Desde su aguja en mitad del mar, el eremita vio que un hombre sorteaba las rocas del sendero y se dirigía al puente que vadeaba el abismo hasta su morada, un farallón de piedra bermeja que surgía abruptamente de las aguas y se alzaba en mitad de una ensenada con forma de herradura. Supo que su visitante titubearía al salvar el vacío, porque las tablas podridas y las cuerdas deshilachadas del puente transmitían una sensación de inestabilidad, y porque el valor apenas servía ante un paraje que turbaba la razón y el equilibrio de quienes asistían por primera vez a su rotunda belleza. Sin una mirada adormecida por la costumbre, el espectáculo era ciertamente sobrecogedor, dominado por una afilada espina de balsalto a cuyo alrededor giraba el acantilado, formando una burbuja geológica en la línea de la costa, como un pozo o una enorme chimenea. Desde dentro se percibía como una muralla que tapiaba la visión hacia todos los horizontes, excepto al cielo abierto y a una grieta en la pared de la roca, una grieta que rasgaba el muro volcánico para abrirse al mar y dejar entrever un destello de horizonte. Por imaginarlo de forma sencilla, desde arriba se contemplaría un enorme círculo con un punto casi en su centro, que era la espina, o columna, que brotaba de aquel gigantesco agujero y se sostenía de milagro, siempre batida por las olas, siempre azotada por los vientos. Casi imposible de imaginar, pero así era el capricho de la erosión y las fuerzas telúricas. La cumbre del promontorio de piedra que centraba el conjunto, una plataforma irregular y de apariencia cristalina, se horadaba con una gruta que servía de cobijo y se adentraba en la aguja de piedra hasta una profundidad desconocida.
El ermitaño recibió a su visitante al pie del estrecho puente de cuerdas y maderos que lo separaba del acantilado por una enormidad de aire revuelto. Era un hombre joven, un guerrero de complexión fibrosa, que avanzó sin temor al vértigo y se arrodilló en señal de respeto. Sin pronunciar una palabra, el ermitaño le mostró un puñal negro, de empuñadura azabache, tallado en una sola pieza. Una minúscula inscripción resaltaba en su hoja, que en su borde mostraba una aureola menos oscura. Después lo envolvió en unas telas y se lo entregó despacio. El hombre asintió, caminó hacia atrás envuelto en reverencias, y regresó por el mismo puente de tablones alineados y sujetos a dos tirantes de cuerda, apenas lo suficiente para situar un pie tras otro y salvar la caída. Los pájaros del arrecife graznaban entre la brisa.
Durante las siguientes noches el eremita soñó con batallas, con fuego, con sangres inocentes. Contemplaba los ejércitos encarnado en el alma de los pájaros, desde arriba, abarcando las amplias llanuras donde se enfrentaban los combatientes, anticipándose al movimiento de las tropas y previendo los errores de ambos bandos, cuando retrocedían o avanzaban sus fuerzas a destiempo. El vencedor siempre era el mismo tirano que venía del exterior y llegaba desde los cuatro puntos cardinales al unísono, para sembrar sal sobre la tierra arrasada y extinguir toda resistencia. Después, el eremita soñaba con imágenes difusas, con sombras evanescentes que escondían un enigma. A veces escuchaba ecos que eran voces, pero sus repeticiones se desvanecían en la nada sin que pudiera descubrir su significado. Despertaba y se imponía la vigilia para evitar la continuidad del sueño, porque no era prudente traspasar los últimos límites.
Cada tres días, según era su costumbre, tomaba el puente de piedra para vadear el abismo y recoger las ofrendas que los aldeanos dejaban al otro lado. Harina de maíz, frutas, carne ahumada si la caza había sido generosa y quizás algo de miel, suficiente para mantener su existencia en ese destierro que se impuso cuando sintió que debía abandonar el mundo y recluirse a salvo de las distracciones humanas, para que su pensamiento quedara libre de ruido y pudiera adentrarse en los secretos de un conocimiento más íntimo, el que emana de la introspección y el amanecer de la verdadera sabiduría. Pronto encontró el principal obstáculo, que fue la soledad y un silencio que era doloroso. Lo combatió hablando consigo mismo, hasta que comprendió que su propia habla embriagaba el pensamiento y lo convertía en más torpe, en más ineficiente por distraerse en encontrar la palabra adecuada o descubrir la metáfora mejor urdida.
