El muerto apareció junto a la venta, poco después del alba, y pronto se supo que no era un muerto cualquiera. Lo encontró el ventero junto a la tapia del patio, una mañana de primeras nieves, después de barrer el porche como cada domingo. Al principio no reconoció su forma humana, pero al aproximarse descubrió que lo tomado por un fardo era en realidad un hombre tendido en el suelo. Lo golpeó suavemente con la puntera del zapato para que despertase, pensando que era algún borracho de la noche anterior, pero en cuanto rozó su cuerpo comprendió que se hallaba ante una desgracia y su obligación era ponerlo en conocimiento de las autoridades. También pensó en arrastrar el cadáver fuera de su venta. Al instante supo que lo prudente era mantenerse apartado y que cualquier intromisión le ocasionaría perjuicios. Buen inicio del invierno, tras el revuelo de la noticia su venta se llenaría de curiosos que quizás consumieran algo, un desayuno o un almuerzo ligero, lo que sumado al fijo de sus clientes habituales le procuraría mejores ingresos, por supuesto a medio plazo. Por el momento no cabía demasiado entusiasmo, la aprensión del siniestro y la presencia de la policía auguraban una caja muy lejos de la habitual en domingo. De hecho, daba el día por perdido.
El comisario llegó al puerto de montaña apenas una hora después, acompañado por unos agentes que le prestarían la asistencia necesaria. En la puerta de la venta, situada en una cima hasta la que llegaba la carretera para disfrutar del paisaje, el ventero lo recibió con la inquietud propia de quien ve amenazado su negocio. Ya en el lugar de los hechos, el comisario inspeccionó el cadáver. La ropa era vulgar y barata, sin ninguna relevancia, y no apreció marcas significativas. Ni en los zapatos ni en el abrigo negro, de un pelo brillante y plástico, una torpe imitación sintética. Aparte de los signos de la caída sobre las tablas del suelo y algunos restos de barro, parecía limpio. Los pantalones eran grandes para su talla y se ajustaban con una correa de cuero, relativamente nueva y sin duda de algún mercado. Deshilachados en algunos lugares de los bajos y con un bolsillo, el izquierdo, no roto sino desaparecido, del que apenas quedaba la costura. Sólo la cabeza mostró algún interés práctico. Se distinguían heridas en el cráneo, donde faltaban algunos mechones de un pelo grisáceo y sucio. El rostro mostraba signos de picaduras y parecía tumefacto en sus facciones, una masa indefinida que podía corresponder a cualquier rostro. En su boca destacaba un diente partido. El comisario ordenó a uno de sus agentes que acordonara el lugar e impidiera que los curiosos alterasen las pruebas. En aplicación del protocolo se estableció un perímetro de seguridad.
El comisario tomó declaración al ventero y sus hijas, que sólo recordaban una velada normal, de clientes que escasearon desde el atardecer hasta poco más de las diez, excepto una despedida de soltero que se prolongó hasta la media noche. Las hijas confirmaron que eran quince a la mesa y dijeron sus nombres, pero los habían olvidado conforme alcanzaban sus oídos. Sus rostros eran diferentes, aunque se tornaron difusos a las pocas horas. Coincidían en que dos tenían bigote y uno barba, otro las orejas enormes y había un gigante con la nariz aplastada y como picada por la viruela. El ventero apenas guardaba un recuerdo de bebidas derramadas por la alegría de la fiesta y el nombre del solicitante de la reserva, alguien a quien no había visto jamás. Apenas tomaba más precauciones que apuntar los nombres en una lista, porque los platos se preparaban conforme lo pedían los clientes, aunque fuera servicio único, así no se desperdiciaba comida. El negocio le permitía vivir y asegurar el futuro de sus hijas, que colaboraban en la bonanza familiar. Su esposa, de quien guardaba los certificados de defunción, había muerto años atrás. En opinión del comisario, a falta de una pista mejor, el nombre de la reserva era un buen inicio. Ordenó que se localizara a cuantos figurasen en la lista del ventero, por si alguien había visto u oído algo inesperado.
