Entré en la despensa por casualidad, aprovechando que la abuela me había dejado solo en la cocina de la casa nueva, para que la inspeccionara a mi gusto mientras ella regresaba al porche del patio, donde los fogones viejos aún le servían para elaborar sus mejores guisos. Encendí la luz y pensé que a veces la abuela tenía costumbres extrañas y había que comprenderla porque era mayor. El abuelo la conocía bien y buscaría primero en el patio, donde vivían los perros y rebrotaban los jazmineros en primavera. Ahora hacía mucho frío y se habían encendido las estufas del porche y cerrado los ventanales, porque era diciembre y el aire se había convertido en hielo. Todo era blanco y se mostraba mustio si no muerto, congelado por aquel frío que partía las piedras y pulverizaba el aliento.
La despensa se separaba de la cocina por una puerta entreabierta que dejaba entrever una luz diferente, más blanca quizás. Sentí una atracción irresistible, miré alrededor para cerciorarme de mi soledad y atravesé la puerta de la despensa, que inmediatamente entorné a mi espalda. El espacio era apretado pero suficiente, dispuesto por la abuela para que todo se encontrase en el lugar adecuado. Una pequeña ventana se ocupaba de mantener ventilada la estancia, porque allí se curtían los embutidos de la última matanza y los fiambres del cerdo se curaban con el viento serrano. Ardía el frío de las cumbres a mi alrededor, pero el abrigo y un gorro de lana me protegían eficazmente. Se olía a escarcha y a nieve lejana, a resina de pino y a hielo azul, a los aromas de las carnes embutidas y al picor de las especias.
Reconozco que tuve miedo. Aunque sabía que esperaba allí, buscarlo entre los enseres de la despensa me inspiraba una especie de temor culpable. Lo suponía acechando desde cualquier lugar oscuro, quizás oculto tras los estantes, entre las ollas amontonadas o las cajas de refrescos, tras las bombonas de gas o más allá de los tablones apilados junto a los cubos. Caminé muy despacio, procurando que no me delatase ningún ruido. Me puse de puntillas para alcanzar al segundo estante y distinguí bultos que supuse platos, cazuelas, sartenes, y formas de máquinas que no había visto nunca y no imaginaba para que servían. Eran muy antiguas, al menos me lo parecieron en una primera impresión. Reconocí algunas que había visto cuando vinimos a la matanza del cerdo, como los barreños de piedra que igual servían para amontonar vísceras que para llevar la ropa a los tendederos del patio, junto a los perros, que era un sitio donde había que tener cuidado, porque los perros podían morder si los interrumpías comiendo. Era preciso respetar su intimidad, según decía el abuelo. También descubrí una balanza y un juego de pesas, junto a una romana como la que había visto en los libros, donde se explicaba que servían para medir y se mostraba su funcionamiento. Yo veía la forma e imaginaba las muescas en el metal para señalar las divisiones del peso, y me parecía casi mágico, porque sin haberlo visto antes sabía que aspecto debía tener y cómo funcionaba, y eso me hacía sentirme importante, porque sabía cosas que otra gente no sabía, solo por haberlas leído en un libro.
Cerca del techo, aireadas por los vientos helados, las longanizas, los encurtidos, las sobrasadas, los morcones y otras delicadezas aguardaban para satisfacer a quienes nos sentaríamos a la mesa. Más abajo, en los estantes superiores de la despensa, a salvo de mi alcance, las galletas y los chocolates aguardaban en sus cajas. Recuerdo las latas, con sus colores estridentes o suaves, con su alma metálica bajo las pinturas de la decoración. Azules y dorados, algunos tonos crema y estridencias rojas, pero contenidas, sin que lo inundasen todo. Eran dibujos bonitos, de casas en la campiña, con sus prados al fondo y ríos que se precipitaban entre peñascos. Siempre me gustaron esas latas de galletas, tan preciosas y lejanas.
