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viernes, 21 de febrero de 2014

Reflejos equivocados

A quienes sobrevivieron a sí mismos


Lo encontré en una tienda de antigüedades, entre unas telas doradas, devolviendo mi imagen. Retrocedí y me enfrenté a mí mismo, que parecía más delgado. Supuse el espejo habría pertenecido a una tienda de ropa, donde a veces buscan este efecto óptico para propiciar las ventas. La vanidad bien explotada puede ser muy provechosa. En mi caso funcionó a la perfección, me atrajo desde el primer instante. Me acerqué a revisarlo con más detalle, ya interesado, y aprecié el valor de su marco, que superaba mi altura en más de una cabeza y era basculante. De madera muy densa, con tracerías y volutas exóticas, me pareció nogal, pero reconozco mi ignorancia. Aún así pude apreciar una pátina pegajosa, que me sorprendió con un vago rechazo. Aparté unos arcones que me dificultaban el acceso y lo miré por detrás, por si su espalda mostraba el anagrama del fabricante o la fecha de su creación. También por comprobar si el montaje era limpio, si se empleaban grapas o pinzas y el estado de estas sujeciones. Me pareció un trabajo muy pulcro, aunque tampoco habría objetado de no parecérmelo, porque ya había decidido su compra. No regateé con el vendedor, que pidió un precio razonable. Pagué y acordamos que lo enviaría a mi domicilio, un ático alquilado unos meses antes. Me gustaba mirar los tejados en los días de lluvia.

Ubiqué el espejo en un ángulo del dormitorio, al fondo, cerca de la ventana. Tampoco me pareció importante, porque el bastidor contaba con unas pequeñas ruedas que permitían su movimiento. Me agradaba que basculase y durante los primeros días no desaproveché la ocasión de hacerlo oscilar, para que mi reflejo subiese y bajara alternativamente. Un pasatiempo derivado de la infancia, que mantuve hasta que me acostumbre a su presencia y lentamente quedó relegado a su tarea fundamental, confirmar la idoneidad de mi aspecto antes de salir. El otro espejo, el del cuarto de baño, solo me permitía corroborar mi aseo personal, el afeitado, los ojos, que a veces precisaban colirio, especialmente en primavera, cuando la alergia los irritaba con la furia de los pólenes. Para el vestido era insuficiente, los pantalones, los zapatos y la sensación general de mi persona quedaban muy lejos de las posibilidades del cuarto de baño y se relegaban a la conformidad de la alcoba. Pronto mi uso del espejo se limitó a una especie de confirmación cuando estimaba concluido mi acicalamiento social. Me desentendí conforme se integraba en mi vida y no le presté atención durante las siguientes semanas.

La descubrí una mañana, y confieso que en principio no me pareció importante, una mancha en el rostro, cerca del extremo del ojo. Tenía forma de media luna y apenas resaltaba sobre el fondo más claro de la piel, así que supuse que no tenía por qué preocuparme y me dirigí al trabajo. Fue una jornada monótona, aburrida, sin comentarios sobre la pequeña mancha que afeaba mi rostro. Concedía demasiado protagonismo a algo que a la postre era insignificante. Figuraciones mías, pensé, y quise restarle importancia, pero lo cierto era que me había invadido un vago malestar, algo que no sabría definir con exactitud, pero que me incomodó buena parte del día y empeoró a última hora, poco antes de la salida, cuando la media luna me picaba y me ardía y deseaba hacer algo para mitigar la desazón. Me rasqué a hurtadillas, en la oscuridad del servicio, pero nada alivió mi frenesí, que sorprendentemente se suavizó a la salida, quizás por el aire fresco.

El espejo me mostró que la mancha era más grande y más oscura, como si destacarse sobre la piel circundante, aunque no distinguí el enrojecimiento propio de una infección, que tanto me preocupaba y que había supuesto en el origen del picor que me obligaba a rascarme con tanta insistencia. Me sorprendió la ausencia de marcas de uñas, porque me había arañado con desesperación. La mancha había perdido su contorno original y ahora era una moneda que se alargase hacia la oreja, como a la búsqueda de nuevos territorios. Dormí incómodo, con pesadillas que turbaron mis sueños.

