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viernes, 30 de mayo de 2014

Sal muerta

A los que desertaron para saldar un deuda


Las casas blancas, los tejados blancos, las calles blancas, todo era blanco, excepto las rejas de las ventanas, de grueso hierro desgastado por un orín amarillo. Avancé por su única calle, una pendiente de salitre, y se apartaron a mi paso los visillos de una ventana. Dos ojos me siguieron, hasta que me detuve y miré hacia los visillos, que se cerraron ante mi mirada. Reparé en la sombra tras el umbral, que retrocedió unos pasos y se detuvo, pensé que segura de sí misma. Con un pañuelo enjugué mi rostro y acaricié el ala del sombrero, en un movimiento inconsciente que bien considerado no tenía demasiado sentido, porque el sombrero se mantenía en su posición original. Después continué ascendiendo por la pendiente, con mis ropas grises, sucísimas, oscurecidas por las manchas de sudor. Sin duda, la sal era omnipresente en aquel pueblo proscrito, un erial en el límite de la supervivencia.

En un cartel destartalado y corroído por la erosión, se leía vagamente hotel y baño, con letras que apenas se distinguían pálidas sobre un fondo desgastado de madera. Entré y no había nadie, el interior era espacioso y se me antojó relativamente limpio. El mobiliario se reducía a un conjunto de ocho mesas con cuatro sillas cada una y una barra de nogal que parecía carcomida por decoloraciones irregulares, pequeñas y continuas, que conferían al conjunto un color albino, supuse que también debido a la implacable corrosión de la sal. Los cristales de las ventanas me sorprendieron por su transparencia, aunque quizás fuera por la cegadora luz del exterior.

Permanecía indeciso, sin saber si retroceder y preguntar en la casa de los visillos, cuando apareció una mujer que me sorprendió por su belleza. En poco superaría la veintena y al instante me atrajo el melocotón de su piel, que seducía por cálido y grato a la vista. Sus ojos eran miel y su cabello azabache brillante, sin que me atreva a confirmarlo en su tono exacto, porque nunca he sido diestro en las sutilezas del color. Olía a un perfume desconocido y se presentó con una sonrisa que delataba su simpatía. Se llamaba Amista.

Se ofreció para servirme y a mi vez pregunté si era cierto el anuncio de la puerta, ese que apenas se leía pero donde se adivinaba lecho y comida. Me ofreció agua para reponerme de la sed y dijo que tenía buena vista para las letras borrosas y que acaso pudiera satisfacerme si me contentaba con poco. Una alcoba limpia, estofado de conejo y algún postre del lugar serían gratis, porque el hotel no funcionaba desde hacía muchos años y de nada servía el dinero en un paraje tan remoto, una salina perdida en el confín del mundo, donde jamás llegaba nadie. De hecho, yo era el primer hombre que veía, a excepción de su padre, que por algún lugar andaba, perdido en los recuerdos de su madre y acaso ocupado en ordeñar las cabras o dar de comer a las gallinas.

Para el baño hube de procurarme cinco cubos de agua, tres para una pequeña tina donde me prometía un feliz descanso y dos para enjuagarme después. Los obtuve de un pozo abierto en el destartalado patio interior donde se alzaba un cobertizo que servía de baño compartido para huéspedes. El espacio apenas era suficiente para colgar la ropa tras la puerta y aplicarse al baño, que forzosamente habría de ser con agua escasa, pero dilatado a voluntad y mejor a la caída de la tarde, cuando se aliviaba el sol y venía la noche, para que la sensación de frescura se prolongara hasta primera hora de la mañana. Me tendió el cubo, señaló al pozo y dijo que el resto era cosa mía. Añadió que lavara la ropa sin preocupación, se secaría antes de que saliera del baño. Por lo demás, era dueño del establecimiento hasta última hora de la tarde, cuando regresaría con la cena.

La porcelana de la tina estaba rota en varios lugares, mostrando un sustrato metálico y oxidado, y el agua era turbia, granulosa por el barro del pozo y muy caliente, atemperada por el bochorno que espesaba un aire casi irrespirable. En mi memoria todo se me antojaba difuso y enturbiado por la distancia. Tenía los labios agrietados y me escocían los ojos, supuse que por la sequedad de la sal. Me recosté en la bañera y quise creer que había perdido a mis perseguidores.

Me entretuve en planear mi huida junto a la ventana, mirando el mar de terrenos ocres y grisáceos que dejaba a mi espalda, un erial inhóspito que había reventado a mi caballo y me había obligado a proseguir a pie bajo un sol que casi me hizo desfallecer. Sólo la interminable fortaleza de mi voluntad para forzar un paso más me había traído hasta el último pueblo antes de la gran mancha blanca del mapa, un desierto de sal cuyas fronteras no estaban bien definidas y donde no había llovido jamás. Un territorio sin nombre ni referencias, puede decirse tan blanco como sin mácula, inundado por la sal, que se alzaba en enormes dunas hasta donde se perdía la vista.

La mujer llegó al anochecer y me presentó a su padre, Atatot, que era un hombre con la piel completamente acartonada por el salitre. Vestía una camisa blanca, unos sencillos pantalones negros y zapatos de un ante que me pareció cómodo. Portaba un sombrero de ala ancha, que se adornaba con una pluma negra, rota por el nervio y mellada en sus bordes. Lo que más reclamó mi sorpresa fue el color melocotón de su piel, tan similar al de su hija, aunque más tostado, y su rostro hendido por una infinidad de surcos. Debió advertir mi aprensión y me aseguró que no portaba ninguna enfermedad, que su cara tan arrugada se debía al clima extraordinariamente seco y a que en los límites del salar se envejecía deprisa. Me pareció que tomaba con humor mi sorpresa y supuse que podía confiar en él. Luego aseguró que Amista era una cocinera excelente, y que había preparado para nosotros un estofado hecho a conciencia, porque no conocía más compañía que la suya y yo era un hombre joven, así que podía echar cuentas fáciles. Lo acompañé hasta la mesa que había preparado su hija, que por supuesto cenaría con nosotros, porque yo no era un huésped sino un viajero al que prestaban ayuda. Asentí conmovido por su familiaridad y nos sentamos a la mesa.

