Google+ Literalia.org: La luz sagrada

viernes, 7 de febrero de 2014

La luz sagrada

A quienes desconfían


Desde el primer instante, apenas se sentó ante mí en la biblioteca, comprendí que me había vencido con sus artes de mujer irresistible, como si me inundase un magnetismo ante el que solo podía abandonarme. Sus pómulos, resaltados con un maquillaje felino, los labios, quizás la boca o los hombros bajo la camisa blanca, no me importó porque me supe perdido. La miré hasta que me miró y respondí con una sorpresa delatora. Me sentí ridículo de tan bella que me pareció y avergonzado por aspirar a su sonrisa. Me hundí en la lectura y no me atreví a nada durante un minuto interminable, hasta que me sobrepuse y comprobé que me miraba. Mantuve la vista en el libro, se fue y la presentí muy lejos. Me pregunté por qué no había ido tras ella, por qué no tramé cualquier excusa para establecer una coincidencia. Supe que era cobarde y que volvería para concederme una segunda oportunidad, creí que se me había mostrado el destino.

Entré en la biblioteca el primero y la abandoné el último durante una interminable semana que recuerdo consagrado a un estudio interrumpido por la puerta, las mesas vecinas, lo distante. Hasta que ella regresó y me sentí desfallecer. Se sentó junto a mí y puso su libro sobre la mesa. Conseguí sonreírle, me sentí feliz y continué mi lectura sin reparar en la proximidad del fin de semana, cuando la biblioteca cerró y me sentí desolado. El lunes, puntual como siempre, desplegó su libro y sus lápices de subrayar sobre la mesa. A media mañana bostezó, cruzó los dedos sobre su nuca y se desperezó muy despacio. Me miró muy seria y preguntó si deseaba un café. Abrí muchos los ojos y me señalé a mí mismo. Asintió y me levanté para aceptar sin una duda.

La conversación pareció enhebrada por gustos comunes, placeres idénticos y casualidades que despertaron su sorpresa y mi entusiasmo, adecuadamente oculto bajo una indiferencia protectora. Pronto coincidimos en el interés por la montaña, que arrastraba desde su infancia, quizás por haber nacido en un lugar tan remoto que ni siquiera aparecía en los mapas. Le confesé que practicaba el senderismo y la escalada, y que modestamente me preciaba de haber alcanzado una habilidad aceptable. Me animó a que compartiéramos aficiones y nos adentramos en pareceres musicales, pictóricos, de moda y gastronomía, porque siempre me ha parecido que unos temas de conversación son más apropiados que otros, más cuando se pretende establecer un vínculo duradero. Conversar sobre ciertos motivos ennoblece el espíritu. Además, deseaba causar buena impresión. Regresamos para recoger los libros y nos despedimos a la puerta de la biblioteca, donde pensé volver a primera hora. Esa noche dormí envuelto en la sensualidad de su recuerdo.

El tiempo se precipitó para mí, la acompañaba a todas horas, cualquier excusa era válida para prolongar nuestra compañía. Paseábamos por alamedas iluminadas con farolas amarillas que se perdían en la bruma, cenábamos en lugares apartados, con velas para favorecer la intimidad, hasta que sucedió lo inevitable y nos enamoramos. Sentí que me devoraba la pasión, pero María puso freno a mi ímpetu porque se sentía confusa o no estaba preparada, apenas recuerdo el pretexto. Su reticencia me pareció anticuada y carente de lógica, pero supuse que no se encontraba segura de su amor. Se excusó con que provenía de una estirpe de tradiciones antiguas y que ciertos códigos ancestrales no aceptaban un apareamiento tan rápido. Confieso que me sorprendió esta palabra, que parecía entresacada de un libro de ciencias. Pese a la contrariedad, mi interés por María se mantuvo inalterado, esperaría cuanto fuese necesario para que relegara sus prejuicios y se sintiera cómoda.

