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viernes, 10 de enero de 2014

El talismán del viajero

Para los que se perdieron en un libro


Desperté estremecido por la emoción y un frío que atravesaba las mantas y convertía el cuarto en un lugar inhóspito. En mis sueños aún resonaba el tren del día anterior, con sus muchas estaciones y los cristales helados por un horizonte de nieve. Colinas suaves y árboles repetidos muy rápido. Me sentí aturdido y con sueño, pero hice el ánimo y salté de la cama. El suelo estaba helado, las losas eran de piedra rugosa, algunas sueltas, las pisé al correr deprisa. Entré al baño y encendí la luz con uno de esos interruptores que pellizcan la pared. Las cañerías se habían congelado y el grifo apenas me ofreció un hilo agua, así que me enjuagué como pude y lavé mis dientes deprisa. Miré al exterior mientras me vestía y contemplé los tejados blancos por la escarcha y el humo de algunas chimeneas. El cielo parecía despejado, al menos en su mitad este, y un sol tímido languidecía sobre los tejados de pizarra. Sucumbí a la tentación de empañar el cristal de la ventana y escribir mi nombre en el vaho. Deslicé el dedo sobre la superficie del vapor y dejé un rastro de letras a mi paso. Terminé de vestirme, dos camisetas serían suficientes. Conté el dinero, aparté una moneda y decidí que me haría un regalo.

Desayuné muy rápido, en el comedor de la pensión, y me dispuse a vivir mi primer día en la ciudad. Los charcos se habían congelado, eran como de cristal, aunque sucios, y al tocarlos con el extremo del pie se rompían despacio, de tan finos y transparentes. A mi alrededor todo parecía helado, en algunos aleros colgaban carámbanos que goteaban al deshacerse con el primer sol. También se había helado la manguera de una caseta de riego donde cargaban unas cubas de agua, a mi derecha reparé en el patio de una casa vieja, que parecía mojado. Los gatos se escondían en su interior, tras unas ramas resecas, sobre hojarasca húmeda que fermentaba lentamente y esparcía el aroma de las frutas podridas. Alguien les había dejado comida y la habían removido un poco. Continué caminando, oculto hasta los ojos, para protegerme del frío. Algunos me miraban porque había alzado el cuello de la gabardina y me había embozado la bufanda, para conservar el calor del rostro y recrearme en el aroma del café que todavía espesaba mi aliento. Escuché un frenazo suave a mi espalda y me giré. Dos cubas maniobraban para situarse mientras un operario rompía el hielo de la manguera.

Busqué un transporte que me condujera a mi destino y tomé un autobús, rodeado de gentes que viajaban a cualquier lugar de la lista de paradas. Con sus maletines de cuero o los periódicos que sirven para ocultarse entre las calles que pasan deprisa. Miré por la ventanilla los semáforos que detienen el fluir del tráfico y vislumbré el bullicio de arterias que se extendían en todas direcciones. Plazas espaciosas, con estatuas venerables y el relumbre de un pasado que se presiente tras el pretil de los balcones, en el reflejo de los ventanales nobles, tras el hielo de los alféizares. Un viento suave inunda el aire con un recuerdo ártico de tempestades a la intemperie, las gentes se abrigan y apresuran el paso. Se suceden las paradas, con quienes se apean y surgen por la entrada, junto al conductor, donde se demoran para comprar su billete. Fabricas de ladrillo, un circo allí, junto a una chimenea que se mantiene sobre la explanada que fue una fábrica y ahora acoge a las gentes de la farándula y la vida nómada. Me pregunté si los leones rugirían en la noche del barrio y si los payasos serían tristes al limpiarse el maquillaje y desprenderse de su nariz roja.