El forense mantuvo en su informe que el difunto había recibido la picadura de más de cien abejas, en la cabeza principalmente, aunque también había algunas marcas sobre el cuerpo, pocas en comparación al rostro, hinchado e irreconocible. Los tejidos se encontraban en un estado que no correspondía a nada que hubiera visto antes, aunque tampoco se consideraba un patólogo experto. Las marcas sospechosas se reducían a un diente partido en la boca y erosiones en la frente y el cráneo, violentas hacia la mitad de la cabeza, donde había desaparecido parte de la piel, consecuencia de un golpe leve. Desde luego no era la causa de la muerte. Tampoco se apreciaban signos claros de violencia en el resto del cuerpo. La agonía debió ser rápida, a juzgar por los devastadores efectos del veneno sobre la sangre. Sin duda el difunto padecía algún tipo de alergia severa, pero sin un análisis detallado era imposible precisar más. El comisario permaneció pensativo e invitó a comer al forense, con el que compartía la amistad de muchos casos. La cocina de aquella venta tenía fama en la comarca.
Pronto se encontró al propietario de la reserva y por su declaración al resto de los asistentes a la cena, que coincidieron en el menú servido y en las incidencias de la velada, por lo que no hubo lugar a la sospecha. No obstante, los quince comensales pasaron por la oficina del comisario, aunque pronto quedaron libres para reanudar sus vidas. Si recordaban algo deberían aproximarse a la comisaría más cercana y prestar declaración. Los quince fueron coherentes en sus respuestas y el comisario constató que las descripciones físicas del ventero y sus hijas habían sido acertadas. La versión unánime era que nada había sucedido, aunque en efecto se habían excedido con el licor, pero un día era un día y el novio se casaba para siempre. Sobraban los remilgos y más de uno terminó mareado y tuvo que descansar por el camino de regreso, pero todos durmieron en su cama y a la mañana siguiente despertaron sobrios y dispuestos a vivir el domingo. El comisario redactó la declaración por puro trámite, seguro de que no obtendría nada de valor, y los dejó marchar sin ningún impedimento. Tras entrevistar al último comensal, esbozó un gesto de incomodidad al suponer que el caso se archivaría en la carpeta de pendientes, hasta que desapareciera en algún expurgo rutinario de los archivos.
El juez consultó al forense antes de proceder al levantamiento del cadáver. Escuchó una letanía de razones técnicas, imposibles de comprender. Podrían resumirse en que necesitaba más tiempo. El transporte a la ciudad impediría la práctica de algunas pruebas para la identificación inequívoca del veneno. La temperatura en la montaña había descendido lo suficiente para asegurar la conservación del cadáver y podía demorarse el traslado del cuerpo algunos días, tan solo hasta que concluyeran los análisis. Si su señoría ordenaba el levantamiento del cadáver y el cuerpo descendía al llano, la temperatura más alta malograría las únicas pruebas que confirmaban el carácter fortuito de la muerte.
No tuvo el juez inconveniente en acceder a las pretensiones del forense, el asunto era de trámite y no tenía por qué oponerse a la ciencia. Si el forense aconsejaba mantener el cuerpo en la venta, a él no le quedaba otra opción de seguir su consejo. Según las apariencias, aquel era un muerto cualquiera, uno de tantos a la espera de que se reclamara el cadáver. Quedaría oficialmente inscrito como desaparecido, porque nadie solicitaba lo contrario y tampoco se descubría una pista que permitiese establecer su identidad. Cursó orden de que se indagara en los pueblos vecinos, aunque imaginaba que no se echaría de menos a nadie. Se trataba de un mendigo, como sugerían las ropas antiguas y desgastadas. En cualquier caso, el informe del forense aconsejaba retener el cuerpo en la venta.
