Google+ Literalia.org: diciembre 2013

viernes, 27 de diciembre de 2013

Navidad de ayer

A esos días diferentes


Entré en la despensa por casualidad, aprovechando que la abuela me había dejado solo en la cocina de la casa nueva, para que la inspeccionara a mi gusto mientras ella regresaba al porche del patio, donde los fogones viejos aún le servían para elaborar sus mejores guisos. Encendí la luz y pensé que a veces la abuela tenía costumbres extrañas y había que comprenderla porque era mayor. El abuelo la conocía bien y buscaría primero en el patio, donde vivían los perros y rebrotaban los jazmineros en primavera. Ahora hacía mucho frío y se habían encendido las estufas del porche y cerrado los ventanales, porque era diciembre y el aire se había convertido en hielo. Todo era blanco y se mostraba mustio si no muerto, congelado por aquel frío que partía las piedras y pulverizaba el aliento.

La despensa se separaba de la cocina por una puerta entreabierta que dejaba entrever una luz diferente, más blanca quizás. Sentí una atracción irresistible, miré alrededor para cerciorarme de mi soledad y atravesé la puerta de la despensa, que inmediatamente entorné a mi espalda. El espacio era apretado pero suficiente, dispuesto por la abuela para que todo se encontrase en el lugar adecuado. Una pequeña ventana se ocupaba de mantener ventilada la estancia, porque allí se curtían los embutidos de la última matanza y los fiambres del cerdo se curaban con el viento serrano. Ardía el frío de las cumbres a mi alrededor, pero el abrigo y un gorro de lana me protegían eficazmente. Se olía a escarcha y a nieve lejana, a resina de pino y a hielo azul, a los aromas de las carnes embutidas y al picor de las especias.

Reconozco que tuve miedo. Aunque sabía que esperaba allí, buscarlo entre los enseres de la despensa me inspiraba una especie de temor culpable. Lo suponía acechando desde cualquier lugar oscuro, quizás oculto tras los estantes, entre las ollas amontonadas o las cajas de refrescos, tras las bombonas de gas o más allá de los tablones apilados junto a los cubos. Caminé muy despacio, procurando que no me delatase ningún ruido. Me puse de puntillas para alcanzar al segundo estante y distinguí bultos que supuse platos, cazuelas, sartenes, y formas de máquinas que no había visto nunca y no imaginaba para que servían. Eran muy antiguas, al menos me lo parecieron en una primera impresión. Reconocí algunas que había visto cuando vinimos a la matanza del cerdo, como los barreños de piedra que igual servían para amontonar vísceras que para llevar la ropa a los tendederos del patio, junto a los perros, que era un sitio donde había que tener cuidado, porque los perros podían morder si los interrumpías comiendo. Era preciso respetar su intimidad, según decía el abuelo. También descubrí una balanza y un juego de pesas, junto a una romana como la que había visto en los libros, donde se explicaba que servían para medir y se mostraba su funcionamiento. Yo veía la forma e imaginaba las muescas en el metal para señalar las divisiones del peso, y me parecía casi mágico, porque sin haberlo visto antes sabía que aspecto debía tener y cómo funcionaba, y eso me hacía sentirme importante, porque sabía cosas que otra gente no sabía, solo por haberlas leído en un libro.

Cerca del techo, aireadas por los vientos helados, las longanizas, los encurtidos, las sobrasadas, los morcones y otras delicadezas aguardaban para satisfacer a quienes nos sentaríamos a la mesa. Más abajo, en los estantes superiores de la despensa, a salvo de mi alcance, las galletas y los chocolates aguardaban en sus cajas. Recuerdo las latas, con sus colores estridentes o suaves, con su alma metálica bajo las pinturas de la decoración. Azules y dorados, algunos tonos crema y estridencias rojas, pero contenidas, sin que lo inundasen todo. Eran dibujos bonitos, de casas en la campiña, con sus prados al fondo y ríos que se precipitaban entre peñascos. Siempre me gustaron esas latas de galletas, tan preciosas y lejanas.

Escuché un sonido a mi espalda y me volví rápidamente. Lo descubrí al fondo, entre unos sacos. Me acerqué y el pavo se escondió despacio. Parecía un animal triste y resignado a su suerte, pero fue una impresión pasajera porque apenas se movió y pronto lo vi como lo que era, un pavo que solo estaba acurrucado en un rincón. Sus plumas me parecieron brillantes solo en algunos lugares, en general me pareció un animal sucio y poco afortunado, aunque sentí una cierta compasión al comprender que pronto sería reclamado por los pucheros de la abuela. Pero él no comprendía su destino y sólo estaba allí, esperando pacientemente a que sucediese algo, porque los pavos no piensan mucho más.

Continué paseando entre los estantes y dejé atrás al animal, que permanecía acurrucado sin mostrar ningún signo de actividad. Mi inspección me llevó a alzar la vista al techo, donde se alineaban los embutidos en unos ganchos que colgaban de los travesaños de las vigas. Las salchichas caían de unas perchas a las que parecían abrazadas, más allá se amontonaban mortadelas, sobrasadas, blancos, morcones y otras partes del cerdo que ni siquiera conocía de oídas. Los jamones, enormes y con unos recipientes pequeños, clavados en su extremo, para que no gotease la grasa, se distinguían en un lugar que me pareció de privilegio por su proximidad a la ventana abierta, tras la que se veía una cordillera de montañas. Mi abuela era diestra en curar embutidos y planteaba la ubicación de cada pieza en la despensa con una obstinación inflexible. A cada altura le correspondían cosas diferentes, y todo se ordenaba con una lógica desconocida para mí, pero de algún modo minuciosa y precisa.

No sé cuanto tiempo estuve inspeccionando la despensa. El pavo apenas se limitó a estremecerse un par de veces y continuar con su sueño. Por mi parte descubrí las frutas glaseadas, de las que encontré un trozo que supuse ignorado para todos, y también los polvorones, los rollos, las aleluyas y los alfajores de canela, las tortas de naranja y manteca, una caja de galletas de mantequilla y chocolates de varias clases. Uno estaba abierto y mostraba en su interior plateado una pareja de cromos que alguien había sacado de sus fundas protectoras y olvidado en contacto directo con el chocolate, que los había manchado en una esquina. Recuerdo su olor intenso, que se mezclaba con el olor de los pegamentos del papel, o al menos me lo parecía a mí, porque cuando tocaba el papel el olor era aún más intenso.

Escuché la puerta de la cocina un instante antes de que Juan Carlos entrase en la despensa y reparase en mí, que permanecía en pie sin saber qué excusa me libraría de culpa. Juan Carlos me ordenó silencio poniendo un dedo sobre su boca, apagó la luz, que yo había dejado encendida, y me anunció en voz baja que la abuela se encontraba entretenida al otro lado del patio, en la cocina antigua, con el abuelo y varios de mis tíos, que habían encontrado por el camino de los escalones, así que habían llegado todos juntos y estaban en la cocina del patio, donde se entretendrían bastante tiempo. El había venido a la despensa para satisfacerse por su cuenta, porque Joaquín le había confesado que los embutidos y las tortas de la abuela eran extraordinarios este año. El cerdo sacrificado en otoño había salido bueno como otras veces salía malo, y la consecuencia se guardaba en la despensa. Se reconocía impaciente, así que había venido a tomar un anticipo.

Juan Carlos señaló el pavo a mi espalda y dijo que era grande, muy grande. Luego sonrió un instante y añadió que haría un buen caldo. Quedé embelesado por el colmillo de oro que relucía en su boca.

-No te preocupes, los pavos no hacen nada. Este es muy grande pero tampoco hará nada porque es un pavo.

-¡Ya sé que no hace nada! ¡Es un pavo! -exclamé consciente de que era inofensivo.

-¿Qué haces aquí? ¿Lo sabe la abuela? ¡Déjalo, no hace falta que contestes! ¿Has probado la longaniza? Tiene un aspecto magnífico -añadió Juan Carlos sin esperar mis respuestas.

