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viernes, 1 de noviembre de 2013

La presencia en el hogar

A todos los ausentes


Encendí las mariposas al oscurecer, recreándome en los nombres que había escrito en los discos de corcho, un rito que había seguido siempre, porque lo demandaba la tradición y por el sentimiento de cosa bien hecha que me confortaba todos los años. Dispuse las pequeñas velas cuidadosamente sobre el aceite, cuidando que permanecieran separadas entre sí y me abstraje en el baile de las llamas. Me distrajo una comparsa infantil que venía a entretener mi soledad y de paso obtener algún beneficio. Reconozco que solo los entendí al principio, porque se atropellaron entre gritos. Me convertí en la maestra que había sido toda la vida y les pregunte si deseaban una donación para comprar nuevas serpentinas o confetis para su fiesta. Me respondieron que sí, tan desordenadamente como antes, y me preguntaron si podían emplear el dinero en esas chucherías plásticas que huelen a pintura. No encontré inconveniente y contribuí a su causa con generosidad. Pronto desaparecieron en busca de otro vecino. Cerré la puerta extenuada, demasiado alboroto para mí.

En cuanto se fueron los niños con sus disfraces, regresé a la cocina y me preparé una infusión de hierbas. Utilicé azúcar morena porque me recordaba mi juventud en el trópico. Después avancé torpemente y me acomodé en un cuarto adyacente que utilizo para casi todas mis ocupaciones. En la mecedora y junto a la estufa me duermo pronto, así que me vislumbré en el cementerio esa misma mañana, caminando entre los nichos que esperaban su día grande. Muchas mujeres se apresuraban con bayetas y aguas claras, con flores limpias que barrían las hojarascas del otoño, con pulimentos para bruñir metales. Me gusta el cementerio antes del bullicio de los dolientes, mientras aún son posibles el respeto y la tristeza. Tiene un aire casi poético, que me incita a recordar los tiempos perdidos con un amargo dulzor que me conmueve brevemente.

Miré el reloj y supuse que mis visitantes llegarían pronto. Me entretuve con una revista de temas variados, ninguno interesante, hasta que por fin llegó Adolfina, con su abrigo marrón de siempre y un gorro que la hacía más joven. Le pregunté por los demás y puso cara de asombro, antes de asegurarme que estaban advertidos, aunque no imaginaba cómo llegaría Isidro, porque había encontrado una distracción relacionada con la caza y quizás mi llamada lo sorprendiera muy lejos. De los gemelos poco sabía, que andaban por ahí y también estaban avisados. El abuelo, como siempre, insistía en sus palomas y sus discusiones con el vecino. También me preguntó por mis padres, y le confesé que no podrían asistir. Me excusé con Adolfina por mi desconsideración y le ofrecí una taza de mis infusiones. Se disculpó amablemente y me confesó que ya no bebía nada. Se alegraba de que me hubiera acordado de ella en un día tan especial.

Julia e Isidro llegaron a continuación. Ella, con unas gafas de pasta negra, decidida y con ese humor inalterable; él, sumiso y obediente, como acostumbraba en presencia de su esposa. Tenían muy buen aspecto y los recordaba igual que una tarde que paseábamos por la alameda. Angelina y Jose Antonio llegaron mientras conversábamos en el recibidor, y nos reunimos todos en la alegría del reencuentro. Angelina era menuda y discreta, Jose Antonio grande, distinguido con un mostacho colosal que contrastaba con su calvicie y le prestaba una apariencia salvaje. Me confesaron que la taberna iba mejor y que vivían con una cierta holgura. Nos alegramos, porque después de tanto trabajar sin fruto ya era hora de un poco de fortuna. Apenas nos acomodábamos en la sala de estar llegaron los gemelos, alborotados por su adolescencia reciente, trastocándolo todo con sus bromas. Al enfrentarse al saludo del tío Jose Antonio regresaron a su edad de mozos aptos para la defensa. Nos acomodamos en la sala de estar, próximos a la estufa según la necesidad, y conversamos animadamente sobre lo que había sido nuestra existencia.