Pronto hicimos planes, alguna excursión local y después más lejos. Me sorprendió la destreza de María en la montaña, donde demostró su absoluta superioridad en nuestra primera salida. Me tenía por buen escalador, pero a su lado era desmañado y torpe. María progresaba en los desafíos más difíciles con una seguridad como jamás había conocido antes, me confesó que practicaba desde que tenía recuerdo y que el secreto era jugar con el equilibrio del cuerpo. Para demostrarlo me explicó como superar una laja de granito, tan vertical que la había desechado tras una primera observación. María subió por donde la intemperie había pulido más la piedra y me invitó a que la siguiera. En todo momento me indicó cómo debía emplear las manos y los pies, para progresar con facilidad y soltura. Su técnica me pareció sobresaliente, y atendiendo sus palabras llegué a final de la prueba sin otra sorpresa que mi asombro, porque apenas me reconocía protagonista de lo que un instante antes había parecido imposible.

Compartimos muchas salidas a la montaña e innumerables horas de estudio. Juntos, en silencio, cada uno en sus materias, aguardando el fin de la jornada para alcanzar el tiempo común y adentrarnos en cualquier alameda de árboles desnudos, mientras discurríamos sobre cualquier aspecto de la actualidad o la vida académica, con un fervor que acortaba las horas como si buscasen nuestra despedida. En las escapadas a la montaña, mi compañera me sorprendía con habilidades inesperadas, que causaban mi asombro y su burla. Flotábamos en una agradable camaradería, satisfactoria pero lejos de colmar mis aspiraciones, que inevitablemente se malograban con la despedida y mi regreso al hogar en mitad de reproches por mi tibieza en buscar sus besos, hasta la mañana siguiente, que nos reencontrábamos en la biblioteca como si nada hubiera sucedido y ninguna ansiedad delatase mi secreto.

Pensé que había naufragado en un eterno desamor hasta diciembre, cuando María pareció sobreponerse a la reserva que mantenía sobre su persona, y supe de su aldea, apartada entre montañas, del acceso hasta un lugar iluminado por la luz sagrada y de cómo conocía los pasos secretos de las cumbres. Me confesó que era un saber ancestral, olvidado por los habitantes del valle, pero que ella como nativa lo conocía desde siempre. Se restó importancia, solo era preciso memorizar los senderos. Me invitó a que la acompañase y pronto me encontré escogiendo la ropa adecuada.

Iniciamos el viaje a primera hora, en un tren que nos llevó a otro tren, a un autobús y a una estación de esquí donde llegamos al atardecer. Era un santuario de aventureros, donde había más aficionados a los deportes blancos que habitantes del pueblo. Dormimos en una modesta pensión que sirvió para que el sueño nos aclimatara a la altura, y desayunamos en un lugar discreto, orientado hacia un circo glacial que se presumía muy alto, de donde regresaban los teleféricos que vencían el desnivel para los deportistas que solo deseaban deslizarse ladera abajo, por cualquiera de las pistas abiertas para ese fin, graduadas en su dificultad con unos códigos de colores bien conocidos entre novatos y expertos. Mi amiga compró los billetes y subimos entre esquíes encerados y mochilas con ropa y provisiones para mejor aprovechar la jornada. Nuestro equipaje era mayor, porque incluía algún material de escalada y más alimentos, el esfuerzo sería prolongado y difícil.

El teleférico nos dejó en una explanada que se abría al paisaje, un sitio encantador, enterrado entre cumbres y casi inaccesible. Muy abajo, el pueblo minúsculo, de donde partía una carretera que alcanzaba el corazón de todos los valles, un lugar inexpugnable en invierno, cuando los aludes convertían el paisaje en un igual de blancos empañados por la ventisca. Por alguna razón inexplicable el silencio era omnipresente en aquellos dominios del hielo. Mi compañera me había advertido de la dificultad de la travesía y de los inconvenientes de un aire tan puro. Señaló donde nos dirigiríamos y vi un punto lejanísimo, apenas nada entre los picachos de roca. Acarició mi brazo y aseguró que solo era un anticipo de lo que vendría después, en cuanto alcanzásemos la arista. Confieso que me sentí excitado y temeroso a un tiempo, por la emoción del desafío y porque la primera meta ya parecía superarme. Respiré profundamente y pensé que lo esencial era mantener la mente nítida, que alimentar la imaginación y amedrentarse conducía al desastre. María me tomó de la mano y caminamos por un sendero que nos apartaba de todo.