-Estaba aquí, en la cocina, con la abuela, pero me dejó solo. Estoy viendo cosas mientras la espero.

-El secreto para que la abuela no descubra que pellizcas la longaniza es cortar siempre por el lado que ella usa para probarla, y luego ajustar las altura en la percha -dijo Juan Carlos mientras pellizcaba la salchicha roja y distribuía las alturas para que las dos mitades colgasen igualmente.

-Yo no alcanzó -añadí a modo de disculpa, como si conociese todo lo demás.

-Come y calla, que aún estás muy verde. Súbete al estante para llegar hasta aquí. Pie derecho, mano derecha y después pie izquierdo mano izquierda -concluyó Juan Carlos, para que reparase en lo fácil que era escalar los estantes. Luego reparó en mi altura y me señaló bajo unos fardos.

Encontré una escalera y me alcé hasta llegar a los anaqueles superiores. Desde arriba se distinguían ollas y botellas alineadas, que inmediatamente despertaron mi interés. Tomé el trozo de longaniza que me tendía Juan Carlos y luego lo acompañé entre los blancos y las sobrasadas. Me indicó calma, que aguardase un instante, y rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una pequeña navaja de empuñadura nacarada. La abrió ante mis ojos y permitió que me entretuviese en el brillo de la hoja, antes de proceder a cortar un par de blancos y reajustar los extremos que colgaban de la percha. Después encontró el tocino del abuelo, que esperaba sobre un anaquel poco más abajo, y con la misma navaja de hoja reluciente cortó dos lonchas generosas, que acompañó con un poco de pan de trigo, hecho por la abuela en el horno de leña, con su receta secreta, como siempre. Debo reconocer que el abuelo tenía buen paladar, porque el tocino y el pan de la abuela casaban de modo insuperable. Así lo entendió Juan Carlos, que me invitó a repetir, esta vez una lámina delgada, para que nuestro abuso no dejase huella.

Siguieron las tortas de canela, de almendra y miel, y las de naranja que la abuela preparaba con mi madre y mis tías, que ponían tanto primor en la cocina que su presencia garantizaba el éxito de la receta. La navaja también sirvió para el chocolate, que Juan Carlos solo se permitió de la tableta empezada, porque la abuela era suspicaz y era preferible evitar disgustos. Sacó los cromos de sus estuches y me los entregó en un gesto de complicidad que me pareció digno de agradecimiento. Asentí al detalle y me dejé vencer por el sabor de la mezcla de naranja y chocolate que se deshacía en mi boca. Un sabor extraordinario, como no he encontrado otro igual. Juan Carlos me hizo un gesto para que permaneciera en silencio y prestase atención. Se escucharon voces, risas, alegría, felicidad de estar por casa.

Joaquín entró limpiándose la nieve. Nos miró un instante, como si apenas le importase nuestra presencia, y preguntó con una inocencia no del todo sincera.

-¿Habéis probado el embutido? ¡Con este frío debe estar buenísimo! -aseguró mientras escalaba unos estantes hasta llegar a la longaniza que colgaba en lo más alto.

-Tomamos lo nuestro, tu sírvete lo tuyo. Te veo bien hermano ¿Cómo va todo?

-Los negocios mejor y ahí fuera se están entonando ¿Habéis probado los rollos?

-No los encontrarás mejores. Este año la abuela ha descubierto la proporción exacta entre la almendra y la canela. Serán casualidades.

-Las abejas y los almendros, que rinden buena cosecha y preparan el año nuevo -sentenció Joaquín mientras tomaba un pellizco de la torta y, después de lamer cuidadosamente el primer azúcar, mordía un poco y dejaba que la pasta se fundiese entre sus dientes. Masticó repetidamente, con los labios bien cerrados, y entornó los ojos un instante-. Tienes razón hermano, están superiores ¿Probaste el licor de padre?

-Madre se enterará si tocas el licor de padre -advirtió Juan Carlos.

-Lo sabrá de todas formas, porque falta una fila completa de onzas de chocolate y rompiste el orden en las bandejas de rollos. También escarbaste entre la fruta confitada.

-¡No lleva tan bien la cuenta! -alegó Juan Carlos.

-¡La lleva perfectamente! Además, sois dos, así que somos tres metiendo la mano en la despensa. Nos descubrirá seguro, nos reñirá un poco y ya está, así que olvídate y terminemos nuestro arreglo cuanto antes. ¿Probaste el orujo de padre? -preguntó de nuevo Joaquín mientras abría la botella y flotaba el olor áspero y meloso del orujo.

-No, estábamos con las tortas de naranja y casi habíamos terminado nuestra inspección, ¿verdad? -respondió Juan Carlos, dirigiéndose a mi.

-Si, estábamos terminando -confirmé en voz baja. Me sorprendió que Joaquín tuviera tantas canas con lo joven que era.

-¡Toma un trago hermano! ¡Para ti no hay! -añadió dirigiéndose a mi, mientras ofrecía una copa de orujo a Juan Carlos.

-¡Este año es fuerte! -protestó Juan Carlos mientas el orujo le abrasaba la garganta.

-A padre le gustará -confirmó Joaquín tras el primer trago.

El pavo se levantó bruscamente, quizás atraído por el olor que flotaba en el aire. Joaquín lo señaló con el dedo y coincidió en que era enorme y la abuela conseguiría un caldo magnífico. Después sirvió un segundo vaso de orujo a Juan Carlos y repitió él también, para brindar con su hermano. En un instante brilló la complicidad fraternal y, como si el brindis estuviese incompleto, miraron al pavo y me miraron a mí. Juan Carlos, tomándome del brazo, me preguntó si sabría guardar un secreto. Naturalmente asentí, porque era mayor y ya había guardado secretos antes. También me ofrecí para colaborar en lo necesario, pero Joaquín aseguró que bastaría con que me mantuviese lejos y no supiese nada ante la abuela, que quizás me preguntase distraídamente dónde había estado, algo que solía hacer para indagar en las andanzas de todos. Me aparté hacia donde me indicaron y me dispuse a presenciar lo que fuese.

El pavo debió intuir algo, porque se levantó de su cesto muy inquieto e intentó escapar hacia un lado. Joaquín se descolgó de los estantes y cayó ante él, que alzó el cuello y desplegó las alas. Me pareció enorme y permanecí atrapado por el color escarlata de su moco. Escapó hacia Juan Carlos, hasta que percibió la emboscada. Aleteó al retroceder y sentí el viento de sus alas, que removía el aire frío de la despensa con un fundirse de todos los olores, incluido el suyo, acre y bastante espeso. Casi instantáneamente, Joaquín inmovilizó al pavo y lo mantuvo con las alas abiertas, para que Juan Carlos comprobase su verdadero tamaño, que en ese momento me pareció descomunal. No podía apartar la mirada de aquella cabeza calva y encarnada, casi carmesí en el enorme moco que parecía despeñarse desde su pico. Inesperadamente, los dedos de Joaquín irrumpieron en la escena que contemplaban mis ojos, y con un diestro apretar abrieron el pico del pavo, que permaneció completamente vencido, con el cuello bien estirado y la cabeza apuntando al techo. Después Juan Carlos escanció cuidadosamente el orujo del abuelo sobre el pico bien abierto del pavo, que bebió, bebió y bebió hasta consumir mas de un cuarto de la botella. Recuerdo las burbujas de aire ascendiendo por el interior del vidrio. Después Joaquín soltó al pavo y Juan Carlos ocultó la botella donde le pareció que pasaría desapercibida. Se miraron y rompieron a reír. Yo reí también, del mismo modo sordo y apagado.