La abuela llegó tarde, con el cabello recogido en una cola gris y el ánimo apaciguado por la lluvia reciente. Colgó un impermeable azul en el perchero de la entrada y me saludó con un sonoro beso, como era costumbre en su pueblo natal. Miró a todos, se congratuló por encontrarnos allí reunidos y pidió disculpas por su aspecto. Se encontraba cogiendo caracoles cuando advirtió mi llamada, y había preferido ponerse en camino inmediatamente. También me reprendió por la escasa calidad de las mariposas, que ahora chisporroteaban con una luz insegura y triste. Cerró una ventana entreabierta y me recomendó que la próxima vez las alejara de las corrientes de aire. Le respondí que no habría próxima vez y permaneció pensativa, como si comprendiese que el tiempo también había transcurrido para mí. Se estabilizó la luz y la abuela se avino a sentarse con nosotros, entre los mellizos. La tía Angelina le preguntó como pensaba cocinar los caracoles y ambas se sumergieron en una divertida conversación sobre especias y sabores.

El abuelo llegó el último, envuelto en sus maldiciones habituales, esta vez destinadas a las mariposas, que apenas le habían servido para orientarse en el camino. Se encontraba en su taller cuando descubrió la luz y supo que se pondría en movimiento. Nunca le habían gustado las reuniones familiares, y menos ésta, que le parecía inútil, porque el destino ya estaba escrito y nada podía hacerse para cambiarlo. La abuela lo amonestó por su carácter huraño y le recomendó abandonar el taller al menos una vez a la semana, porque no era de recibo emplear la eternidad en deshacer un yunque a martillazos. El abuelo protestó sin demasiada convicción, porque el yunque estaba en su taller para eso y porque para un herrero el sonido del metal contra el metal constituye la más dulce de las melodías. La abuela lo amonestó de nuevo y el abuelo prefirió guardar silencio. Demasiados años de convivencia le advertían que era preferible mantenerse en un discreto segundo plano.

Alzando la voz requerí atención para agradecerles su amable visita. Adolfina murmuró, casi en un suspiro, que llegar era difícil por la oscuridad y el viento, pero ignoré su comentario. El motivo de mi convocatoria era cumplir una promesa, así que había invocado su presencia para satisfacer nuestro compromiso y por saber que fue de ellos, porque nunca más coincidimos en vida. Me parecieron desconcertados, acaso porque hubieran olvidado su promesa, y les recorde una cena lejana, cuando los mellizos tenían orden de incorporarse a su destino militar y partirían en breve. Cenamos todos juntos, en casa de los abuelos, para desearnos suerte ante los previsibles avatares de la guerra, y brindamos por reunirnos cuando remitiese la locura que parecía haberse adueñado del mundo. Nunca volvimos a encontrarnos. La abuela permaneció pensativa y el abuelo asintió con solemnidad. Jose Antonio intervino para señalar la conveniencia de cumplir lo prometido. Más locuaz, Julia anticipó que no revelaría sus secretos sin antes escuchar los míos. Esbozó un gesto que pretendía ser una indicación a que yo retomase la palabra, y su esposo Isidro admitió que la existencia es breve y se atiene a sus prioridades. Sin comprender muy bien a Isidro, que siempre me pareció ambiguo en sus intervenciones, y a quien nunca descubrí un pensamiento propio, admití que mi fortuna era modesta, apenas mantenida con un retiro estatal que, sin permitirme excesos, me proporcionaba una lánguida tranquilidad. De joven trabajé en varios países del extranjero y finalmente me había instalado en la ciudad, donde serví en una universidad importante. Ahora me entretenía con lo poco que viajaba y lo mucho que leía, siendo esta, la lectura, y las labores propias del hogar, lo que consumía la mayor parte de mi jornada. No me casé porque ni la oportunidad ni el amor salieron a mi encuentro, y porque nunca necesité tanto a un hombre como para soportar sus inconvenientes. El abuelo asintió y la abuela sonrió nuevamente. Los demás no opinaron, aunque concidieron en que sólo se vive una vez.