Descendimos por una pista que abandonamos cuando apareció un bosque cercano, que destacaba entre unas agrupaciones de piedra granate. Avanzamos en horizontal por la ladera, hasta unos pinos que parecían sujetos al vacío. Subimos empleando las raíces de los árboles como escalones improvisados, hasta que me advirtió que no abandonara el sendero trazado por sus pasos. Ascendimos por tramos tan aéreos que en algún momento me sentí paralizado por el vértigo, hasta cabalgar sobre una arista nevada que requirió toda mi concentración para no sucumbir a la fatiga. Me ardían los ojos y sentía el latido de mi corazón en los oídos. También me pareció que flaqueaba al ascender un repecho casi vertical, ayudado por las manos. Mi amiga parecía confiada y tranquila. La vista era espléndida, solitaria, única, sin rastro del pueblo ni de las instalaciones para los deportistas. Tras mucho andar alcanzamos la parte superior de una chimenea que parecía precipitarse hacia el abismo. Nos deslizamos entre unas protecciones de piedra hasta descubrir un pozo vertical que concluía abruptamente más abajo, como un desaguadero que nos abocase a la caída.

María me pidió la cuerda que guardaba en mi mochila y aseguró su extremo a un saliente. Luego me aseguró a mí y se aseguró ella misma, con nudos que yo no conocía y eran apropiados para nuestra seguridad. También me advirtió que vigilase mis reflejos y la frescura de mi pensamiento, porque era frecuente que el mal de altura apareciera sin advertencia, y aunque lo habíamos prevenido en parte al dormir en el pueblo, ya a considerable altura, a veces no era suficiente. Si me sentía confundido, con náuseas o indispuesto de cualquier modo, debía advertirla inmediatamente. Después comenzamos a descender por el interior de la chimenea, rota en muchos lugares y abierta a orificios que sólo mostraban siluetas lejanas. Más abajo, sobre lo que debía ser la base de aquel imponente tubo de piedra, se extendía un piélago de bruma helada, algunos jirones de neblina blanquinosa flotaban a nuestro alrededor. Me sentí seguro mientras me amparaba la roca y toda mi atención se concentró en situar las manos y los pies exactamente donde indicaba mi amiga, que descendía tras de mí, atenta a las dificultades de mi progresión y advirtiéndome de todos los trucos y ventajas que debía emplear para que mi descenso fuera seguro. También me ofreció valentía cuando la necesité, en algunos pasajes especialmente expuestos, donde no hubiera encontrado amarre ni apoyo sin su ayuda.

Por fin llegamos donde la chimenea desaparecía y nos depositaba sobre un estrecho saliente de piedra. Nos mantuvimos sobre un giro de la roca, que nos amparaba del vacío. Se escuchó un estruendo y el frío ascendió desde el fondo lechoso. Mi amiga aclaró que los aludes eran constantes entre aquellos picos, de ahí el ruido y el polvo helado que se arremolinaba a nuestro alrededor. La visibilidad fuera de la chimenea era casi nula, lo que me ayudó a sobreponerme a la inquietud y contener el miedo. La charla de María era continua, supongo que para distraer mi ansiedad. Me besó suavemente, como reconociéndome el esfuerzo, y me invitó a que repusiese fuerzas con algún alimento, ahora que nos encontrábamos en un enclave relativamente seguro. Comí atemorizado por nuestra fragilidad en la pared de la montaña. Descansamos para reponernos del esfuerzo y María me indicó una pequeña abertura en la roca, a nuestra derecha y algo más arriba. Me estremecí cuando me explicó que debíamos balancearnos hasta alcanzar una repisa apenas visible y embocarnos en lo que parecía un nido de águilas. María me refrescó detalladamente cuanto precisaba saber para aquella peligrosa travesía sobre el vacío. Más que buscar salientes por donde progresar, debía correr por la pared sujeto a la cuerda, como un péndulo animado, hasta alcanzar mi objetivo. No pude negarme porque yo iría primero.