Encomendada la custodia y preservación del muerto al ventero, el comisario permaneció a la espera de una orden para proceder con el difunto. Por su parte el ventero se enfrentó a un dilema moral. El muerto estaba tan muerto como podía estarse, pero dejarlo a la intemperie parecía indigno y fuera de lugar, así que caviló la posibilidad de llevar el frío al interior de su venta y mantener el cuerpo congelado al fondo de la cocina, entre unas ventanas enfrentadas, junto a la despensa. Su presencia no sería grata, porque su cara abotargada inspiraba repulsión, pero por fortuna era ajeno a los hedores de la carne, que por alguna causa desconocida aún no habían hecho acto de presencia. Inmediatamente consideró las dificultades de su plan y se le antojo más seguro requerir los servicios de un taxidermista que se ocupaba de ciervos y jabalíes cuando se abría la veda, pero le pareció un alternativa demasiado extrema y poco respetuosa con la memoria del difunto, que no querría verse reducido a paja y piel acartonada. Después de mucho pensar, el ventero llegó a la conclusión de que el infortunio postrero de aquel desgraciado no sería por su causa. Decidió que lo sentaría al fondo de la cocina, donde lo refrescase el aire helado de la sierra, el mismo de los fiambres, para que el cadáver se mantuviera incorrupto el mayor tiempo posible.
El muerto se sentó en la cocina de la venta, tal y como había dispuesto el ventero, porque era lo más piadoso para un cadáver sin nombre. Como es de imaginar, los problemas se multiplicaron. En un principio las cocineras se opusieron a trabajar, por el respeto debido a los difuntos y porque entrar a la cocina era sentir el duelo y deshacerse en tristezas. Las hijas tampoco se mostraron muy participativas y simplemente rehuyeron toda proximidad. Excusas no faltaron, ni ocupaciones que precisaban toda la atención al otro extremo de la venta. Durante varios días nadie consintió en regresar a las cocinas y solo se sirvieron encurtidos, quesos, frutos secos y los vinos de siempre. Tampoco abundaron los clientes, porque el tiempo había empeorado y nevaba sin cesar, aunque manso. Por fortuna, los senderos estaban abiertos y aún recalaban allí algunos viajeros y pastores que no veían en el barro un impedimento a su oficio. El ventero pensó que reclamar una solución del comisario sería insensato, por el mal estado del camino y porque el tiempo empeoraría sin remisión. Intentó convencer a las cocineras y a sus hijas. Sus esfuerzos fueron vanos, no compartirían espacio con el muerto.
Pasaron dos semanas y la rutina obró un milagroso efecto sobre las conciencias melindrosas. Primero fue la noche en que una de las hijas del ventero despertó con hambre y viajó a la cocina a por algo de comer. Buscó entre las sobras sin encontrar nada cuando recordó sus escrúpulos. Pero el hambre aún persistía, así que buscó un motivo para rodear al difunto y entrar en la despensa, donde esperaban los chocolates y unos pastelillos de almendra. A la noche siguiente repitió con sus hermanas, que tampoco encontraron inconveniente en sortear al muerto para vencer al hambre. Tras mucho insistir en el pecado de la gula, perdieron la aprensión y se sintieron libres para andar a su antojo en lo que siempre fue suyo. Las cocineras supieron de estas incursiones y protestaron por la injerencia de las hijas del ventero en la despensa.
Al cabo de unos días, por broma, las hijas del ventero disputaron una partida de cartas con el muerto, y de tanto que congeniaron hasta le hicieron trampas. Naturalmente, el difunto ni intervino en los envites ni se sintió engañado, y las venteras no obtuvieron más recompensa que la fraternidad de una risa, por lo que no se juzgaron excesivas las confianzas, sino entretenimiento de juventud. La inocencia adolescente y el sentido práctico del posadero, concretado en una recompensa económica, supieron abatir las últimas reservas de las cocineras, que consintieron en regresar a su trabajo con la diligencia y puntualidad de siempre. Aún así, el semblante del muerto sin nombre, sentado al fondo de la cocina, en una umbría bien ventilada junto a la despensa, turbó lo suficiente el espíritu de las cocineras, que se resignaron a vivir con el escrúpulo. De algún modo se resintió su maestría y se convirtió para siempre en mermada, porque ya nunca encontraron el punto de las carnes y se confundieron siempre en los aliños, que no tuvieron la definición y aroma de antes. Durante la primera semana pareció imposible concentrarse ante un difunto sin rostro, porque a todas se les antojaba un pariente y estallaban en lágrimas sin acercarse a la cebolla.