Me contaron que vivían solos en aquel rincón desde siempre, que antes eran más vecinos, pero que las penurias y el hambre alejaron a los jóvenes y también a los mayores. Las salinas dieron algo en otro tiempo, y se podía decir que tuvieron una cierta prosperidad cuando llegaban los carromatos para llevarse la sal, pero luego abrieron carreteras desde la costa y se olvidaron de ellos para siempre, con lo que todo languideció y los vecinos fueron partiendo en busca de mejor fortuna. El porvenir de los hijos y una vida tan dura que no era vida disuadieron a los últimos, que partieron hacía ya más de veinte años. Desde entonces no había llegado nadie, ni un desengañado de la suerte o un curioso que recalara allí por casualidad. Solo quedaban ellos, una mestiza y un indio a los que no quería nadie. La madre era blanca pero él era indio de los primeros, los que siempre vivieron en aquellas tierras. Demasiados años solos, hasta que había llegado yo, tan exhausto y vencido por las calamidades. Debía comprender que hubiera despertado su curiosidad una novedad tan grande, y Atatot se disculpaba por haberme espiado tras los visillos.

Desperté muy temprano, entumecido por un intenso frío. Me sentía completamente anquilosado y el vaho se condensaba tras mis labios. Me arropé con las mismas mantas de las que me había desprendido por considerarlas innecesarias y conseguí dormirme de nuevo. Desperté temprano, con las primeras luces de la mañana, poco después de consumarse el alba, cuando el sol tomó presencia decidida y se alzó sobre el horizonte. Abandoné mi alcoba y me dirigí hacía el salón, donde aguardaban Amista y su padre, que ya habían desayunado. Me advirtieron que fuera diligente si deseaba aprovechar el día, porque tras las diez era incómodo permanecer en el exterior. Debo reconocer que no presté suficiente atención a sus recomendaciones, porque me demoré con unos sabrosos pasteles de sémola con miel y leche recién ordenada, que me entretuvieron hasta que el calor se convirtió en pegajoso.

Apenas me alcanzó el tiempo para recorrer de nuevo la calle del pueblo y constatar la decrepitud que se había adueñado de las construcciones. Algunas tenían los guardaventanas arrancados de su goznes, supuse que por los vientos encontrados, y otras habían perdido los cristales y dejaban entrever un interior como detenido por la cáustica sequedad del aire. Tuve que apresurarme para regresar cuando un calor sofocante se adueñó de la brisa y hube de retirarme a cubierto, al hotel, donde ya se encontraban Amista y su padre, entretenidos en limpiar el salón y adecentarlo para mi estancia, aunque a decir verdad yo lo consideraba suficientemente limpio, pero ellos insistieron en que era preciso prevenirse de la abrasión del salitre, empeñado en acortar la utilidad de los enseres domésticos, que retorcía y agrietaba hasta reducirlos a astillas, fibras u óxidos, según la naturaleza del objeto corroído. Amista me recordó su advertencia sobre el calor con una sonrisa, Atatot sonrió igualmente y se encogió de hombros. Luego se lamentó de que los animales y los huertos no entendían de urgencias ni comodidades, y dijo que nos abandonaría hasta solucionar unos asuntos urgentes con la gallinas, los conejos y las cabras, por ese orden, y el posterior cuidado de un jardín imprescindible para su supervivencia. No comería con nosotros en favor de la conclusión pronta de su labor, que apenas interrumpiría para reponerse deprisa y continuar hasta el atardecer. Se despidió reiterando su deseo de buenos días. Amista no tardó en concluir sus ocupaciones en el salón y se despidió también, asegurándome que regresaría en cuanto concluyera sus obligaciones.

Pasé la mañana al otro extremo del salón, absorto en el horizonte del otro lado, que alcancé sin más que cambiar de mesa junto a la ventana. Sobresalía una montaña de perfil agudo y altura considerable. Abrupta, muy abrupta, como un farallón inaccesible. Un promontorio en el centro de la planicie, que se presumía sal en mitad de la nada, a una distancia impredecible porque los espejismos imposibilitaban cualquier medida óptica. En los mapas del ejército, que había conocido en mi breve vida militar, buscando en las escalas adecuadas se encontraban los límites a la mancha, por supuesto irregulares, pero aproximadamente descritos, con penínsulas, islas y caminos en el erial, hasta una frontera que donde el color variaba gradualmente hacia el blanco inmaculado de su centro, sin una sola referencia, excepto la montaña, dibujada en su forma y con una leyenda que especificaba la imposibilidad de situarla con precisión, por la inexactitud de los instrumentos topográficos para trabajar en un calor tan extremo. Erraban en minutos e inclusos ángulos de sextante, por el dilatarse de los metales, que trabajaban a temperaturas demasiado elevadas.

A lo lejos, un farallón irisado por el sol de poniente, sobresaliendo al mar de tornasoles que se derramaba sobre las dunas. Después de la comida en compañía de Amista, que me divirtió con sus recuerdos de la mucha soledad y un agudo sentido del humor que despertó mi risa, salí al porche, acomodé los pies sobre la barandilla y permanecí abstraído en la lejanía blanca de la sal, hasta que se levantó un viento desapacible que me obligó a buscar cobijo en el interior. Amista me ofreció un refresco de hierbas y conversación para entretener la velada, y confieso que revivió en mí un deleite perdido, porque su hablar era letrado y erudito, causándome un gozo sin duda atribuible a las muchas penurias sufridas. Quise restar importancia a los méritos de mi compañera, pero lo cierto era que me embelesaban sus ojos de miel y el cabello tan negro, con esos pómulo marcados y los labios más oscuros sobre el melocotón de su piel. Suspiré para mí y pensé en las muchas privaciones del ejército. Después me concentré en las palabras de Amista, que para mí eran un bálsamo.