El pavo se alejó hacia un otro extremo de la despensa y permaneció en pie, con las alas bien plegadas y el cuello alzado para contemplarnos mejor. Me pareció orgulloso y decidido a vender muy cara su derrota. De repente algo pareció desajustarse en su interior. Saltó repetidamente hacia la derecha y perdió el equilibrio junto una pilada de cajas. Se levantó titubeando y sorprendido, se irguió un poco y trastabilló hasta el otro lado de la despensa, donde llegó tambaleante y apresurado, para estrellarse contra unas bateas que habían contenido cebollas. De nuevo se puso en pie y avanzó hacia nosotros, pero su paso era tan torpe que de nuevo cayó al suelo sin que hubiese mediado tropiezo alguno. Tres o cuatro veces más intentó escapar hacia algún lugar, pero parecía que hubiese perdido el sentido de la distancia y confundiera las sombras con objetos reales. Después avanzó como pudo, a veces arrastrándose, hasta un rincón entre penumbras, donde definitivamente se rindió al orujo y quedó en calma, aunque temblando, como si tuviese frío o miedo de nosotros. Joaquín y Juan Carlos me explicaron que el orujo del abuelo era demasiado fuerte para el pavo, y que la abuela lo encontraría durmiendo. Después de reiterarme que lo allí sucedido era nuestro secreto, me anunciaron que saldríamos por separado, para no levantar sospechas. Yo saldría primero, porque había estado allí mucho tiempo.

En el cobertizo del patio esperaban todos, alrededor de la mesa de madera, entretenidos en probar esto y aquello que comeríamos después, con el porrón de vino y una jarra de cerveza que se turnaban para rellenar todos los vasos. Mis tías se arremolinaban junto a sus esposos y los fogones de la abuela, de donde cada poco salía algo para probar. Me perdí entre mis primos y fuimos a ver a los perros, que habían comido y no eran ya peligrosos. Yo no jugué mucho porque no me inspiraban demasiada confianza, pero los acaricié con cuidado. Oí que la abuela ya preparaba el pavo y que había buscado a Joaquín y Juan Carlos, que nadie sabía donde paraban, al parecer habían ido a entrevistarse con un vecino. A mi también me buscaba la abuela, aunque había dicho que lo mío esperaría hasta luego. Continué con mis primos y procuré no ser demasiado visible.

Nos abrigaron con gorros y bufandas para atravesar el patio, donde todo se había convertido en blanco. La casa grande apenas se veía, de tanta nieve que flotaba, pesada o arremolinándose en algún quiebro del aire. El cielo era gris y denso, con pesados brillos blancos que salpicaban la oscuridad del fondo y eran el hielo mismo que cuajaba en las nubes. Intentamos cruzar rápido, pero Joaquín y Juan Carlos nos sorprendieron con unas bolas de nieve que animaron la diversión de todos los presentes. Jugamos hasta que la abuela dijo que serviría la sopa entrásemos o no. Corrimos hasta la casa y nos sacudimos la nieve.

La chimenea estaba encendida con un fuego alegre, y el comedor era cálido y acogedor. El abuelo se entretuvo en avivar el fuego, mientras Juan Carlos y Joaquín le ayudaban con la leña. Revoloteamos entre las sillas y escogimos los asientos hasta acomodarnos. Los mayores bebieron vino y cerveza y nosotros refrescos. Después de las almendras, las nueces y las aceitunas vinieron el caldo del pavo con sus pelotas y sus fiambres cocidos con patata y apio, y después las frutas y los postres de almendra, el mazapán y las confituras glaseadas. Llegaron los licores y se alegró la sobremesa. El abuelo levantó la botella de orujo, que sopesó en su contenido. Alzó su copa y anunció en voz alta que no le importaba como había llegado el sabor de su orujo al pavo de la abuela, pero que todas nuestras faltas domésticas quedaban olvidadas en favor de la navidad, y que brindaba por ese pavo extraordinario que había dejado el regusto de su orujo en nuestros paladares. Juan Carlos, Joaquín y yo nos miramos y sonreímos en silencio. Alzamos nuestras copas a tiempo con los demás y brindamos por la navidad del pavo.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 20 de diciembre de 2013

Asesinas (Al otro lado del viento)

A los que esperan al otro lado


Dejé el poblado el día que cayó vapor blanco del cielo y todos murieron. Unos desconocidos me dijeron que encontraría mejor vida en el norte. Anduve muchas lunas hasta que alcancé un territorio peligroso y me uní a otros hombres que también llegaban de alguna parte y se dirigían hacia el norte. Una noche atacaron los leones y hubo muchos muertos. Corrimos en la oscuridad y los supervivientes nos reunimos después, a salvo y todavía con miedo. También nos atacaron otros hombres, que nos robaron lo poco que teníamos y se consolaron apaleando a uno escogido al azar. Escapamos y nos perdimos en la selva. Muchos desaparecieron para siempre porque no sabían encontrar el norte, pero yo lo había aprendido de un hombre sabio. Recuerdo las noches interminables, oculto en cualquier agujero o encaramado en un árbol, asustado por el rugir de las bestias, por las arañas y las hormigas. Casi me rendí durante el tormento de las nubes de mosquitos y las travesuras de los monos, pero escapé a la selva.

Ante mí se abrió un mundo como jamás pudo imaginarse. Todo era arena, en un horizonte ilimitado. En la lejanía encontré un punto que era un pueblo de donde salían caravanas que atravesaban el desierto. Quise emplearme en una, para cuidar a los animales y escapar al otro lado, pero me dijeron que no les faltaba nada, que volviera con dinero y entonces me admitirían. Un amigo me explicó qué era el dinero y cómo hacer para conseguirlo, aunque también dijo que él no tenía mucha suerte. Conseguí dinero pero fue muy poco, hasta que encontré a unos hombres que habían matado a otro y me ofrecieron una recompensa por no decir nada. No entendí cual era mi mérito, pero tomé lo mío y conseguí el pasaje.

Busqué algo de comida y mucha agua, porque era importante. También compré algo de ropa para las noches, que eran frías; aún guardaba mucho dinero. Me sumé a la caravana y partimos al oscurecer, atravesando una gran puerta que abría el desierto. El primer camellero era un hombre que había vencido a leones y mostraba sus colmillos colgando de un amuleto en el cuello. Su piel era muy negra, quizás más azul que la mía. Tenía los ojos y la sonrisa muy blancos y grandes. Creo que le di lástima y fue mi amigo, dijo que le recordaba a un hermano que también fue al norte. El nunca había ido, pero conoció a muchos que jamás volvieron. Los leones los había cazado en su juventud, de eso hacía ya mucho tiempo. Vivía de camellero y no le iba mal, a menudo recalaban en poblados e incluso ciudades, donde había mujeres y bebida. Mucho peor que en el norte, donde todo era mejor, pero suficiente para quien ya soñaba con arenas.

El camellero me ayudó a entender lo importante de cada momento. Me advirtió que me intentarían robar el agua, que era lo más preciado, y me señaló los escondites mejores para ocultarla, entre sus propios odres. Me fié, porque no tuve otro remedio, y custodió mi agua durante todo el viaje. También me aconsejó que racionase la comida, porque al final pasaría hambre. Pronto se cumplieron sus palabras y empezó la sed. Se sucedieron los robos de agua y todos sufrimos por igual. Hubo muertos por apuñalamiento ente las dunas, pero nunca nos detuvimos por nadie y mi agua se mantuvo a salvo. Al final el camellero me regaló un puñal de hoja ondulada y una alfombra, para que me protegiesen de los peligros, que serían muchos y quizás no concluyeran nunca. Nos despedimos y me perdí en la ciudad enorme.

Conseguí más dinero limpiando establos y ayudando en los prostíbulos para interrumpir las riñas, que alborotaban mucho y eran malas para el negocio. Soy fuerte y eso me ayudó, nunca tuve que desenvainar la daga de hoja ondulada, oculta entre mis ropas por si la necesidad demandaba su servicio. La ciudad era muy grande y pensé en quedarme, porque tenía dinero y trabé confianza con algunas mujeres. Pero una noche separé a unos borrachos que se pegaban, y continué con ellos porque se dirigían hacia una ciudad aún más lejana, en la frontera con el norte. Me olvidé de la vida cómoda y no regateé en el precio, que me pareció caro. Les pagué por adelantado y me invitaron a una ronda, pero no bebo cuando trabajo y de negué su invitación amablemente.