El silencio había de ser absoluto, sin fisuras, para que la mente vagara y alcanzase así su esencia plena. Naturalmente el silencio pretendido solo era aplicable a la expresión humana, porque el batir de las olas, el murmullo del viento y la algarabía de los pájaros despojaban al silencio de su verdadero significado, más afín a la quietud interior que a la experiencia de los sentidos. Cualquier sonido cobraba protagonismo al multiplicarse y resonar con los ecos de la roca, que lo convertía en cadencia apagada al ascender por las pareces volcánicas, repitiéndose cada vez a mayor altura, hasta que superaba aquella impresionante estructura geológica.
Pasaron varios meses en los que la razón fue un obstáculo inexpugnable. Las ideas preconcebidas, los falsos hechos y las suposiciones entorpecían el flujo primigenio de las ideas. Entre tanto, el ermitaño se liberaba de las exigencias del cuerpo, reduciendo sus necesidades a lo demandado por un organismo escuálido, apenas vivo por las incursiones al otro lado del puente, en busca de huevos y algas o líquenes para permitir su sustento. Lagartos, culebras y pájaros también aparecían en su dieta, aunque esporádicamente, y en esa variedad había sobrevivido antes de que los aldeanos lo sorprendiesen con ofrendas que lo liberaban de su búsqueda de alimentos y le permitían dedicarse plenamente al conocimiento de sí mismo.
La caridad de algunas aldeas próximas se había conmovido al imaginarlo como un santón o el hechicero de una magia incomprensible. Aprendieron a respetarlo, a temerlo quizás, porque había escogido un lugar para vivir tan inhóspito que merecía la reverencia y el temor. Los argumentos eran contundentes, ninguna falta merecía una sentencia tan cruel y solo un loco se abandonaba con tanto fervor a la existencia espiritual. Aunque su presencia había despertado curiosidad, también suscitaba una gran inquietud. Las murmuraciones pronto convirtieron aquel enclave perdido en un lugar proscrito. Quedó la naturaleza, el viento, las olas que rompían en la grieta abierta al mar y el graznar de unos pájaros que parecían dominar la tierra. Solo cuando el olvido mitigó los temores, alguien reparó de nuevo en su presencia. Por casualidad, cuando un cazador perdido en el bosque del acantilado distinguió que había vida sobre la columna de piedra.
El redescubrimiento casual del ermitaño sobre la espina de roca causó un extraño efecto en el sentir de las gentes. Que un hombre viviera en mitad de aquel paisaje volcánico, tan cilíndrico y turbador, se reveló un signo de extrema santidad. Desde las paredes del acantilado la visión era ciertamente sobrecogedora, destacando el protagonismo de la espina de basalto durísimo, bermeja por efecto de algunas impurezas que le prestaban un brillo fulgente en la distancia, en ocasiones empañada por el vapor de las aguas que parecían aborrascarse mucho más abajo, como si un flujo de corrientes oceánicas sembrase el fondo de remolinos que dibujaban vórtices de espuma en la superficie, donde adquirían la calidad de olas hirvientes y desaforadas. La consecuencia de este perpetuo bullir era una bruma constante que empañaba la espina y a veces, si la mar era brava o de fondo, la convertía en una incandescencia entre la pantalla lechosa de la niebla. A más distancia, con mejor perspectiva y si la claridad lo permitía, el conjunto se revelaba como un gran pozo cilíndrico, con algunos ojos irregulares sobre la piedra, fracturado hacia el violento mar exterior por una angosta hendidura, dentro de lo que puede considerarse angosto en aquellas dimensiones ciclópeas, porque bien pasaba por su anchura un barco de dimensiones considerables.
No es sorprendente que la presencia del ermitaño en un paraje tan excelso cautivase la imaginación de las gentes. Pronto lo distinguieron con un merecido fervor. Abundaron las leyendas de su llegada misteriosa muchos años atrás y algunas voces dudaron en su contra, las que albergaban recuerdos antiguos, pero enmudecieron ante el clamor de que un anacoreta hubiera alcanzado el éxtasis en un paraje tan maldito, tan bello y tan secreto que su conocimiento respondía al azar. Un atardecer, una procesión de creyentes avanzó sinuosamente entre las rocas del acantilado. Las aguas se hallaban en relativa calma, solo mecidas por una débil marea cuando los visitantes depositaron sus ofrendas al pie del puente. Luego, a salvo de espectadores, el ermitaño tomó sus obsequios y agradeció en silencio la generosidad de los aldeanos.