Poco después del crepúsculo, el padre de Amista apareció para la cena, con su sombrero de pluma y perfumado un aroma tan irreconocible como el que empleaba su hija. Le pregunté por su olor, que tan igual reconocía, y padre e hija coincidieron al unísono en su nombre. Observando mi confusión, me aclararon que usaban muchos perfúmenes para aliviar la calina, y que para mí eran iguales por novedosos, obtenidos de los cactus que enraizaban en la vecindad del desierto, aromáticos y muy útiles. El de Amista y el suyo eran diferentes, aunque por supuesto yo no alcanzaba a distinguirlos, porque para mí sus olores eran demasiado próximos. Dicho esto, y sin que cupiera transición en su diálogo, Atatot añadió que me perseguía una patrulla de cinco hombres. Después, sin cesar en su sonrisa, me preguntó por qué. Amista rió de esta revelación para mí dramática, y añadió con sorna que algo grande ocultaba tras mi cara inocente. Sonrió, sonreí, y Atatot rió abiertamente, en una inesperada complicidad.

Ignoro que me impulsó a sincerarme ante dos completos desconocidos. Supongo que pensé que no tenía nada que perder y apenas importaba mi confesión, porque mis verdaderos enemigos no eran ellos. Admití que era un desertor del ejército y que me buscaban para juzgarme y dar una lección a la tropa, porque si desertar un soldado era grave, desertar un teniente era peor. Una patrulla me buscaba para enfrentarme a un consejo de guerra, que sin duda tenía decidida una aleccionadora sentencia. Era preciso dar ejemplo, no se precisaba demasiado esfuerzo para comprenderlo si se admitían como premisas las razones militares. Por lo demás, lo cierto es que me harté de tanta desgracia y que tampoco entendía por qué permanecer donde intentaban matarme. Amista preguntó si estaba seguro de que pretendían matarme, y yo respondí que sí, especialmente cuando me encontraba en combate. Atatot rió de mi descripción del miedo, y Amista preguntó si era cobarde, a lo que respondí que sólo si había peligro por medio. Todos reímos y Atatot tomó buena cuenta de la gravedad de mis actos. Tras la cena, cuando el padre se había retirado con la excusa de una jornada difícil, Amista me preguntó qué pensaba hacer. Respondí que escapar, y miré tras la ventana, hacia el lejano promontorio que resplandecía bajo la luna. Murmuró que era imposible y se despidió con buenas noches.

Atatot me esperaba cuando llegué al comedor a la mañana siguiente. Me miró como indagando en mis pensamientos, y dijo que tenía cuentas pendientes con el ejército, que se llevaron a su hijo por la fuerza y se lo devolvieron muerto con una nota de agradecimiento. Me ayudaría para saldar una cuenta pendiente. Agradecí su oferta pero dudé de la efectividad de su ayuda, porque la patrulla había recuperado mi rastro y me encontraba atrapado ante una huida imposible. Sólo existía un camino y era prohibido, aunque de todos modos lo emprendería porque no quedaba otra opción. Atatot asintió y al instante supuso que necesitaría un guía para adentrarme en el desierto. Admití que sí y asintió de nuevo. Luego dijo que estuviera preparado, que saldríamos al oscurecer, que su hija se ocuparía de los detalles y que atendiera sus instrucciones, cuales fueran, porque ella sabía a qué me enfrentaba y yo no. Exigía obediencia incondicional.

Amista sonrió como reafirmándome en la opción de su padre, y me animó a que bebiese una copa que portaba en su mano. Después, apenas apuré un jarabe dulzón, me indicó como llegar rápido al aseo y advirtió que me diese prisa, porque acababa de beber un purgante francamente enérgico, y maldeciría mi suerte muy pronto. Corrí cuanto pude, sumiso a sus indicaciones y me alivié sin tregua durante más de una hora, al cabo de la cual reconocí mi alivio y pude levantarme de la letrina con una cierta confianza en mí mismo. Amista aguardaba en el salón y no se ocultó para reír de mi infortunio, advirtiéndome que sólo me hallaba al principio. Me ordenó que me sentará a la mesa ante un bol enorme, de una suerte de gelatina en gachas transparentes cuyo sabor era leve aunque pronto se convertiría en insistente.

Tras las gachas, que apure tres veces y sirvieron para que yo protestara en vano ante la risa de Amista, siguió un baño con hierbas acondicionantes y luego el mismo baño, ahora con un barro que vertió en la tina mi atenta asistenta, y que fraguó en un lodo adherido a mi cuerpo como una segunda piel. Sólo restaba impregnarme de un óleo que había de empapar el barro. Tras permitir que las manos de Amista frotasen mi cuerpo para extender el aceite, lo que me proporcionó un placer dichoso, el barro absorbió su disolvente y quedó depositada sobre mi piel una capa untuosa que me convertía en un ser blanco. Amista se separó unos pasos, para contemplar el resultado de su obra, y tras asentir a su trabajo me tendió un paño y dijo que me cubriera. Me apresuré a cubrirme y de nuevo sonrió ante mi torpeza. Se acercó a mí, me desprendió del paño que cubría mi vergüenza y volvió a colocarlo sobre mí, esta vez en el lugar correcto, ejecutando los pliegues y los nudos despacio, para que aprendiese adecuadamente. Le pregunté que para qué si ya me conocía desnudo y confesó que conservaría ese recuerdo, pero esos nudos y esos pliegues me permitirían correr mucho más cómodamente, lo que parecía oportuno para mi condición de prófugo. Tuve que reconocer que apreciaba su sentido del humor. Después adoptó una expresión solemne y me mostró un zurrón que había de llevar conmigo. Poca cosa, la misma gelatina que me hartara antes y una crema amarilla que en realidad era el mismo barro marfileño que impregnaba mi cuerpo, más diluido, que había de aplicarme para aliviar los pies.

