Google+ Literalia.org: enero 2015

sábado, 31 de enero de 2015

Kalhat IX

- IX -

Un acontecimiento muchas veces implorado suavizó la agonía de Kalhat. Elm, que por entonces ya era conocido con el sobrenombre del Loco, había enfermado del mal de la lluvia roja. En el atrio del templo, ahora embellecido con materiales nobles y restaurado según indicaciones de los mejores arquitectos, se congregaban un centenar de iniciados en la ciencia de la medicina. Alquimistas, físicos y maestros en herboristería, también aguardaban a que el tirano les concediese una instancia. Elm, arropado por el delirio de los vómitos, recibía a unos y otros sin que en sus ojos aleteara una esperanza de recuperación. Se sucedieron los tratamientos curativos sin que ninguna pócima sanase su organismo. No faltaron a la cita quienes buscaron la desgracia del tirano, ya sirviéndose de un veneno para acelerar su muerte, ya esforzándose porque un puñal nos liberase de la esclavitud. Todos fracasaron en sus pretensiones. Uk se interponía ante la daga o el veneno, y entregaba el culpable a los torturadores. En la explanada del templo, casi sobre el mismo lugar donde se encontró el cuerpo sin vida del Predicador, los verdugos entregaban los despojos del condenado a las aves que sobrevolaban los cielos.

Mientras tanto, Adsler había desplegado su laboratorio en un cuarto anexo, en la parte de atrás de la cabaña, separado del resto de la vivienda y que alguna vez había servido de establo. Alambiques, mecheros de aceite, retortas, matraces y cápsulas para flamear las esencias de la tierra y el aire, se alineaban en una mesa improvisada con maderos y taviesas. Mi maestro mezclaba, hervía, filtraba, componía y decantaba una miríada de sustancias para mí desconocidas. ¿Qué secretos perseguía? ¿Qué anhelos lo incitaban? Ignoro cómo advertí que no lo entretenía ningún aroma que ahuyentase a las hijas de la Reina Negra, ni buscaba una fórmula que alejara la amargura de nuestras vidas. Mi maestro pretendía vencer a la lluvia roja. Cierto que era la calamidad más apremiante que se cernía sobre nuestro pueblo, pero también era cierto que se trataba de una calamidad menor. La podredumbre de la lluvia se perdería en el horizonte como se habían perdido las fiebres de los pantanos o el ardor de las pústulas. Kalhat sobreviviría a su desdicha presente, pero nunca a la Reina Negra. Ese era el destino auspiciado por los profetas y ese era el único destino con que debíamos enfrentarnos si pretendíamos aspirar a la supervivencia. Una noche, entre la conclusión de la cena y el momento en que mi maestro se retiraba a su laboratorio, intenté que Adsler aliviase mi impaciencia.

―¿Decidme maestro, no sería más apropiado buscar la muerte del tirano?

―Me enorgullezco de tu instinto. No era sencillo que presagiases mis intenciones.

―Elm nos precipitará hacia la destrucción ―me atreví a interrumpir―. Su ocaso debe ser prioritario para nuestra causa. No podemos enfrentarnos a un ataque del exterior si debemos luchar contra un enemigo interno.

―Dime cuál es la verdad que subyace tras mi pregunta ―respondió mi maestro sin apartar la mirada del hogar que templaba nuestra estancia―. Qué te parece más útil, ¿la certidumbre de un presente terrible pero conocido, o la inseguridad de un futuro tan próspero como incierto?

―Maestro, todo es mejor que el desorden. Nuestras esperanzas requieren la eliminación del tirano. Las desavenencias nunca fueron propicias para la victoria.

―En efecto, la victoria exige disciplina y tenacidad. ¿Qué piensas que ocurriría tras la muerte de Elm?

―El Consejo asumiría el poder y sobre los territorios de Kalhat ondearía la paz. Todo sería como hace unos meses.

―Te engañas si consideras que el eclipse de un personaje puede alterar el acontecer de la historia. La ciudad que tu recuerdas ya no regresará jamás. Como no regresaron Ashengold, ni Frum, ni Acbet ni tantas otras. Sobrevivieron, renacieron entre sus cenizas y algunas florecieron como en su antigüedad, pero ninguna de ellas recuperó el pasado. El resplandor de hoy y el resplandor de mañana nunca es el mismo resplandor. Las grandezas y las miserias de los hombres siempre son similares, pero jamás idénticas.

―¿No es obligación de un hombre luchar contra la injusticia? El arrepentimiento es la virtud de los cobardes, ningún valiente se resignaría a la espera mientras sus hermanos comparecen ante el verdugo.

―El futuro de un pueblo no depende de la supervivencia de uno o mil tiranos, sino de insignificancias que son imposibles de prever incluso para los nigromantes más hábiles. Kalhat no depende de la barbarie de Elm, sino de la destreza de tu olfato.