Atravesamos a toda velocidad una llanura interminable, encaramados en el cielo de un camión que corría mucho. Me dijeron que no pararíamos nunca porque el vehículo tenía un sistema de válvulas y bidones de combustible que le permitía realizar el viaje en una sola etapa. Pasé mucha hambre, mucho calor y mucho frío, porque el camión no se detuvo nunca, para nada. Me tapé con la alfombra y dormí con la daga de hoja ondulada entre mis manos. Algunos cayeron por descansar en mal momento o por aliviarse en falso. Yo tuve buen agarre y pocas ganas, quizás porque arrastraba mucha hambre y mis necesidades eran pocas. Sobreviví engarrotado hasta que los muertos fueron tantos que sobró espacio y pude acomodarme mejor. Los últimos días fueron largos y tristes, por los que habían caído tan cerca del norte. Me dije que la suerte también cuenta y recé una oración antigua que aprendí en el poblado, antes del vapor blanco. Atravesamos una montañas de paisajes inexplicables y cumbres blancas que llamaron nieve. El frío era áspero y el camino se había helado, pero el camión siguió con su ruido de siempre, porque había pasado por allí muchas veces.

La ciudad tenía mar y era bonita. Las calles estaban inundadas de gente, pero era fácil saber quienes veníamos del sur, porque éramos más negros y más pobres. Ni siquiera el más rico de nosotros era rico allí, porque habíamos llegado a la frontera y al otro lado todo era mejor. Me dijeron que debía subir una colina a las afueras del pueblo y en la noche saltar una valla, que era altísima y erizada de terribles defensas. Con mi alfombra para dormir y mi daga como único equipaje, fui al mercado a robar algunos víveres, porque tenía hambre y al final me habían robado el dinero. Disimulando entre los puestos me encontré con un hombre blanco, que me sorprendió por no ser tan blanco como decían. Su pelo era amarillo y sus ojos azules, lo que me pareció muy extraño. Parecía amable y hablaba una lengua extranjera que supuse que debería aprender para vivir entre ellos. Tuve un mal presentimiento y pensé que no me acostumbraría a vivir con hombres tan blancos, pero el descuido de un frutero me proporcionó algunas manzanas y un racimo de dátiles. Ya no pensé en otra cosa.

Dormí en el bosque de la colina y esperé con otros hombres que también saltarían la valla que nos separaba del norte. Se veían soldados marchando en guardias interminables, y contaban el tiempo para descubrir cuando se abría un hueco en la vigilancia de los militares. Después de una semana, todos coincidían en que era imposible burlar tanta perseverancia a plena luz, y que el único modo era saltar sobre aquella valla terrible durante la noche. Muchos regresaban vencidos por el miedo y la desolación, auxiliando a quienes habían perdido algo en la alambrada. Se procuraba que la luna fuese llena, para que las cuchillas brillasen y fuese más sencillo el salto. Supe que las cuchillas se llamaban asesinas, que alguno murió enredado y otros perdieron la hombría o quedaron gravemente heridos, con un brazo o una pierna donde fallaba la fuerza para siempre. Los hubo que usaron el ingenio para burlar las cuchillas, pero sirvió de poco por el movimiento de la valla, que se desprendía de sus asaltantes y los arrojaba al afilado vacío. La mayoría sólo sufrieron cortes profundos, aunque algunos se desangraron en la madrugada y fallecieron entre espasmos.

El hambre era atroz y aumentaban los crímenes. Acechábamos de noche y dormíamos de día, escondidos bajo el sol. A veces llegaban los guardias de la ciudad y nos dispersábamos, pero volvíamos siempre y rezábamos por los muertos. Día tras día, hasta que perdí la cordura y me dejé arrebatar por el brillo de las asesinas. Me dije que tras ellas esperaba el norte y que era imposible salvarlas, que el hombre blanco velaba sus umbrales y nadie podía pasar. Muchas veces pretendí disuadirme, pero aguardé el momento, cuando la luna convertía las tinieblas en plata difusa y las asesinas brillaban con la luz de mi destino. Esperé en silencio y escalé la valla despacio, con recelo y la daga de hoja ondulada entre los dientes. Hasta que llegué a las cuchillas, que brillaban con el fulgor de mil muertes. Las contemplé y asistí a mi vida cuando los leones me buscaban en la selva, en el desierto, bajo el polvo blanco de mi pueblo y cuando el camión dejaba un lastre de cadáveres a su paso. Tuve miedo al escuchar el murmullo que emitía el aire al rozar aquellas cuchillas que mataban al hombre y brillaban con el horror de la sangre. Me protegí con la alfombra, apoyé las manos y salté. La oscuridad arañó mi espalda y sentí un suspiro en el viento. Vi las estrellas al caer y pensé que era libre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 13 de diciembre de 2013

Asesinas

A los que no son como ellos


Las creó un niño, hijo de un herrero que guardaba los aperos de su oficio en un techado del patio. Encontró un ramal, no demasiado largo, de alambre de espino y, bien provisto de guantes protectores, se entretuvo en aplastar a golpe de martillo cada una de sus púas. No contento con esta exhibición de talento, se entretuvo en afilar las espinas aplastadas, hasta que las convirtió en toscas cuchillas. Enseñó la obra a su padre, que lo reprendió por su ingenio y ocultó aquel peligro entre otros muchos enseres del taller.

Vinieron malos tiempos y el herrero pensó en vender lo inservible. Un taladro de manivela que para nada valía, tres bancos del trabajo, el yunque y su peana, que requirieron tres hombres para su traslado, y un sinfín de minucias que sumaron una buena propina. Se cerraba el trato cuando el vecino resbaló y puso la mano donde no debía. Gritó y se descubrió una profunda herida entre sus dedos. El herrero lo ayudó a curarse con desinfectante y unas gasas, y pronto no quedó más que limpiar el suelo. Regresaron al lugar de la herida y descubrieron el espino afilado. Lo tocaron con precaución, cuidándose de su fiereza. No supieron como llamarlo y le preguntaron el hombre a su creador. Después de pensarlo un instante, el hijo del herrero aseguró que se llamaban asesinas. El vecino abrió mucho los ojos, como si tuviera una idea, y dijo que se las llevaba, junto a lo escogido antes. Pagó al contado y todos quedaron contentos.

El vecino fue al taller del pueblo con el espino aplastado y pidió que le hicieran lo que necesitaba para proteger una finca de su propiedad, repitiendo y mejorando el patrón que traía de muestra. El operario del taller dijo que sí, que era fácil, que lo harían en poco tiempo, y el vecino cercó su finca con un perímetro de asesinas que pondría a salvo su ganado. Tres lobos aparecieron muertos en un mes, enredados en aquellas cuchillas carniceras. Otros ganaderos conocieron su éxito y buscaron su consejo para prevenirse de las alimañas. A todos les vendió las asesinas, que obraron su cometido y protegieron los rebaños. La comarca prosperó y encontró eco en otras tierras, que de repente se vieron divididas por un mosaico de alambradas que eran granjas, lindes de trashumancia, prados colgados de la montaña. Los lobos desaparecieron mientras la ganadería prosperaba y todo fueron congratulaciones por el progreso.

Ya era rico el vecino cuando aceptó una oferta por su invento y se liberó del trabajo para siempre. Una gran empresa internacional, con recursos y bien relacionada, había comprado todos los derechos sobre las asesinas, que se consideraban una idea por investigar, con buenas perspectivas en los grandes mercados. La empresa encomendó a sus ingenieros un prototipo revolucionario. Estudiaron el modelo básico y se maravillaron de la malignidad del invento. Supieron de su eficacia con las bestias y que se había implantado en otros lugares para proteger del asalto y el robo. Funcionaba bien y su mención disuadía a los merodeadores, así que los ingenieros completaron sus cálculos y concibieron un corte de bordes serrados y diáfanos en la proporción precisa para obrar el mayor daño. Tuvieron miedo de las nuevas cuchillas, que parecían extender el peligro a su alrededor, e incluyeron en el diseño las oportunas guardas para garantizar su seguridad. El esfuerzo mereció muchos elogios y la pertinente compensación económica. En el horizonte pronto se perfiló un nuevo desafío, mejorar una máquina gigantesca, para desbrozar la selva.