Una noche las tormentas descargaron su furor sobre aquella costa. Desde primera hora, el mar se agitaba con una rabia desconocida. El interior de la ensenada, usualmente calma y sólo mecida por la marea, hervía con un encontrarse de corrientes violentas, estallando la superficie en un frenesí de aguas inquietas, sin duda batidas por los flujos abisales. Se abrían grandes remolinos, olas gigantes aparecían como surgidas del mismo epicentro de una caldera y esparcían un revuelto de espumas contra el acantilado. Con la oscuridad llegó la lluvia, primero mansa y triste, después fiera y rasgada por un viento tan áspero que convertía cada gota en un cristal sobre la piel desnuda. Brillaron los relámpagos en las alturas del cielo, iluminando las tinieblas con un resplandor intermitente, y se escucharon sus estampidos desbocados y siniestros. El ermitaño buscó cobijo en la gruta que se abría en su aguja de piedra.
Atravesó muy rápido la zona que usualmente habitaba y descendió más abajo, hasta que se sintió a salvo de un aire enrarecido por la tormenta. El estruendo era ensordecedor, pero en su mente resplandecía el silencio que se había impuesto en su búsqueda de la perfección. Permaneció encogido en una oquedad apenas suficiente para su cuerpo. Se erizó su cabello al tiempo que resonaba el aullido agudísimo del viento sobre la aguja, que obraba como el vibrar de una cuerda y esparcía un sonido desgarrador. El ermitaño sintió que afloraban sus lágrimas por la repulsa de su carne al tormento del sonido y que la violencia de todas las tempestades encontraba en aquella chimenea de piedra un divertimento del viento, que por la misma forma azarosa de los elementos encontraba allí un silbato natural y perfecto. La tormenta había navegado a la distancia precisa para despertar el eco del acantilado, y ahora descargaba su furia de rayos sobre la espina, que crujía en mitad del estruendo y gritaba una nota desgarrada e inconcebible.
De repente el aire se inundó con un éter magnético y los rayos confluyeron sobre la aguja, que se inflamó en un chisporroteo de centellas y obró el prodigio de iluminarse. Estallaron luces fatuas que incluso penetraron en la gruta para permitir una visión difusa y acaramelada. El ermitaño contempló sus manos, repentinamente visibles, y distinguió el orificio interior que descendía hasta la base de la columna rocosa, como el alma de una estalactica calcárea. En su universo de ideas, imaginó el camino que recorre el veneno de la serpiente en el interior de sus colmillos, y consideró que era preciso despojar a la maldad de su máscara. Se deslizó rápidamente hacia un abismo que había tornado su negritud en penumbra encendida y le mostraba el camino hacia sus secretos. Después de un fatigoso descenso, cambiaron los fulgores de la oscuridad y las tonalidades predominantes mudaron hacia el turquesa y los azules acuosos. Se sintió bajo el revuelto de la superficie marina, y reparó en que el mar fluía por algunos capilares de la piedra y anegaba el espacio con un agua que para su sorpresa era dulce y burbujeante, con el cosquilleo de los gases disueltos en su seno. La encontró agradable y la bebió sin mesura, porque se sentía fatigado y le pareció una buena idea.
El agua recogida en la base de la columna tuvo un sorprendentemente efecto en el organismo del ermitaño, que se sintió rejuvenecido y pleno de una desbordante vitalidad. No de músculos entrenados y reflejos felinos, sino una vitalidad espiritual, que le permitía una visión más nítida de lo intangible, como si hasta ese entonces sus ojos hubieran sufrido cataratas y de repente quedaran limpios a la luz. Se enjugó las lágrimas que aún sofocaban su mirada e intentó aclarar la visión. Comprobó maravillado que sus ojos habían trascendido a la oscuridad y encontraban acomodo en las tinieblas. La columna del tubo serpenteaba de regreso, y el ermitaño comprendió que debía volver a su hogar al inicio de la gruta, apenas unos metros de pertrechos arrumbados y un espacio plano para dormir en el suelo. Se aplicó en un esfuerzo que no fue sencillo, y avanzó maravillándose de los fulgores de la piedra, translúcida a los múltiples rayos que caían al unísono sobre la espina, convirtiéndola en un resplandeciente fanal en mitad de las claroscuras tinieblas. Más allá del fragor de la tormenta, los pájaros que dominaban el mundo graznaban entre los arrecifes.
Esa misma noche empezaron los sueños, inconexos y breves, flotando en un vientre que irradiaba emociones plácidas y convertía la conciencia en gozo. Existir era suficiente, y dentro de esa suficiencia primaba la proyección del yo hacía un universo inmaterial, donde no existían ni el tiempo ni el espacio y todo era previsible en un mismo presente. El ermitaño se vio arrastrado a su infancia y recordó sensaciones y vivencias ya perdidas en el limbo de la memoria. Sus padres, sus hermanos, la fortuna adversa y el dolor de la orfandad y la pobreza, con las guerras y su miseria, y por fin el sacrificio de abandonarlo todo y consagrarse a la meditación. Después, las evocaciones tan vívidas se tornaron difusas y languidecieron dulcemente, hasta despertar a una mañana plomiza y mansa, de tormenta apagada y lento retorno del sol.