―No comprendo vuestras palabras. ¿Cómo podría mi olfato enfrentarse a la impiedad de Uk?

―Debes aprender a desentrañar el sentido oculto de la apariencia. En la conclusión de una batalla, nada significa la presencia del general en el campo o su retirada a un promontorio seguro. Sin embargo, será decisivo que el caballo de un correo sea alegre en la carrera. De ese animal dependerá que quién comanda fuerzas y decide estrategias obtenga esa información que permitirá alterar un flanco armado o interrumpir el avance de tal o cuál escuadra. ¿Y dónde se decidirá la victoria? ¿En la mente del más astuto de los generales? ¿O en el taller del herrero que ha descubierto cómo templar el metal de una espada para que su filo gane en suavidad y su hoja en resistencia?

―Tus palabras guardan una sabiduría que no alcanzo en su plenitud. Comprendo la importancia del caballo o el herrero, pero no consigo relacionar su enseñanza con los acontecimientos que vivimos en la actualidad. ¿No sería preferible que un nuevo Consejo retomara el poder?

Adsler me observó con benevolencia, atizó el fuego del hogar y procedió a responder a mi pregunta.

―Ningún Consejo asumirá el poder, porque el Consejo ya ha desaparecido para siempre. Debemos inclinarnos ante los imperativos del presente, los acontecimientos que se avecinan reclaman la estabilidad de nuestro gobierno.

―Pero el gobierno estable de un tirano es una tiranía, que nunca será favorable al progreso del pueblo. A pesar de tus palabras, no titubearé en la lucha contra el déspota. ¡Los crímenes de los mercenarios de Uk exigen venganza! ―Y con esta suave crítica pretendía que Adsler confesase por qué no había puesto su intelecto al servicio de la sublevación.

―Existen razones que aconsejan nuestra prudencia. Tu sangre es joven, por tanto demasiado ardiente. Comprendo que te repugne la injusticia y desees el castigo de quien origina tantos males, pero considera que Elm es un símbolo. Detrás de él se aboceta el brazo de Uk, y tras Uk encontramos un enjambre de desalmados. Estos últimos son los verdaderos artífices de la brutalidad. Uk no es nada sin sus mercenarios, y Elm es un títere al servicio de su general.

―Elm nos precipitará hacia la extinción si permitimos que se prolongue esta locura ―señalé a mi maestro.

―Ni siquiera me consta que sea responsable de sus actos. Acabar con los desmanes de la tropa no requeriría la muerte del tirano sino el exterminio de los soldados, o al menos su reducción hasta un número inofensivo. Tú y yo contamos con las ventajas del lobo, pero aún así nuestras fuerzas son escasas. Tampoco procede la rebeldía, porque carecemos de quien aglutine las fuerzas y nos dirija a la victoria. Zhor hubiera sido nuestro hombre, pero su auxilio es imposible. Y no podemos escoger a quien lo sustituya temporalmente, porque los apóstoles de nuestra causa fueron las primeras víctimas del terror. Elm ha puesto buen cuidado en eliminar a sus enemigos.

―¡Todos somos responsables de nuestros actos! El mal de la lluvia roja nos librará de Elm, de Uk y los soldados. Quizás sea conveniente forzar que la naturaleza se incline a nuestro favor y permitir que la fortuna avale nuestros propósitos.

―No siempre el azar se aliará con nuestra necesidad. Considera que la lluvia roja también afecta a los habitantes de Kalhat. Piensa en tus padres, en tus amigos, piensa en ti mismo. ¿Por qué supones que eres inmune al mal?

―Bastaría con administrar el posible antídoto según nuestra conveniencia. No es necesario el ejercicio del poder, basta con ostentarlo adecuadamente ―insistí sin convicción.

―Es más fácil dominar a un hombre que dominar a una multitud. ―añadió anticipándose a mis pensamientos―. El pueblo es voluble y fácil de dirigir durante un tiempo, pero también es el protagonista de su destino. A veces se detiene antes de escoger una alternativa, y cuando elige no siempre respeta la prudencia. El sentido del lobo se nos revela superior. Considera ahora que es posible dirigir los actos de Elm. Las decisiones serán rápidas y el camino escogido cierto con mayor probabilidad que si la elección respondiese a la vaguedad humana. Kalhat no puede titubear mientras se dirige al encuentro de la Reina Negra.