Los responsables de la gran empresa, conocida por su ingenio en el mundo de la guerra, probaron la eficacia del nuevo producto comercial en los latifundios remotos, en las reservas animales y en las instalaciones del ejército. Las asesinas mostraron una eficacia máxima en todos los escenarios. Se calcularon costes, se estimaron beneficios y aclamó la existencia de una novísima tecnología, de depurada eficacia disuasiva y exquisita delicadeza con la inocencia, que mantenía la definición de los espacios y otorgaba una cierta comodidad en la supervisión de los perímetros protegidos.

Otros países vislumbraron el ahorro de proteger sus fronteras con una línea de asesinas de tan probada eficacia que el fabricante las garantizaba de por vida y prometía una tasa de error despreciable. Los números acallaban las dudas y se adjuntaron gráficos clarificadores. También se exhibieron las intimidades tecnológicas de su afilado, que perseguía el corte hasta las dimensiones de la materia. Por aclaraciones de los especialistas, se supo que las asesinas perseguían mejorar el efecto disuasorio, al incluir su peso entre otros daños mayores. Los aplausos y beneplácito merecieron todo el esfuerzo publicitario.

El renombre de las asesinas se extendió rápidamente. Primero un tímido ensayo en una linde que siempre había tenido dos dueños. Unas breves obras, con la oportuna alevosía, y quedó certificada la posesión ante la ley. Entonces se pensó a lo grande. Un país, un continente completo se desgajaría de sus iguales para reclamar una identidad que le otorgaba privilegios largamente merecidos por su historia. No cupieron las protestas ante un territorio soberano, y las máquinas fabricaron asesinas para aislar un mundo mejor. Trenes de vagones imponentes llegaron a las fronteras y se trabajó al unísono en un mismo perímetro de segmentos quebrados, hasta que todas las partes se unieron y brilló un continuo de afiladas cuchillas.

Pronto murió un hombre que no se resignó a su suerte. Intentó saltar sobre las asesinas y resbaló entre sus dientes. No hubo piedad para su osadía y se desangró allí mismo, sin que nada se pudiera hacer para salvarlo de aquellos alambres encrespados. Nada se dijo por no alarmar, pero otras muchas heridas y el saber de más muertes corroboró la eficacia letal de las asesinas, cuya sola mención espantaba a cuantos habían pensado en aventurarse al salto y mejorar su fortuna. La lenta migración que siempre había salvado las fronteras se contuvo ante un impedimento mayor. Las gentes se agolparon al otro lado, buscando una debilidad, ansiosos por burlar las defensas, pero las asesinas se mostraron implacables. Una noche, la avalancha fue tal que amanecieron empapadas en sangre, retorcidas por una carnicería de cuerpos que habían encontrado remate a todas sus desdichas.

Cayó una madre al saltar con su bebé atado a la espalda, y murieron muy enredados en las asesinas, pero los médicos dijeron que si bien era cierto que las cuchillas cortaban el hueso, esa no había sido la causa de la desgracia, y que sólo cabía atribuir la tragedia a la temeridad suicida de la mujer y a la extrema debilidad de su pasajero, tan desnutrido y triste que apenas sobrevivió a la caída. Se fue con un suspiro y un lento escapar de la vida, y al final el pobre inocente se apagó para siempre. Lo enterraron con muchos honores y se buscó a sus parientes para ofrecerles una compensación, pero no se encontró a nadie y hubo que desistir de la búsqueda.

Algunas voces se alzaron para clamar por la fraternidad humana, pero se les acalló con el argumento del peligro de las migraciones descontroladas, la expansión de enfermedades ya vencidas en el mundo mejor, y el carácter puntual de un incidente en cuya prevención se trabajaba con ahínco. Se sucedieron los debates, las tertulias, las conversaciones en foros ilustrados y profanos. Los políticos consideraron oportuno adherirse a la opinión de sus colegas extranjeros, y se manifestaron sobre la necesidad de mantener los tratados internacionales. Mucho se discutió sobre la conveniencia de acatar estos tratados, pero la dificultad para eludirlos era de una complejidad inabarcable. Los expertos trabajaron durante meses, hasta que se alumbró que todo se mantuviera en suspenso mientras se adoptaba una determinación. Entretanto habría de mantenerse la utilidad de los elementos disuasorios, para lo que se dispuso que un batallón de afiladores repasara el mordiente de las defensas, como se especificaba en el contrato de mantenimiento.

Al otro lado, las orillas del sur se poblaban de gentes enfrentadas al destino, hombres anónimos que llegaban en mareas incontenibles y esperaban su oportunidad. Muchos intentaron el salto y fue un horror de carnes rasgadas y gritos en la noche, pero el silencio guarda sus propios secretos y nada se supo a la luz del día, donde todo permaneció igual mientras el interés derivaba hacia otros aspectos más vivos de la actualidad. Solo las gentes de la frontera supieron de la vida al otro lado, de los fuegos para cocinar en sigilo, de los humos y olores cuando las primeras sombras disimulaban los asentamientos, de la febril actividad que se adueñaba de las colinas próximas y los campos de cultivo, con las hileras de puntos que descendían ladera abajo o se encaminaban hacia donde vencer a las asesinas se suponía más fácil. Nadie encontró una ventaja y a todos castigó la derrota. Algunos dicen que la frontera huele a desesperación y a sangre, que en el viento se escucha el silbido de mil agonías y que las cuchillas brillan como una invitación a escapar de la miseria, a vivir en otro mundo. Ellas aguardan bajo las estrellas, para rasgar las ilusiones y la carne, para matar la esperanza y alimentarse de la locura de sus víctimas, que acechan entre las sombras, más allá de la frontera, muy cerca de la muerte.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 6 de diciembre de 2013

Beso tu boca

A mi amor, que brilla cada día


Los barcos sobresalían en el muelle, con sus mástiles de madera altísimos, alzándose como fantasmas en mitad del crepúsculo. Las gaviotas revoloteaban entre las últimas luces, me recreé en la escena un instante más y pensé en aprovecharla en mi pintura. Algunos marineros se divertían en una taberna cercana, en el paseo se apresuraban los últimos caminantes, los estibadores regresaban de cobrar el jornal y para festejarlo entraron donde habían entrado los marineros. Me había propuesto compartir el estudio y llevaba carteles anunciando el alquiler, así que decidí sumarme a la multitud por si encontraba a alguien que le interesase mi oferta. Sería una noche animada y quizás te presentí por un instante.

Apareciste entre la niebla, confundida con siluetas que se perfilaban más allá de la lejanía. Vi tu imagen tras el cristal y mi pulso se aceleró porque te encontrabas muy cerca. Después se abrió la puerta y entrastes envuelta en el frío de la noche, que se perdió entre las voces de la gente. Me giré y te encontré apartándote el cabello, se cruzaron nuestras miradas y presentí ese discreto tatuaje que te marca como diferente. También confieso que me atrajo ese regusto a hembra que bebe en mil puertos y frecuenta todas las tabernas. Supuse que a tu lado las dificultades eran seguras, los peligros muchos y las riñas inevitables, pero no me importó, sólo supuso un estímulo. Eras como un desafío, la luz que surge y nos descubre predestinados. Para mi tengo una disculpa razonable, porque buscaba una estrella ganadora, algo aplicable a tí, que entendí como una clara fortuna a mi favor. Pero la suerte no se encontraba de nuestro lado aquella noche. Te atrapó el bullicio y huiste entre amigos mientras te perdías entre las nieblas del puerto.