Se repitieron los sueños del ermitaño con frecuencia insistente, mejor matizada, hasta que en un sopor de mediodía las ensoñaciones escaparon a los límites del pensamiento propio y se adentraron en el universo de los demás. Se encontró en mitad del sueño de un aldeano, del que conocía sus azares y tristezas, y después se encontró en el de otro y otro más, a los que entendió en sus preocupaciones y compadeció en sus desgracias. Sin pretenderlo preguntó en el sueño de una mujer que había recalado en la pensión de una aldea próxima. La mujer respondió a su pregunta con una solicitud de auxilio espiritual. Aconsejó el ermitaño lo más sabiamente que supo y sus palabras mudas llegaron hasta el sueño de la mujer, que a la mañana siguiente se levantó temprano para atender las instrucciones, y después de una jornada de hacer y deshacer al antojo de los presentimientos, concluyó que la había asistido una fortuna excepcional y que su saber y obrar se lo debía a un sueño donde había intervenido el ermitaño, que con su presciencia había obrado el milagro de librarla de sus calamidades y brindarle una resignación mejor.
Algunas predicciones sobre las cosechas, los temporales o la fortuna de los hijos ungieron al ermitaño con fama de iluminado. Pronto se supo que su palabra encerraba una verdad venidera o razones pasadas. Las ofrendas al pie del puente mejoraron en variedad y suculencia, e incluso el mismo puente mejoró, porque los aldeanos reemplazaron las cuerdas gastadas y sustituyeron los peores tablones por otros nuevos, recién cortados, que supusieron un alivio frágil a las dificultades del ermitaño, acostumbrado a la rutina de sus pasos, sumidos en la amargura de la niebla y que a menudo encontraban en estas novedades un motivo de contrariedad. Lo admitía de buen grado por lo que entrañaba de noble deseo, pero se resistía a considerarlo como un favor a su persona. Además, justo era reconocerlo, el esfuerzo de los aldeanos era más que insuficiente, porque la parte reparada ya era el tramo cómodo del trayecto, que encontraba en su mitad los eslabones más frágiles y arriesgados, tanto que era preciso encomendarse al destino antes de aventurar cada paso. Los pájaros que dominaban el mundo descansaban allí con frecuencia, impregnado los maderos y las cuerdas con un fétido excremento que contribuía a la putrefacción de la materia y convertía aquel tránsito en un lugar resbaladizo. Solo lo salvaba la destreza del ermitaño, para asombro y superstición de los pocos imprudentes que habían asistido a sus viajes de ida y vuelta en la impunidad de la noche.
Durante una mar arbolada, cuando el océano se había convertido en un atronar de olas gigantes y el interior de la bahía era un batido de aguas, el ermitaño tuvo un sueño terrible, un sueño de verdugos y reos desmembrados, de un tirano y millares de oprimidos que clamaban por su libertad. Escapó a su interpretación plena porque era tan atroz que espantaba la conciencia. Parecía que la visión perteneciera al futuro, y así quedó establecido por una serie de casualidades tan sorprendentes y enraizadas en los hechos, que sólo podían interpretarse como una trascendencia de estos, y por tanto relativas al tiempo venidero.
Se repitió el sueño como un recordatorio de las calamidades del porvenir, hasta que en una de sus ensoñaciones el ermitaño se enfrentó a un paradoja en apariencia irresoluble. El tirano, oculto tras su armadura de guerra, era inexpugnable. Muy pocos competían con sus destrezas con la lanza o la espada, menos aún con las mazas o el hacha, que blandía con una fiereza terrible para sus contrincantes. Quien resistía a sus embates se enfrentaba a una coraza ante la que cualquier réplica era vana. De un metal durísimo donde los filos encontraban su mella, impasible al arrojo y la carga suicida, resistente al ataque de los mejores adversarios, los que luchan sin una vacilación o un miedo que atenúe la rotundidad de sus ataques. Los ejércitos del tirano eran la orfebrería de la victoria, pero nada significaban en el desenlace final. Aunque su número era enorme, obedecían a una voluntad prevalente, la única, la inflexible, la que sabía encontrar la flaqueza de sus enemigos y se enfrentaba a la lucha tras una coraza de hierros invencibles. En el sueño, el tirano no mostraba ninguna debilidad, y sin embargo el ermitaño se sentía predestinado a intervenir en el curso del destino, como si su mero deseo bastase para devolver la paz a las almas desesperadas.
