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viernes, 27 de diciembre de 2013

Navidad de ayer

A esos días diferentes


Entré en la despensa por casualidad, aprovechando que la abuela me había dejado solo en la cocina de la casa nueva, para que la inspeccionara a mi gusto mientras ella regresaba al porche del patio, donde los fogones viejos aún le servían para elaborar sus mejores guisos. Encendí la luz y pensé que a veces la abuela tenía costumbres extrañas y había que comprenderla porque era mayor. El abuelo la conocía bien y buscaría primero en el patio, donde vivían los perros y rebrotaban los jazmineros en primavera. Ahora hacía mucho frío y se habían encendido las estufas del porche y cerrado los ventanales, porque era diciembre y el aire se había convertido en hielo. Todo era blanco y se mostraba mustio si no muerto, congelado por aquel frío que partía las piedras y pulverizaba el aliento.

La despensa se separaba de la cocina por una puerta entreabierta que dejaba entrever una luz diferente, más blanca quizás. Sentí una atracción irresistible, miré alrededor para cerciorarme de mi soledad y atravesé la puerta de la despensa, que inmediatamente entorné a mi espalda. El espacio era apretado pero suficiente, dispuesto por la abuela para que todo se encontrase en el lugar adecuado. Una pequeña ventana se ocupaba de mantener ventilada la estancia, porque allí se curtían los embutidos de la última matanza y los fiambres del cerdo se curaban con el viento serrano. Ardía el frío de las cumbres a mi alrededor, pero el abrigo y un gorro de lana me protegían eficazmente. Se olía a escarcha y a nieve lejana, a resina de pino y a hielo azul, a los aromas de las carnes embutidas y al picor de las especias.

Reconozco que tuve miedo. Aunque sabía que esperaba allí, buscarlo entre los enseres de la despensa me inspiraba una especie de temor culpable. Lo suponía acechando desde cualquier lugar oscuro, quizás oculto tras los estantes, entre las ollas amontonadas o las cajas de refrescos, tras las bombonas de gas o más allá de los tablones apilados junto a los cubos. Caminé muy despacio, procurando que no me delatase ningún ruido. Me puse de puntillas para alcanzar al segundo estante y distinguí bultos que supuse platos, cazuelas, sartenes, y formas de máquinas que no había visto nunca y no imaginaba para que servían. Eran muy antiguas, al menos me lo parecieron en una primera impresión. Reconocí algunas que había visto cuando vinimos a la matanza del cerdo, como los barreños de piedra que igual servían para amontonar vísceras que para llevar la ropa a los tendederos del patio, junto a los perros, que era un sitio donde había que tener cuidado, porque los perros podían morder si los interrumpías comiendo. Era preciso respetar su intimidad, según decía el abuelo. También descubrí una balanza y un juego de pesas, junto a una romana como la que había visto en los libros, donde se explicaba que servían para medir y se mostraba su funcionamiento. Yo veía la forma e imaginaba las muescas en el metal para señalar las divisiones del peso, y me parecía casi mágico, porque sin haberlo visto antes sabía que aspecto debía tener y cómo funcionaba, y eso me hacía sentirme importante, porque sabía cosas que otra gente no sabía, solo por haberlas leído en un libro.

Cerca del techo, aireadas por los vientos helados, las longanizas, los encurtidos, las sobrasadas, los morcones y otras delicadezas aguardaban para satisfacer a quienes nos sentaríamos a la mesa. Más abajo, en los estantes superiores de la despensa, a salvo de mi alcance, las galletas y los chocolates aguardaban en sus cajas. Recuerdo las latas, con sus colores estridentes o suaves, con su alma metálica bajo las pinturas de la decoración. Azules y dorados, algunos tonos crema y estridencias rojas, pero contenidas, sin que lo inundasen todo. Eran dibujos bonitos, de casas en la campiña, con sus prados al fondo y ríos que se precipitaban entre peñascos. Siempre me gustaron esas latas de galletas, tan preciosas y lejanas.