De repente mi existencia fue triste porque no estabas. Te busqué en vano durante los siguientes días. En el rompeolas del faro, durante el amarre de los barcos, junto a los puestos de fruta, más allá de las calles que se pierden en el pueblo, arriba en la colina. Salí a tu encuentro en los rostros desconocidos y te presentí difusa, flotando en la armonía del conjunto, como el aura de una presencia deseada. También te sentí en el claroscuro de la mañana, en el eco de una voz anónima, en el ruido de la calle y el silencio de un parque lejano. La luz se desvaneció más allá de los edificios distantes y seguí buscando tu ausencia. Resonaron otras voces e imaginé tu imagen perdida en la insoportable lejanía.

Una y otra vez volví a los mismos lugares, para interrogar a la gente, para buscarte tras cada vidriera empañada, para saber donde te ocultabas. Me dije que era una obsesión y me negué a esa locura por una desconocida. Creo que me desvanecí en el banco de un parque y desperté al amanecer, aterido de frío y murmurándote en mis sueños. Te soñé con un perro grande y fiero que paseaba a tu lado. El sol se ponía a tu espalda y eras como uno de esos contraluces de mis cuadros, caminando hacia un lugar fuera de mi alcance, hasta que el perro se distrajo con los rastros de la tierra. Esperaste hasta que concluyó tu paciencia y lo reprendiste con un gesto. El perro bajó las orejas, ocultó la cola y humilló la cabeza, en señal de sumisión a tu enojo. Sentí envidia del perro, porque estaba contigo.

Te presentí entre la bruma del mar y entré a uno de esos garitos donde flota el humo del tabaco. Te encontré tras una puerta entreabierta, preparándote contra el mundo, disfrazada de guerrera, con el maquillaje emborronado y el vago desaliento de la madrugada perdida. Te mirabas y veías los estragos del cansancio sobre tu rostro de luchadora. Creí morir en un instante, estabas ante mí, cansada y derrotada por la noche, pero dispuesta a empezar de nuevo. Rogué porque la puerta se mantuviera entreabierta y me permitiera contemplarte un segundo más. Quise que me vieras, sonreí y me devolviste la sonrisa. Por un instante te contemplé sobre aquellos tacones, finos como agujas, encaramada sobre tus pies y tan guapa. Aprovecha nena y cómete el mundo, pensé mientras te devoraba con la mirada. Después llegate hasta mí y nos presentó una amiga común. Me recreé en tus labios y en el fuego de tus ojos supe que perdería cualquier batalla. Conversamos toda la noche y te dije que era pintor y buscaba modelo. Después te fuiste y paseé por los cafés del puerto, buscándonte en los demás, embriagado por tu perfume que tanto me gusta y que el amor convertía en un elixir irresistible. Observaba las reacciones de los viajeros e intenté comprender el efecto que tu olor ejercía en mi espíritu. Mientras convivo con él no experimento nada pero cuando desaparece es como una falta en el aire. Me parece tan excitante que difícilmente podría resistirme a su embrujo, pero admito mi debilidad por tus olores.

De nuevo me sonrió la fortuna y te encontré en un callejón olvidado, después de todas las horas. Apenas podías caminar y te arrastré como pude, hasta que llegamos a mi estudio alquilado calle arriba, un lugar recogido, como corresponde a un taller de pintura. También yo había bebido demasiado, apenas pude lavarte y arropar tu cuerpo con unas sábanas. Al extenderlas sobre ti aspiré la fragancia de los membrillos que utilizo para aromatizar los armarios, y me felicité por aquella ocurrencia que había descubierto ojeando un libro de costumbres. Me sorprendió su eficacia, porque en las proximidades de mi sala de trabajo, el antiguo comedor de la vivienda, el aroma del barnir era tan contundente que enmarascaba los demás olores. Creo que tuviste fiebre, porque tu sueño fue intranquilo hasta que se fundió en la nada. Te velé observándote en silencio, abstraído en la ropa sobre su espalda, avivando el fuego de la estufa para que no te encontrase el frío. Recuerdo que te abandoné muy tarde, cuando parecías tranquila y el alba iluminaba las pizarras de los tejados. Te fuiste muy pronto, mientras yo aún dormía en la habitación contigua.

Volviste sin avisar, sólo llamaste al estudio y te ofreciste como modelo. También te interesaba el alquiler y habías pensado compensar una parte posando para mí. Apenas recordabas la dirección, pero la habías encontrado buscando por el barrio. Te dijeron que pagaba bien y era amable, que malvivía con lo obtenido en una taberna del puerto y que pintaba con más devoción que suerte. Necesitabas el dinero y alojamiento, hasta solventar unos asuntos privados que nada importaban, y deseabas posar cuanto antes. Me negué a tu insistencia con el pretexto de que tenía por costumbre conversar primero y dejar el primer posado para un tiempo después, a fin de que una tenue confianza aliviase los pudores iniciales. Insististe en que no te azoraba ningún pudor y me mantuve en mi negativa. Renocozco que me arrepentí inmediatamente de mi determinación, más loable que práctica. No quieras saber lo que pensé mientras te escuchaba distraído. Quise cómerte, béberte, fundirme conmigo en un sueño de amapolas y de higueras silvestres, que me despertaras al alba y avivases mi aliento con tus besos. Nada dije, sólo adopte una actitud profesional y atendí tu curiosidad lo mejor que supe, procurando que te sintieras cómoda, que saboreases el té y las galletas, que no escaparas para siempre y te perdieses en el olvido. No regateé el precio ni el horario o las condiciones menores del trabajo, sólo me esforcé porque te convenciera mi seriedad y desechases tus temores. Algunos lienzos parecieron gustarte, lo que complació mi estima y estimuló mi esperanza. Comentaste sobre el color, las penumbras, la cualidad de la pincelada y otro sinfin de aspectos más propios de los tratados de arte que de la chispa que precede a la obra, normalmente ajena a las consideraciones críticas. Éstas llegarán después y mostrarán un universo de facetas desapercibidas para el creador, que se limita a canalizar una fuerza que surge del alma y se materializa sobre el caballete.

Llegaste al día siguiente, a la hora convenida, y te detuviste ante el edificio. Supongo que te impresionó su aspecto, además del olor a pescado que inunda todo el barrio. La construcción era antigua, revestida de esa pátina rancia que según tú le otorga distinción y para mí sólo es un indicio de decrepitud. Empezando por ese portal infame donde orinan los borrachos y las prostitutas alivian a sus clientes, y continuando por la escalera de tablas polvorientas que crujen a cada paso y son el dominio de tres gatos que comparten territorio. El estudio era diferente, más ordenado, más pulcro. Una asistenta, pagada por el propietario, un pariente lejano, se ocupaba de que mi desorden no invadiera todo el espacio. Te gustó que hubiese libros, muchos libros, repartidos por todas las habitaciones. Los marcos de las puertas eran verdes, las librerías de madera pálida, pero la sensación era de policromía, porque los bordes de los estantes se ocultaban entre los lomos de los libros, pulcramente ordenados según fichas y esquemas que figurarían en algún archivador oculto. La iluminación era tibia y suficiente, permitida por las puertas, que sólo eran de madera en su mitad inferior, reservando su otra mitad al cristal traslúcido. El resultado era que la puerta destacaba con un alegre verde que esparcía luz suficiente hasta el atardecer.

Convinimos que esperaría en la habitación contigua hasta tu señal, mientras preparaba unos tonos de color que ensayaría después. Te desnudaste muy rápido, pronto estabas preparada y entré para iniciar el boceto. Te presumía incómoda por ser la primera vez que posabas para mí, y me había esforzado en que todo fuese profesional, aséptico, limpio. El diván donde yacerías durante horas, el espejo que te reflejaba en la penumbra, las sedas que enturbiarían tu cuerpo. Empecé a copiarte de espaldas, había algo en ti que avivaba mi pasión por la pintura. Tus curvas, no sé, eran distintas y me llevaban un paso más allá. De repente aparté el pincel del lienzo, retrocedí y miré las primeras líneas. Me acarició tu mirada y sentí que el deseo atrapaba mi alma. Te dije no te muevas, no hagas nada, déjame que te vea y sienta que estás conmigo. Siguieron algunas correcciones sobre la postura para mejorar la incidencia de la luz, la conversación se adentró por donde nada nos importaba y coincidimos en que las demás estancias del piso sufrían de recargadas, como corresponde a las modas antiguas. Te explicaba los pricipios de la acuarela y cómo graduar la transparencia, cuando abandonaste tu pose estática y te acercaste a un lienzo húmedo contra el que frotaste tu pecho. Sonreíste y me invitaste a retocar la pintura. No me importó nada más, habías llegado a mi vida para quedarte.