Como no podía ser de otro modo, Julia se ajustó las gafas de pasta y tomó la palabra para recordar aquella cena. Los mellizos habían recibido un telegrama para incorporarse a filas y los aires de guerra eran tan intensos que se presentía lo peor. No obstante, el abuelo y el tío Isidro, por entonces con cierta influencia en los mandos militares, habían conseguido que los adscribieran a un destino aparentemente seguro. Una de esas retaguardias donde la intendencia almacena los suministros que después partirán hacia el frente. La reunión de la familia era inevitable, para desear suerte a los reclutas y para confortarse ante un futuro sombrío, aunque en el pueblo no se adivinaban demasiados peligros. Me recordó que yo era muy pequeña y que me encontraba allí en ausencia de mis padres, que atendían asuntos urgentes en la ciudad. Los mellizos asintieron y la tía Angelina aprovechó para disculparse por todos y preguntar otra vez por mis padres. Confesé que al final gozaron de una salud frágil aunque estable, y que los visitaba a menudo y manteníamos una relación cordial. No habían tenido más hijos, por lo que mi compañía era insuficiente y se encontraban un poco solos, aunque se resarcían discutiendo por cualquier cosa, supuse que para conjurar el aburrimiento y porque en realidad se lo tenían todo dicho.

Recordamos el sabor de la sopa de la abuela y confesé que nunca había probado otra que me dejase mejor recuerdo. Uno de los mellizos contó la misma broma que contara entonces y el otro lo amonestó porque no era de recibo repetir la broma otra vez, aunque la original pareciese tan lejana. Jose Antonio reclamó moderación ante la intranquilidad de Angelina, que no veía con buenos ojos discutir en público. Impuesta la paz, los mellizos recordaron que habían empleado la tarde en reparar los gallineros y las conejeras del patio, para no sobrecargar a los abuelos con un trabajo excesivo durante su ausencia. El abuelo señaló lo baldío de tanto esfuerzo, y todos reímos porque pocos días después una bomba reventó las conejeras, el gallinero y la vivienda entera, que alcanzada en su centro estalló convertida en un revuelo de escombros. La abuela derramó una lágrima al recordar su hogar precioso, consumido por unas llamas tan voraces que fundieron la piedra. El abuelo negó con la cabeza, como lamentándose de una mala suerte muy antigua, y todos guardamos unos segundos de silencio en señal de respeto por las cosas que pasan.

Los mellizos recibieron la noticia de la muerte de los abuelos en el cuartel y tampoco tuvieron mucho tiempo para lamentarse, porque una avalancha enemiga los descubrió dormidos durante la guardia y los pasó a cuchillo sin que acertaran a defenderse. Aunque fuertes y con el brío de la juventud, poco importaban ante quien sabía impartir la muerte con destreza. Uno de ellos reconoció haber sentido el ataque, un golpe en la cabeza y un dolor en el pecho. El otro admitió no recordar nada, solo que escuchaba un búho lejano cuando se hizo el silencio. Rompió la abuela el duelo y nos devolvió a la realidad, al evocar el segundo plato de la cena, una fuente de embutidos de matanza reciente, suministrados por un amigo que criaba cerdos.

Julia e Isidro contaron con buena fortuna y durante algún tiempo medraron con el estraperlo. Recogían sus mercancías de noche, al abrigo de cualquier luna nueva que oscureciese los escondites de un bosque discreto, en camionetas llenas de géneros que cambiaban de vehículo con rapidez. Solo faros apagados y susurros para organizar las tareas. Julia vendía en la tienda e Isidro comerciaba con el excedente gracias a una amplia red de contactos. El principal proveedor era la intendencia del ejército, que siempre encontraba a quien sabía reconocer un buen negocio. Un chivatazo y la locura de la guerra los llevaron a la ejecución sumaria. Una desgracia solo atribuible al mal sino de los tiempos difíciles. Su historia era corta y triste, pero no se arrepentían porque fueron felices mientras vivieron aquella bonanza clandestina. Lo que sucedió al final tampoco importaba demasiado, aunque Julia se lamentó por su partida temprana, porque le hubiese gustado sentir la maternidad y gozar con el juego de un niño. Apenas su esposa concluyó sus explicaciones, el tío Isidro aseguró que no podía haber sido de otro modo.