Llegué a tiempo al Conservatorio, uno de esos edificios remozados con acierto, y alcancé el lugar de la lección inaugural sin que nadie reparara en mi presencia. Subí despacio, me acomodé en mi sitio e hice lo que todos el primer día, básicamente nada, escuchar, eso sí. La madera olía a rancio y la voz retumbaba en el vacío de la gran sala. El orador era torpe y la iluminación tenue, así que dormí casi todo el tiempo, con los ojos abiertos, como en los cursos preparatorios, que también eran insoportables, aunque algo menos. Pasaron dos horas de dulce somnolencia y escuché ronquidos, acallados por un golpe amigo. Hubo un descanso, algunos asistentes abandonaron la sala y volvieron muy pronto, dispuestos a continuar. El orador miró el reloj y aceleró sus palabras. El final fue interminable, con las recomendaciones bibliográficas y algunas partituras que trabajaríamos durante el curso. Después salimos y vagabundeamos por el parque, camino de la salida. Los compañeros dijeron cosas, pero apenas escuché, entretenido con las ardillas. Caminé muy lento y me fui distanciando, al final me quedé solo. No me importó porque ya estaba solo antes.

Pensé que el tiempo de las cosas era distante mientras contemplaba las ramas de los árboles, una maraña de leña alzada a los cielos del invierno. Anduve al compás de una valla muy larga, verde y con sus lanzas iguales y fundidas en la distancia, y pensé en el vacío y la nada, hasta que creí que tropezaba y atendí a mis pasos. Después pensé en las cosas y en el tiempo, la valla continuaba deslizándose ante mis ojos, impertérrita, parecía que fuese siempre igual. A veces la invadían los arbustos y se ocultaban la picas de bronce o se confundían con el color de las hojas. Detrás destacaban algunas construcciones que se distinguían tras los troncos, más allá del extremo del parque. Al otro lado se amontonaban los edificios antiguos, señoriales y dignos, con sus balaustradas de piedra, sus miradores donde se adivinaba el interior o sus balcones cerrados hasta la primavera.

De repente oí música y me detuve frente a una ventana abierta. Reconocí un violín y un cémbalo. Escuché y cerré los ojos para saborear el sonido. Era vibrante y divino, obra de un maestro. Se distinguía la primavera, el arrullo de los pájaros y la luz de los días claros. Me dejé llevar por las notas y asistí a amaneceres lejanos y resonar de fuentes en palacios de mármol. Pronto sentí una cierta incomodidad, distraído por unos transeúntes que me miraron mientras solfeaba la música inconscientemente. Me dije que hacía frío y apresuré el paso hasta concluir la valla, que resultó larguísima. Crucé dos avenidas entre el tráfico de la mañana y encontré más gente, que iba y venía por calles transitadas. Me fundí con la multitud y caminé despacio. Los comercios rebosaban de clientes que se distraían contemplando los expositores o interesándose por cualquier artículo mostrado amablemente por los empleados. Unos curiosos inspeccionaban las mercancías, otros pedían turno para ser atendidos, afuera algunos contemplaban los escaparates.

Encontré unos soportales que amparaban del viento y entré en una librería vieja. Era un espacio amplio y se distinguían algunos lectores. El silencio era casi sagrado y solo a veces se escuchaba el murmullo de alguien que preguntaba por una sección concreta o un volumen en particular. Los libros se encontraban por todas partes, en anaqueles sobre las paredes y en estanterías candadas, porque algunos eran demasiado valiosos o frágiles para ofrecerse al manoseo del público. Varias mesas en mitad de los pasillos mostraban una montaña de novedades que atendían al interés del comprador. Ejemplares extranjeros, revistas desde el número inicial y manuscritos sueltos que esperaban a un coleccionista experto. Busqué entre saldos pero eran demasiado caros, así que pregunté al encargado y me indicó un apartado de desechos en un pequeño almacén anexo, donde se almacenaban restos editoriales que aguardaban una última indulgencia. Después de un tiempo se abandonaban en un callejón trasero, donde los vagabundos los recogían para usarlos como combustible en sus hogueras nocturnas.