Aceptaste las condiciones de nuestra convivencia, y aunque sabía que era innecesario, por cumplir con la cortesía te mostré el estudió y me entretuve en las diversas estancias mientras asentías y te mostrabas despreocupada. Nos gustaban las teselas del suelo y la bañera de mármol blanco, exenta en mitad del aseo, las porcelanas impolutas, los grifos dorados, las pinturas del techo, con ninfas y criaturas de los bosques. También el estar, con su estufa y un continuo de libros que parecían revestirlo todo, las puertas de madera y cristal traslucido, las paredes decoradas con pinturas de pájaros y de árboles o flores. Te detuviste en la cocina mínima, con su fogón de brío insuficiente y su despensa aún menor, y aseguraste que te gustaba porque el alquiler era barato y una buhardilla soleada estaba al alcance de muy pocos. Compartiríamos muchos amaneceres de tejados y escarcha.

Me dijiste que eras filóloga, recién licenciada, y que encontrabas en aquellos libros una fuente de conocimiento muy valiosa. Algunos ejemplares eran muy antiguos, casi incunables, y te servirían de gran ayuda para proyectos que te aleteaban en la imaginación. Me preguntaste si tendría inconveniente el propietario en que leyeses algunos libros, allí mismo, porque los respetabas tanto que ni siquiera te atrevías a alejarlos de lo que imaginabas como su santuario. Mucho menos a doblar un página para marcar el aquí, o a comer mientras leías, una costumbre odiosa que te había horrorizado en algunas bibliotecas públicas. Todos lo libros merecen respeto porque supusieron un gran esfuerzo. No tuve nada que añadir, así que respondí que a mi pariente lejano no le importaría tu estancia, que habíamos coincidido en el extranjero durante un viaje al concluir mis estudios de arte, y que él mismo me había ofrecido su estudio, que prefería mantener ocupado para asegurarse su conservación. Lo demás era más o menos conocido, concluí satisfecho. Me miraste muy seria, tanto que pensé que te habían ofendido mis palabras. Te levantaste descalza y solo cubierta con unos velos. Me besaste despacio, deslizaste suavemente tu lengua por mis labios y, cuando me incliné hacia ti rendido, me apartaste suavemente y me sugeriste que me dejase crecer barba y bigote, discretos, porque sospechabas que te gustaría y deseabas comprobarlo personalmente. No supe que decir y me limité a responderte con otro beso, esta vez más cálido.

Te mudaste al estudio inmediatamente, y no sé porque digo mudarte, porque llegaste con lo puesto y tuviste que comprar todo nuevo. Parecía que abandonases un pasado irrelevante y te centraras en exprimir cada segundo del futuro. Nos envolvió la magia de lo nuevo, de la fortuna incipiente y la ventura inesperada. De repente pareció que desaparecían los despojos de los pescadores y los marineros borrachos que resonaban en la madrugada profunda. Sólo quedamos nosotros, envueltos en una existencia nueva que parecía como un aire fresco traído por tí. Tomaste posesión de todo y de los libros, que consideraste tuyos conforme te perdías entre sus páginas, y me envolviste en novedades que conmovieron mi existencia. Inundaste la casa de flores y macetas, y durante algunas semanas pensé que se desencadenaría un cataclismo doméstico, después me sosegué y acepté el vendaval que había estremecido mi vida. Reconozco que tus plantas aportaron felicidad y nos otorgaron un estar más cálido. Te recuerdo tumbada entre cojines y mantas que habías dispuesto para tu comodidad, entretenida con interminables lecturas que te absorbían hasta la madrugada. Después nos encontrábamos y hacíamos el amor mientras te hablaba de mis pinturas y me respondías de tus libros, en conversaciones cruzadas que se deshacían en risas y besos cuando nos dábamos cuenta.

De repente mis pinturas se vendían bien. Primero fue una pequeña pieza realizada por capricho. Por supuesto tú eras el motivo, rescostada sobre el diván azul y envuelta en rosas negras. En un instante te llevaste una rosa a los labios y te heriste con las espinas. Me enfadé porque te había advertido de la necesidad de prevenirte, y bebí una gota de sangre de tus labios, que me convirtió en ti por un instante. Te pintaba desnuda y mis cuadros se vendían, te pintaba vestida y mis cuadros se vendían igualmente, pintaba tu presencia en el viento, tu olor en la escarcha, y también se apreciaba mi pintura. Aparecías en mis sueños y me inspirabas paisajes amables donde la luz descendía desde cielos emborronados, como si transfigurases mi mirada y todo se filtrase a través de ti. Pronto sólo fuiste un pretexto para que volase mi imaginación. Tomaste la costumbre de acompañarte con un libro y de cubrirte con algunas ropas. No me importó, porque conocía cada detalle de tu anatomía, cada sabor de tu piel, y no necesitaba más que sentirte a mi alrededor. Me parece revivirte leyendo distraída, moviendo levemente los pies al compás del texto, mostrándome el tatuaje de ese albatros en el tobillo que presentí la primera vez que se cruzaron nuestros ojos. Imagino un mundo de aventuras, de héroes y piratas que libran feroces batallas a la luz de la luna y que tienen traducción exacta en ese leve oscilar de tus piernas, al ritmo de la emoción y del peligro, al compás de tu deseo. Tuve celos de los compradores de cuadros, con quienes te compartía por un mísero dinero.

Nuestra existencia cambió muy rápido, al eco de una bonanza que nos permitió cierto desahogo en las penurias cotidianas. Pasamos de la constante preocupación al abandono inconsciente, porque lo fundamental se hallaba cubierto y habíamos superado la urgencia de la necesidad. Lo que había sido importante paso a un segundo término, y las molestias que siempre habían turbado mi hambre creadora se disiparon en la nimiedad de las cosas menores, como si tu presencia en mi vida esparciese luz y elevase mi genio hacia terrenos desconocidos. Cada día posabas para mí, entregada a tus libros, que devorabas ajena a mi presencia ocupada. Aunque todavía eras la inspiración de mis pinturas, tu protagonismo se hizo más sutil, menos explícito, como un destello que impregnaba cualquier composición o perspectiva. Tu rostro, tu piel y cualquier alusión a tu existencia quedaron tamizados por motivos que se superponían a la concepción original, a menudo con origen en un gesto o una frase que pronunciabas inconscientemente. Recuerdo el nectar que escapó de tu boca al partir un gajo de mandarina y ofrecerme la otra mitad, que aún temblaba entre tus dientes. Lo tomé con la máxima delicadeza y aspiré para sentir el regusto ácido que también inundaba tu boca.

Empezamos a viajar, yo requerido por mis pinturas y tú por tu saber de libros, que continuabas devorando al tiempo que escribías reseñas, comentabas poesías, subrayabas pasajes que empleabas como citas para tus publicaciones extranjeras. A veces recitabas en voz alta y yo te besaba para enmudecerte un instante y mejor apreciar el eco de las palabras en tu boca, cuando escogías un fragmento especialmente bello. Nos iluminaba una suerte profesional común, aunque requerida desde distintos ámbitos. Al principio me alarmó que nuestra deliciosa convivencia se alterase por las rutinas del mundo, pero lo admití como parte de la propia evolución. Viajábamos más, nos veíamos menos, pero siempre nos encontrábamos y de nuevo posabas mientras te sumergías en tus lecturas. Te recuerdo siempre recostada sobre una alfombra y rodeada de cojines, con un refresco o una infusión cerca, pero alejada para que ningún imprevisto amenazase los libros. Jugábamos a adivinar quién se marcharía primero la próxima vez, y apostábamos cenas de amor o luego harás lo que yo desee. Las partidas siempre son incómodas, las llegadas gratas, y lentamente comprendimos que se nos brindaba una eterna adolescencia. Supimos que lo iniciado en un instante de fortuna merecía el beneficio de la perseverancia, así que acordamos vivir como deseabamos vivir y aceptar que el amor nos uniera o nos separare. Me besaste y dijiste buena idea, luego condujiste mis manos hacia tu deseo.