Volví al trabajo por obligación, como no podía ser de otro modo. Apenas había dormido por el desasosiego y una inquietud obsesiva. Llegué a la oficina y me entretuve en tareas rutinarias, hasta que el dolor se hizo insoportable y me obligó a refugiarme en el servicio, donde pretendí aliviarme con agua fría mientras luchaba contra la locura del picor, aunque no con demasiado éxito. Creí que me arrancaría la cara, pero me contuve como pude, llorando y mordiéndome los puños, hasta que conseguí sosegarme y respirar en silencio. Busqué al jefe de personal para solicitar mi dispensa, y alegué que una intoxicación aconsejaba mi permanente alivio en el excusado, y que regresaría a sus órdenes en cuanto lo permitiera mi fisiología. Se lo tomó con humor y autorizó mi salida. Abandoné el edificio casi temblando por el fuego incontenible que abrasaba mi rostro y de nuevo encontré sosiego en la frescura de la niebla.

Regresé por un atajo que empleaba en situaciones urgentes y sentí que la desazón remitía conforme me aproximaba a mi domicilio, tanto que me atreví a detenerme en una tienda del barrio para adquirir algunas provisiones. Después anduve por calles húmedas, apresurado por la ansiedad. El ardor de la mancha parecía sosegado, pero deseaba comprobar su aspecto cuanto antes. Al alcanzar mi hogar el dolor había desaparecido totalmente. Cerré la puerta y me desprendí de la gabardina y el sombrero. Dispuse la luz adecuada y me enfrenté al espejo. No cabía duda, la mancha era mucho más grande, se extendía hasta el oído, invadiendo casi toda la mejilla. Los capilares venosos se habían roto y la piel había adquirido un color levemente morado. La frente también estaba afectada y la nariz parecía partida en dos por su línea de simetría. En algunos lugares había adquirido una coloración levemente blanquecina, como empañada. Era sencillamente espantoso. Tuve la necesidad de lavarme y fui al aseo. Me sentí aturdido cuanto me asomé al espejo del baño y comprobé que mi apariencia era perfectamente normal, acaso con la mejilla ligeramente enrojecida. Quedé paralizado por el asombro. La mancha no existía. Regresé a la alcoba y me enfrenté de nuevo al espejo. Ahora la mancha era exactamente igual que antes, invadía casi toda la mejilla. Sentí una vaga repugnancia.

Dormí muy mal y desperté entumecido. Terminé la ducha con agua muy fría, para intentar despejarme antes de salir hacia la oficina. Me sequé cuidadosamente con la toalla, lo recuerdo bien, y regresé a la alcoba, donde debí desfallecerme. Tuve un instante de lucidez a mediodía, derrumbado sobre la cama y envuelto en una dolorosa lasitud. Parecía como si me hubiesen atropellado. Intenté incorporarme pero me sumergí en un delirio que asocio a los vapores verdosos del cloro. Quizás imaginé que me envolvía un gas envenenado, al estilo de las novelas de misterio, de las que me confieso incondicional. Oscurecía cuando me incomodó el frío de la noche, que parecía haber congelado la fiebre. Cerré la ventana entreabierta, no sin antes recrearme con el vapor mojado que convertía las luces de la ciudad en un destello entre los fantasmas de los edificios vecinos. Encendí la chimenea, un lujo que exigí al contratar el ático, y me desnudé frente al espejo.