En el almacén se olía a polvo encerrado, las ratas habían mordido unas cajas y el papel salía por la herida del cartón como arrancado de dentro. Los libros se apilaban sobre las mesas en un revuelto de títulos. Los había de aventuras, de monstruos marinos y diablos tras la oscuridad. También antiguos, de romanos y de griegos, de clásicos árabes y más modernos, de filosofía y de arte, de ciencia antigua e inventos que nunca fueron. Las portadas tenían letras de todos los colores. Con viseras y arrebatos, con signos de fantasía que mostraban nombres de aventuras, de amantes despechados, de colecciones de poesía donde todos los ejemplares aparecían perdidos entre un montón de espadas victoriosas y gestas contra los demonios del mar. Me entretuve entre los montones de libros hasta reparar en una silueta y un título, El talismán del viajero, sobre la portada del más barato. Lo abrí despacio y pasé sus páginas para olerlo. Amarillo y viejo, pensé, pero los capítulos empezaban con dibujos a plumilla, parecía de aventuras y mostraba viñetas y filigranas en algunas páginas. Miré su portada y vi un fondo negro con un dibujo pálido, que definía la silueta de un jeroglífico superpuesto a una ciudad de líneas tenues pero decididas, como esas ciudades invisibles que aparecen en los libros de arte. Me agradó la composición del blanco apagado sobre la oscuridad mate, y el perfil grueso de una silueta más blanca en primer plano, que parecía observar desde la distancia. El talismán del viajero, en marfil el título, lo abrí por el principio. Observé la marca azul de un sello manoseado hasta la transparencia en la contraportada, en un vértice casi desapercibido. Pasé la primera página y me sorprendió una dedicatoria a los viajeros que recalaban en puerto extraño. Hojeé al azar y me cautivó el estilo, que parecía cuidado. Me gustó mucho y supuse que valía mi moneda, así que no tuve que discutir el precio y salí con mi regalo bajo el brazo.

Paseé tranquilo con el libro y me encontré en un reflejo, El talismán del viajero me tentaba desde la portada. Supuse que el protagonista sería amable y valiente, que lucharía siempre, que acaso tuviera amigos y viviese en una casa bonita. Me intrigó y pensé en leer un poco, pero no encontré dónde y continué andando por una alameda triste, con árboles estremecidos por la tibieza del mediodía. Se había levantado un poco de viento y caían las últimas hojas, no se distinguían nubes, pero el cielo se había enturbiado con una neblina gélida que parecía brillar muy arriba, por encima de las azoteas de los edificios altísimos, algunos con piedra clara que relucía entre las luces, oscureciéndose hasta que se fundía con ese extraño color del cielo. El camino se adentraba por escenarios de barrio antiguo, con pensiones para viajeros repentinos y lugares de ocio para amantes del placer.

Descendí por un lugar donde abundaban las menuderías de quincalla, los colmados, las tiendas de ultramarinos y los almacenes de sardinas enlatadas, que inundaban de olor todo el barrio. Después de unas casa con jardín pasé por un estrecho subterráneo, que parecía un almacén de basura, y me adentré en una zona de parques de niños y quioscos al lado de la fuente. Recuerdo que me impresionó uno en particular, de piedra maciza, construido con enormes bloques rectangulares y fundidos por la erosión, que convertían aquel lugar en un refugio inexpugnable. Las revistas empapelaban buena parte del exterior y en el interior, aún de día, brillaba la pertinente luz amarilla, como si aquel humilde cobijo hubiera sido definido así desde el origen del tiempo. Continué mi camino apresurado por unas voces al extremo de la calle. Una discusión sin importancia, entre un repartidor que había aparcado mal su camión y alguien que deseaba salir de su casa.