Nos arrastró una época donde apenas teníamos tiempo para nosotros. Confieso que al principio me divirtieron las nuevas ciudades y las gentes desconocidas. Un estímulo beneficioso para mi arte, pero faltaba algo, ya sabes quién. Me dejé atrapar por la historia y visité las ruinas y los templos, después me cautivó el arte mismo y en mis visitas se incluyó lo representativo de cada lugar. A ti no te fue mejor, porque habitábamos los mismos museos y la mismas avenidas iluminadas. Regresábamos exhaustos de vagar por ahí y nos escondíamos en la feliz esperanza del estudio, donde retornábamos a las pinturas, a los libros, a nosotros. Unos días de felicidad que pronto se truncaban con el aviso de otra partida inesperada. Llegó un instante en que las maletas nunca se deshacían totalmente. La ropa y lo primordial encontraban su aseo o su reemplazo, pero lo secundario permanecía empaquetado siempre, para ahorrar tiempo, por si acaso. Nuestro amor pronto se rindió a la melancolía de la separación continua y a la certeza de que se limitaba a la intranscendencia del presente. No éramos felices.

Mi pintura se adentró en lo extremo, en lo imposible, un abtracto rabioso que despertó las mejores críticas. A veces te interrumpías para contemplar mis progresos y preguntabas sobre el rumbo de mi arte. Nos sorprendía la madrugada bajo un revuelto de mantas, compartiendo lo que nos gustaba y lo que no, hablando de tus libros y de mis cuadros. Una noche, no sé bien porqué, discutimos. Quizás me molestó algo que dijiste o te ofendió algo que dije. Nos fuimos a dormir de espaldas y no tardé en quedarme dormido. Te soñé junto a la ventana, despierta mientras caía la lluvia tras el cristal. Busqué tu hueco caliente en el lecho y lo encontré frío. Llevabas levantada mucho tiempo, sumida en esa tristeza que es un misterio. Te ví de espaldas, apoyada sobre un brazo, envuelta en esa luz que te difumina. Acaricié tu silueta y sólo eras un dibujo sobre el papel. Desperté y también te deseaba. Te miré mientras dormías y te ví caminando despacio, con el cabello recogido en una coleta imposible y perdida en tus pensamientos. La luz te acariciaba por la espalda, brillando en tu cabello y esparciendo fulgores que parecían flotar a tu alrededor. La brisa era suave y supe que solo veía tu recuerdo.

Cuando nos separabamos y viajaba a la ciudad lejana, sobrevivía al tedio porque tu memoria ocultaba las miserias del mundo hasta que alguien sugería la oportunidad de un descanso y recomendaba un lugar donde reponernos, quizás donde siempre, que era rápido y cómodo. Nos atendía una chica bonita que me recordaba a ti y parecía desplazada en el tiempo. Cualquier periódico ojeado con desgana, entre dos bocados, al margen de la concentración y el interés por algo, me ayudaba a esperar hasta encontrate de nuevo. Escuchaba tu voz susurrando a mi oído y tu ausencia me hería mientras regresaba al hogar suplicando por tu amor. Siempre permanecías en mi alma, en lo más profundo, más allá de las redondas y las farolas encendidas. El invierno era frío y te alejabas de mí. Te presentía tras la escarcha de mi aliento y más allá de las lágrimas heladas que enturbiaban la vista. Los campos eran blancos, las nubes grises. Todavía te siento ahí, tras el frío que nos aleja.

Una observación tuya, quizás mía, y convinimos en planificar nuestros compromisos sociales con más holgura. Tus conferencias, mis exposiciones, perderían su protagonismo para ajustarse a nuestro criterio. Seleccionaríamos certámenes, congresos, invitaciones y comprobaríamos horarios y fechas. Nos aplicamos y compartimos tus cojines para ordenar y planificar nuestros encuentros, el amanecer nos sorprendía haciendo planes para encontrarnos en el futuro. Con frecuencia nos interrumpíamos para amarnos, pero al final conseguíamos sellar nuestro acuerdo con un último beso. Después bostezábamos y nos dormíamos en la esperanza de encontrarnos en cualquier lugar. Pronto caminamos por alamedas de árboles frondosos, cuando las hojas se amontonaban y se presentían las nieves primeras. También paseamos descalzos por playas doradas, dejando que el mar acariciara nuestros pies mientras corríamos por la arena. Nos besamos sobre el desgarrado fulgor de la nieve y entre la espuma de las mareas, cuando dormíamos en cabañas de pastores y mientras atravesábamos un bosque. También en el atardecer de las marismas y entre los campos de amapolas, envueltos en el volar de las mariposas y el zumbido de las libélulas dragón, cuando retenías el aliento y señalabas su vuelo, maravillada por lo rápido y fantástico. Te besaba mientras reías y me contagiabas tu risa, que era como un suspiro efervescente.

Muchas veces regresamos al estudio y muchas veces te pinté desnuda. Siempre hacíamos el amor y nos deleitábamos hasta el amanecer, que nos sorprendía abrazados en el lecho. Te recuerdo tumbada en la alfombra, junto a la estufa, leyendo a la luz de las llamas, mientras te arrebujabas en tu manta y leías otro libro de la biblioteca. El título dorado, su lomo verde y mate, la letra cursiva de algunos fragmentos que leímos juntos, antes de que me arrebatara tu imagen y tomase el lápiz para trazar algunas líneas. Una vez más te fuiste durante mi sueño y desperté solo, acurrucado junto a tu contorno sobre la sábana.

Lentamente llegaron los años y el trabajo rutinario. Más pinturas, tú siempre como modelo y muchas obras por consumar, el éxito de una vida apacible y la lenta melancolía que al fin se convierte en tristeza recordada. Días lejanos, noches heroicas, y tu recuerdo siempre con la flor en el cabello, esa rosa negra que mordiste entre los labios y que te arrancó una gota de sangre que bebí mi amor con tu beso. Siempre me gustas cuando podas el rosal y desprendes las espinas de un tallo y lo muerdes distraída. Imagino el olor de la rosa en tu boca y me arrebata el deseo de aspirar ese aroma. Pienso entonces que algunos pájaros se convierten en transparentes cuando se enamoran porque, para ellos, perder sus colores es desnudarse y mostrarse puros al amor. Entonces sueño con mundos imposible, donde dos lunas se superponen en el cielo de una noche iluminada. Hay nubes y montañas y castillos de agujas afiladas. También pienso que algunas palabras valen más cuando las pronuncian tus labios, silabeándolas a mi oído, murmurándolas en la oscuridad. A veces me siento tan dichoso amándote que no puedo creer que me pertenezca esa felicidad.

Cada día es diferente porque sé que te encontraré después, tras la lucha y las derrotas, donde siempre. Contigo ni siquiera tengo que cerrar los ojos, no necesito imaginar nada si me sonríes, porque te veo allí, con la camisa atada y el cabello en esa cresta insolente. Ahora, después de los viajes y la vida, beso tus labios despacio, muy despacio, saboreando el aroma de las frutas que desayunaste por la mañana. Siento el regusto del café en tu lengua y me aturde el mismo despertar que inicia tu jornada. Percibo el insistente recuerdo del sueño, que me mantendrá alejado de la realidad unos minutos más. Tu piel caliente cuando me abrazas y el aroma de tu amor en la noche. Pronto regresaremos al estudio, te acariciaré el cabello, dispondré las flores y las gasas transparentes, me separaré unos pasos y permitiré que tu cuerpo desnudo se funda con mi alma.


Blas Meca, con licencia Creative Commons