Los sueños del ermitaño no tuvieron un instante de sosiego. Asistió a crímenes remotos y luchas fratricidas que cimentaron el poder del tirano. Pronto se inició la expansión de un imperio asentado en la mesura, con prudencia, esforzándose en cada escaramuza y confiando en la estrategia de los generales. Después, tras una refriega que lo dejó gravemente herido, el tirano tuvo un sueño que lo arrastró hasta un artesano muerto siglos atrás. Este hombre conocía los secretos para la confección de una armadura prodigiosa, templada de un modo que la convertía en indestructible. El tirano supo apreciar el saber que le brindaba el sueño, y profundizó en su conocimiento hasta encontrar los secretos para la forja adecuada de la armadura. Despertó con un conocimiento tan valioso que inmediatamente reclamó un escribano para consignar su saber, para que los olvidos de la vigilia no restasen precisión a sus recuerdos. Confirmado en la pulcritud y rigor de sus anotaciones, ordenó ejecutar al escribano y mandó traer a su mejor herrero. Supervisó personalmente la fragua de las distintas piezas de su defensa, para la que se emplearon gravas de lejanos volcanes. Templar el metal con sangre no supuso ningún inconveniente para la crueldad de tirano, y la armadura pronto estuvo dispuesta. Brillante, de metal granate, con un emblema de oro en mitad de su peto, con una figura labrada que era el original de la portada por sus ejércitos. El tirano la vistió y pareció adaptarse con tanto acierto que parecía cómodo. La articulación de sus distintas secciones eran tan precisa y suave que facilitaba el movimiento. Solo restaba probarla en la primera batalla.
Muchas veces se repitió este sueño, mientras el ermitaño sentía que una sensación de sed se abría paso en su conciencia. Bebía habitualmente de una pequeña poza de agua de lluvia que se encontraba muy cerca de la entrada de la cueva, en una pequeña travesía a la derecha, de las muchas que jalonaban el camino de descenso. El ancho de la columna era suficientemente amplio y mostraba un sinfín de cavidades e irregularidades de la piedra. Pero no era la sed del cuerpo lo que resecaba su garganta, sino una sed más profunda, la sed de sus sueños, que encontraban en la armadura un freno a su conocimiento, como si esta protección ofreciera un obstáculo insalvable al empeño de su voluntad. Se sucedieron un fracaso tras otro, mientras en la mente del ermitaño se afianzaba una convicción. Debía regresar a la base de la columna y beber de nuevo del agua que inspiraba su progreso. Sus efectos se habían atenuado, según confirmaba el estancamiento en la lucidez de su mente, así que debería regresar a las fuentes de su inspiración y confiarse al agua de los sueños.
El ermitaño escogió una mañana radiante para descender hasta la base de la aguja, porque supuso que tal vez se filtrase alguna luz por las rendijas naturales de la piedra. Acertó en sus presunciones y se vio asistido por una cierta luminosidad, aunque más pobre que en su anterior descenso. Apenas sirvió para aliviar su ceguera tras los muchos tramos que hubo de superar a tientas, sumido en la oscuridad absoluta o penumbras tan intensas que de poco servían a los ojos. Sólo el tacto y su recuerdo sirvieron fielmente a su causa, aunque de justicia es reconocer que, aún en escasas interrupciones, la luz supuso un gran alivio. Aprovechaba y se detenía unos instantes frente a una fisura o una pequeña caverna lateral, como si deslumbrarse durante unos segundos le procurase energías renacidas para el siguiente tramo de oscuridad.
Una sorpresa aguardaba al ermitaño en la base de la espina. Tras saciar su sed y llenar un odre que había bajado hasta allí para llevar agua de sueños a su morada en la parte superior de la grieta, un reflejo atrajo su mirada hacia algo negro bajo las aguas, donde se filtraba una claridad verdosa. Alargó la mano y encontró un trozo de piedra tan opaca y mate que parecía ajena al brillo. Al tomarla entre sus dedos sintió que se cortaba y que su sangre se confundía con el agua de los sueños y se convertía en nada. Tomó precauciones y consiguió hacerse con la piedra, que le sorprendió por lo ingrata al tacto y la crueldad de sus aristas, que aunaban ferocidad y negrura en similar proporción. La llevó consigo de regreso, convenido de que era valiosa. El camino de vuelta le pareció más fácil, incluso mejor iluminado por las grietas de la piedra, y tuvo la convicción de que ese agua agudizaba sus sentidos y le facilitaba el regreso.