Comí pronto, en un lugar terrible, y sacié mi hambre. Anduve entre rostros lejanos, hablando solo, con mi libro en la mano. Pensé en gigantes, pensé en pequeños, pensé en quimeras y en aventuras en la selva, viajes en globo, amaneceres con pájaros. Apreté mi libro y mi paso y me confundí con la gente. Sentí la tinta del viajero en mis manos, su fuerza y su desesperación. Lo vi vencido y lo vi triunfante, luchando y viviendo a diario, andando por la calle y confundiéndose con todos, siendo igual y siendo distinto, uno pero diferente, con esa una fuerza de éter que inundaba su silueta de la cubierta y me había llamado entre el montón. Porque lo había buscado hasta muy abajo, como si algo me reclamase desde el fondo de los libros, sepultado por un abismo de títulos y letras impresas que flotaban alrededor. Perdido en el igual de todos los nombres iguales, me parecía que El talismán del viajero había aguardado hasta ser encontrado aquel día. Apreté el libro y miré al cielo, que parecía encendido por una grisalla brillante.

Me senté en un banco y empecé mi regalo. El viajero vivía en la azotea de un edificio cualquiera, perdido en la muchedumbre y viviendo su vida. Entre la luz andaba despacio y parecía turbado, pero se adentraba en la noche convertido en otro, que se confundía con el humo, siempre distante, siempre escondido, resolviendo todo desde el lado difícil, regresando en la mañana para perderse en su vida de siempre, con su rostro de siempre, con las cosas de siempre. Era hábil y podía elegir entre tener una vida sencilla o no, según le apeteciese, porque también era caprichoso y escondía un lado turbio. Desde los primeros párrafos se supo que era versátil y sabía adaptarse a distintos ambientes sociales. A veces gustaba de las grandes fiestas, donde se introducía sin más dispensa que su encanto, sonriendo a los porteros y a los guardias de seguridad, deleitando a los invitados con su estilo refinado y mereciendo la aprobación de los anfitriones por su distinción y saber estar. Con una vida pasada, por supuesto falsa, que el viajero había urdido cuidadosamente, desde un pasado al final perdido en huellas sin forma.

Continué mi camino cuando la humedad de la piedra arruinó mi lectura y pensé que era una pena, porque la historia que imaginaba era buena, aunque podía ser cualquier otra, pero buena seguro, aunque en realidad solo sabía que el viajero se ocultaba en la azotea de un edificio cualquiera y parecía contar con cualidades estimables. Aparté mi mente al subir una calle empedrada, con aceras pequeñas y árboles enfermos, delgados y enhiestos, como sarmientos tristes. En lo alto de la cuesta descubrí un patio enrejado donde cantaban las fuentes. Me adentré en una casa antigua, de puertas abiertas y tiempos dormidos, que respiraba un silencio de ausencias remotas. Sentí el duelo de las piedras y la tristeza del jardín abandonado. Apreté mi libro y respiré en aquel sitio. Lo abrí al azar y leí unas frases. El viajero esperaba entre las sombras de un puente. Imaginé el piso mojado y las brumas del río subiendo entre reflejos borrosos. Resonaban las olas de la marea, porque el cauce era de agua brava. Quizás alguien saltara, quizás alguien cayera.

Al atardecer llegué a un mercado donde se olía a hierbas y especias. Velos azules colgaban de un puesto y en otro vi caracolas y abalorios, cuadros de pescadores y el olor del tabaco extranjero tras un anciano sentado en el suelo. Aroma de telas curtidas, dialectos extraños y hombres del mar. Me entretuve en sortijas brillantes y collares de cuero, con perlas de madera y dedicatorias al fuego. Corazones y baratijas en cajas, joyas de oro y gritos que vendían fortuna. De repente sucedió algo extraordinario y pareció que despertara de un largo sueño. Pensé que el viajero de mi libro se entretendría en aquel mercado. Deshice mis pasos y regresé a la entrada. Volví a los puestos de canela, albahaca y jengibre de un vendedor de especias, y al olor de los cueros más allá, en un puesto de sandalias y de bolsos, y a otro se tallaba la madera, para entretenerme en cada veta y cada corte, y hablé con uno que repartía silbatos de metal y supe que los preparaba él mismo, en el taller de su familia, y que se había casado muy joven y bebía demasiado porque tenía seis hijos que arrebataban su dolor. Aprendí mucho de los puestos y de la historia de los puestos, del vendedor de apilaba la fruta y del que ofrecía las flores en un espacio escogido bajo los tablones del techo, un lugar en mitad del mercado donde siempre se olía a petunias, a rosas, a jacintos, a lavandas y otras hierbas desconocidas. Me sentí feliz y no tuve miedo, creí que mi comida había sido afortunada y busqué un portal donde entretener mi ocio.