Durante los siguientes días mi maestro no se pronunció sobre Elm, ni sobre Kalhat ni sobre ningún otro aspecto que merezca el interés de este relato. Se limitó a proseguir sus desvelos en el laboratorio y visitar los bosques para reponer algunos productos requeridos en sus experimentos. Lo acompañé en algunas ocasiones, no porque demandase mis servicios, sino por opinar que la inactividad entorpece las facultades del hombre y percibir en aquellas tareas recolectivas un estímulo beneficioso. Recogimos hierbas nocturnas y diurnas, que difieren en las calidades de sus savias, así como tierras que mi maestro estimaba especialmente valiosas. Después, en el laboratorio, me inicié en el alambicado de aceites y esencias. Reconozco que no fui demasiado útil. Mis labores se redujeron al mantenimiento general, limpieza y otras rutinas que no exigen habilidades especiales. Alguien debía enjuagar los instrumentos y prevenir que la ebullición no se prolongase más de lo especificado en los libros. Me complazco en suponer que la insignificancia de mis esfuerzos sirvió para que Adsler revisara sus anotaciones más cuidadosamente.

También visitamos el escenario de la tragedia y descubrimos que en las calles de Kalhat los enfermos expiraban sin que nadie les ayudase al buen morir. No aprobé esta actitud de mis vecinos. Comprendo que tomar la mano del agonizante no es grato, pero los principios de la solidaridad invitan a soportar la amargura y permitir el tránsito de quien reclama consuelo. Durante estas salidas piadosas, Adsler aprovechaba para estudiar los efectos del mal y socorrer a los moribundos con algún preparado curativo. A veces administró una pócima para mitigar la desazón del dolor o recogió muestras de orina, sangre y otros humores, que más tarde estudiaba en la intimidad de su laboratorio y cuyo análisis lo entretenía hasta las primeras luces del alba. Desafortunadamente, tuvo que desatender numerosas peticiones de auxilio. Sus estudios sobre la enfermedad eran más importantes que luchar contra lo que no admitía remedio.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

jueves, 15 de enero de 2015

Kalhat VIII

- VIII -

Llegaron tres hombres a caballo. Tres hombres que sostuvieron una entrevista con Elm y partieron en cuanto sus monturas se recobraron de las fatigas del camino. Volvieron unos días después, junto a otros hombres que también llegaron precedidos por el relinchar de sus cabalgaduras. Unos vinieron en corceles enjaezados con el boato de la magnificencia y otros en pollinos tan escuálidos que apenas sostenían el peso de sus jinetes. Pronto se esparcieron por las calles de Kalhat como una marea de provocación y violencia.

La primera disputa llegó por el querer de una mujer. Tras unas palabras donde brillaron los insultos, las divergencias se solventaron en mitad de la calle. Nadie intervino ni a favor ni en contra de los contendientes, la pugna transcurrió en un ámbito casi privado, entre dos hombres y unos pocos espectadores que velaban por que se respetasen las pautas del honor. No importa cual fue el desenlace del duelo, apenas una semana después, el cadáver de nuestro vecino aparecía degollado en el mismo escenario de la disputa. Nadie dudó de quién era el responsable del crimen. Se exigió el castigo del culpable y, ante la desgana con que se atendieron nuestras súplicas, se nombró una comisión que se entrevistaría con Elm en demanda de justicia.

Siete miembros de Consejo, varones de reconocida probidad, exigieron a Elm que se respetaran las leyes de Kalhat.

―Ya habéis expuesto vuestras razones. La noble lid, según las normas sagradas, el acatamiento de un resultado que salvaguarde todos los honores y el regreso de la mujer a la custodia de su padre ―concedió Elm, mientras se acariciaba la cabeza en un gesto que parecía estudiado para acompañar la solemnidad de sus decisiones―. Ahora, os anticiparé el futuro. Mañana os azotarán en la plaza y después se os encerrará en una jaula hasta que solo quede de vosotros un montón de huesos.

A los habitantes de Kalhat se nos obligó a presenciar el castigo de aquellos siete ancianos. Es dificil comprender ahora porque nadie alzó su protesta ante lo desproporcionado y criminal de la sentencia. Quizás la rapidez con que acontencieron los hechos y la sorpresa puedan explicar nuestra pasividad. En nuestro descargo cabe argumentar la férrea vigilancia de los hombres de Elm, siempre bajo la disciplina impuesta por Uk, que había reclutado una corte de delatores para mejorar la seguridad de su señor. La sentencia se cumplió en una plaza. Recuerdo el restallido del látigo, los gritos de los condenados y las risas de Elm, que parecía disfrutar con el espectáculo del dolor. Al principio eran gritos vigorosos, como correspondía proferir a unos cuerpos donde aún rebosaba la vida. Después fueron apagados, apenas suspiros y estremecimientos que se repetían a cada golpe del verdugo. Concluido el castigo, los soldados introdujeron a las víctimas en la jaula que descansaba sobre una plataforma improvisada en mitad de la plaza. Elm parecía satisfecho cuando se retiró en compañía de su guardia. Una decena de lanceros custodiarían aquel lugar mientras los gusanos y las aves completaban la profecía de Elm.