Escuché un sonido a mi espalda y me volví rápidamente. Lo descubrí al fondo, entre unos sacos. Me acerqué y el pavo se escondió despacio. Parecía un animal triste y resignado a su suerte, pero fue una impresión pasajera porque apenas se movió y pronto lo vi como lo que era, un pavo que solo estaba acurrucado en un rincón. Sus plumas me parecieron brillantes solo en algunos lugares, en general me pareció un animal sucio y poco afortunado, aunque sentí una cierta compasión al comprender que pronto sería reclamado por los pucheros de la abuela. Pero él no comprendía su destino y sólo estaba allí, esperando pacientemente a que sucediese algo, porque los pavos no piensan mucho más.
Continué paseando entre los estantes y dejé atrás al animal, que permanecía acurrucado sin mostrar ningún signo de actividad. Mi inspección me llevó a alzar la vista al techo, donde se alineaban los embutidos en unos ganchos que colgaban de los travesaños de las vigas. Las salchichas caían de unas perchas a las que parecían abrazadas, más allá se amontonaban mortadelas, sobrasadas, blancos, morcones y otras partes del cerdo que ni siquiera conocía de oídas. Los jamones, enormes y con unos recipientes pequeños, clavados en su extremo, para que no gotease la grasa, se distinguían en un lugar que me pareció de privilegio por su proximidad a la ventana abierta, tras la que se veía una cordillera de montañas. Mi abuela era diestra en curar embutidos y planteaba la ubicación de cada pieza en la despensa con una obstinación inflexible. A cada altura le correspondían cosas diferentes, y todo se ordenaba con una lógica desconocida para mí, pero de algún modo minuciosa y precisa.
No sé cuanto tiempo estuve inspeccionando la despensa. El pavo apenas se limitó a estremecerse un par de veces y continuar con su sueño. Por mi parte descubrí las frutas glaseadas, de las que encontré un trozo que supuse ignorado para todos, y también los polvorones, los rollos, las aleluyas y los alfajores de canela, las tortas de naranja y manteca, una caja de galletas de mantequilla y chocolates de varias clases. Uno estaba abierto y mostraba en su interior plateado una pareja de cromos que alguien había sacado de sus fundas protectoras y olvidado en contacto directo con el chocolate, que los había manchado en una esquina. Recuerdo su olor intenso, que se mezclaba con el olor de los pegamentos del papel, o al menos me lo parecía a mí, porque cuando tocaba el papel el olor era aún más intenso.
Escuché la puerta de la cocina un instante antes de que Juan Carlos entrase en la despensa y reparase en mí, que permanecía en pie sin saber qué excusa me libraría de culpa. Juan Carlos me ordenó silencio poniendo un dedo sobre su boca, apagó la luz, que yo había dejado encendida, y me anunció en voz baja que la abuela se encontraba entretenida al otro lado del patio, en la cocina antigua, con el abuelo y varios de mis tíos, que habían encontrado por el camino de los escalones, así que habían llegado todos juntos y estaban en la cocina del patio, donde se entretendrían bastante tiempo. El había venido a la despensa para satisfacerse por su cuenta, porque Joaquín le había confesado que los embutidos y las tortas de la abuela eran extraordinarios este año. El cerdo sacrificado en otoño había salido bueno como otras veces salía malo, y la consecuencia se guardaba en la despensa. Se reconocía impaciente, así que había venido a tomar un anticipo.
Juan Carlos señaló el pavo a mi espalda y dijo que era grande, muy grande. Luego sonrió un instante y añadió que haría un buen caldo. Quedé embelesado por el colmillo de oro que relucía en su boca.
-No te preocupes, los pavos no hacen nada. Este es muy grande pero tampoco hará nada porque es un pavo.
-¡Ya sé que no hace nada! ¡Es un pavo! -exclamé consciente de que era inofensivo.
-¿Qué haces aquí? ¿Lo sabe la abuela? ¡Déjalo, no hace falta que contestes! ¿Has probado la longaniza? Tiene un aspecto magnífico -añadió Juan Carlos sin esperar mis respuestas.