En el primer piso se ofrecía un museo gratuito. Un mecenas de abolengo, una distinguida galería según rezaba en la publicidad, y un artista local que malvivía de la acuarela y me pareció muy bueno, con sus paisajes marinos y sus retratos difusos, de muchachas con una flor en el pelo y veleros que se adentran en los diluidos del color. También se exponían *reliquias preciosos, pero solo en las urnas centrales, bajo la luz discreta de un arte más tranquilo. Encontré un asiento para contemplar los cuadros que colgaban de las paredes y me senté por gusto. Casi instintivamente abrí mi libro y lo hojeé despacio. El viajero provenía de muy lejos y había llegado a la ciudad muy joven. Sobrevivía con una asignación mínima y la rutina de siempre, pero una tarde, mientras caminaba por la ciudad desconocida, sintió peligro y encontró un talismán que lo protegía y le mostraba su suerte. El talismán podía ser bueno o no, según se interpretase, porque se usaba de tantos modos como era posible imaginar. Facilitaba la introducción en cualquier ambiente, porque convertía la voz en un bálsamo que sanaba la incredulidad. Para ser brillante, para ser distinguido, bastaba con conocer el uso de aquel talismán misterioso. El viajero parecía versado en todos los secretos, aunque por el momento solo se describía un alma perdida en la ciudad.

También de repente me interesó cada trazo del pintor y cada titubear de su genio, como si las obras me recordasen el dolor de su búsqueda. Encontré respuestas en una asistente de ojos dulces y labios de ámbar que me contó de influencias, predilecciones y temores. Vislumbré al autor tras la elección de cada color y en cada pincelada, como si comprendiese su mundo. Sin embargo esta vez no me sentí turbado ni indispuesto por mi ignorancia, aceptaba todo aquel saber de arte como un calor amigo que llegaba para sembrarse en mí y germinar lentamente. Me sentí feliz y tranquilo, saboreando lo que se me ofrecía y deleitándome con cada detalle de mi nuevo gozo. La becaria de mirada de almendra también me acompañó a una urna que mostraba joyas antiguas. Solo por comprobar su saber, por convencerme a mí mismo de su paciencia, señalé una pieza arrancada del barro y supe a quién habían pertenecido y qué molde usó el orfebre para enfriar el oro. En su centro mostraba una gema enorme y entendí el porqué de cada faceta, y más aun, adiviné el reflejo del joyero, que tallaba en busca de reflejos y fulgores desapercibidos para el profano. Me confesó mi amiga que la leyenda mencionaba a un comprador que adquiría sin regateo y disfrutaba del instante más bello, cuando la gema descansaba sobre el seno de su amada y se fundía en un beso de amor. Por supuesto identifiqué el gema con el talismán de mi libro y convertí aquel instante en una predestinación. Miré de nuevo e imaginé el fuego de un anhelo en cada fulgor de la piedra, en cada arista, en cada vértice, en los reflejos desprendidos por la sonrisa de mi acompañante, que trabajaba todas las tardes y me despidió con un beso.