Pese a la apariencia espeluznante, no fue tan difícil como parecía tras la primera impresión. Los entrenamientos preliminares habían obrado su efecto fortalecedor, de modo que tras un par de tentativas erradas, alcancé el nido de pájaros y descubrí que bajo los desechos, las plumas y las ramas se ocultaba la entrada a un galería que se adentraba en la pared de piedra. Aguardé hasta que María me alcanzó en un tiempo mínimo, si se considera la dificultad de aquel pasaje. Llegó sin esfuerzo y me sorprendió que ya hubiera guardado la cuerda en la mochila. Afuera todo era blanco por la densidad de la ventisca, el rumor de los aludes era un salpicado de estruendos cuando avancé tras mi compañera, que reptaba por una gatera de piedra que se introducía en la roca. Pronto me arrastré en la oscuridad. María me esperaba continuamente, para que no me perdiese en lo que se me antojaba una red de capilares subterráneos. Tras un sinfín de revueltas desembocamos en un pasaje más amplio. Nos detuvimos, escuché escarbar entre las piedras y nació la llama que alumbraría las tinieblas. María señaló a su alrededor y aseguró que nos encontrábamos en la grieta maestra de una sima. Avanzamos por senderos de piedra desgastada, que María me explicó lechos de torrentes que en invierno perdían sus aguas. Bordeamos varios desfiladeros donde las estalactitas parecían surgir de la nada oscura para adentrarse de nuevo en la negritud, y María prometió que nos encontrábamos cerca de nuestro destino. Un vaga luminosidad parecía adueñarse del entorno.

Desembocamos en un paraje sobrecogedor. El aire era *vaporoso y sobre nosotros se alzaba una cúpula gigantesca, de brillantísimo hielo. María me explicó que su pueblo había vivido allí siempre, bajo el lecho de un glacial que se alzaba en mitad de la cordillera, inexplorado y desconocido. Desde el exterior no parecía más que un eterno coágulo azul, en mitad de un paisaje abrupto y desolado, entre un erizado de agujas rocosas, donde el mundo tal como yo lo conocía sencillamente no existió nunca. En los últimos tiempos, cuando las obras de los hombres llenaron la montaña de ecos, comprendieron que no se hallaban solos y se atrevieron a buscar otra compañía. Salieron tímidamente al principio, ocultándose entre la nieve joven para estudiar a los recién llegados. A los primeros exploradores les parecimos torpes y peligrosos, así que se mantuvieron invisibles, acechando en la noche, ocultándose entre las ventiscas y el aliento del invierno. Sus antepasados formaban parte de numerosas leyendas, siempre como espíritus protectores o apariciones benéficas. Se conocían peregrinos extraviados en la nieve cerrada, que habían engendrado ilusiones que salvaron su vida. Fueron los primeros contactos, producir una buena impresión, fomentar la concordia. Después salieron y se mezclaron con las gentes. Resultaron bien acogidos y tuvieron éxito en la vida social, que les pareció relativamente cómoda y fácil de prever, porque la habían estudiado primero y era sencilla. Recuerdo que me impresionó la frialdad con que María explicaba la historia de su pueblo, y más aún que su voz respondiese a mi pensamiento cuando yo no había abierto la boca. Dijo que vivir bajo el glacial imprimía carácter, quizás un modo más íntimo de concebir la existencia. Debe ser esta luz, añadió.