-Estaba aquí, en la cocina, con la abuela, pero me dejó solo. Estoy viendo cosas mientras la espero.
-El secreto para que la abuela no descubra que pellizcas la longaniza es cortar siempre por el lado que ella usa para probarla, y luego ajustar las altura en la percha -dijo Juan Carlos mientras pellizcaba la salchicha roja y distribuía las alturas para que las dos mitades colgasen igualmente.
-Yo no alcanzó -añadí a modo de disculpa, como si conociese todo lo demás.
-Come y calla, que aún estás muy verde. Súbete al estante para llegar hasta aquí. Pie derecho, mano derecha y después pie izquierdo mano izquierda -concluyó Juan Carlos, para que reparase en lo fácil que era escalar los estantes. Luego reparó en mi altura y me señaló bajo unos fardos.
Encontré una escalera y me alcé hasta llegar a los anaqueles superiores. Desde arriba se distinguían ollas y botellas alineadas, que inmediatamente despertaron mi interés. Tomé el trozo de longaniza que me tendía Juan Carlos y luego lo acompañé entre los blancos y las sobrasadas. Me indicó calma, que aguardase un instante, y rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una pequeña navaja de empuñadura nacarada. La abrió ante mis ojos y permitió que me entretuviese en el brillo de la hoja, antes de proceder a cortar un par de blancos y reajustar los extremos que colgaban de la percha. Después encontró el tocino del abuelo, que esperaba sobre un anaquel poco más abajo, y con la misma navaja de hoja reluciente cortó dos lonchas generosas, que acompañó con un poco de pan de trigo, hecho por la abuela en el horno de leña, con su receta secreta, como siempre. Debo reconocer que el abuelo tenía buen paladar, porque el tocino y el pan de la abuela casaban de modo insuperable. Así lo entendió Juan Carlos, que me invitó a repetir, esta vez una lámina delgada, para que nuestro abuso no dejase huella.
Siguieron las tortas de canela, de almendra y miel, y las de naranja que la abuela preparaba con mi madre y mis tías, que ponían tanto primor en la cocina que su presencia garantizaba el éxito de la receta. La navaja también sirvió para el chocolate, que Juan Carlos solo se permitió de la tableta empezada, porque la abuela era suspicaz y era preferible evitar disgustos. Sacó los cromos de sus estuches y me los entregó en un gesto de complicidad que me pareció digno de agradecimiento. Asentí al detalle y me dejé vencer por el sabor de la mezcla de naranja y chocolate que se deshacía en mi boca. Un sabor extraordinario, como no he encontrado otro igual. Juan Carlos me hizo un gesto para que permaneciera en silencio y prestase atención. Se escucharon voces, risas, alegría, felicidad de estar por casa.
Joaquín entró limpiándose la nieve. Nos miró un instante, como si apenas le importase nuestra presencia, y preguntó con una inocencia no del todo sincera.
-¿Habéis probado el embutido? ¡Con este frío debe estar buenísimo! -aseguró mientras escalaba unos estantes hasta llegar a la longaniza que colgaba en lo más alto.
-Tomamos lo nuestro, tu sírvete lo tuyo. Te veo bien hermano ¿Cómo va todo?
-Los negocios mejor y ahí fuera se están entonando ¿Habéis probado los rollos?
-No los encontrarás mejores. Este año la abuela ha descubierto la proporción exacta entre la almendra y la canela. Serán casualidades.
-Las abejas y los almendros, que rinden buena cosecha y preparan el año nuevo -sentenció Joaquín mientras tomaba un pellizco de la torta y, después de lamer cuidadosamente el primer azúcar, mordía un poco y dejaba que la pasta se fundiese entre sus dientes. Masticó repetidamente, con los labios bien cerrados, y entornó los ojos un instante-. Tienes razón hermano, están superiores ¿Probaste el licor de padre?
-Madre se enterará si tocas el licor de padre -advirtió Juan Carlos.
