde atrás, porque me pareció más seguro. El collar ofrecía un buen agarre y aunque Fanta pataleaba y parecía enloquecida por la profundidad del agua, su cabeza se encontraba a salvo mientras yo buscaba un mejor asidero. Pesaba demasiado, aseguré mi posición y me disponía a izarla, cuando el collar escapó a su cuello y me encontré con el collar en las manos y Fanta volando río abajo, entre rápidos y peñascos que me hicieron temer por su seguridad.

Poco importa como se trabaron los acontecimientos para permitir que Fanta salvase la vida. Estuve afortunado y mis suposiciones sobre la corriente y Fanta fueron ciertas. Puede sujetarla bajo las patas delanteras, con su espalda junto a mi pecho, y la alcé hasta un lugar seguro de la orilla. Permanecimos un instante mojados entre las cañas, con el sol del mediodía aplastando nuestra sombra en la ribera. Levanté un dedo reprendiéndola por su temeridad y Fanta agachó la cabeza y escondió su muñón de rabo entre las patas. Se aproximó a mí tan sumisa que me conmovió su arrepentimiento, hasta que a mi lado se sacudió con tanta energía que el agua de su pelo salió despedida en un nube a su alrededor. Empapado y vencido, permití que Fanta completase su agradecimiento restregándose cariñosamente contra mí. Como siempre, me mira, babea, me lame hasta donde permito y continúa saltando a mi alrededor, como si no hubiera sucedido nada digno de relevancia. Decidí que sustituiría el collar por un arnés, el más resistente que encontrase en la tienda de perros.

Fanta cambió, como si me debiese algo. Me mordía con ternura, tanteando mi piel con cada diente, apoyando sus patas con más cuidado, gruñéndome más suave. Permitió que la acariciase bajo el cuello y aún más, giraba en el suelo sobre su lomo, con las patas hacia arriba, y se ofrecía para que acariciase su pecho. Yo rascaba arriba y abajo, deslizando suavemente la mano, apretando aquí y allá para sorprenderla con el tacto y provocar su excitación. Pronto descubrí que algunas zonas de su piel se conectaban con otras muy distantes. Acariciaba bajo las axilas y sus patas traseras se estremecían, deslizaba un dedo bajo su cuello, donde muerden los lobos, describiendo una suave linea que lo separaba en mitades iguales, y parecía que Fanta se hubiese partido por la mitad, estremecida de sumisión y complacencia. Si en ese instante interrumpía mi caricia, Fanta abría los ojos, alzaba la cabeza y buscaba mis manos con su boca. Sentía sus colmillos afiladísimos, cuidadosos, pidiéndome por favor. Se separaba un instante, me miraba siempre con las orejas hacia atrás, lamía mis dedos, gruñía, me mordisqueaba un poco más, y se reclinaba suavemente sobre su espalda, dejando colgar la lengua a un lado y mirándome como si de mí dependiese su vida. Muchas veces lo hizo y muchas veces la acaricié bajo la boca llena de dientes que buscaban mis dedos con cuidado, reteniéndome primero en las muñecas y después alcanzándome el brazo a una velocidad instantánea. Si me movía inesperadamente, intentando escapar o anticiparme a su movimiento, Fanta amoldaba su brusquedad a la mía, y las afiladas aristas de sus dientes no eran un arma para mí, sino un guante que se ajustaba a mi piel. Admiré su precisión, su exactitud, su ajustarse a mi bien.

Con nuestros amigos de la montaña habíamos alcanzado un pico de muchísima nieve del que descendíamos fatigosamente, a excepción de Fanta, que traveseaba ante nosotros. Le había enfundado sus escarpines impermeables, para que el frío no entumeciese sus patas y el hielo no supusiera un inconveniente a sus saltos. Fanta se aplastaba sobre la nieve, para olerla y saborearla, pero sentía el frío glacial sobre su vientre, que la alejaba instintivamente del suelo helado. Comprendí que la nieve la atraía y por eso se abalanzaba sobre ella, pero que su frialdad la obligaba al rechazo, así que Fanta se encontraba atrapada en sí misma. Repitió sus movimientos varias veces, saltando y aplastándose sobre la nieve. Nuestros amigos señalaron y rieron mientras Fanta continuaba entretenida en su lucha. La distraje con un silbido y Fanta miró la nieve como por primera vez. La olfateó despacio, como si no le importara gran cosa, y orinó sobre ella mientras miraba displicente hacia el cielo. Nunca me pareció más digna.

Fanta se reunió con nosotros y expliqué que le era muy difícil responder a dos estímulos simultáneamente. Para demostrarlo pisé suavemente una de sus patas delanteras. Jugábamos a eso muy a menudo y sabía que intentaría alcanzar mi pie para liberar su pata. Mi otro pie pisó su otra pata mientras Fanta mordisqueaba el primer pie, ya apartado e inmóvil. Pronto Fanta apresaba mis pies alternativamente, según su instinto y el ritmo del juego. Así cuantas veces quise, hasta que algo se rompió en la montaña, sobre nosotros. Escuchamos un ruido sordo, prolongado, siniestro. Miramos hacia la cumbre y presentimos una fractura en las profundidades del hielo. Fanta saltó a un lado y permaneció expectante, con una pata alzada en dirección al peligro. Empezó a ladrar como poseída por una locura enferma y nos apresuró ladera abajo. A nuestros compañeros los convenció muy pronto, porque no admitió vacilaciones y se mostraba ciertamente feroz. Tampoco de mí admitió excusas, y aprisionó mi pierna con una fuerza que me advertía de su resolución. No le importaba herirme para sacarme de allí.