Las ventanas se entornaron porque las tormentas de nieve asentaban el invierno y el muerto, sentado al fondo de la cocina, no dio señal de incomodidad. Se encendieron las estufas para que quienes comían allí no padeciesen un frío inconveniente. Pronto se le hicieron bromas al muerto y se brindó a su salud, un espectáculo promovido por el ventero y sus hijas, que contó de gran reconocimiento entre sus visitantes en la cocina, algunos repartidores y amigos de confianza. Desprovistos del reparo por la camaradería de tantas bromas a su costa, los íntimos se olvidaron de la presencia del muerto, al que trataban con el respeto de un pariente desconocido, como un tío o el primo que regresa del extranjero. A veces se sentaban a su lado porque les agradaba el lugar y la compañía era silenciosa. Las hermanas también solían sentarse a su lado, para dar ejemplo hilvanando una doblez, entreteniéndose en un pasatiempo o conversando con sus otras hermanas mientras competían en un juego de mesa. Con la vuelta de las cocineras regresó la normalidad a la clientela de invierno, que fue a menos conforme se asentaba el frío, como cada año.
En febrero, durante una tempestad de nieve, el novio de una de las cocineras quedó gozosamente retenido por la ventisca y se excedió con los licores tras la cena. En una borrachera conseguida merced a la eficacia de una hidromiel de formulación casera, el enamorado de la cocinera acertó a vislumbrar un atisbo del pasado, y con la última copa se levantó para brindar a la salud del difunto, que había conocido en la capital, a la que viajó en un tren cuando era joven. Mucho tenía que añadir a su confesión, que fue larga y provista de detalles. Allí mismo juraba que le había dado muerte en un pasaje oscuro y había arrastrado el cadáver hasta la venta. Después se explayó en unos detalles macabros y sembró el espanto entre quienes escucharon sus palabras estropajosas. Se avisó a la autoridad porque no quedaba otro remedio ante la confesión de un crimen.
Para cuando llegaron los guardias a por el asesino confeso, el licor había perdido su efecto y el novio de la cocinera no recordaba ni sus palabras ni lo sucedido. Se llamó al pasante del juez, que tomó declaración y no halló indicios de culpa en lo que solo parecían desvarios. El ventero y sus hijas reconocieron que nada hubo además de palabras, y el pasante aseguró que la ley había de limitarse a los hechos y que nada concreto atentaba contra la norma, así que procedía levantar todas las reservas sobre el imputado y desearle un feliz restablecimiento. Ni se molestaría en tomarle declaración, porque demasiados asuntos ocupaban al juez como para distraerlo con intrigas montaraces. A efectos prácticos, mejor ni mentarle el muerto a su señoría, que bastante tiempo empleaba en aquella causa.
Cuando despuntó la primavera el muerto no se pudrió, por extraño que parezca, y el forense, después de consultar muchos libros y pedir consejo a otros colegas más expertos, concluyó que el embalsamamiento se debía a causas naturales difíciles de comprender, menos para un auditorio profano, pero que acaso se aclarasen con el estudio de las abejas y los pólenes de los alrededores, lo que sería largo y costoso, tanto que por el momento era mejor considerarlo como irrealizable. El ventero dijo que sí, y que lo invitaría a comer si el informe se decantaba por que el cuerpo permaneciera ante la despensa de su cocina. En confianza, aquel desconocido podía convertirse en un beneficio para el negocio, y él, su hijas y las cocineras habían pasado de la aprensión a la complacencia. Lo imaginaban como un amuleto de la buena suerte o un signo de fortuna. Se sentiría honrado de contar con su huésped un poco más. El forense asintió y cenó gratis en compañía de las hijas del ventero. Pronto, por boca de una de las cocineras, la incorruptibilidad del difunto contó con gran fama y las gentes de los alrededores incrementaron sus visitas. Comer con el finado se convirtió en una moda y un destino de excursión, y la venta se animó con un bullir de clientes que pagaban por conocer al muerto.