El tío Jose Antonio mesó sus bigotes y se acarició suavemente la cabeza, calva y reluciente. Me pareció que tenía más ojeras y algo más de vidrio en los ojos. Admitió que había tenido suerte; las penurias empapan bien el vino y las cosechas fueron buenas. Para una taberna era lo fundamental. Medraron despacio pero con pulso y sobrevivieron a los peores años. Después los envolvió la rutina de una lenta mejoría que de repente se enturbió una mañana, cuando regresaba con unas botellas de la bodega. Lo venció un ahogo y el mareo. Se sentó en unos escalones para descansar, todo se oscureció y ya no recordaba más. Angelina retomó las palabras de su esposo, para titubear ante tan triste pasado y admitir que sobrevivió unos años más, que dedicó a vivir del arriendo de la bodega y a conversar con las amigas. Después tomó la mano de Jose Antonio, que añadió un poco de fuerza a la caricia de su amada.

Adolfina confesó que huyendo de la guerra se ocultó en tierras extranjeras, donde después de arrastrarse entre miserias encontró cobijo en un señor que la alivió durante algún tiempo. Le siguieron otros señores que también la aliviaron, hasta que se hartó de tanto alivio y buscó la clausura de unas monjas que habían roto con el mundo. Durante años escuchó voces de atrocidades lejanas y esperanzas sin razón, hasta que la desidia y el olvido le procuraron un mal que germinó en sus entrañas y la arrastró a la sepultura común, junto a otras hermanas más piadosas. Ni se arrepentía ni se dejaba de arrepentir; eso le había tocado y se conformaba con su suerte. La abuela sonrió, tampoco había sido tan malo.

El postre consistió en frutas confitadas y dulces de hojaldre, vino dulce y frutos secos entretuvieron la sobremesa. Brindamos como entonces y dimos por cumplida nuestra promesa de encontrarnos en el futuro. No renovamos nuestro voto porque sabíamos que sería imposible un tercer encuentro. Los hombres saborearon un cigarrillo y Julia y Adolfina también, acostumbradas por el contrabando y sus licencias durante el recogimiento de las monjas, respectivamente. Lo consumieron despacio, recreándose en cada bocanada, jugando con cada voluta y forma del humo. Nos entretuvimos con algunos recuerdos más, como la vieja letrina en el patio y el taller contiguo, o el pequeño huerto donde una vez se plantaron aguas de ensalada y de repente brotó un mar de vegetales. Hasta que el abuelo sintió que lo reclamaban su yunque y su martillo, y anunció su disposición a retirarse, porque era tarde y pronto nos sorprendería el alba. Además, añadió señalando a las mariposas de la cocina, su luz se apagaría pronto.

Me envolvió un revuelo de gentes apresuradas. Abrazos, congratulaciones por el reencuentro, buenos deseos y pronto me encontré de nuevo con Adolfina al otro lado de la mesa. Hablamos un rato más sobre los viejos tiempos, hasta que la mariposa de Adolfina tembló y me enfrenté a la última despedida. Adolfina agradeció la invitación una vez más, correcta y cordial, con sus frases de siempre, aunque sin excesos. Volvió a preguntarme por mis padres y le repetí que no habían podido asistir, precisamente porque aquella noche no cenaron con nosotros, y por tanto no estaban obligados por nuestro brindis. Se marchó con un beso, justamente antes de extinguirse la última mariposa. Quedé en pie, cansada y presintiendo la aurora. Flotaba un suave regusto al óleo de las mariposas.

Me retiré pronto a mi alcoba, antes de la salida del sol. No tuve inconveniente en dormirme rápido, aunque los pájaros ya rompían el alba con sus trinos. Me pareció percibir una presencia en el hogar, rumores en el pasillo, tal vez el comedor. Adolfina habría regresado por algo olvidado. Pensé en levantarme y ofrecerle mi ayuda, pero me abandoné a mí misma y me perdí en el sueño.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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