Amista y yo nos reunimos con su padre, que nos esperaba en el porche, tan desnudo y blanco como yo, con un zurrón similar al mío. Sonrió, preguntó si me encontraba preparado y me tendió una pasta gomosa, de resina fermentada, que siguiendo sus indicaciones mastiqué suavemente. Después Amista besó a su padre y después a mí, lo que me hizo sentir agradecimiento y un deseo vago. Pregunté por qué no llevábamos agua, y me contestaron al unísono que la gelatina del cactus era suficiente y mejor. Reímos por la coincidencia y Amista inició la despedida. Asegúrate de volver, asegúrate de que vuelva, dijo, y después nos deseó suerte y se alejó risueña, asegurando que no le gustaban las despedidas y que hacía mucho frío. Atatot miró al erial blanco, que resplandecía bajo la luna y me invitó a que lo acompañara. Emprendió una carrera suave y lo seguí. Pregunté por qué íbamos descalzos y me respondió que la piel del calzado se cuarteaba en el salar y se tornaba áspera y rígida, y que su roce insistente solía provocar peligrosas heridas. La sal, muy fina aún, crujía bajo nuestro pies.

Me sorprendió que mi carrera fuera tan fluida y sosegada, próxima a la carrera de mi guía. Durante algún tiempo me perdí en mis pensamientos, mientras la sal se quebraba bajo nuestro peso. A mi alrededor ya todo era blanco, plateado por la luna, en un paisaje que no parecía de este mundo. Muy al fondo, la gran montaña que presidía nuestro viaje, afilada y esbelta. Entonces pensé en un hombre atravesado por una bayoneta y recordé el horror de la guerra. Me alegré de haber escapado y lo sentí por los que permanecieron luchando, cualquiera que fuese el resultado de la batalla. Por mi parte había tenido suficiente, prefería cualquier otro destino, incluso morir en aquel abismo blanco. También pensé en mi pueblo perdido, al otro lado del país, y en tantos soldados que había conocido en mi corta experiencia militar, en cómo murió mi teniente y me honraron con su rango solo por consolarlo en la agonía. Después, aquella guerra que jamás podríamos ganar, con tanta sangre y tanto muerto que se me nubló la razón y escapé con el único deseo de regresar a mi casa. Solo quería eso, salir de allí y regresar a mi casa. Al instante sentí que me disparaban los míos y supe que era un desertor y me cazarían para escarmiento de cobardes y advertencia a la tropa.

La carrera no suponía ningún esfuerzo a mis pulmones ni mis piernas, y me permitía recrearme en el paisaje, que ahora se rompía con dunas suaves en la distancia. Atatot se desvió hacia la derecha y ascendió a la primera duna, no demasiado alta. Se detuvo y me esperó, luego murmuró que nos detendríamos. Pretendí saber cuánto y respondió que lo suficiente, luego esbozó una mueca. Me preguntó si sentía fatiga y por mis pies, también si notaba mareado o sentía frío. A todo respondí que no, y dijo que bien, muy bien. Comprendí que se burlaba de mí y debió leerlo en mi rostro, porque añadió que sus preguntas guardaban una intención. Reconozco que me sentí confuso por el tono confidencial que adoptaba conmigo, y en un tono igualmente irónico insistí en mi interés por conocer qué había pensado para mi futuro. Sonrió, recordándome a su hija en la sonrisa, y contestó que de tal palo tal astilla. Otra vez leyó mi sorpresa y explicó que le resultaba muy fácil leer mis pensamientos, porque para un indio como él mi rostro era el umbral del alma. Añadió que eso era bueno y malo al tiempo, pero que tampoco había de importarme mucho, porque todos los hombres eran predecibles. Señaló donde debía encontrarse el pueblo, que ya solo era una sombra perdida en la distancia, y aseguró que la patrulla llegaría muy pronto. Por Amista no había necesidad de preocuparse, añadió anticipándose a mi pregunta, porque la patrulla solo encontraría un paraje desierto. Lugares para esconderse había muchos, aunque yo no viera ninguno, y los soldados serían aún más ciegos, porque a la postre yo solo era tuerto. Me sorprendiste tras los visillos durante tu llegada, así que no eres tan torpe. Intuición no te falta, aunque esté dormida. Luego, pareció adoptar un tono más serio, aseguró que era penoso despedirse de un paisaje tan bello, esbozó una mueca de disgusto y me animó a que continuásemos la carrera.

Descendimos de la duna y corrimos por una planicie donde sobresalían colinas que ondulaban la distancia, siempre presidida por la montaña lejana, un picacho en el horizonte. Atatot corrió a mi lado y mientras corríamos me explicó que a pesar de su carácter irónico sentía apreció a mi persona, porque le recordaba a su hijo, que también tuvo cuentas con el ejército, pero encontró peor destino. Por eso me ayudaba y solo por eso, y en cuanto a sus preguntas de antes, la resina que masticaba servía para aliviar la fatiga y apenas decreciese su efecto debía sustituirla por más que encontraría en el zurrón, dentro de una bolsa preparada por Amista. Las molestias en los pies, que aparecerían pronto, debía mitigarlas con la crema amarilla, el frío, que no sentí pese a encontrarnos muy bajo cero, se debía al barro que impregnaba mi cuerpo y me protegería igualmente del calor y la deshidratación. Por lo demás, la pregunta sobre el mareo obedecía a la mucha gelatina de cactus ingerida, que pese a la voluntad y su receta, no siempre encontraba buen acomodo en el estómago, sobre todo por la mucha cantidad. En porciones discretas, las que ingeriríamos en nuestra travesía, era saludable, incluso digestiva.