Escuchamos el estruendo del alud y miramos su terror muy alto, en un circo glacial entre las cumbres, que se vaciaban del invierno en una muerte que volaba a nuestro encuentro. Era blanca y pronto lo ocultaría todo. Corrimos tras Fanta por donde ella quiso, entre placas de hielo que temblaban bajo nuestros pies, saltando, corriendo, escalando farallones helados, abriéndonos paso entre la montaña que ya se derrumbaba, que ya caía. Fanta avanzaba incansable y nosotros tras ella, pretendiendo la huida más rápida, escapando del fin que venía. Los primeros hielos volaron sobre Fanta y nosotros. Parecían romos y que pasaban despacio, pero me consta que sólo era una impresión. Muchos más fragmentos de hielo atravesaron el aire. Algunos eran azules y muy brillantes, pensé que arrancados de las profundidades del glacial. Después llegó un viento blanco que me cegó. Perdí a Fanta, perdí a los demás y me perdí a mi mismo. Algo me empujó violentamente y no recuerdo más.

Desperté sofocado por una aguaza que me impedía respirar. Me ardía la cabeza y algo caliente goteaba entre mi pelo. Supe que era sangre porque abrí la boca y sentí su sabor. Aunque me dolía todo por igual, comprendí que me encontraba cabeza abajo y que no tendría mucho tiempo. Recordé mis errores, los excusé con mis supuestas virtudes y concluí que había alcanzado mi final. Esperé hasta que nada pasó. Intenté moverme y supe que no estaba roto, solo dolorido. Intenté desplazar un brazo y fue difícil, pero algo conseguí, un respiro a mi agonía. Moví una pierna y luego la otra. Apenas obtuve holgura para patalear con mejor eficacia. Mi posición era invertida, cabeza abajo, el aire se consumía y boqueaba ya sin fuerza, como un pez casi muerto. No quise rendirme pero todo se desvaneció en una oscuridad húmeda que atería mis huesos y asentaba escarcha pegajosa sobre el alma. El frío pronto fue cálido y me sentí feliz.

Fanta me arrancó de mis dulces sueños con su aliento de pesadilla y el fango de sus babas, que pese a su aterradora irrupción en mi realidad abrieron un respiradero en las tinieblas que habían engullido mi vida. Apartó mi cabeza hasta alcanzarme la nuca, tanteó hasta encontrar un mejor asidero en mis ropas y aprisionó con la fuerza feroz de su mordida. Noté que escarbaba para tirar más fuerte, que sacudía mi cuerpo, que tiraba aún más, que aflojaba e insistía mientras yo reencontraba mis fuerzas, movía una pierna y luego la otra, quedaba libre y miraba a mi alrededor. El paisaje había cambiado y todo era nieve. Me incorporé, miré a Fanta, grité el nombre de uno de nuestros compañeros y Fanta trotó hasta un lugar entre el revuelto de nieves. Escarbó un poco, se detuvo y me miró, corrí hacia allí y sacamos al tercer superviviente, también confuso y dolorido. Continuamos pronunciando nombres bajo la nieve. A todos los encontró Fanta.

Los noticiarios acallaron la proeza de Fanta muy pronto, en cuando adquirió protagonismo una actualidad más dramática, porque no se habían registrado víctimas y solo había sido una avalancha sin más trascendencia que leves alteraciones del paisaje. Fanta y yo regresamos a la rutina de los paseos diarios y a nuestras salidas semanales a la montaña, el destino se encuentra escrito y poco pueden un hombre y un perro contra fuerzas que no comprende nadie. Una vez al año nos reuniremos con los viejos amigos para recordar con nuestra supervivencia la ventura de aquel día, cuando la suerte y Fanta nos salvaron de un futuro perdido, pero es más en la intimidad, al recorrer los campos con Fanta, cuando comprendo que mi destino está ineludiblemente unido a este animal que me desafía con su carrera esquiva y que espera para escapar cuando me acerco.

Durante la primavera hemos adquirido la costumbre de subir a una colina desde donde nos recreamos en la puesta de sol. El lugar se sitúa a mitad de nuestro paseo diario. Llegamos cansados por una ascensión suave y esperamos en la cumbre, mientras el sol languidece en el horizonte. Nos gusta llegar pronto, en plural, porque Fanta me apresura para alcanzar la cima. Corre a mi alrededor y ladra cuando me entretengo demasiado. Después me acomodo con los pies recogidos y la espalda contra las piedras calientes del atardecer, y me abandono al paisaje de las montañas lejanas. Me recreo con las gradaciones de color entre las nubes, con el aire que me trae el aroma de las flores y el tiempo que viene. Pienso en cualquier cosa mientras el sol se desliza lentamente hacia su ocaso y el fuego del crepúsculo inflama las nieves lejanas y las cumbres se esculpen con los reflejos del tornasol y todo adquiere un matiz sobrenatural. Los colores del cielo mudan a púrpuras y violados y pronto brillan las primeras estrellas sobre las cumbres añiles. Entonces Fanta ladra y gruñe porque es hora que marcharnos. Se aplasta contra el suelo y salta estremecida por esa chispa que lleva dentro y brilló entre la nieve. La sujeto firmemente bajo el cuello, la miro a esos ojos de almendra que me miran tristes, y le digo cualquier frase que no entiende. Mueve el muñón de la cola que estremece su cuerpo y de nuevo me busca para lamer mi cara, para morder mis manos, para jugar conmigo. Le riño, me ladra y regresamos a casa, ella trotando y oliéndolo todo, esperándome siempre, y yo detrás, ordenando en vano, gritando a esta perra que me arrastra ladera abajo por la ruta de los conejos y las zarzas, tras ese bendito animal que me salvó la vida y espera cuando no puedo con mi aliento.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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