Erigido en general y lugarteniente de Elm en el curso de una noche de licores, Uk arrestó a los miembros del Consejo que habían sobrevivido a la primera purga. Se les acusaba de traición y, sin más dilaciones, comparecieron ante el hacha del verdugo. Después, ya desembarazado de cuantos podían ensombrecer su autoridad, Elm dispuso que se reprimiese a los sediciosos con la máxima dureza. Fue el pretexto utilizado por Uk y sus mercenarios. Primero en la impunidad de la madrugada, cuando se escuchaba el relinchar de los caballos y cualquiera que hubiera destacado por su valentía era arrancado del lecho y ejecutado en mitad de la calle. El mismo Uk se ocupaba en darle muerte con una diestra maniobra del cuchillo o atravesando su pecho con una lanza, pero a veces, ya porque el infortunado le suscitara algún rencor o porque sintiera revitalizados sus instintos animales, posponía su eficacia y se inclinaba por estrangular al presunto sedicioso. Nunca ocultó que le complaciese sentir cómo se apagaba el pulso de su víctima, ni que le fascinara la mirada que se detiene ante las brumas postreras, o que en cada espasmo de la agonía encontrase un placer superior a otros deleites terrenales. Varias rebeliones se alzaron contra la opresión y varias rebeliones fueron extinguidas por los sicarios del déspota. En la intimidad de un cuarto reservado o entre el alboroto de cualquier festejo, Uk desenvainaba la espada y los soldados arremetían contra quienes despertaban la sospecha de su general.

La primera etapa del terror concluyó tan rápido como se había iniciado. Uk descansaba bajo un toldaje de campaña cuando descubrió que lo observaban desde las penumbra de una vivienda. Inmediatamente se detuvo al culpable.

―Me has mirado mal ―declaró Uk irguendo su cuerpo encorvado mientras esbozaba una mueca que descubría las singulares aristas de su dentadura.

El acusado balbuceó una excusa, pero Uk fue implacable en su veredicto. Desenvainó el cuchillo y pareció que se disponía a segar la vida del curioso. Pero no ejecutó la pena máxima, se inclinó por otro castigo menos cruel. Aproximó el cuchillo al rostro del condenado, y, con un rápido movimiento, le vació el ojo derecho.

―Esto te enseñará a mirarme mejor ―y los soldados festejaron la brutalidad de su general.

Desde ese mismo instante, Uk, halagado por las adulaciones de sus hombres, consideró que el escarnio y la burla eran aún más dulces que la muerte. Aumentaron los atropellos, las vejaciones y el exceso de cualquier índole, pero procurando que la víctima conservase su último aliento. No era extraño encontrar cuerpos tendidos en mitad de la calle o descubrir que alguien se arrastraba en la umbría de un portal.

Tras la embocadura de cualquier ronda, en la demora de una encrucijada o entre las revueltas de un pasaje, se escuchaba un estrépito de caballos y los soldados del Uk se disponían a torturar a un inocente. Se multiplicaron los ancianos heridos, las jóvenes afrentadas por el acoso de los caballos y los hombres sometidos al furor de los jinetes. Se castigaba con dureza la cobardía de las víctimas, y aún con más dureza se castigaba el valor de quién se resistía a implorar la piedad de aquellos desalmados. Aún aletea en mi memoria el ejemplo de dos hermanos que sufrieron el castigo con la entereza que siempre había caracterizado a su familia. No sé cual fue el motivo de la detención, probablemente algún pretexto imaginado por Uk, pero me consta que cada hermano soportó su dolor sin pronunciar una súplica que alegrase el rostro de sus torturadores.

En cuanto a Adsler y a mí, confieso que fue muy sencillo eludir las acometidas de los soldados, porque el instinto del lobo nos advertía con tiempo suficiente para encontrar un refugio. Pronto descubrimos que ningún peligro amenazaba nuestras vidas. Solo dos veces nos encontramos Adsler y yo ante los hombres de Uk. La primera fue en el centro de una plaza. Escuchamos un galope que se acercaba por varias calles al unísono y los jinetes nos rodearon antes de que encontrásemos un escondite. Un soldado desenvainó la espada e intentó abalanzarse sobre Adsler. Supongo que mi captura era una hazaña que carecía de interés ante la perspectiva de doblegar a un hombre ya maduro y curtido en la adversidad. Se desbocó el caballo del soldado y el caballo del segundo soldado que se aproximó a mi maestro. Posé la mano sobre una de las monturas y al instante el animal huyó como azuzado por la espuela. Nos rodeó un caos de bestias que reconocían en nosotros al lobo.

El siguiente encuentro con los mercenarios de Elm sirvió para corroborar aquella revelación. Fue entre las sombras de una calleja descolorida, y aunque hubiésemos podido ocultarnos, preferimos aguardar la llegada de los jinetes. Uk cabalgaba entre sus hombres. Apenas acertó a contener su montura mientras escapábamos entre un laberinto de caballos sin dueño. Reconozco que me complací en la proximidad de los soldados y me demoré un instante, contradiciendo los deseos de mi maestro, para constatar que las cabalgaduras se resistían a embocarse por donde transitaba el espíritu de licántropo, y para sentir cómo el sudor de las bestias se había impregnado con los efluvios del miedo. Después cesaba en mi demora y permitía que las huestes del tirano se internasen en una calle desierta.

