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viernes, 20 de diciembre de 2013

Asesinas (Al otro lado del viento)

A los que esperan al otro lado


Dejé el poblado el día que cayó vapor blanco del cielo y todos murieron. Unos desconocidos me dijeron que encontraría mejor vida en el norte. Anduve muchas lunas hasta que alcancé un territorio peligroso y me uní a otros hombres que también llegaban de alguna parte y se dirigían hacia el norte. Una noche atacaron los leones y hubo muchos muertos. Corrimos en la oscuridad y los supervivientes nos reunimos después, a salvo y todavía con miedo. También nos atacaron otros hombres, que nos robaron lo poco que teníamos y se consolaron apaleando a uno escogido al azar. Escapamos y nos perdimos en la selva. Muchos desaparecieron para siempre porque no sabían encontrar el norte, pero yo lo había aprendido de un hombre sabio. Recuerdo las noches interminables, oculto en cualquier agujero o encaramado en un árbol, asustado por el rugir de las bestias, por las arañas y las hormigas. Casi me rendí durante el tormento de las nubes de mosquitos y las travesuras de los monos, pero escapé a la selva.

Ante mí se abrió un mundo como jamás pudo imaginarse. Todo era arena, en un horizonte ilimitado. En la lejanía encontré un punto que era un pueblo de donde salían caravanas que atravesaban el desierto. Quise emplearme en una, para cuidar a los animales y escapar al otro lado, pero me dijeron que no les faltaba nada, que volviera con dinero y entonces me admitirían. Un amigo me explicó qué era el dinero y cómo hacer para conseguirlo, aunque también dijo que él no tenía mucha suerte. Conseguí dinero pero fue muy poco, hasta que encontré a unos hombres que habían matado a otro y me ofrecieron una recompensa por no decir nada. No entendí cual era mi mérito, pero tomé lo mío y conseguí el pasaje.

Busqué algo de comida y mucha agua, porque era importante. También compré algo de ropa para las noches, que eran frías; aún guardaba mucho dinero. Me sumé a la caravana y partimos al oscurecer, atravesando una gran puerta que abría el desierto. El primer camellero era un hombre que había vencido a leones y mostraba sus colmillos colgando de un amuleto en el cuello. Su piel era muy negra, quizás más azul que la mía. Tenía los ojos y la sonrisa muy blancos y grandes. Creo que le di lástima y fue mi amigo, dijo que le recordaba a un hermano que también fue al norte. El nunca había ido, pero conoció a muchos que jamás volvieron. Los leones los había cazado en su juventud, de eso hacía ya mucho tiempo. Vivía de camellero y no le iba mal, a menudo recalaban en poblados e incluso ciudades, donde había mujeres y bebida. Mucho peor que en el norte, donde todo era mejor, pero suficiente para quien ya soñaba con arenas.

El camellero me ayudó a entender lo importante de cada momento. Me advirtió que me intentarían robar el agua, que era lo más preciado, y me señaló los escondites mejores para ocultarla, entre sus propios odres. Me fié, porque no tuve otro remedio, y custodió mi agua durante todo el viaje. También me aconsejó que racionase la comida, porque al final pasaría hambre. Pronto se cumplieron sus palabras y empezó la sed. Se sucedieron los robos de agua y todos sufrimos por igual. Hubo muertos por apuñalamiento ente las dunas, pero nunca nos detuvimos por nadie y mi agua se mantuvo a salvo. Al final el camellero me regaló un puñal de hoja ondulada y una alfombra, para que me protegiesen de los peligros, que serían muchos y quizás no concluyeran nunca. Nos despedimos y me perdí en la ciudad enorme.

Conseguí más dinero limpiando establos y ayudando en los prostíbulos para interrumpir las riñas, que alborotaban mucho y eran malas para el negocio. Soy fuerte y eso me ayudó, nunca tuve que desenvainar la daga de hoja ondulada, oculta entre mis ropas por si la necesidad demandaba su servicio. La ciudad era muy grande y pensé en quedarme, porque tenía dinero y trabé confianza con algunas mujeres. Pero una noche separé a unos borrachos que se pegaban, y continué con ellos porque se dirigían hacia una ciudad aún más lejana, en la frontera con el norte. Me olvidé de la vida cómoda y no regateé en el precio, que me pareció caro. Les pagué por adelantado y me invitaron a una ronda, pero no bebo cuando trabajo y de negué su invitación amablemente.