Escuché un sonido a mi espalda y me volví rápidamente. Lo descubrí al fondo, entre unos sacos. Me acerqué y el pavo se escondió despacio. Parecía un animal triste y resignado a su suerte, pero fue una impresión pasajera porque apenas se movió y pronto lo vi como lo que era, un pavo que solo estaba acurrucado en un rincón. Sus plumas me parecieron brillantes solo en algunos lugares, en general me pareció un animal sucio y poco afortunado, aunque sentí una cierta compasión al comprender que pronto sería reclamado por los pucheros de la abuela. Pero él no comprendía su destino y sólo estaba allí, esperando pacientemente a que sucediese algo, porque los pavos no piensan mucho más.

Continué paseando entre los estantes y dejé atrás al animal, que permanecía acurrucado sin mostrar ningún signo de actividad. Mi inspección me llevó a alzar la vista al techo, donde se alineaban los embutidos en unos ganchos que colgaban de los travesaños de las vigas. Las salchichas caían de unas perchas a las que parecían abrazadas, más allá se amontonaban mortadelas, sobrasadas, blancos, morcones y otras partes del cerdo que ni siquiera conocía de oídas. Los jamones, enormes y con unos recipientes pequeños, clavados en su extremo, para que no gotease la grasa, se distinguían en un lugar que me pareció de privilegio por su proximidad a la ventana abierta, tras la que se veía una cordillera de montañas. Mi abuela era diestra en curar embutidos y planteaba la ubicación de cada pieza en la despensa con una obstinación inflexible. A cada altura le correspondían cosas diferentes, y todo se ordenaba con una lógica desconocida para mí, pero de algún modo minuciosa y precisa.

No sé cuanto tiempo estuve inspeccionando la despensa. El pavo apenas se limitó a estremecerse un par de veces y continuar con su sueño. Por mi parte descubrí las frutas glaseadas, de las que encontré un trozo que supuse ignorado para todos, y también los polvorones, los rollos, las aleluyas y los alfajores de canela, las tortas de naranja y manteca, una caja de galletas de mantequilla y chocolates de varias clases. Uno estaba abierto y mostraba en su interior plateado una pareja de cromos que alguien había sacado de sus fundas protectoras y olvidado en contacto directo con el chocolate, que los había manchado en una esquina. Recuerdo su olor intenso, que se mezclaba con el olor de los pegamentos del papel, o al menos me lo parecía a mí, porque cuando tocaba el papel el olor era aún más intenso.

Escuché la puerta de la cocina un instante antes de que Juan Carlos entrase en la despensa y reparase en mí, que permanecía en pie sin saber qué excusa me libraría de culpa. Juan Carlos me ordenó silencio poniendo un dedo sobre su boca, apagó la luz, que yo había dejado encendida, y me anunció en voz baja que la abuela se encontraba entretenida al otro lado del patio, en la cocina antigua, con el abuelo y varios de mis tíos, que habían encontrado por el camino de los escalones, así que habían llegado todos juntos y estaban en la cocina del patio, donde se entretendrían bastante tiempo. El había venido a la despensa para satisfacerse por su cuenta, porque Joaquín le había confesado que los embutidos y las tortas de la abuela eran extraordinarios este año. El cerdo sacrificado en otoño había salido bueno como otras veces salía malo, y la consecuencia se guardaba en la despensa. Se reconocía impaciente, así que había venido a tomar un anticipo.

Juan Carlos señaló el pavo a mi espalda y dijo que era grande, muy grande. Luego sonrió un instante y añadió que haría un buen caldo. Quedé embelesado por el colmillo de oro que relucía en su boca.

-No te preocupes, los pavos no hacen nada. Este es muy grande pero tampoco hará nada porque es un pavo.

-¡Ya sé que no hace nada! ¡Es un pavo! -exclamé consciente de que era inofensivo.

