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jueves, 1 de enero de 2015

Kalhat VII

- VII -

Presentí el regreso de Adsler casi tres horas antes de que entrase en la cabaña donde Zhor me había velado durante las jornadas que siguieron a mi accidente. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, acaso por inquietud o anhelo de independencia, me había trasladado a este nuevo domicilio desde el hogar que siempre recordaré como el escenario de mi infancia. Quizás, en la vida de todo hombre llega un momento en que se enfrentan el hábito y la seguridad del techo paterno con la pujanza de un albedrío independiente. Pero no me extenderé en las causas que originaron mi decisión. Bastará con añadir que el deseo de libertad me asaltó de madrugada, que entre las tinieblas de mi alcoba recogí cuanto consideré necesario para mi vida futura, y que salí poco después del mediodía, con el consentimiento y la bendición de mi padre. Debo añadir que mi madre no comprendió ninguno de los argumentos que expuse para justificar aquel abandono, pero respetó mi criterio en todo momento y me ofreció su ayuda para instalarme en el nuevo hogar.

Me entretenía en desempaquetar los últimos enseres e instalarme en la cabaña de Zhor, donde me había acomodado abusando de su hospitalidad, cuando sentí la proximidad de Adsler como una presencia cercana, aunque no inminente. Aceleré mis afanes de pulcritud y aún tuve tiempo para disponer un refrigerio con que honrar a mi amigo. Me había acomodado en una mecedora junto al fuego, cuando se abrió la puerta.

―¡Bienvenidos sean los peregrinos! ―exclamó Adsler―. Disculpa que ni siquiera me haya entretenido en llamar. Sé que me esperabas ―añadió mientras se desprendía de un pesado equipaje.

―¡Bienvenido seas! ―repliqué sin disimular mi contento―. Tu regreso es para mi un motivo de felicidad.

―Observo que el cachorro de lobo ha remodelado su existencia. Era inevitable ―y Adsler se concedió unos instantes de reflexión―. También me aguarda un suculento manjar.

―Celebro que tu olfato reconozca mis progresos en el arte culinario―. Y me apresuré a servirle a mi amigo lo que había preparado para festejar nuestro reencuentro.

Al júbilo inicial le siguió silencio. Mientras aplacaba el hambre, Adsler simuló que le complacían mis quehaceres domésticos, pero su pensamiento vagaba muy lejos de Kalhat. Solo cuando habíamos saboreado el último de los platos se dispuso a satisfacer mi curiosidad.

―Si me preguntas por Zhor, te responderé que ignoro su paradero, que ignoro si triunfará en la misión que absorbe sus energías y que ignoro si aún se encuentra con vida. Lo acompañé más tiempo del que había previsto inicialmente. El camino que conduce al Bosque de Piedra es intrincado incluso para un hombre como Zhor, y mis recuerdos eran demasiado turbios como para perfilar un mapa o describir las irregularidades del terreno. Atravesamos la ciudad de Ashengold, recorrimos las selvas de Frum y los lagos de Darheil, cruzamos el desierto de Is y el reino de las lamias, y por fin accedimos a las llanuras heladas de Nom.

―Nadie puede salvar esa distancia en tan poco tiempo―. Las palabras enmudecieron en mi garganta. Una mirada de Adsler había bastado para que comprendiese que ese alguien hubiera podido ser yo mismo. Zhor no era un hombre normal, Adsler tampoco.

―Corrimos día y noche. Tanto Zhor como yo sabemos relajar los músculos en el esfuerzo. No es difícil, apenas se precisan unos rudimentos técnicos y contar con suficiente práctica. Como muy bien te explicaron tus mayores, Nom es un desierto donde se reúnen los vientos del norte. La nieve y el hielo son los señores de aquellos parajes. La nieve, el hielo y las panteras que obedecen a la Reina Negra.

―¿Encontrasteis a sus hijas? ―me atreví a preguntar.

―Varias veces. Durante la noche y el día, pero eludimos su vigilancia. Las hierbas de la invisibilidad, recordarás que conozco una untura para disimular el olor de Zhor, me sorprendieron con una eficacia superior a la recordada por mi memoria. Nos deslizamos junto a varios grupos de panteras sin que sospechasen nuestra presencia, y me despedí de Zhor en la encrucijada donde nace el camino hasta el bosque de piedra.

―Confiemos en que se cumplan nuestras previsiones. ¿Cómo ves el futuro de Kalhat? ―pregunté sin demasiada confianza.