Los sueños del ermitaño parecieron inmediatamente remozados, incluso su cuerpo adquirió una superior resistencia a la fatiga. Pronto comprendió los secretos íntimos de la armadura y apreció la fortaleza de sus juntas y la integridad de cada una de sus piezas. Una obra perfecta en su concepción y en su ajuste, tan liviana por su metal especial y tan noble por el bruñido que la recubría. Perfecta e inexpugnable, con solo un discreto avellanado sobre el centro de su pecho, donde se incrustaba el emblema imperial, de valiosísimo oro. Instintivamente recordó el ermitaño la piedra negra que había traído de la base de la espina, y supo que ocultaba una forma en su interior, a la espera de ser esculpida. Quedó tan desconcertado por su revelación que pasó algún tiempo antes de que comprendiera que debía tallar la piedra. Despertó y supo donde encontrar los materiales necesarios. Unas lajas durísimas le sirvieron para desprenderla de su forma primitiva. Le sorprendió que exfoliase fácilmente en las direcciones que elegía para su corte, como si su acierto estuviese guiado por una videncia. Después se ayudó con arenas de distinto grano y diferentes texturas, que encontró como asistido por un plano.
Simultáneamente, conforme acariciaba y pulía la piedra con las formas sugeridas por su imaginación, los sueños del ermitaño se poblaban de voces dispares. Madres que habían perdido a sus hijos, estirpes de gloriosa historia que habían sucumbido al ocaso, masacres tan horrendas que procuraron la locura a sus escasos supervivientes. Renacían los gritos de los torturados por el látigo y el fuego, las palabras postreras de los decapitados y el miedo de quienes aguardaban al cuchillo como corderos rendidos al sacrificio. Sobre las voces y las imágenes, el tirano irrumpía en la batalla con su armadura invencible y con esas hachas que manejaba con una destreza ajena a la mirada. Antes de que su opositor acertase a oponer resistencia, se enfrentaba a un vendaval de golpes que eran indiferentes al contraataque, porque nada se podía contra el tirano, que avanzaba indiferente a cuantas flechas o espadones se opusieran a su voluntad, que no era otra que aplastar a cuantos le negaran obediencia. El ermitaño comprendió que el tirano progresaría cada vez más rápido, a medida que creciera su leyenda y la fama de su armadura cabalgara a la vanguardia de sus ejércitos. Pronto todos los pobladores de la tierra serían sus siervos.
Se multiplicaron las voces en los sueños del ermitaño, sin que cupiese una interpretación más allá de reconocerlas como lamentos de moribundos que lloraban su dolor y odio por el tirano. Sollozos que nunca se cumplirían y que se pronunciaban por última vez en las veredas de cualquier camino, un instante antes de que una espada facilitase la muerte o entre los gritos y el humo de las hogueras. Empalados, hervidos, crucificados y muertos en combate, todos se unían en un deseo común de venganza. Entre la desesperación destacó un anhelo diferente, de alguien que aún vivía el candor de enfrentarse al tirano. No sabía cómo, pero ya había fracasado en una lucha previa y conocía las suertes y habilidades de su enemigo, que no era tan diestro como pretendía, y que solo continuaba vivo por esa armadura invencible que protegía su cuerpo. En dos ocasiones lo tuvo tan cerca que dio su fin por seguro, pero la espada se rompió contra una coraza tan resistente que nada se podía en su contra.
El ermitaño comprendió que la voz escuchada en sus sueños correspondía a un guerrero que se había enfrentado al tirano en batallas decisivas para el curso de la contienda, pero que se malograron al convertirse en rotundas derrotas. En su impotencia, continuaba practicando para procurarse mayor destreza mientras aguardaba a la siguiente ocasión que le ofreciese el destino. El ermitaño no encontró dificultad en entrar en su mente y pedirle que cruzase el abismo hasta la espina, donde le entregaría un arma que serviría a su causa. El guerrero percibió la llamada del ermitaño en su sueño y supo que a la mañana siguiente emprendería una larga peregrinación.