Salí del museo y apenas quedaba luz en el cielo. Las estrellas eran pocas y las calles se vaciaban lentamente. Pensé en volver a la pensión por el camino más corto, para leer mi libro, pero me detuve en una tienda de muebles, por oler la madera y contemplar las vetas de los árboles. Reconozco que tardé mucho porque la vuelta era larga y encontré otras tiendas que cerraban, con sus luces marchitas y los enseres de nadie tras un cristal y una verja de hierro trenzado. Miraba los metales en una tienda de ferretería, que reclamaron mi atención por unos motores que relucían muy limpios, con sus piezas bruñidas y dispuestas a mover mil barcos, ensambladas con tornillos enormes, de fulgor recién pulido, adornados con el brillo inmisericorde del acero. De algún modo me sorprendió el espejo de los níqueles donde se presume el imperio de los lubricantes y las grasas. Comprendí que el viajero y su talismán se encontraban muy cerca de mí, tras el umbral de los espejos, en las calles relucientes, viviendo en un casa encantada, entre la luz y el silencio. Lo descubriría muy pronto, apenas regresase a la pensión.

Imaginé que el viajero podría desaparecer, como perdido en el pliegue de un abismo, quizás engullido por el peligro de esas farolas amarillas, en las calles donde nunca pasa nada. Porque el talismán también marcaba con una debilidad, como si el alma de la fortuna portara una doblez donde merodean los espantos y el aire es distinto. Me pareció que sentía un acecho junto al río, entre los almacenes del puerto, bajo los ventanales donde se trafica con lo prohibido y se ajustan las cuentas. Imaginé lo peor, destellos y estampidos quizás. Después presentí una alameda al norte, entre hileras de cerezos, y sospeché que el viajero sabría vagar entre las calles proscritas, donde adentrarse es temerario y vivir es un reto.

Se hacía tarde y aún me encontraba lejos, pero me entretuve en un barrio sin nombre, en cenar con mi libro. Me senté en una mesa al fondo, junto a un piano abandonado. Colgué la gabardina y aparté el libro a un lado, para que no se manchara, para que no se ensuciase, porque valía una moneda y era precioso. Tendría cuidado, el talismán era mágico y su dueño vivía en un ático. Escuché voces y pedí lo primero que encontré en la carta. Me sirvieron un revuelto de algo picante que engullí sin respirar y ayudado por un poco de vino agrio. Comí cuanto quise y sobró bastante, me ardió la lengua y faltó vino. Miré la portada de mi libro y sentí que el talismán del viajero me invitaba a permanecer sentado, hasta que volvió el dueño por si deseaba algo más. Pensé en el talismán, pensé en el viajero, miré el piano y pregunté si podía tocar. Me dijeron que bueno, que nadie interpretaba ya, que estaría desafinado, pero insistí mientras pedía permiso y preparaba el taburete, de terciopelo rojo y gastado por el uso y las horas. Me senté con la ceremonia de un *maestro, levanté el teclado, aparté el paño y vi las teclas blancas y mis dedos. Pensé en tocar triste, en tocar regalado, en subir una octava y empezar por arpegios. Me contuve y toqué una pieza suave y fácil que gustó. Escuché unos aplausos, de gentes risueñas, sorprendidas tal vez. Aventuré una pieza moderna, con sabores del sur, un ritmo vivaz y que invitaba a la *fiesta, algunos bailaron. Toqué más despacio, para que se escuchase mejor y resonaran las notas, alegres y agudas, o tristes y graves, cubriéndolo todo, esparciendo su brillo. Me entretuve un instante y cambié a una balada suave, que se deslizaba por meandros y entreveía a los enamorados en la bruma. Después fui más alegre y de nuevo fui triste, terminé con un aria tranquila y un compás apagado.

Resonaron algunos aplausos y el dueño me presentó a su hija, que aguardaba embelesada en la barra y parecía feliz. Era pelirroja y muy joven, me agradaron sus pecas y el aire aniñado. Dijo que antes hubo un piano y todos venían y se cerraba muy tarde, porque el barrio hervía en la noche, pero llegaron los tiempos peores y todo fue a mal. Nadie tocó ese piano, que estaba muy muerto, pero había renacido conmigo y con él su fuerza, porque sonaba afinado, como si hubiera querido que alguien supiera, tocar una nota, alzar un glisando, acompañarse en las negras. Le gustaba mucho el piano y quería recibir unas clases. Su padre estaba de acuerdo y también me ofrecía tocar por la noche, en alguna velada, por poco dinero. Algunas veces tan solo, cuando yo lo quisiera, porque era estudiante y se veía de lejos, que conocía a muchos, porque venían a ratos. Le dije que bueno, que aceptaba una copa, que también un café bien caliente, con anís, para ocultar su amargura, y salí muy digno, como si no me apeteciese nada más.