Encontramos lo que parecía un asentamiento de cuevas en un paisaje de agujeros. El suelo parecía piedra porosa, durísima, áspera. En algunas cavidades se horadaban viviendas, luces de grasa o aceite mostraban escenas comunes, gentes cenando o leyendo a la luz de luciérnagas que iluminaban las estancias. Pregunté como era posible y María respondió que la vida en el corazón de aquella montaña, donde ninguna señal penetraba, aún era como siempre había sido. La existencia consistía en procurarse el sustento, lo que era tan fácil como pescar en los numerosos estantes que recogían las aguas del glacial, y recolectar algunos de los helechos y musgos que proliferaban por los alrededores. Pensé en qué tamaño tendría aquella bóveda y mi acompañante señaló el cielo a mi alrededor, que parecía tan infinito e inabarcable como el que yo había conocido siempre, pero de un azul diferente, el de los hielos que perviven entre la pureza de las cumbres impolutas. Pregunté como era posible que leyera mi pensamiento, y me anticipó que para ella era muy fácil, y para casi todos los pobladores de aquel lugar, que practicaban esa comunicación desde la infancia. Como cualquier otro lenguaje, añadió, y no supe que decir.

Nos acomodamos en una de las cavernas de la roca porosa, que era el hogar de María. Me explicó que las viviendas siempre se habían construido en aquel desierto de pómez volcánica, porque el agua drenada del glacial encontraba allí su agonía al filtrarse tan rápido que el interior de la depresión permanecía siempre seco. El inconveniente era que el suelo era demasiado áspero para casi todo, y no existía calzado que resistiera tanto desgaste. Por lo demás, tenían herramientas para pulir y acomodar los espacios, con lo que la vida era cómoda, aunque sin que ninguno de los adelantos propios de nuestra modernidad encontrara allí su reflejo, donde los pocos habitantes entretenían su tiempo de modo muy diverso y ancestral, con ocupaciones tan nobles como la lectura, en un lengua tan antigua que no se conocía más allá de aquel confín apartado. Me tendió un libro tomado al azar de un estante y pude comprobar que la grafía no se ajustaba a nada conocido, ni siquiera a los alfabetos jeroglíficos. Sin embargo, añadió María, su aprendizaje era relativamente sencillo, porque una vez conocidas ciertas reglas, la progresión en el conocimiento era rápido, en parte por la riqueza expresiva del lenguaje. Los libros, de los que se disponía en abundancia, versaban de ciencia y de poesía, como en el mundo exterior, del que continuamente importaban títulos, porque desde la convivencia habían aprendido a apreciar técnica y arte, donde encontraban un permanente motivo de inspiración. Por lo demás, de lo que yo imaginara propio del mundo moderno no encontraría allí ni rastro, porque los usos y costumbres eran otros y muy diversos. Acepté lo que se me ofrecía y me dispuse a vivir la novedad.

María se mostró más cariñosa de lo habitual y buscó mi compañía de un modo intenso. Leíamos durante un tiempo impredecible, bajo la luz ambarina de las lámparas de aceite, y nos deleitábamos en disfrutar de un amor que estrené con ella y me sorprendió desde el principio. Era frío y casi repulsivo, según me explicó porque su temperatura corporal era muy baja, pero apenas vencido el primer acercamiento se convertía en un fuego ante el que nos inflamábamos, sin brida que atenuase nuestro instinto. También me explicó que, al excitarla el deseo, su ardor también superaba con mucho lo habitual. Me di por satisfecho porque cuando me interesaba esa sencillamente indescriptible, así que me deleité en nuestro amor y no quise saber nada más. El resto importaba menos, dormíamos poco y me enseñaba los alrededores, un entramado de aguas fósiles, con estanques y torrentes que encaminaban el deshielo hacia sumideros ocultos. Pescar era tan sencillo que no se requería sedal ni anzuelo, tan solo una cierta determinación y el agarre decidido del pez, que se abandonaba en cuanto sentía perdida su lucha. También recogíamos musgo y algunos líquenes que pronto aprendí a distinguir con seguridad. Ciertas especies eran venenosas, en especial una turquesa de la que convenía mantenerse alejado, porque propiciaba una indisposición que puede calificarse de incómoda. Sorprendentemente María era inmune a su efecto pernicioso, así que inferí que para mí debía ser como una alergia.