-Lo sabrá de todas formas, porque falta una fila completa de onzas de chocolate y rompiste el orden en las bandejas de rollos. También escarbaste entre la fruta confitada.
-¡No lleva tan bien la cuenta! -alegó Juan Carlos.
-¡La lleva perfectamente! Además, sois dos, así que somos tres metiendo la mano en la despensa. Nos descubrirá seguro, nos reñirá un poco y ya está, así que olvídate y terminemos nuestro arreglo cuanto antes. ¿Probaste el orujo de padre? -preguntó de nuevo Joaquín mientras abría la botella y flotaba el olor áspero y meloso del orujo.
-No, estábamos con las tortas de naranja y casi habíamos terminado nuestra inspección, ¿verdad? -respondió Juan Carlos, dirigiéndose a mi.
-Si, estábamos terminando -confirmé en voz baja. Me sorprendió que Joaquín tuviera tantas canas con lo joven que era.
-¡Toma un trago hermano! ¡Para ti no hay! -añadió dirigiéndose a mi, mientras ofrecía una copa de orujo a Juan Carlos.
-¡Este año es fuerte! -protestó Juan Carlos mientas el orujo le abrasaba la garganta.
-A padre le gustará -confirmó Joaquín tras el primer trago.
El pavo se levantó bruscamente, quizás atraído por el olor que flotaba en el aire. Joaquín lo señaló con el dedo y coincidió en que era enorme y la abuela conseguiría un caldo magnífico. Después sirvió un segundo vaso de orujo a Juan Carlos y repitió él también, para brindar con su hermano. En un instante brilló la complicidad fraternal y, como si el brindis estuviese incompleto, miraron al pavo y me miraron a mí. Juan Carlos, tomándome del brazo, me preguntó si sabría guardar un secreto. Naturalmente asentí, porque era mayor y ya había guardado secretos antes. También me ofrecí para colaborar en lo necesario, pero Joaquín aseguró que bastaría con que me mantuviese lejos y no supiese nada ante la abuela, que quizás me preguntase distraídamente dónde había estado, algo que solía hacer para indagar en las andanzas de todos. Me aparté hacia donde me indicaron y me dispuse a presenciar lo que fuese.
El pavo debió intuir algo, porque se levantó de su cesto muy inquieto e intentó escapar hacia un lado. Joaquín se descolgó de los estantes y cayó ante él, que alzó el cuello y desplegó las alas. Me pareció enorme y permanecí atrapado por el color escarlata de su moco. Escapó hacia Juan Carlos, hasta que percibió la emboscada. Aleteó al retroceder y sentí el viento de sus alas, que removía el aire frío de la despensa con un fundirse de todos los olores, incluido el suyo, acre y bastante espeso. Casi instantáneamente, Joaquín inmovilizó al pavo y lo mantuvo con las alas abiertas, para que Juan Carlos comprobase su verdadero tamaño, que en ese momento me pareció descomunal. No podía apartar la mirada de aquella cabeza calva y encarnada, casi carmesí en el enorme moco que parecía despeñarse desde su pico. Inesperadamente, los dedos de Joaquín irrumpieron en la escena que contemplaban mis ojos, y con un diestro apretar abrieron el pico del pavo, que permaneció completamente vencido, con el cuello bien estirado y la cabeza apuntando al techo. Después Juan Carlos escanció cuidadosamente el orujo del abuelo sobre el pico bien abierto del pavo, que bebió, bebió y bebió hasta consumir mas de un cuarto de la botella. Recuerdo las burbujas de aire ascendiendo por el interior del vidrio. Después Joaquín soltó al pavo y Juan Carlos ocultó la botella donde le pareció que pasaría desapercibida. Se miraron y rompieron a reír. Yo reí también, del mismo modo sordo y apagado.