Inesperadamente, una caravana rompió el aislamiento de Kalhat y nos asaltó un vendaval de rufianes y meretrices que llegaban para vender alegría a quien se acompañase de una bolsa generosa. Acamparon en un horizonte próximo a donde se habían alzado las chabolas de los mercenarios, y proclamaron su llegada con un festejo que despertó las pasiones de aquellos hombres perseguidos por la soledad. Una semana después nos sorprendía la llegada de otra caravana. También de bueyes famélicos que arrastraban los carromatos y parecía que se derrumbaran a cada paso, también de gentes que venían de confines remotos. Hasta que un tropel de indeseables se adueñó de nuestras vidas y Kalhat se convirtió en escenario de los pecados del mundo. Abundaban los tahúres que perseguían la renta del juego, los mercaderes que embaucaban a los curiosos con su charlatanería de salón, los prestidigitadores que a la velocidad de la centella esquilmaban la fortuna de cualquier alma cándida, y otro sinfín de especímenes más o menos partidarios de la vida regalada. Además, cada noche se nos obsequiaba con un espectáculo de meretrices que exhibían su desnudez para regocijo y codicia de posibles clientes.

¿Qué puedo alegar en mi defensa? ¿Cómo podía sustraerme al reclamo del placer? Los hombres de Elm, atemperados por la satisfacción del deseo, habían reemplazado sus diversiones criminales por esas otras diversiones que les ofrecían los profesionales del entretenimiento, y yo, que me inflamaba entonces con el ardor de la juventud, me arropé con la excusa de la mayoría y casi inmediatamente me convertí en asiduo a las mesas de juego. Era fácil deambular entre ingenuos y tramposos sin despertar suspicacias. También admito que me subyugaba la danza de las meretrices y me detenía en los alrededores de cualquier hoguera donde una de aquellas diosas mostraba la belleza de su cuerpo. Se distraían mis pupilas en los senos que se remataban con un fruto rosado y suculento, en el vientre que se mecía al compás de la música o en el pubis que a veces se desplegaba para sus admiradores como una invitación a la felicidad. Y mi mirada era como una caricia o un beso lánguido que se depositara sobre el objeto del amor. En el vértigo de los senos, el ascenso de las nalgas o el milagro de la maternidad. Sentía que me dominaba el frenesí de la lujuria y pronto no buscaría esa hembra por que suspiraba en la intimidad de mi alcoba, sino a esa otra mujer, no tan hermosa y codiciada, quizás no tan dulce y etérea, pero que se encontraba a mi lado en el momento preciso y sabía confiarme unas palabras que cantaban el dónde y cómo se satisfaría mi deseo.

Hasta que llegó la lluvia roja. Un incendiarse del poniente, un resonar de las tormentas y sobre Kalhat cayó una agua espesa y sucia. A cada gota le sucedía la mancha de barro que remitía los colores al ocre y posaba un sedimento de tristeza. Un estruendo monótono en los tejados, la desventura de una ciudad sin color, susurros en el corazón de las gentes. Cesó la danza de las meretrices, cesó el parloteo de los vendedores de nada y cesó la fortuna de los tramposos. Solo aquella monotonía sin sentido y el presentimiento de que una nueva calamidad amenazaba nuestras vidas. Rostros que se guarecían bajo el cobijo de una manta, rostros que inspeccionaban las figuras del lodo, rostros que atendían al deslizarse de las aguas. Recuerdo el silencio de Adsler mientras se abstraía en la contemplación de la lluvia. El tiempo se deslizaba lentamente, empañado con el velo del tedio, e incluso las obligaciones cotidianas eran un motivo de hastío. Si preparaba el desayuno, si encendía el hornillo de la chimenea, si adecentaba la alcoba sentía que mi ánimo se derrumbaba como el promontorio de arena enfrentado al aliento del huracán. Así un día y otro, la misma pesadumbre, el mismo sopor, la misma indiferencia. Lluvia roja que entristecía las montañas y los valles, lluvia roja que eclipsaba la esperanza y sumergía el mundo en amargura.