Por un azar que solo cabe suponer inesperado, el juez observó un equívoco legal en el quehacer de su pasante. El muerto no era el vecino ilustre que aguardaba un homenaje y la formalidad del enterramiento, sino un cadáver al que había de despachar a la mayor prontitud. Un muerto cualquiera y solo eso, sin que cupieran más dilaciones en el procedimiento. Nada podía hacerse para remediar la demora, más que omitir los trámites para la preservación del cuerpo, ya innecesarios si se considera que era manifiestamente incorrupto. Concretó por escrito sus instrucciones al pasante, que no pudo sino recordar al comisario que había un difunto extraviado en la montaña.
Sin más demora, tres guardias y un sargento rescataron al muerto de su cautiverio en el limbo de la venta. No fue fácil ante la resistencia del ventero, sus hijas, las cocineras y algunos clientes que no encontraban razón ni ley a levantar al difunto de su asiento, que de algún modo era algo ya ganado para el paraíso. Mucho tuvieron que discutir y soportar los agentes, que desayunaron, comieron y cenaron durante tres días de inexplicables dilaciones, hasta conseguir llevarse el cuerpo al llano, donde esperaba una fosa anegada de cal para prevenir los miasmas de una muerte tan larga. Tras convencer al ventero, se enfrentaron a un largo e interminable descenso. Con el muerto sentado en su silla, de la que no hubo forma de desprenderlo, lucharon contra inesperadas desapariciones del camino, derrumbamientos que obligaban al uso de las palas y ríos que hubieron de vadearse con gran esfuerzo. El barro y la lluvia tenaz y casi invisible fueron los enemigos en una fatiga que se prolongó muchas horas. Por fin los guardias llegaron a su destino en el ayuntamiento y esperaron a recibir las pertinentes instrucciones. Después haraganearon varios días para reponerse de sus penurias en la venta de la montaña, donde quedaron retenidos por una formidable ventisca, según un informe que ocultó su gratitud a las hijas del ventero.
Tampoco se corrompió el muerto en el llano, a donde llegó esponjado y diríase que incluso repuesto. Según el prior de un monasterio en las afueras, su incorruptibilidad correspondía al primer milagro requerido para la canonización. Se pensó en organizar un desfile con la momia sagrada, que se exhibiría por los pueblos de los alrededores, bajo palio, como correspondía a una reliquia tan valiosa. El fervor de los creyentes avaló la superstición desde incluso antes de conocer al muerto, que en el sentir de la sociedad ya contaba con gran prestigio. Por supuesto el juez no pudo negarse a lo que parecía un clamor popular, y el muerto y su silla viajaron a los pueblos cercanos para desfilar entre cirios olorosos e inciensos que proclamaban su santidad. Después, también por orden del juez, llegaron los expertos, con sus lupas y sus instrumentos de precisión, para medir, para calcular, para conocer lo oculto, por si era necesario saber algo más antes de concederle descanso al difunto. Apuradas todas las exigencias de la sociedad, se cursó la orden de que se procediera al sepelio. Entonces se enconaron los intereses en un pleno del ayuntamiento convocado para decidir la ubicación de la tumba, lo que hizo aflorar discrepancias donde siempre había ondeado la concordia. Se saldó con algunos insultos y el acuerdo final de no enterrar inmediatamente al muerto, que a fin de cuentas era incorrupto. Se expondría en una estancia solemne del ayuntamiento, para que el velatorio adquiriese el carácter de público y sus simpatizantes pudieran despedirlo adecuadamente.