Llovía manso y apreté mi libro bajo las ropas. Apresuré mi paso y busqué las sombras, esquivé los salientes, los transeúntes escapaban de la primeras gotas y me apresuré entre calles desiertas y poco iluminadas. Recuerdo la lluvia que arreciaba bajo la luz de las farolas. Anduve muy deprisa cuando encontré una calle que orientó mi pasos por caminos ciertos y sitios con nombre, hasta que encontré un lugar allí a lo lejos y supe que era mi pensión, con la farola encendida y su puerta iluminada. Subí los escalones despacio, porque me sentía cansado. Saludé a la patrona y fui a mi habitación. El pasillo era largo, con su lámpara al fondo y la estancia inhabitable a la izquierda. Entré y encendí la luz.

Como la noche anterior, la estancia me recordó a un hospital, con su cama de varillas y sus paredes blancas. La luz en el centro del techo me pareció desalmada, pero ya era el segundo día y algo había cambiado. Colgué la gabardina, dejé el libro sobre la mesilla de madera oscura, deposité las llaves y otros pertrechos sobre un pequeño plato de terracota, y me senté en la cama, para aflojarme las cordoneras de los zapatos. Fui al aseo y pasé por la ducha muy rápido, porque el agua caliente no funcionaba del todo bien. Me entretuve con los dientes, el hábito es salud, y regresé con los pasos apresurados por mi propio eco y las ganas de llegar. Regresé muy pronto, limpio y dispuesto para una larga velada. Cerré la puerta, eché el cerrojo, me deslicé hasta la cama y me acosté entre sábanas húmedas. Había pisado las baldosas sueltas.

Repasé mi jornada y me vi en la ciudad sin matices, olvidado entre el tráfico y sumido en el hastío de las mañanas muertas. Me recordé vagando hasta encontrar mi libro y que todo cambió en un instante. Lo descubrí entre todos y me decidí muy rápido, como si ya fuera mío, como si hubiera decidido antes. Me costó una moneda y la empleé con acierto, descubrí un mercado de gentes risueñas y acuarelas que elogiaban al viento, con una mujer bonita que trabajaba hasta tarde, que miraba entre almendras y sonreía despacio, que susurraba al oído y me hablaba de joyas, de leyendas y sangres, que susurraba hasta luego. Pensé en otra cosa y recordé el piano y a la pelirroja aplicada, con su padre dispuesto, que me ofrecía un empleo agradable y salario ajustado a las noches en vela. Me sentí protegido, me sentí arropado.

Dispuse la cabecera para reclinarme cómodamente y me interrumpió una idea mejor. Abrí la mesilla, rebusqué entre mis cosas y encontré la linterna que uso en mis viajes para alumbrarme en la imprevisible oscuridad. Tras la ventana, la noche se había congelado en una tormenta de nieve, que llegaba hasta el cristal desde cualquier parte y flotaba en todas direcciones, dejado pasar la oscuridad de una ciudad entregada a la ventisca. En el interior del cuarto el ambiente no era mucho mejor, parecía que incluso se hubiera congelado la luz marchita del techo. Apagué, tomé el libro y encendí mi linterna. Me deslicé bajo las sábanas y luché por acomodarme con las piernas cruzadas y crear un hueco suficiente para la lectura. Abrí mi regalo, acaricié sus páginas amarillas y ajusté mi luz. El dueño del talismán del viajero dormía en la azotea de un edificio cualquiera, bajo un cielo de cenizas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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