Durante toda la noche corrí al ritmo que marcó Atatot, sin que pueda atribuir mi fortaleza más que a la resina amarga que mastiqué hasta deshacerla en mi boca. Después, corría un poco más y apenas notaba débiles las piernas o se enrarecía mi aliento, aminoraba la marcha lo imprescindible para abrir el zurrón y pellizcar un poco más de resina. Atatot mostró una conversación afable mientras se entretenía indicándome las irregularidades que le ayudaban a orientarse en el terreno. Observó que no todas las sales eran iguales, ni en la textura ni el tacto a la pisada, por supuesto tampoco a la vista o el sabor, y que los promontorios en apariencia aleatorios no lo eran tanto, y aunque variaban continuamente, su movimiento era fácil de predecir porque obedecían al viento. También era preciso estar atento a la disposición de suelo, que solía adoptar dibujos geométricos en respuesta a los cristales de sal, ya fuera en grandes placas hexagonales o en polígonos que pese a su carácter irregular ocultaban un patrón. Leer estas señales era casi un arte de sus antepasados, y explicarlo era tan difícil como inútil, porque algunas cosas solo se aprenden de niño. El alba llegó y el sol se alzó en el horizonte. Atatot se detuvo en mitad de una inabarcable planicie de sal y aseguró que dormiríamos allí.

La segunda noche corrimos igualmente y dormimos en un refugio excavado apenas despuntaba el alba. Nos cubríamos con un techo de lona que afianzamos con sal, bajo el que nos ocultámos durante las horas diurnas. Apenas se alzaba el sol, al frío de la noche le sucedía un fuego insoportable. El calor era incandescente, lo sentía vibrar sobre mi cabeza, como un infierno que nos calcinaría si osábamos salir de nuestro escondite. Atatot me confirmó que la temperatura en el exterior era altísima y resultaba complicado sobrevivir sin tener práctica con ciertos trucos que más tenían relación con el espíritu que con la materia. El barro ayudaba, pero moverse en las horas centrales era difícil, muy difícil. Después, por invitación de Atatot, nuevamente la resina amarga mitigó nuestros sufrimientos y nos permitió un sueño provechoso. Pese a nuestra cobertura, la luz era tan cegadora que persistía al cerrar los párpados. Aún con este inconveniente y el calor insoportable, dormí con un sueño denso y reparador, sin recuerdos posteriores. Al despertar a la caída de la tarde, Atatot insistió en que me embadurnase los pies con la crema y reparase el barro de mi cuerpo. Encontraría lo necesario en el zurrón, dispuesto a mi alcance por las manos invisibles de Amista, de la que tuve grato recuerdo por el orden impuesto en la bolsa y porque se anticipaba a mi torpeza. Después, apenas descendía el sol, me apresuraba para comer atropelladamente un poco de la gelatina del cactus y reemprendíamos la carrera.

Antes de ocultarnos para eludir el calor, Atatot señaló hacia donde se encontraban nuestros perseguidores, puntos minúsculos en la distancia, y me advirtió que habían recuperado gran parte de nuestra ventaja por haberse adentrado con caballos en el salar. El explorador y guía de la patrulla contaba con cierta experiencia, porque también se habían detenido para improvisar un toldaje, según vislumbraba en la distancia. Nosotros permanecíamos ocultos a sus ojos, que aunque oteasen en la dirección correcta no podrían encontrarnos, por nuestra pintura corporal, que además de protegernos del calor y el frío nocturno, nos confundía con el paisaje blanco. Comimos gelatina de cactus para reponer nuestras fuerzas y no acurrucamos en nuestro refugio, cubiertos por la lona que nos aislaba, al menos parcialmente, del infierno desatado a nuestro alrededor apenas el sol ascendía en el horizonte.

Al atardecer, dos caballos de nuestros perseguidores habían muerto. Los reconocimos como puntos negros que permanecían inmóviles. Confieso que sentí lástima, nunca me agradó el espectáculo de los animales moribundos. Intenté vislumbrar si se movían y me pareció que no, así que supuse que ya estaban muertos. Atatot señaló que otra vez habían acortado distancias y que demoraríamos nuestra marcha para permitir que se acercaran aún más. Pregunté si no sería sensato alejarnos para dar ventaja a nuestra huida, y Atatot respondió que manteniéndonos cerca los obligábamos a seguir nuestros pasos e impedíamos que abandonasen su persecución para volver después con más tropa, o con exploradores del salar que supieran como enfrentarse al desierto.

Amanecía cuando Atatot aseguró que cuando muriesen los restantes caballos sería el momento de dirigirnos hacia la sal muerta, y señaló al promontorio que destacaba en la distancia. Me interesé por el objetivo que habíamos fijado como meta de nuestra huida y Atatot respondió que el inconveniente se hallaba más en la posición que en la lejanía, porque en realidad no se encontraba donde pretendía la vista. Pregunté si no hubiera sido conveniente traer una brújula para orientarnos en lugar de caminar con la montaña central como única referencia. Atatot sonrió antes de asegurarme que no era el primero en tener una idea tan espléndida, pero que desafortunadamente las brújulas eran inútiles allí, porque bajo la sal existían materiales magnéticos que falseaban el norte señalado por la aguja. Tampoco debía engañarme con la montaña central, que en ningún momento nos serviría de guía, porque no avanzábamos hacia ella, aunque así lo apreciasen mis sentidos. Concluimos nuestro refugio y nos entregamos a la rutina de comer la gelatina de cactus y aplacar el sufrimiento de nuestro pies con la pasta amarilla, que además de refrescante procuraba una rápida cicatrización de las muchas heridas que sangraban tras nuestra jornada. Atatot explicó que además del alivio que suponía al escozor de la sal, evitaba que la sangre de las pisadas delatase nuestras verdaderas intenciones.

Tras el segundo día de sol implacable, nuestros perseguidores abandonaron sus caballos, que permanecieron exhaustos en el mismo lugar donde habían dormido sus amos. Atatot me pidió que esperase justo donde me encontraba, acostado sobre el suelo, si lo prefería contemplando las estrellas, porque él regresaba para enmendar un hecho que no era de su agrado. Antes de marcharse me advirtió que si se acercaba la patrulla debía mantener la calma y permanecer inmóvil, porque el barro de mi cuerpo me confundía con el paisaje y era posible pasar a escasísima distancia sin reparar en mi presencia. Después retrocedió borrando nuestras huellas y me advirtió que lo esperase allí mismo, y que en caso de que tuviera que escapar porque viniesen directamente a mi encuentro, me cuidase de ocultar mis pisadas. Él sabría encontrarme, añadió antes de perderse en la plata nocturna. Miré al cielo y vi las constelaciones de la noche. Intenté orientarme.