Confieso que me miré desde todas las posiciones posibles, algunas ciertamente indecorosas, pero debía asegurarme de que la mancha solo vivía en mi rostro. Me alivió comprender que ningún lugar se había visto afectado más allá del cuello, que parecía ciertamente perdido, según unas salpicaduras que no admitían duda sobre su origen. Apenas me sorprendió que el espejo del baño mostrase un escenario diferente, donde mi piel se mantenía sana y todo era producto de la imaginación. Avivé el fuego, en el exterior la bruma había invadido la ciudad con una grisalla que difuminaba las formas y convertía los tejados vecinos en un confundirse de siluetas. Dispuse las luces, me situé ante el espejo y me observé detenidamente. Todo parecía en orden, excepto la mancha. Me contemplé en el espejo del baño, que había descolgado y tenía junto a mí. Tal y como esperaba me encontré ileso, como antes de que la pesadilla irrumpiese en mi vida. Tuve entonces una idea y enfoqué el espejo del baño sobre el espejo de pie. Lo que vi me aterró, hasta el punto de que solté el espejo del baño, roto contra el piso y convertido en mil fragmentos pequeños. Quedé sobrecogido de espanto, me había visto invadido por la mancha y convertido en algo indefinido, hinchado, sin apariencia plenamente humana. No recuerdo más, supongo que perdí la cordura. Me desperté varias veces frente al espejo, el fuego se consumía lentamente.

Desperté pasado el mediodía, completamente exhausto. La mancha había deformado mi rostro y mi cuello. En algunos lugares se alzaba un vello suave, algo etéreo que se me antojó un moho gris, blanquinoso, no sabría precisar. También tenía un hombro afectado. Busqué hasta encontrar uno de los fragmentos del espejo roto contra el suelo, uno que me pareció suficientemente grande. Tuve precaución de no cortarme y me asomé a su reflejo. Normal, perfectamente normal. Me sobrepuse a mi mismo y me vestí, decidido a no concederme una oportunidad para reflexionar. Salí al descansillo de la escalera e intenté escapar. Apenas había descendido hasta el primer rellano, cuando sentí un dolor irresistible, que taladraba mi ser y ardía con una desazón atroz. Retrocedí sobrecogido por un cieno que parecía surgir de mi mismo, y caí entre los polvorientos escalones. Sentí cierto alivio. Retrocedí un poco más, movido por un impulso instintivo, y sentí que me aliviaba más. Pensé en escorpiones sobre mis labios, en hormigas que devoraban mi cabeza, en un terror sin forma que cegaba mi pensamiento. Continué retrocediendo, martirizado por un sufrimiento indescriptible, hasta cerrar la puerta del ático y sentirme mejor, casi bien. Comprendí que era prisionero del espejo.

La mancha invadió mi cuerpo durante los días siguientes, tal como había vislumbrado al mezclar la luz de los espejos, como adelantándome al futuro, y la acompañó un moho que pronto me convirtió en algo irreconocible. En los fragmentos del espejo roto mi aspecto era el usual, pero en el espejo de la alcoba apenas acertaba a reconocerme. Si movía mi mano derecha, la imagen del espejo movía su mano izquierda, con la precisión esperada y el detalle requerido, era mi ser especular, no cabía duda, pero no era yo, sino una forma infame, envuelta en un repulsivo vello que parecía imitar mis movimientos con una precisión que corroboraba mi identidad. Miré mis manos, miré mis piernas, normales, y me dije que para mis ojos me preservaba inmaculado. De repente consideré que la única discrepancia fuera el espejo. Me levanté y le di la vuelta, encarándolo hacia la pared, con lo que yo solo vería su espalda. Me sentí aliviado, muy aliviado, casi libre. Abrí la ventana y miré a la nada, hasta que me invadió una dulce paz y cerré porque sentí el frío y había tomado una determinación. Me abrigué lo imprescindible, tomé el sombrero y me dispuse a abandonar mi hogar para siempre.