El éxito fue inmediato, y toda la comarca desfiló para formular una solicitud a sus difuntos, de los que el muerto se erigió pronto en representante. Se multiplicaron las peticiones de intercesión, en papeles escritos con tinta temblorosa, que pedían una gracia sencilla y que se repasaban en voz baja ante la imagen del muerto sentado, vestido tal y como lo encontraron, tan solemne y digno, frente a una mesa porque el cuerpo había reclamado la postura que ocupara en la cocina de la venta y nada se había podido para impedir la fulgurante progresión del rigor mortis. En la fecha escogida, desde primera hora, una larga cola desfiló ante el difunto sentado. Abundaron las lágrimas, los actos de contrición y las muestras de simpatía hacia quien a la postre era un perfecto desconocido en la comarca. Un aire compungido parecía envolver a los ujieres que aguardaban firmes en sus puestos, para que su presencia muda invocara al silencio y frenase los posibles altercados del orden. También sirvieron para atender a numerosos desmayos femeninos, que acontecieron por el calor de la espera y la melancolía sobrevenida ante los olores del incienso y el semblante inmutable del difunto. En general bastó agua de colonia y un abanico para disipar la tristeza de las damas sofocadas por la emoción
Ese mismo día, poco antes de que la sala del muerto cerrase sus puertas, escucharon a un hombre pedir perdón entre sollozos. Lo interrogaron y confesó ser el asesino del difunto, a quien había encontrado en una calle oscura y estranguló por confundirlo con otro. No se creyó mucho en su versión de los hechos, pero se le retendría mientras se albergaran dudas. Finalmente el juez firmó su libertad, porque en los días siguientes otros muchos confesaron igual culpa ante el muerto, que no mostraba predilección por ninguno de sus asesinos. Se desecharon todas las confesiones excepto una, señalada por el pasante del juez, que supo encontrar una diferencia significativa. La confesión estaba firmada por uno de los comensales en la cena que precedió al descubrimiento del difunto. El comensal de las orejas enormes también había confesado, como todos los demás, en confidencias expiatorias a la mesa, con aliento de licor para facilitar la limpieza de sus culpas. A diferencia de otras ocasiones, señaló el pasante, ahora la versión de los hechos era verosímil y se aportaban pruebas susceptibles de comprobación.
El forense y el comisario regresaron al escenario del crimen, donde el ventero y sus hijas continuaban regentando el negocio familiar, que habían ampliado para acoger a cuantos deseaban visitar el lugar donde apareció el muerto. Las cocineras continuaban su quehacer habitual, quejándose como de costumbre ante el ventero y discutiendo con sus hijas sobre el reparto de las distintas faenas. A todos se les comunicaron los nuevos hechos para que completaran sus declaraciones pasadas. Al instante se recordaron algunas insignificancias que concordaban con las últimas suposiciones, y fueron puestas en conocimiento del comisario con un minucioso lujo de detalles surgidos del profundo olvido. Pese al celo del ventero, sus hijas y las cocineras, y de numerosos clientes asiduos que también se esforzaron por recordar las incidencias de aquella noche, el comisario no obtuvo de sus entrevistas más información ni sospecha que la albergada antes.
El ventero en persona acompañó a las autoridades hasta el árbol donde el comensal de las orejas señalara el lugar del crimen. Descubrieron un tocón podrido que en su orificio de acceso aún mostraba restos de cabellos humanos y en cuyo interior se descubrió medio diente que correspondía en su fractura al otro medio que se hallaba en la boca del difunto. También había un panal de enfurecidos insectos, por lo fue preciso investigar con las precauciones adecuadas. El juez no precisó más pruebas para dictar la resolución de la ley a su pasante, y el comensal de las orejas desbocadas encontró celda en una cárcel provisional que se habilitó en un establo custodiado por cuatro alguaciles, perfectamente alertas para anticiparse a cualquier tentativa de fuga. Además de lamentarse y llorar tanto infortunio, el sospechoso no añadió nada a la confesión, que se creyó verdadera durante las comprobaciones iniciales. Después, por insistencia del juez, se le facilitó un abogado para que preparase su defensa, porque el imperativo legal requería una serie de ineludibles formalidades. El fiscal ya estaba al tanto de lo necesario y requería mejores argumentos para su acusación.