Me mostró los alrededores y encontré diversidad de motivos que despertaron mi curiosidad. Geológicamente, las formaciones de ágata y ónice eran excepcionales. Pulidas por el desgaste, alfombraban el suelo con generosidad, pero era en el lecho de los torrentes donde exhibían su máxima belleza. Al tacto eran suaves y como de ova, bruñidas por el frotar inmisericorde del hielo, que rompía el capricho de la naturaleza y pulía las superficies hasta alcanzar la absoluta perfección. Durante millones de años, aquellas piedras primigenias habían sufrido el desgaste de romperse, arañarse, desbastarse, limar sus asperezas y abrillantarse en el limo, hasta resplandecer con una excelencia ajena a las artes del hombre, concebida por la eternidad para mostrarse entre las morrenas desprendidas y portar una belleza secreta y primigenia. Quedé sobrecogido por una especie de comprensión de los misterios. Atendí mientras me explicaban la bondad de una maleza útil para urdir telas y como combustible para estufas y cocinas, aprendí a encontrar crustáceos en una zona próxima a la pared de la bóveda helada y busqué entre gravas hasta desenterrar esas lombrices gigantes que nos facilitan una carne salada y algo ácida. Pronto me acostumbré al fulgor azul de hielo y aprendí a distinguir las impurezas que rompían su brillo, como motas oscuras en la lejanía o estrellas en un universo diferente. Me sentí cómodo en una tierra extraña.

Nuestros vecinos, con los que me relaciono poco, me parecieron amables aunque algo huraños, supongo que por reserva ante lo desconocido, aunque reconozco que me facilitaron todas las comodidades por su sentido de la hospitalidad. La vida era extraordinariamente sencilla, porque la vivienda y el alimento se resolvían sin más que alargar la mano, y el resto sólo era esperar la ocasión adecuada. María resplandecía de dulzura, convirtiéndome en un hombre dichoso con sus delicadezas continuas. Confieso que perdí la noción del tiempo y que me abandoné a una rutina de días diáfanos aunque iguales, envueltos en la luz purísima y sagrada del glacial, que resplandecía como mi cielo. Aprendí tradiciones antiguas y a descifrar la lengua de los primeros. Supe que llegaba el verano porque María me previno de la luz más intensa, que se convertía en casi blanca en el cénit y mostraba mejor las impurezas negras que afeaban su transparencia. Se me advirtió que eran náufragos del pasado, que en un instante u otro quedaron perdidos bajo el hielo y permanecieron allí, congelados, convertidos en vestigios de un ayer inexpugnable y lejano, testigos mudos e inalterados de su propia muerte.

Poco puedo añadir a mi historia, he consumido aquí mi vida y no me resta mucho más. María envejece muy lentamente, para un observador nuevo es una mujer joven. La disfruto tanto que respiro por ella, aunque ya no puedo seguirla en su escalada. Mis huesos desfallecieron hace mucho, ahora soy un desecho que contempla su ascensión por la cúpula helada del glacial, en una acrobacia imposible que la balancea sobre el hielo inmaculado y azul, desafiando al vacío y sustentándose en la nada, donde todo resbala y mantenerse es quimera, pero allí está, prendida a lo imposible, buscando entre los orificios de cristal resbaladizo, rescatando cadáveres perdidos en el olvido de lo inmutable, alimentándose de los que pudo ser y no será nunca. Pronto me consumiré en su fuego urticante y nos amaremos bajo esa luz sagrada que envuelve a las hijas de la araña.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).