Mientras guiaba los pasos del guerrero que acudía en su búsqueda, el ermitaño se aplicó con la piedra negra, que desbastada y pulida con los recursos indicados por sus sueños, pronto encontró una hoja en su interior y una empuñadura sencilla, ajustada a la firmeza de las manos tibias. El pulimento final y la suavidad del tacto lo procuraron unas arenas abrasivas que otra vez encontró donde le indicaron los sueños. El resultado fue un puñal tallado en una sola pieza, azabache mate, que se abrillantaba en su borde, mostrando un filo tan inverosímil que parecía trasparente. Una pieza de arpillera endurecida con resinas envolvió la empuñadura, para que su sujeción fuese más firme. También se entretuvo el ermitaño en grabar una inscripción en lo que ya era un puñal negro. Tras mucha paciencia y un penar de dedos agarrotados, una frase resaltó en el centro de la hoja, que en su borde mostraba una aura menos oscura, de un gris opaco. Los caracteres eran extraños y toscos, sorprendentemente bien tallados para los materiales disponibles. Provisto con un punzón de piedra esmeril había grabado una frase dictada por sus sueños y cuyo significado se envolvía en el misterio de las evocaciones mágicas. Se trazaba con una discreta y extraña caligrafía, apenas muescas sobre una superficie tan negra que absorbía la luz sin emitir reflejos. Sólo al tacto y la mirada oblicua se descubrían las palabras minúsculas sobre el centro de la hoja, donde la curvatura cambiaba y descendía hacia el otro filo. El ermitaño abrió los ojos y vio que sus manos empuñaban un arma.
La luna llena convertía la niebla en una blancura tan resplandeciente y mudable que pronto cegaba la vista. El ermitaño supo que el guerrero descendía por el sendero del acantilado y llegaba hasta la entrada del puente, donde se detenía a la espera que un indicio que le permitiera seguir su camino. En su silencio, el ermitaño permitió que el guerrero atravesase el puente, y avanzó hasta su orilla en la espina, para esperar su llegada. Tras la bruma, envuelto en el rumor del viento, resonaban los crujidos de las tablas podridas y el chirriar de las cuerdas, sonidos tan reveladores que el ermitaño no tuvo dificultad en interpretar su significado. También se escuchaba el crepitar del mar contra las rocas y el graznido de los pájaros que dominaban el mundo, que solían aparecer de improviso en mitad del puente y motivaban no pocos sobresaltos. Aún inofensivos, su vuelo rápido e imprevisible los convertía en inquietantes cuando se deslizaban entre la brisa y aparecían de improviso, rompiendo la concentración necesaria para asentar bien los pasos. Por fortuna, el visitante no sufrió ninguno de estos imprevistos y alcanzó la orilla donde aguardaba el ermitaño. El guerrero era enjuto y de músculos definidos, más parecía un hombre adiestrado en las penurias que un soldado. Tomó aliento y se desprendió de las telarañas del vértigo. Después inclinó la cabeza en señal de respeto.
El guerrero supo que se le entregaba un arma diferente a todas las conocidas, que pese a su tosca apariencia se había fraguado en el lecho marino, una roca atezada que encontró en la base misma de la columna de piedra que hollaban sus pies. La inscripción de su centro ocultaba el saber arcano de los primeros sueños. Descifrarla no se encontraba al alcance de ningún conocimiento, porque su lengua se había extinguido y era tan extraña y compleja que la traducción al saber vulgar era imposible. Se le entregaba para que la enfrentase a la coraza del tirano, con quien lucharía en una batalla inminente. Nada se esperaba de él más que el valor tantas veces juramentado. Se le había escuchado y se le otorgaba una oportunidad para que su sacrificio sirviera para acabar con una guerra que pronto convertiría la existencia en una esclavitud perpetua, algo ofensivo para la gratitud que merecía la vida. Los oprimidos eran tantos y el futuro tan aciago que no pudo negarse a intervenir a favor de los hombres libres. Solo contaba con una oportunidad y debía saber que el tirano solo ocultaba un punto débil en su armadura, y que sólo él habría de averiguar cual era ese punto, sin que le fuera permitida ayuda alguna. El guerrero aceptó el arma envuelta en un saco protector que le tendía el ermitaño, inclinó nuevamente la cabeza y regresó torpemente sobre sus pasos, sin atreverse a girarse y ofrecer su espalda hasta que la bruma eclipsó su presencia. El ermitaño sonrió mientras lo escuchaba alejarse al compás de las tablas del puente.
Durante tres semanas el ermitaño acompañó en sus sueños al guerrero, que tras numerosas vicisitudes llegó a una ciudad que se aprestaba al asedio. Su oportuna injerencia sugirió las cloacas como modo ingenioso de acceder a un recinto sitiado, conocimiento que por otra parte el ermitaño había obtenido de algunos sueños no necesariamente escogidos al azar, con lo que nutría su instinto de saberes siempre oportunos y ventajosos. Supo así que el bosque era inconveniente para las travesías solitarias, que unas arenas se tornarían en movedizas en cuanto se caminara sobre ellas y que el sigilo eludía a la vanguardia invasora, cuyos exploradores sembraban los caminos de cadáveres que habían descubierto su presencia.