Antes de cerrar la puerta tuve que rendirme a un dolor que me convertía en un ser muerto. No recuerdo ningún pensamiento, ninguna sensibilidad de lo que me rodeaba. Creo que regresé a mi alcoba y me tendí sobre la cama. Solo es una suposición, porque lo cierto es que nada subsiste en mi memoria sobre lo que aconteció en aquellos instantes, y añado que la palabra instantes no tiene ningún significado, porque no guardo ninguna referencia temporal de cuánto se prolongo mi trance, aunque no debió ser mucho, solo recuerdo una luz que cegaba mi mente y que solo identifico con un dolor más allá de la comprensión racional. Desperté sobrecogido por una náusea de tierras corrompidas y salté de la cama como impulsado como un resorte. Allí estaba, no importaba que se encontrase de espaldas, enfrentado a la pared, el espejo reflejaba por ambos lados para mostrarme la criatura que vivía en un mundo idéntico a mi dormitorio. Me trabé en mis pensamientos y me sentí aterrado. El espejo no reflejaba un estar idéntico al mío, donde sólo se hubiera alterado mi reflejo. Tras de mí, en una de las patas de la cama, la imagen del espejo mostraba algo diferente.

Me sentí desfallecer, como si algo se hubiese quebrado en mi interior. De nada sirve decir que tuve miedo, porque para entonces el miedo era para mí un compañero inseparable. Tenía miedo del dolor que me convertía en nada, de la imagen monstruosa que me devolvía el espejo, de la formas inalteradas que mostraban los otros espejos, y del arbitrio inseguro que ejercían mis ojos, ahora ciertamente cuestionados en su apreciación de la realidad. Al margen de lo que pretendiesen mi afán y mi deseo, lo cierto, lo irrefutable, era que en la cama había un garabato perfilado simétricamente igual al del espejo, con lo que el camino a la especulación quedaba severamente reducido. El razonamiento pronto se redujo a una disyuntiva. El espejo mostraba un universo distinto, con lo que yo no pertenecía a mi imagen especular, o bien era fiel a lo que existía a este lado, lo que era aún peor. No tuve consuelo.

El inspector médico llamó a mi puerta a media mañana. Le abrí como se abre a la única posibilidad de estar errado en la desgracia, con deseo y temor. Pronto se impuso el espanto. El inspector retrocedió al enfrentarse a mí, vi el terror en sus ojos y supe qué veía. Retrocedí y le pedí que entrase y se sintiera en su casa. Denegó con un gesto y se mantuvo en silencio, sobrecogido por el hedor que escapaba de mi cuarto y que ahora yo también percibía, quizás por el contraste con el aire inocente de la escalera. Le confesé que me sentía vencido por la fiebre, y que acaso cupiese la posibilidad de contagio, así que sometía mi caso a su criterio, en la confianza de que obraría lo mejor. Asintió y adiviné la repulsión en sus ojos. Necesitó un tiempo para contenerse, pero supo vencer el asco que le inspiraba y acertó a asegurar que probablemente era víctima de una enfermedad tropical, o de una alergia ignorada para la ciencia, de modo que lo establecido por el procedimiento era declararme en cuarentena y advertir de la gravedad de mi caso. De momento me prescribía unos analgésicos, los más fuertes de su maletín, que me dejaba allí mismo, en el suelo junto a la puerta. Por supuesto advertiría a las autoridades médicas y a los centros de investigación, porque mi caso requería estudio. Después, para corroborar la fidelidad de sus palabras, vomitó en el rellano de la escalera. Me sentí humillado y proscrito.

Se fue y pensé que su visita obedecía a una alucinación. Era preferible imaginarlo así, porque lo contrario suponía aceptar que me negaba a la verdad. La cama, efectivamente, descubría un garabato, aunque mis ojos no lo percibieran. Al tacto era inapelable, revelaba su perfil bajo la superficie de la madera, como se presiente un enrojecimiento o una picadura que no deja huella en la piel. Inesperadamente me sobresalté, mis ojos veían el garabato sobre la madera, no como se dibujaba en el espejo, sino como un mero oscurecimiento, muy diluido, casi imperceptible, pero aterradoramente igual. De algún modo se había velado la luz de mis ojos.