La luna se ocultaba cuando regresó Atatot. Anunció el sacrifico de los caballos, que agonizaban sin posibilidad de salvación. Los degolló rápida y silenciosamente, para aliviar sus sufrimientos, y luego siguió el rastro de la patrulla, que ahora avanzaba a pie y pronto se encontraría caminando en círculos hacía la izquierda, porque sus pasos derivaban hacia ese lado. Las bestias son mas fiables que los hombres para caminar, añadió, y luego me invitó a que prosiguiésemos nuestra carrera, ahora en una dirección que confundiría a la patrulla en nuestro beneficio. Durante el resto de la jornada trazamos un amplísimo círculo que envolvió a nuestros perseguidores, hasta encerrarlos de modo que pronto encontrasen nuestras huellas. Abandonamos nuestros pasos y borramos el rastro, luego nos ocultamos a una distancia prudencial, donde mi compañero aseguró que nos encontraríamos a salvo, y aguardamos en silencio absoluto, porque el sonido podía delatarnos. Tal y como habíamos supuesto, encontraron nuestras huellas y acamparon junto a ellas. Tendieron un toldo y se recostaron a la espera del sol. Bebieron agua racionada y se dispusieron a esperar el sofocante calor, que llegó tras nacer la mañana y convertirse el aire en un miasma irrespirable. Antes de dormir, Atatot me tranquilizó respecto a nuestra posición. No estábamos tan cerca como mostraba la vista, encontrarnos allí o muchísimo más lejos era igualmente peligroso. Embadurné mis pies con la crema y me preocupé por las llagas, que ocupaban una extensión importante pero eran indoloras, como escamas descarnadas que no supurasen ningún fluido.

Me sorprendí de no haber orinado ni sentido necesidad de aliviarme desde que iniciáramos nuestra travesía. Atatot sonrió maliciosamente. Tampoco había sudado ni exhalado vapor mi aliento, pese al frío de la noche. La pulpa del cactus proporcionaba el doble efecto de bastarme para la subsistencia e impedir que el agua escapase de mi cuerpo. Aún así, nos deshidratábamos lentamente y nuestra vitalidad mermaba en consecuencia. En cuanto a nuestros perseguidores, de ser sensatos se habrían vuelto ya, así que solo cabía esperar a que recobrasen la cordura.

Durante nuestra siguiente carrera nocturna, advertí a Atatot que habíamos perdido el rumbo y que podríamos orientarnos por las estrellas, porque sin ser un experto sabía guiarme por ellas. Una vez más se burló de mi ignorancia, y me explicó que la ubicación de las estrellas estaban tan distorsionada por la atmósfera que era imposible que yo acertara a ubicarme por ellas. Incluso podrían ocurrir inversiones completas de cardinalidad, lo que no era muy favorable a la orientación correcta. La sal y el instinto eran mucho más seguros, y me señaló que la montaña central parecía ahora mucho más pequeña, cuando sin embargo nos encontrábamos más cerca. Luego sonrió y dijo que me quedaba mucho por aprender. El centro del salar no era lo que yo imaginaba, sino algo muy distinto. Continuamos corriendo, miré hacia atrás y presentí a nuestros perseguidores. Atatot adivinó mis pensamientos y me tranquilizó, ahora la patrulla describía un gran círculo. Sus reservas de agua mermaban y pronto no serían suficientes para regresar.

Una noche más corrimos mientras la luna decrecía imperceptiblemente. Pese al fulgor plateado que reflejaba el paisaje, las estrellas brillaban nítidas en el cielo oscuro. Según mi saber nos dirigíamos hacia el oeste, aunque Atatot declaró que hacia el noreste, hacia la montaña cada vez más pequeña. Objeté esta evidencia a mi compañero, y tras reprenderme por tan escasa confianza, aseguró que la montaña disminuiría conforme nos acercásemos a ella, porque apenas era un espejismo magnificado por la distancia. De momento, y señaló al cielo para dar fe a sus palabras, nos aguardaba una tempestad de sal, lo que sería malo para nosotros y peor para nuestros perseguidores, que ya deberían haber descubierto el engaño si eran buenos en su oficio.

La tempestad de sal se despertó tras la aurora y nació como un incendiarse del sol, que se cubrió con una neblina que difuminaba su brillo. Luego sopló un viento despiadado, primero una brisa hirviente que recalentaba los ojos y después un fuego dolorosísimo, cargado de diminutos cristales de sal que consumían el barro blanco de mi piel y lo menguaban con una despiadada erosión. Antes de entregarse al sueño, Atatot bromeó sobre la habilidad de nuestros compañeros para protegerse de aquella ventisca abrasiva. No me dormí apenas cerrar los ojos, como en las jornadas anteriores, sino que permanecí abstraído en mis pensamientos, atento al furor lechoso que parecía haberse adueñado del exterior. El viento aullaba y había temblar el techo de lona, nuestra única protección, que sin embargo parecía perfectamente sujeta. Me atreví a acercarme a la salida de nuestro refugio y aventurar una mano fuera. Al instante la retiré presa de un terrible sufrimiento. Se había descarnado en los nudillos y las llagas escocían por la sal que había causado la herida. Me apresuré a repararla con la pasta de la mochila. Luego me pareció escuchar la risa de Amista y me sentí confortado por su recuerdo. Mi última imagen fueron sus ojos tan bellos y el rostro de melocotón.