Aunque remitió el tedio de la lluvia roja, nos equivocamos al suponer que habían concluido nuestras desdichas. En algún lugar, quizás en una alameda o en el patio de una vivienda, un animal quedó atrapado por el barro rojo. Murió el animal, como tantos otros animales que sucumbieron entre el barro, y su cuerpo se descompuso en un enjambre de gusanos. Atendiendo a razones misteriosas, los fluidos de la corrupción no se degradaron según los senderos habituales de la muerte. Quizás alcanzasen un cauce de aguas vivas o encontraran la libertad en manos de un niño o un loco. Una familia enfermó en el declinar de la tarde, y en los sucesivos días cinco cadáveres esperaron en su ataúd. Se multiplicaron las defunciones y Kalhat se convirtió en un cementerio donde las fosas comunes reemplazaron a los túmulos solitarios. Los muertos se enterraban sin más garantías de salubridad que un poco de cal para garantizar la pulcritud de la sepultura. En las calles, las gentes se derrumbaban fulminadas por el mal y allí expiraban, sin que nadie se atreviese a intervenir en su auxilio. Si los primeros síntomas, la aparición de la pústulas y la tristeza de la piel, aparecía en el interior de una vivienda, se sellaban puertas y ventanas, se repetían los ensalmos, se aplicaban las tinturas y se hervían las infusiones recomendadas por las mejores curanderas. Era inútil, después perecerían los vecinos de las viviendas contiguas y de las siguientes viviendas, hasta que la pureza del fuego atajara el avance de la enfermedad. Ningún remedio era efectivo, ninguna precaución era válida.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

jueves, 1 de enero de 2015

Kalhat VII

- VII -

Presentí el regreso de Adsler casi tres horas antes de que entrase en la cabaña donde Zhor me había velado durante las jornadas que siguieron a mi accidente. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, acaso por inquietud o anhelo de independencia, me había trasladado a este nuevo domicilio desde el hogar que siempre recordaré como el escenario de mi infancia. Quizás, en la vida de todo hombre llega un momento en que se enfrentan el hábito y la seguridad del techo paterno con la pujanza de un albedrío independiente. Pero no me extenderé en las causas que originaron mi decisión. Bastará con añadir que el deseo de libertad me asaltó de madrugada, que entre las tinieblas de mi alcoba recogí cuanto consideré necesario para mi vida futura, y que salí poco después del mediodía, con el consentimiento y la bendición de mi padre. Debo añadir que mi madre no comprendió ninguno de los argumentos que expuse para justificar aquel abandono, pero respetó mi criterio en todo momento y me ofreció su ayuda para instalarme en el nuevo hogar.

Me entretenía en desempaquetar los últimos enseres e instalarme en la cabaña de Zhor, donde me había acomodado abusando de su hospitalidad, cuando sentí la proximidad de Adsler como una presencia cercana, aunque no inminente. Aceleré mis afanes de pulcritud y aún tuve tiempo para disponer un refrigerio con que honrar a mi amigo. Me había acomodado en una mecedora junto al fuego, cuando se abrió la puerta.

―¡Bienvenidos sean los peregrinos! ―exclamó Adsler―. Disculpa que ni siquiera me haya entretenido en llamar. Sé que me esperabas ―añadió mientras se desprendía de un pesado equipaje.

―¡Bienvenido seas! ―repliqué sin disimular mi contento―. Tu regreso es para mi un motivo de felicidad.

―Observo que el cachorro de lobo ha remodelado su existencia. Era inevitable ―y Adsler se concedió unos instantes de reflexión―. También me aguarda un suculento manjar.

―Celebro que tu olfato reconozca mis progresos en el arte culinario―. Y me apresuré a servirle a mi amigo lo que había preparado para festejar nuestro reencuentro.

Al júbilo inicial le siguió silencio. Mientras aplacaba el hambre, Adsler simuló que le complacían mis quehaceres domésticos, pero su pensamiento vagaba muy lejos de Kalhat. Solo cuando habíamos saboreado el último de los platos se dispuso a satisfacer mi curiosidad.

―Si me preguntas por Zhor, te responderé que ignoro su paradero, que ignoro si triunfará en la misión que absorbe sus energías y que ignoro si aún se encuentra con vida. Lo acompañé más tiempo del que había previsto inicialmente. El camino que conduce al Bosque de Piedra es intrincado incluso para un hombre como Zhor, y mis recuerdos eran demasiado turbios como para perfilar un mapa o describir las irregularidades del terreno. Atravesamos la ciudad de Ashengold, recorrimos las selvas de Frum y los lagos de Darheil, cruzamos el desierto de Is y el reino de las lamias, y por fin accedimos a las llanuras heladas de Nom.

―Nadie puede salvar esa distancia en tan poco tiempo―. Las palabras enmudecieron en mi garganta. Una mirada de Adsler había bastado para que comprendiese que ese alguien hubiera podido ser yo mismo. Zhor no era un hombre normal, Adsler tampoco.

―Corrimos día y noche. Tanto Zhor como yo sabemos relajar los músculos en el esfuerzo. No es difícil, apenas se precisan unos rudimentos técnicos y contar con suficiente práctica. Como muy bien te explicaron tus mayores, Nom es un desierto donde se reúnen los vientos del norte. La nieve y el hielo son los señores de aquellos parajes. La nieve, el hielo y las panteras que obedecen a la Reina Negra.