Condenado a la cuarentena perdí toda esperanza. El garabato de la madera fue cada vez más nítido, hasta alcanzar la exactitud con el reflejo original. Me pareció que la superficie del espejo se descomponía, que todo era un frenesí que me abocaba a la desesperación de lo imposible. No sé como pude sobreponerme a un hechizo cada vez más intenso. La concordancia del espejo con lo que mostraba mi mirada pronto fue irrefutable. La alcoba empezó a cambiar, yo mismo empecé a cambiar. Mis manos, los brazos, todo concordó con el espejo, no de repente, sino con una sádica lentitud, hasta verme convertido en el horror que habitaba al otro lado. También cambió la alcoba. Al principio me pareció que se enturbiaban los detalles, que la realidad y su reflejo se envolvían en una pátina emborronada. La misma luz de la ventana se difuminó tras una escarcha marchita. Sin embargo, el fuego mantenía la estancia templada y la fiebre no me causaba ninguna inquietud.

Otra vez enloquecí y me adentré en una noche que mudaba el paisaje de la habitación mientras yo permanecía tendido en el lecho, boca arriba, sin que nada me importase. Se olía diferente, una especie de maleza o moho crecía más allá del umbral definido por el espejo, como una puerta que se adentrara en otra dimensión. Viví pesadillas aterradoras, con seres difusos que acechaban entre trochas y senderos del bosque, perdidos en el vigoroso picoteo de los pájaros que taladran los troncos.

Cuando desperté, el mundo no era mi mundo y la vida no era mi vida. La habitación había cambiado. Reconocía la cama, el perchero, la bombilla y la mesa, pero todo parecía invadido por una maleza igual al moho que había presentido sobre mi piel, pero de mayor tamaño, adaptado para invadir el espacio que me circundaba. La mesilla, la cama, las paredes, todo era gris, descompuesto por una podredumbre inveterada. Y mi reflejo, irremisiblemente deformado hasta lo grotesco, convertido en una absurda bola de filamentos algodonosos, parecía deshacerse en nubes de hebras tras cada roce inesperado, tras cada removerse del entorno. Si movía las sábanas, si acariciaba el armario o abría la cómoda, se desprendía un polvo que sofocaba la respiración e invadía el aire de un modo ubicuo, omnipresente, como un pulverizado que todo lo corrompiera con su fétido aliento. Comprendí que no podría escapar a mi destino.

Quedé frente a mi reflejo y me sentí envilecido por una maldad indescriptible. Reparé en las nubes de polvo que se desprendían de mi cuerpo con cada movimiento, y supe que eran las esporas de esa maleza gris. Grité desesperado y de mi garganta solo brotó un vapor de gránulos ocres, vestigios de un universo prohibido que pronto germinaría en tierra fértil. También escuché un gorgoteo sofocado y ronco que apenas reconocí como mi voz. Busqué un fragmento del cristal del baño, el más afilado, el más cruel, para hundirlo en mi corazón y poner fin a tanto sufrimiento. Pero mis manos habían perdido su destreza, embozadas por una borra que se desprendía en mechones ingrávidos. Me sentí cansado, derrotado por esa arena gris que todo lo manchaba con su versión podrida de la existencia.

Supe que era indigno y blasfemo, portador de las desdichas, señor de la esclavitud y la muerte, abanderado de un horror más allá de la comprensión. Lentamente, un borboteo nacía en mi interior. Un pálpito, un latido, un atronar de cascos desbocados. Desde el centro de mi alma se abrió paso una presión incontenible y vislumbré que me buscarían meses después, cuando concluyese la cuarentena y las autoridades retirasen el precinto de la vivienda. Encontrarían un polen gris sobre los muebles, sobre la cama, las paredes y el suelo. Sentí que me disgregaba, que me deshacía en partículas minúsculas mientras la opresión se multiplicaba en un efervescencia próxima a estallar. La policía solo encontraría esa ceniza gris que lo inundaba todo y se adhería a la ropa, el calzado, la piel, el cabello. Se desprendía lentamente y viajaba a todas partes, para envenenar la vida misma y corromperla con la putrefacción de las ciénagas. Pero ya nada importaba, me deshacía en un polvo de esporas que esparcían su horrenda existencia. Al otro lado del espejo, la silueta de la criatura se difuminaba arrastrada por el viento.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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