Me despertó Atatot, con el sol muy bajo. Habían sobrevivido tres de nuestros perseguidores, envueltos en el toldo que les había servido de amparo. Con una determinación que solo calificaba de suicida, recogían para proseguir la caza, así que no cabía demorarnos más, nos dirigiríamos hacia la montaña, que apenas era nada en el horizonte. Antes de reemprender nuestra carrera, giré completamente sobre mí mismo, para contemplar la plenitud del paisaje. Aplacada la tempestad de sal, nos encontrábamos en un planicie sin límites, llana como un espejo, blanca como la luz mas pura, incendiada por sol rojo de poniente, que se extinguía en un horizonte inabarcable, curvo, sin mácula, sin irregularidades, solo un discreto promontorio en mitad de la nada circular, con perfil abrupto y reflejos que parecían irradiar la noche naciente con los fulgores del atardecer. Atatot me devolvió a la realidad, teníamos prisa por llegar a la hondonada de los muertos.

Dos días nos dirigimos hacia la montaña, que mermaba en respuesta a nuestros pasos. Atatot me confesó que había llegado a la certeza de que nuestros perseguidores conocían bien la mancha blanca, porque tanta locura era impensable en alguien sensato, por mucho que obedeciera órdenes o lo arrastrase la venganza. Admití que mi paso por el ejército había suscitado algunos rencores, por negarme a las órdenes criminales y respetar la vida de las mujeres y los niños. Atatot sonrió y confirmó para sí, pero en voz alta, que yo era un soldado muy raro, que donde se había visto un soldado con escrúpulos. Sin duda la disciplina militar fracasó contigo, añadió riendo, y me apresuró en la carrera. La montaña desapareció completamente.

Con nuestros perseguidores muy cerca, entramos en la depresión de lo que parecía un cráter. En su centro se alzaba la montaña, reducida a un promontorio de rocas empapadas en sal, enorme pero no tanto como para divisarse desde el exterior. El calor, aún nocturno, era insoportable, sentía que se cuarteaba el barro de mi piel y así se lo hice saber a Atatot, preocupado por una situación que se me antojaba peligrosa. Me consoló e intranquilizó en igual medida, porque aseguró que allí todos estábamos muertos y corrió por la pendiente, dejándose arrastrar por su carrera. Apenas seguí sus pasos sentí que perdía el equilibrio y me precipitaba rodando ladera abajo, tanto que pronto distinguí el fondo del cráter, de un color oscuro, irreconocible entre la plata salina. Miré sobre mi cabeza mientras intentaba detener mi descenso y me encontré próximo al fondo del cráter. El calor era sofocante, el olor podrido y áspero. Me contuvo una capa de grava fina y me detuve sobre una explanada tan lisa que parecía pulida. No di crédito a mis ojos.

Sobre un suelo tan cristalino que parecía fraguado y derretido eternamente, un ejército de cadáveres parecía momificado e incorrupto para dar testimonio de su agonía. Me encontraba en el escenario de una batalla tan cruenta como la que yo mismo había vivido, aunque las armas empleadas parecían más toscas. Corazas, escudos, yelmos, espadas y lanzas, catapultas y caballos momificados, alrededor de un promontorio cuya forma era la que había guiado mi travesía, pero mucho más pequeña, insignificante en la comparación y sumergida en el interior de aquella hondonada oculta al exterior.

Caminamos entre muertos que parecían surgir parcialmente de la tierra y se mostraban resecos y convertidos en recuerdo de lo que fueron. Intenté preguntar y Atatot me ordenó silencio, porque nos encontrábamos en un lugar sagrado. Permanecí abstraído en el terror de la batalla, fascinado por los cadáveres que surgían incólumes de la tierra, convertidos en huesos y piel que se me antojaron más allá de la descomposición de la carne. Algunos se armaban con metales decrépitos e inservibles para luchar, otros se protegían con escudos igualmente inútiles, todos habían muerto en un pasado muy lejano. Avanzamos entre despojos que emergían del enterramiento y se alzaban al cielo en una última súplica. Me sentí sobrecogido.

También había caballos fosilizados en el trote o al paso, con jinetes ya convertidos en jirones a su lomo, tan decrépitos como su montura, valientes en la última proeza. Tras un sendero de miembros amputados y restos humanos, descubrí los carros de guerra, con cuchillas que sobresalían a las ruedas, inutilizadas por la decrepitud, rotas y desechas junto al carro y su auriga, que no solía yacer lejos, como si el deber obligase su presencia. Un hombre parecía gritar al ser ensartado por una pica, otro mostraba el asombro bajo su cabeza rota por la espada. Los cuerpos parecían serenos en su horror, como si el instante postrero les hubiera sobrevenido en calma, lo que contradecía el espanto de aquel escenario. Durante casi dos horas avanzamos sobre el fondo espejado, tan liso y brillante que parecía agua. Pasamos junto a la base de la montaña de piedra, ahora reducida al farallón que presidía la contienda, y Atatot señaló donde pisábamos, de un color ocre resplandeciente. Nuestras huellas brillaban más claras, antes de perderse en el tono macilento que dominaba la escena. Atatot señaló el suelo y murmuró que era sangre. Reparé en un regusto dulzón tras el salitre del aire.

Centrando aquel escenario espectral, la montaña parecía presidir la batalla, como si su posesión justificase un motivo o enarbolase una causa. Pregunté en voz alta quienes eran todos aquellos muertos y qué era aquella atalaya que se alzaba en mitad del cráter. Atatot se detuvo un instante, miró a nuestro alrededor y dijo que nos encontrábamos ante un recordatorio de la estupidez humana. La historia real de aquel secreto en la sal requería una explicación más cómoda, ahora lo preciso era salir del cráter. Nuestros enemigos ya habían iniciado el descenso y debíamos escapar de allí cuanto antes. No por ellos, que jamás alcanzarían la otra orilla, sino porque nuestro barro se agrietaba por un fuego imposible de describir. Mis pies sangraban abundantemente, como los suyos, por la abrasión extrema del suelo y porque la sangre de los muertos reclamaba nuestra sangre, y mis labios, por si no lo había advertido, se encontraban en carne viva, hervidos por un calor que no percibía pero que era real y agostaba mi cuerpo. Debíamos escapar cuanto antes.