―¿Encontrasteis a sus hijas? ―me atreví a preguntar.

―Varias veces. Durante la noche y el día, pero eludimos su vigilancia. Las hierbas de la invisibilidad, recordarás que conozco una untura para disimular el olor de Zhor, me sorprendieron con una eficacia superior a la recordada por mi memoria. Nos deslizamos junto a varios grupos de panteras sin que sospechasen nuestra presencia, y me despedí de Zhor en la encrucijada donde nace el camino hasta el bosque de piedra.

―Confiemos en que se cumplan nuestras previsiones. ¿Cómo ves el futuro de Kalhat? ―pregunté sin demasiada confianza.

―No me atrevo a asegurar que perdido, aunque sospecho que existen pocas esperanzas. Zhor y yo escapamos a las hijas de la Reina porque la inminencia del ataque a Kalhat había atenuado el celo que usualmente demuestran en la defensa de su territorio.

―¡Pero ocultabais vuestros olores!

―El olfato no es el único sentido. Jamás hubiésemos escapado a una pantera que escuchara entre la desolación de los páramos.

―Solo podemos confiar en el éxito de Zhor ―comenté apesadumbrado.

―¡Te equivocas, debemos prepararnos para la lucha! No podemos encomendar nuestro destino a un solo hombre.

―¿Alcanzaremos la victoria?

―Aunque Kalhat no derrote a la Reina Negra, su ejemplo servirá a otras ciudades que encontrarán esperanza en su sacrificio. Nuestro fin no será vano.

Ignoro qué pensamientos entretuvieron a mi maestro. Unas veces, por la expresión de su semblante, me pareció que se entretenía en resolver un enigma, otras que se ocupaba en encontrar un resquicio en la trama de la Reina Negra, y en todas que nada saciaba su conocimiento. Tampoco puedo precisar qué imágenes se deslizaron por mi mente. Me esforcé por comprender, pero me constaba que era un esfuerzo inútil. La complejidad de las circunstancias me hubiera exigido, además de una sabiduría que solo se obtiene con el concurso de los años, un conocimiento de la historia más nítido que el alcanzado por mi maestro. ¿Cómo se enfrentaron otras razas a la Muerte Negra? ¿Cuál fue la primera ciudad castigada por la Reina? ¿Cuándo se adueñaron las panteras de la meseta de Nom? Ni siquiera ahora, asistido por una experiencia más dilatada que la de cualquier hombre, sería capaz de remontarme más allá de la certeza que hubiera alcanzado aquel día. La única diferencia entre ayer y hoy obedece al recelo infundido por los años y el conocimiento de que ciertos hechos se repiten cíclicamente.

¡Qué difícil es aunar los privilegios de la juventud y las virtudes que emanan de la prudencia! Recuerdo mi excitación ante las palabras de Adsler, y recuerdo que no comprendí cómo podíamos aguardar mientras Zhor se exponía a la muerte. ¿Acaso no era nuestro amigo? ¿No importaba su fortuna? Después he aprendido a esperar los acontecimientos, pero entonces interrumpí a mi maestro.

―¿Qué será de nosotros si Zhor perece entre las llanuras de Nom?

―¿Quienes somos nosotros? ¿Yo? ¿Tú? ¿Kalhat? ¿Algunos elegidos que solo tú conoces, el común de la humanidad? ―me reprochó Adsler con un desapego que sorprendía por inesperado.

―No lo sé. Imagino que todos nosotros ―respondí confundido.

―Tú y yo somos motas de polvo en el infinito. Kalhat tampoco es nada, apenas una casualidad en el curso del tiempo. ¿Qué importa lo que suceda con nosotros?

―¡Pero Kalhat no puede desaparecer! ―balbuceé sin entusiasmo.

―Si Kalhat desaparece, mañana amanecerá de nuevo. Y si Kalhat no desaparece, también amanecerá mañana ―sentenció Adsler.

No me atreví a insistir, las palabras de mi maestro me parecieron fruto del cansancio del viaje y quizás el hastío. Los fantasmas del tiempo me han enseñado que aquellas palabras encerraban una terrible verdad. Pero no profundizaré en las razones de Adsler, porque temo que jamás alcanzaría la lucidez de su entendimiento y prefiero encomendarme al silencio.

―Infórmame de la situación en Kalhat ―me pidió Adsler―. ¿Quién sustituye al Predicador?

Satisfice la curiosidad de mi maestro con cuantos detalles me parecieron oportunos, respondí a varias cuestiones que pretendían esclarecer algunos pasajes de mis confidencias, y me extendí en los aspectos de la narración que juzgué más significativos. Por supuesto, improvisé un esbozo de las nuevas peculiaridades físicas de Elm, lo que provocó el interés, la sorpresa y el posterior recelo de Adsler. En general me parecieron acertadas sus preguntas, aunque me sorprendió que se interesase por ciertos detalles cuyo significado trascendendía a mi conocimiento. Recuerdo que se interesó por el olor que flotaba sobre Kalhat.