Dentro del recinto amurallado, el guerrero se desenvolvió con soltura y encontró destino en un lugar prominente de las murallas. Esperó entre el temor de los sitiados y luchó bravamente para contener a los asaltantes, hasta que las máquinas de guerra abrieron una brecha en las murallas y las atravesó un torrente al que nada podía resistirse, un torrente que inundaba el castillo con el horror de una despiadada matanza. Pese a la confusión y desconcierto de la huida, el ermitaño supo encontrar al tirano entre todos los adversarios, y hacia allí dirigió a su protegido, que esquivó el encuentro con los enemigos más fieros y supo aguardar entre la marasmo de la batalla hasta que el tirano se encontró a sus alcance, tan cerca que la lucha era inevitable.
El guerrero evitó las primeras acometidas con un ágil retroceso que lo puso a salvo de las espadas de su adversario, que blandían el aire a su alrededor con un giro ensangrentado y terrible. Cuantos se acercaban lo suficiente eran alcanzados por uno de aquellos mandobles rotatorios y fatales. A veces el tirano, por puro hastío de tanta muerte monótona, enfundaba sus espadas y tomaba las hachas, que herían de igual modo y con similar efectividad a las mazas o las lanzas, porque su panoplia de armas era tan variada como requería su entretenimiento, y todas las manejaba con idéntica soltura. A veces, solo a veces, algún contendiente superaba el remolino de las hachas y se disponía a la lucha en una distancia más corta, donde el tirano gozaba del placer de recrearse en la agonía de su víctima. En contadas excepciones, uno de aquellos despojos acertaba a rozar la coraza del amo con sus armas, que al instante languidecían en sus filos y se mostraban romas e indefensas ante el contraataque del tirano, que en estos casos se enjugaba las manos con la sangre de su víctima. Después, de nuevo las hachas o las espadas emprendían su movimiento.
Guiado por los sueños del ermitaño, el guerrero encontró finalmente un resquicio en la defensa del tirano y abrazó la lucha corta, donde esperaba encontrar alguna ventaja. El tirano se detuvo un instante, como asombrándose de la fortuna de su adversario, un hombre escuálido y harapiento, uno más de los muchos que escapaban a las aspas rotatorias y requerían una atención más detallada. De repente el guerrero se precipitó contra el tirano y su ataque se convirtió en un torpe manotear contra la armadura, que repelió su ofensiva sin más que un rumor metálico. Entonces se separó unos pasos para contemplar la figura completa del tirano, y el ermitaño supo en su sueño que el guerrero recordaba sus palabras y descubría el punto débil de la armadura, el único lugar donde era posible su victoria. Vio el metal granate, sus juntas perfectas, el modo de acoplase al tirano, las tracerías de brazos y muslos, el peto resplandeciente y bruñido, con ese relieve de oro incrustado en mitad del pecho, ese signo que ondeaba en los pendones y las banderolas. El ermitaño respiró profundamente en su refugio de la espina rocosa y supo que el guerrero se abalanzaba sobre el tirano, iluminado sobre cual era su punto débil, convencido de consumar su venganza. El puñal negro se hundió sin resistencia en el oro del emblema, mucho más blando que el resto de la armadura, y atravesó la capa de metal ocioso para enfrentarse aún con furia a una piel de hierros finos, que no ofrecieron resistencia a la punta diamantina y el filo que se abrían paso a través del delgado escudo y se adentraba en la carne. El corazón del tirano se rasgó en dos de una única puñalada.
El tirano retrocedió incrédulo de su suerte y al instante sintió que su sangre se tornaba pútrida. Una sombra afilada había burlado su defensa y ahora solo restaba abandonarse al último sueño. Ni siquiera el dolor lo retenía en la vida. Se tambaleó, apoyó la rodilla en tierra y sintió que el guerrero tomaba firmemente el mango del puñal y lo rompía para que la hoja quedara atrapada en su corazón. Después retrocedió y le dejó espacio para morir. Un instante antes de que todo desapareciera ante sus ojos, el tirano vislumbró a un ermitaño que lo contemplaba desde la niebla y devolvía la armadura al sueño que siempre había sido, lejos de la codicia de los hombres y la sinrazón de sus actos. Después escuchó una frase incomprensible, pronunciada en boca del ermitaño, y supo que esas palabras se habían teñido con la sangre de su pecho, porque se escribieron en la negra hoja del puñal, y que su alma vagaría para siempre en el abismo donde graznaban los pájaros que dominaban el mundo. Después el ermitaño se difuminó en la niebla y el tirano supo que desaparecería para siempre.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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