Durante la ascensión de la ladera, vitrificada por la incandescencia de la sal, me detuve para mirar hacia la llanura de los muertos. La sangre era negra en la noche de plata, con la luna sobre la montaña que presidía la locura de los hombres. Escuché el clamor de los difuntos en el estruendo de la contienda, en súplicas distintas y dolores rematados al instante, entre desgarradores lamentos, olvidados para siempre y suspendidos allí como testimonio de su propia extinción. Reparé en los puntos de nuestros perseguidores sobre la llanura y comprendí que se detenían desfallecidos, derrotados por una voluntad que se rendía ante aquella escena aterradora. Atatot me arrancó de mi espejismo, debía continuar ascendiendo, no soportaríamos el calor que flotaba en la caldera.

Ya a salvo de la mortífera hondonada de sal, sobre la otra orilla, reparé en las ciclópeas dimensiones de aquel accidente geográfico. Atatot permaneció en pie, absorbido por la inmensidad del paisaje. Luego cantó, con una voz triste y arrastrada por el viento incandescente. No entendí sus palabras, pronunciadas en una lengua extraña. Se arrodilló al borde del abismo y oró unos minutos, con una cadencia melódica y ajena a mis oídos, con súplicas que me parecieron respetuosas, disculpas por turbar la paz de los difuntos. Después me miró y aseguró que nuestra aventura casi había concluido, que solo restaba volver, lo que también tenía su mérito. Miró hacia la forma de piedra que sobresalía a la hondonada, y dijo que las leyendas de su pueblo hablaban de un gran fuego que cayó del cielo, sin duda allí, durante el curso de una gran batalla que se detuvo congelada en el tiempo. La forma central era como el reflujo de la gota que cae y rebota en respuesta al impacto contra una superficie y la ruptura de sí misma. Las leyendas más antiguas aseguraban que ardió sal sobre sal y todo se detuvo en un colapso que se creyó definitivo. Después de muchas lunas, cuando aclaró el huracán recalentado y salobre, una montaña había nacido en el centro de la gran mancha blanca.

Conforme nos alejábamos de la llanura de los muertos y el cráter quedaba atrás, la montaña recobraba protagonismo y parecía más grande, un efecto óptico debido al aire recalentado, que obraba como una lupa, alterando los tamaños y la percepción de las distancias. Lo que se contemplaba desde los límites exteriores de la mancha en realidad no había existido nunca, sólo era un error de los sentidos, como casi todo en aquel desierto maldito. Advertí que me escocían los pies y reparé en que dejaba tras de mí un rastro de sangre. Nuestras pisadas desaparecían engullidas por la sal.

No sabría precisar si regresamos por el mismo camino o por uno diferente, me pareció un espejo de sales cristalizadas, pulidas por un sol implacable. Corríamos desde al alba al crepúsculo, pero liberados de nuestros perseguidores el esfuerzo parecía liviano. Atatot se mostraba más alegre, aunque siempre precavido con el sol y los cuidados de los pies, castigados hasta lo indecible, convertidos en dos heridas abiertas que sangraban abundantemente. Estimé la conveniencia de vendármelos o embozarlos con cualquier tela, con la misma lona que techaba nuestro cobijo, pero Atatot me advirtió que no serviría y quizás favoreciese una gangrena, mientras que la sal garantizaba una buena cicatrización. Si se cumplían las etapas previstas, en cinco lunas nos encontraríamos de regreso, porque saldríamos de la sima de los muertos en línea recta, a diferencia de la ida, cuando usamos distintas estratagemas para confundir y perder a la patrulla. Restaba tener paciencia y no desfallecer, porque ya corríamos al límite de la flaqueza y nuestro vigor menguaba rápidamente.

Amista nos esperaba en el porche y saludó con los brazos en la distancia. Apresuramos la carrera, animados por la conclusión del regreso, y pronto alcanzamos el hotel. Amista besó a su padre y luego a mí apasionadamente. Sentí un indicio de amor correspondido y respondí al beso de Amista. Tosió Atatot para recordar su presencia y me disculpé por mi atolondramiento. Con fingida solemnidad, declaró que daba por cumplida su promesa de volver y que esperaba viento del salar, que estaba harto de tanta fatiga e iría primero al baño, que yo esperase mientras terminaba de arrancarse la amargura, el barro, la crema y cuanto había servido para nuestra supervivencia. Dirigiéndose a su hija añadió que no estaría mal algo diferente a la gelatina de cactus para cenar, y que cuidara de mí, que no era malo. Preguntó también por su sombrero, porque un hombre no era nada sin su sombrero, y desapareció en busca de un merecido descanso.

Sin desprenderse de mi mano, Amista me confesó que a la patrulla sucedió un pelotón de soldados, que esperaron en el hotel cuanto desearon, hasta que el calor y la desidia los convencieron de que el desertor y la patrulla se habían perdido para siempre en el salar. Se marcharon al amanecer, como deseosos de adentrarse en el sopor de mediodía. Los vio alejarse desde el mismo porche, donde regresó cuando ellos se marcharon sin advertir su presencia. Después reconoció que había temido por mí. Atatot era un indio antiguo y sabía sobrevivir, pero que yo hubiera escapado al desierto le parecía imposible, incluso bajo la tutela de su padre. Bastaba un error, un desfallecerse, y la sal me habría engullido para siempre. Lo que hubiera encontrado durante nuestra aventura solo era una pequeña muestra de lo que el desierto reservaba a sus visitantes. Quiso saber si habíamos vadeado ríos de salmuera, que se deslizaban como torrentes coagulados, y si vi los esqueletos gigantes de las ballenas y los fósiles primigenios. También se interesó por los gusanos, larvas del salitre decía su padre, algunos venenosos, de los que convenía cuidarse, y por los escorpiones y otras criaturas peores. Nada sabía de eso y así lo expliqué a Amista, y se lo confirmé con una tímida caricia que no pude evitar ni me produjo arrepentimiento. Amista se apartó de mí un instante, me miró a los ojos, sonrió con sus labios de melocotón y preguntó cuál sería el destino de un hombre olvidado. Encontrar amigos, disfrutar de un hogar y quererte para siempre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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