Atravesamos a toda velocidad una llanura interminable, encaramados en el cielo de un camión que corría mucho. Me dijeron que no pararíamos nunca porque el vehículo tenía un sistema de válvulas y bidones de combustible que le permitía realizar el viaje en una sola etapa. Pasé mucha hambre, mucho calor y mucho frío, porque el camión no se detuvo nunca, para nada. Me tapé con la alfombra y dormí con la daga de hoja ondulada entre mis manos. Algunos cayeron por descansar en mal momento o por aliviarse en falso. Yo tuve buen agarre y pocas ganas, quizás porque arrastraba mucha hambre y mis necesidades eran pocas. Sobreviví engarrotado hasta que los muertos fueron tantos que sobró espacio y pude acomodarme mejor. Los últimos días fueron largos y tristes, por los que habían caído tan cerca del norte. Me dije que la suerte también cuenta y recé una oración antigua que aprendí en el poblado, antes del vapor blanco. Atravesamos una montañas de paisajes inexplicables y cumbres blancas que llamaron nieve. El frío era áspero y el camino se había helado, pero el camión siguió con su ruido de siempre, porque había pasado por allí muchas veces.

La ciudad tenía mar y era bonita. Las calles estaban inundadas de gente, pero era fácil saber quienes veníamos del sur, porque éramos más negros y más pobres. Ni siquiera el más rico de nosotros era rico allí, porque habíamos llegado a la frontera y al otro lado todo era mejor. Me dijeron que debía subir una colina a las afueras del pueblo y en la noche saltar una valla, que era altísima y erizada de terribles defensas. Con mi alfombra para dormir y mi daga como único equipaje, fui al mercado a robar algunos víveres, porque tenía hambre y al final me habían robado el dinero. Disimulando entre los puestos me encontré con un hombre blanco, que me sorprendió por no ser tan blanco como decían. Su pelo era amarillo y sus ojos azules, lo que me pareció muy extraño. Parecía amable y hablaba una lengua extranjera que supuse que debería aprender para vivir entre ellos. Tuve un mal presentimiento y pensé que no me acostumbraría a vivir con hombres tan blancos, pero el descuido de un frutero me proporcionó algunas manzanas y un racimo de dátiles. Ya no pensé en otra cosa.

Dormí en el bosque de la colina y esperé con otros hombres que también saltarían la valla que nos separaba del norte. Se veían soldados marchando en guardias interminables, y contaban el tiempo para descubrir cuando se abría un hueco en la vigilancia de los militares. Después de una semana, todos coincidían en que era imposible burlar tanta perseverancia a plena luz, y que el único modo era saltar sobre aquella valla terrible durante la noche. Muchos regresaban vencidos por el miedo y la desolación, auxiliando a quienes habían perdido algo en la alambrada. Se procuraba que la luna fuese llena, para que las cuchillas brillasen y fuese más sencillo el salto. Supe que las cuchillas se llamaban asesinas, que alguno murió enredado y otros perdieron la hombría o quedaron gravemente heridos, con un brazo o una pierna donde fallaba la fuerza para siempre. Los hubo que usaron el ingenio para burlar las cuchillas, pero sirvió de poco por el movimiento de la valla, que se desprendía de sus asaltantes y los arrojaba al afilado vacío. La mayoría sólo sufrieron cortes profundos, aunque algunos se desangraron en la madrugada y fallecieron entre espasmos.

El hambre era atroz y aumentaban los crímenes. Acechábamos de noche y dormíamos de día, escondidos bajo el sol. A veces llegaban los guardias de la ciudad y nos dispersábamos, pero volvíamos siempre y rezábamos por los muertos. Día tras día, hasta que perdí la cordura y me dejé arrebatar por el brillo de las asesinas. Me dije que tras ellas esperaba el norte y que era imposible salvarlas, que el hombre blanco velaba sus umbrales y nadie podía pasar. Muchas veces pretendí disuadirme, pero aguardé el momento, cuando la luna convertía las tinieblas en plata difusa y las asesinas brillaban con la luz de mi destino. Esperé en silencio y escalé la valla despacio, con recelo y la daga de hoja ondulada entre los dientes. Hasta que llegué a las cuchillas, que brillaban con el fulgor de mil muertes. Las contemplé y asistí a mi vida cuando los leones me buscaban en la selva, en el desierto, bajo el polvo blanco de mi pueblo y cuando el camión dejaba un lastre de cadáveres a su paso. Tuve miedo al escuchar el murmullo que emitía el aire al rozar aquellas cuchillas que mataban al hombre y brillaban con el horror de la sangre. Me protegí con la alfombra, apoyé las manos y salté. La oscuridad arañó mi espalda y sentí un suspiro en el viento. Vi las estrellas al caer y pensé que era libre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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