―No me atrevo a asegurar que perdido, aunque sospecho que existen pocas esperanzas. Zhor y yo escapamos a las hijas de la Reina porque la inminencia del ataque a Kalhat había atenuado el celo que usualmente demuestran en la defensa de su territorio.

―¡Pero ocultabais vuestros olores!

―El olfato no es el único sentido. Jamás hubiésemos escapado a una pantera que escuchara entre la desolación de los páramos.

―Solo podemos confiar en el éxito de Zhor ―comenté apesadumbrado.

―¡Te equivocas, debemos prepararnos para la lucha! No podemos encomendar nuestro destino a un solo hombre.

―¿Alcanzaremos la victoria?

―Aunque Kalhat no derrote a la Reina Negra, su ejemplo servirá a otras ciudades que encontrarán esperanza en su sacrificio. Nuestro fin no será vano.

Ignoro qué pensamientos entretuvieron a mi maestro. Unas veces, por la expresión de su semblante, me pareció que se entretenía en resolver un enigma, otras que se ocupaba en encontrar un resquicio en la trama de la Reina Negra, y en todas que nada saciaba su conocimiento. Tampoco puedo precisar qué imágenes se deslizaron por mi mente. Me esforcé por comprender, pero me constaba que era un esfuerzo inútil. La complejidad de las circunstancias me hubiera exigido, además de una sabiduría que solo se obtiene con el concurso de los años, un conocimiento de la historia más nítido que el alcanzado por mi maestro. ¿Cómo se enfrentaron otras razas a la Muerte Negra? ¿Cuál fue la primera ciudad castigada por la Reina? ¿Cuándo se adueñaron las panteras de la meseta de Nom? Ni siquiera ahora, asistido por una experiencia más dilatada que la de cualquier hombre, sería capaz de remontarme más allá de la certeza que hubiera alcanzado aquel día. La única diferencia entre ayer y hoy obedece al recelo infundido por los años y el conocimiento de que ciertos hechos se repiten cíclicamente.

¡Qué difícil es aunar los privilegios de la juventud y las virtudes que emanan de la prudencia! Recuerdo mi excitación ante las palabras de Adsler, y recuerdo que no comprendí cómo podíamos aguardar mientras Zhor se exponía a la muerte. ¿Acaso no era nuestro amigo? ¿No importaba su fortuna? Después he aprendido a esperar los acontecimientos, pero entonces interrumpí a mi maestro.

―¿Qué será de nosotros si Zhor perece entre las llanuras de Nom?

―¿Quienes somos nosotros? ¿Yo? ¿Tú? ¿Kalhat? ¿Algunos elegidos que solo tú conoces, el común de la humanidad? ―me reprochó Adsler con un desapego que sorprendía por inesperado.

―No lo sé. Imagino que todos nosotros ―respondí confundido.

―Tú y yo somos motas de polvo en el infinito. Kalhat tampoco es nada, apenas una casualidad en el curso del tiempo. ¿Qué importa lo que suceda con nosotros?

―¡Pero Kalhat no puede desaparecer! ―balbuceé sin entusiasmo.

―Si Kalhat desaparece, mañana amanecerá de nuevo. Y si Kalhat no desaparece, también amanecerá mañana ―sentenció Adsler.

No me atreví a insistir, las palabras de mi maestro me parecieron fruto del cansancio del viaje y quizás el hastío. Los fantasmas del tiempo me han enseñado que aquellas palabras encerraban una terrible verdad. Pero no profundizaré en las razones de Adsler, porque temo que jamás alcanzaría la lucidez de su entendimiento y prefiero encomendarme al silencio.

―Infórmame de la situación en Kalhat ―me pidió Adsler―. ¿Quién sustituye al Predicador?

Satisfice la curiosidad de mi maestro con cuantos detalles me parecieron oportunos, respondí a varias cuestiones que pretendían esclarecer algunos pasajes de mis confidencias, y me extendí en los aspectos de la narración que juzgué más significativos. Por supuesto, improvisé un esbozo de las nuevas peculiaridades físicas de Elm, lo que provocó el interés, la sorpresa y el posterior recelo de Adsler. En general me parecieron acertadas sus preguntas, aunque me sorprendió que se interesase por ciertos detalles cuyo significado trascendendía a mi conocimiento. Recuerdo que se interesó por el olor que flotaba sobre Kalhat.

―¿Estas seguro de que es el mismo olor que percibiste en las manos de Elm, quizás proveniente de las vendas?

―Sí, es inconfundible. No comprendo por qué se ha extendido sobre Kalhat ―respondí sin disimular mi extrañeza.