―¿Estas seguro de que es el mismo olor que percibiste en las manos de Elm, quizás proveniente de las vendas?

―Sí, es inconfundible. No comprendo por qué se ha extendido sobre Kalhat ―respondí sin disimular mi extrañeza.

―¿No conoces su origen?

―Supongo que obedece a la floración de alguna planta o al reclamo que anuncia el celo de cualquier especie animal.

―Me temo que tus suposiciones son erróneas. ¡Olfatea el aire! ¿Qué perciben tus sentidos?

―Un millar de olores, entre los cuales se halla el olor que reclama nuestra atención, afrutado y áspero.

―¿No percibes también un cierto olor a podrido? ―y Adsler parecía dudar de mi destreza.

―No, o quizás sí.

―Tu olfato aún no es lo suficientemente sensible. Para mí ese hedor es tan nítido como el que impregna las calles de Kalhat.

―No comprendo qué interés tiene para nuestro futuro ―respondí con cierta aspereza.

―Te lo explicaré en su momento. Antes debo confirmar una sospecha. ¿Eres capaz de distinguir de dónde proceden los olores que llegan hasta Kalhat? No, naturalmente que no ―se respondió Adsler a sí mismo―. Acompáñame, te mostraré el origen de esta pestilencia. Busquemos primero algo que nos sirva para excavar en la tierra.

Pronto habíamos relegado las comodidades junto al fuego y nos internábamos en los bosques cercanos a Kalhat. Otros olores comenzaban a perfilarse entre los árboles. De savias y musgos, de pájaros e insectos, de agua y cieno. Y el olor a podrido señalado por mi maestro. Me avergoncé de la torpeza de mis sentidos.

―¡Es repugnante! ¡Otros olores no me parecen tan fétidos!

―Alguno incluso te parecerá agradable. Pero existen más esencias en el aire.

―Todavía se percibe el olor que impregna Kalhat, aunque más difuso ―me atreví a comentar.

―En efecto, se percibe el mismo olor de Kalhat, pero no es el olor de Kalhat. Espera, nos apartamos del rastro. Hacia la derecha.

Vadeamos un entramado de riachuelos y ascendimos dos o tres pendientes que para mis ojos eran escarpadas, pero para mis piernas apenas suponían esfuerzo. Seguimos un camino abierto entre la hierba y nos internamos en la maraña vegetal. Adsler se detuvo y señaló un promontorio en la espesura.

―Hemos alcanzado nuestro destino. ¡Buscaremos aquí!

Los murmullos de las paletadas de tierra me parecieron el único sonido del bosque. Flotaba un olor tan nauseabundo que pronto me vi obligado a posponer la excavación. Adsler continuó la tarea mientras yo me aliviaba a unos pasos de distancia. Apenas me había repuesto cuando observé que en la fosa yacía el cadáver de un lobo.

―¡Es terrible! ¡Apenas puedo soportar la náusea! ―balbuceé sobrecogido por las arcadas que atenazaban mis entrañas.

―Solo porque la víctima es un lobo. ¿Aprecias unas marcas alrededor del cuello del animal?

―¿Qué significan? ―pregunté aturdido por el hedor que confundía mi pensamiento.

―Significan que este lobo ha sido cautivo. Y si reparas allí, entre los huesos, descubrirás la flecha que sesgó su vida.

―¿Dónde conducen tales suposiciones?

―Te ruego que identifiques los olores ―susurró Adsler.

―El de la podredumbre, el que flota sobre Kalhat y el de mil flores y resinas―. También percibía algo más, un aroma humano.

―¡Efectivamente! ¡El olor de Elm! Y reflexiona sobre una circunstancia singular ―añadió mi maestro―. Kalhat queda a nuestra espalda. Observa la dirección del viento y comprenderás que te confunden dos olores iguales en su esencia.

―Cierto, pero no comprendo vuestro argumento ―y no tuve reparo en admitir mi ignorancia.

―El olor que aún flota sobre Kalhat y el olor de esta tumba responden a idéntico motivo. La rabia del consejero y la rabia de este lobo son la misma rabia. Ahora bien, este lobo fue cautivo y lo tocaron las manos de Elm. Las mismas manos que se aprestaron a restañar la herida que el consejero sufrió al cortarse con una copa que, no lo olvides, se rompió merced a la torpeza del mismo Elm. No es difícil recolectar la saliva de un lobo enfermo si ese lobo sucumbe ante el arquero. Bastaría con impregnar unas vendas con esa saliva y la maldición de la rabia se transmitirá sin más que rozar los labios de una herida.

―¿Entonces? ―pregunté sobrecogido por aquel descubrimiento.

―Kalhat se ha confiado a un asesino.


Blas Meca, con licencia Creative Commons