Pronto, tras consultar al forense, los policías, el comisario y algunas otras personalidades destacadas, el juez determinó que no existían verdaderas pruebas de culpabilidad, aunque el sospechoso de las orejas hubiera urdido una versión convincente de los hechos. Se contaba con confesiones juradas de sus compañeros en la celebración de aquella noche, que lo exculpaban por encontrase tan afectado por el beber que hubieron de acompañarlo a su domicilio, donde su esposa lo ayudó a encontrar sosiego en el lecho. Algunos vecinos también corroboraban esta versión, que persistía por el alboroto que acompañó el regreso de los comensales, claramente audible en el silencio nocturno. Señalar el lugar del crimen era necesario pero no suficiente para establecer la culpabilidad. El preso bien podía conocer los hechos por confidencias o visiones, y en realidad no había ninguna constancia de que se encontrase presente cuando se produjo la desgracia. A su vez, el forense certificaba que las lesiones podían haberse producido de modo fortuito, siempre que el difunto hubiera introducido la cabeza en el tronco, por curiosidad al escuchar el rumor de las abejas tras la madera o porque de repente hubiera presentido su destino. En definitiva, los restos de pelo y las erosiones correspondían ciertamente al difunto y demostraban que allí había acontecido su muerte, pero de ningún modo establecían la presencia del inculpado en la escena del crimen, si es que se enfrentaban a un crimen, extremo este aún por dilucidar. Por otra parte, la muerte podía obedecer a causas accidentales, porque en sí mismas las picaduras del rostro bastaban para justificar el desenlace fatal, que había de considerarse inequívocamente provocado por una violenta alergia al veneno de las abejas. El juez decidió que era tiempo de concluir todas las investigaciones.
Apremiado por el hastío de un muerto tan incómodo, el juez dictaminó que el difunto se enterraría en el plazo de un mes, prórroga por si alguien más deseaba despedirse de él y confesar una última culpa. Después, si nadie cubría los gastos de algo mejor, se le destinaba al osario público, donde encontraría paz eterna, si eso era posible con tanto alboroto. En cuanto al culpable confeso, de verosimilitud tan dudosa, se le aplicaba el eximente de locura transitoria, porque en ninguna cabeza cabía hacer mal a quien no se le conocía perjuicio ni siquiera presencia, porque si algo se consideraba probado era que el muerto era extraño en aquellas tierras. El mal beber y las rencillas ocultas pudieron incitar al crimen, y entonces el sospechoso habría matado con atenuantes, aunque tal vez no hubiera sucedido lo que había confesado, porque el delirio podría haber torcido la realidad e incitarlo a una confesión falsa. También pudo tropezar el muerto y caer con la mala fortuna de introducir la cabeza en el agujero del tronco, con lo que no existía nada punible para la ley. La abejas eran en última instancia la causa del óbito, y bastaría con el arresto domiciliario para penar una culpa que acaso no fuera tanta y solo se debiera a la confusión de unos sentidos enturbiados y poco dignos de confianza. Así se disponía en el caso de un muerto cualquiera.
Finalmente se condujo al muerto al cementerio municipal, donde se le ubicó sentado en el pozo del osario, porque nadie se hizo cargo de un sepelio más valioso. El comensal de las orejas desprendidas recobró pronto su libertad, apenas transcurrieron los plazos previstos para dictar una conclusión definitiva, y pudo regresar junto a su esposa exento de cargos y sospechas. Del muerto poco más se supo, que lo abandonaron en el osario y que los operarios del cementerio lo miraban con recelo mientras lentamente se confundía con el entorno. Una semana después advirtieron que una docena de gatos habían devorado su rostro hinchado y algunas otras partes del cuerpo. El juez dictó orden de alejar a los gatos, pero a nadie le importó el destino de quien ya era un difunto cualquiera. Al final, en lo que se salvó de los gatos se emplearon las hormigas y los pájaros, hasta que solo quedó una osamenta resplandeciente que se confundía con los huesos de otros muertos.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
Eres incorregible; lo sabes. Un cuento excepcional, como es tu costumbre. Saludos cuentista,
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