―¿No conoces su origen?

―Supongo que obedece a la floración de alguna planta o al reclamo que anuncia el celo de cualquier especie animal.

―Me temo que tus suposiciones son erróneas. ¡Olfatea el aire! ¿Qué perciben tus sentidos?

―Un millar de olores, entre los cuales se halla el olor que reclama nuestra atención, afrutado y áspero.

―¿No percibes también un cierto olor a podrido? ―y Adsler parecía dudar de mi destreza.

―No, o quizás sí.

―Tu olfato aún no es lo suficientemente sensible. Para mí ese hedor es tan nítido como el que impregna las calles de Kalhat.

―No comprendo qué interés tiene para nuestro futuro ―respondí con cierta aspereza.

―Te lo explicaré en su momento. Antes debo confirmar una sospecha. ¿Eres capaz de distinguir de dónde proceden los olores que llegan hasta Kalhat? No, naturalmente que no ―se respondió Adsler a sí mismo―. Acompáñame, te mostraré el origen de esta pestilencia. Busquemos primero algo que nos sirva para excavar en la tierra.

Pronto habíamos relegado las comodidades junto al fuego y nos internábamos en los bosques cercanos a Kalhat. Otros olores comenzaban a perfilarse entre los árboles. De savias y musgos, de pájaros e insectos, de agua y cieno. Y el olor a podrido señalado por mi maestro. Me avergoncé de la torpeza de mis sentidos.

―¡Es repugnante! ¡Otros olores no me parecen tan fétidos!

―Alguno incluso te parecerá agradable. Pero existen más esencias en el aire.

―Todavía se percibe el olor que impregna Kalhat, aunque más difuso ―me atreví a comentar.

―En efecto, se percibe el mismo olor de Kalhat, pero no es el olor de Kalhat. Espera, nos apartamos del rastro. Hacia la derecha.

Vadeamos un entramado de riachuelos y ascendimos dos o tres pendientes que para mis ojos eran escarpadas, pero para mis piernas apenas suponían esfuerzo. Seguimos un camino abierto entre la hierba y nos internamos en la maraña vegetal. Adsler se detuvo y señaló un promontorio en la espesura.

―Hemos alcanzado nuestro destino. ¡Buscaremos aquí!

Los murmullos de las paletadas de tierra me parecieron el único sonido del bosque. Flotaba un olor tan nauseabundo que pronto me vi obligado a posponer la excavación. Adsler continuó la tarea mientras yo me aliviaba a unos pasos de distancia. Apenas me había repuesto cuando observé que en la fosa yacía el cadáver de un lobo.

―¡Es terrible! ¡Apenas puedo soportar la náusea! ―balbuceé sobrecogido por las arcadas que atenazaban mis entrañas.

―Solo porque la víctima es un lobo. ¿Aprecias unas marcas alrededor del cuello del animal?

―¿Qué significan? ―pregunté aturdido por el hedor que confundía mi pensamiento.

―Significan que este lobo ha sido cautivo. Y si reparas allí, entre los huesos, descubrirás la flecha que sesgó su vida.

―¿Dónde conducen tales suposiciones?

―Te ruego que identifiques los olores ―susurró Adsler.

―El de la podredumbre, el que flota sobre Kalhat y el de mil flores y resinas―. También percibía algo más, un aroma humano.

―¡Efectivamente! ¡El olor de Elm! Y reflexiona sobre una circunstancia singular ―añadió mi maestro―. Kalhat queda a nuestra espalda. Observa la dirección del viento y comprenderás que te confunden dos olores iguales en su esencia.

―Cierto, pero no comprendo vuestro argumento ―y no tuve reparo en admitir mi ignorancia.

―El olor que aún flota sobre Kalhat y el olor de esta tumba responden a idéntico motivo. La rabia del consejero y la rabia de este lobo son la misma rabia. Ahora bien, este lobo fue cautivo y lo tocaron las manos de Elm. Las mismas manos que se aprestaron a restañar la herida que el consejero sufrió al cortarse con una copa que, no lo olvides, se rompió merced a la torpeza del mismo Elm. No es difícil recolectar la saliva de un lobo enfermo si ese lobo sucumbe ante el arquero. Bastaría con impregnar unas vendas con esa saliva y la maldición de la rabia se transmitirá sin más que rozar los labios de una herida.

―¿Entonces? ―pregunté sobrecogido por aquel descubrimiento.

―Kalhat se ha confiado a un asesino.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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