El pavo se alejó hacia un otro extremo de la despensa y permaneció en pie, con las alas bien plegadas y el cuello alzado para contemplarnos mejor. Me pareció orgulloso y decidido a vender muy cara su derrota. De repente algo pareció desajustarse en su interior. Saltó repetidamente hacia la derecha y perdió el equilibrio junto una pilada de cajas. Se levantó titubeando y sorprendido, se irguió un poco y trastabilló hasta el otro lado de la despensa, donde llegó tambaleante y apresurado, para estrellarse contra unas bateas que habían contenido cebollas. De nuevo se puso en pie y avanzó hacia nosotros, pero su paso era tan torpe que de nuevo cayó al suelo sin que hubiese mediado tropiezo alguno. Tres o cuatro veces más intentó escapar hacia algún lugar, pero parecía que hubiese perdido el sentido de la distancia y confundiera las sombras con objetos reales. Después avanzó como pudo, a veces arrastrándose, hasta un rincón entre penumbras, donde definitivamente se rindió al orujo y quedó en calma, aunque temblando, como si tuviese frío o miedo de nosotros. Joaquín y Juan Carlos me explicaron que el orujo del abuelo era demasiado fuerte para el pavo, y que la abuela lo encontraría durmiendo. Después de reiterarme que lo allí sucedido era nuestro secreto, me anunciaron que saldríamos por separado, para no levantar sospechas. Yo saldría primero, porque había estado allí mucho tiempo.
En el cobertizo del patio esperaban todos, alrededor de la mesa de madera, entretenidos en probar esto y aquello que comeríamos después, con el porrón de vino y una jarra de cerveza que se turnaban para rellenar todos los vasos. Mis tías se arremolinaban junto a sus esposos y los fogones de la abuela, de donde cada poco salía algo para probar. Me perdí entre mis primos y fuimos a ver a los perros, que habían comido y no eran ya peligrosos. Yo no jugué mucho porque no me inspiraban demasiada confianza, pero los acaricié con cuidado. Oí que la abuela ya preparaba el pavo y que había buscado a Joaquín y Juan Carlos, que nadie sabía donde paraban, al parecer habían ido a entrevistarse con un vecino. A mi también me buscaba la abuela, aunque había dicho que lo mío esperaría hasta luego. Continué con mis primos y procuré no ser demasiado visible.
Nos abrigaron con gorros y bufandas para atravesar el patio, donde todo se había convertido en blanco. La casa grande apenas se veía, de tanta nieve que flotaba, pesada o arremolinándose en algún quiebro del aire. El cielo era gris y denso, con pesados brillos blancos que salpicaban la oscuridad del fondo y eran el hielo mismo que cuajaba en las nubes. Intentamos cruzar rápido, pero Joaquín y Juan Carlos nos sorprendieron con unas bolas de nieve que animaron la diversión de todos los presentes. Jugamos hasta que la abuela dijo que serviría la sopa entrásemos o no. Corrimos hasta la casa y nos sacudimos la nieve.
La chimenea estaba encendida con un fuego alegre, y el comedor era cálido y acogedor. El abuelo se entretuvo en avivar el fuego, mientras Juan Carlos y Joaquín le ayudaban con la leña. Revoloteamos entre las sillas y escogimos los asientos hasta acomodarnos. Los mayores bebieron vino y cerveza y nosotros refrescos. Después de las almendras, las nueces y las aceitunas vinieron el caldo del pavo con sus pelotas y sus fiambres cocidos con patata y apio, y después las frutas y los postres de almendra, el mazapán y las confituras glaseadas. Llegaron los licores y se alegró la sobremesa. El abuelo levantó la botella de orujo, que sopesó en su contenido. Alzó su copa y anunció en voz alta que no le importaba como había llegado el sabor de su orujo al pavo de la abuela, pero que todas nuestras faltas domésticas quedaban olvidadas en favor de la navidad, y que brindaba por ese pavo extraordinario que había dejado el regusto de su orujo en nuestros paladares. Juan Carlos, Joaquín y yo nos miramos y sonreímos en silencio. Alzamos nuestras copas a tiempo con los demás y brindamos por la navidad del pavo.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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