-¿Qué haces aquí? ¿Lo sabe la abuela? ¡Déjalo, no hace falta que contestes! ¿Has probado la longaniza? Tiene un aspecto magnífico -añadió Juan Carlos sin esperar mis respuestas.

-Estaba aquí, en la cocina, con la abuela, pero me dejó solo. Estoy viendo cosas mientras la espero.

-El secreto para que la abuela no descubra que pellizcas la longaniza es cortar siempre por el lado que ella usa para probarla, y luego ajustar las altura en la percha -dijo Juan Carlos mientras pellizcaba la salchicha roja y distribuía las alturas para que las dos mitades colgasen igualmente.

-Yo no alcanzó -añadí a modo de disculpa, como si conociese todo lo demás.

-Come y calla, que aún estás muy verde. Súbete al estante para llegar hasta aquí. Pie derecho, mano derecha y después pie izquierdo mano izquierda -concluyó Juan Carlos, para que reparase en lo fácil que era escalar los estantes. Luego reparó en mi altura y me señaló bajo unos fardos.

Encontré una escalera y me alcé hasta llegar a los anaqueles superiores. Desde arriba se distinguían ollas y botellas alineadas, que inmediatamente despertaron mi interés. Tomé el trozo de longaniza que me tendía Juan Carlos y luego lo acompañé entre los blancos y las sobrasadas. Me indicó calma, que aguardase un instante, y rebuscó en sus bolsillos hasta encontrar una pequeña navaja de empuñadura nacarada. La abrió ante mis ojos y permitió que me entretuviese en el brillo de la hoja, antes de proceder a cortar un par de blancos y reajustar los extremos que colgaban de la percha. Después encontró el tocino del abuelo, que esperaba sobre un anaquel poco más abajo, y con la misma navaja de hoja reluciente cortó dos lonchas generosas, que acompañó con un poco de pan de trigo, hecho por la abuela en el horno de leña, con su receta secreta, como siempre. Debo reconocer que el abuelo tenía buen paladar, porque el tocino y el pan de la abuela casaban de modo insuperable. Así lo entendió Juan Carlos, que me invitó a repetir, esta vez una lámina delgada, para que nuestro abuso no dejase huella.

Siguieron las tortas de canela, de almendra y miel, y las de naranja que la abuela preparaba con mi madre y mis tías, que ponían tanto primor en la cocina que su presencia garantizaba el éxito de la receta. La navaja también sirvió para el chocolate, que Juan Carlos solo se permitió de la tableta empezada, porque la abuela era suspicaz y era preferible evitar disgustos. Sacó los cromos de sus estuches y me los entregó en un gesto de complicidad que me pareció digno de agradecimiento. Asentí al detalle y me dejé vencer por el sabor de la mezcla de naranja y chocolate que se deshacía en mi boca. Un sabor extraordinario, como no he encontrado otro igual. Juan Carlos me hizo un gesto para que permaneciera en silencio y prestase atención. Se escucharon voces, risas, alegría, felicidad de estar por casa.

Joaquín entró limpiándose la nieve. Nos miró un instante, como si apenas le importase nuestra presencia, y preguntó con una inocencia no del todo sincera.

-¿Habéis probado el embutido? ¡Con este frío debe estar buenísimo! -aseguró mientras escalaba unos estantes hasta llegar a la longaniza que colgaba en lo más alto.

-Tomamos lo nuestro, tu sírvete lo tuyo. Te veo bien hermano ¿Cómo va todo?

-Los negocios mejor y ahí fuera se están entonando ¿Habéis probado los rollos?

-No los encontrarás mejores. Este año la abuela ha descubierto la proporción exacta entre la almendra y la canela. Serán casualidades.

-Las abejas y los almendros, que rinden buena cosecha y preparan el año nuevo -sentenció Joaquín mientras tomaba un pellizco de la torta y, después de lamer cuidadosamente el primer azúcar, mordía un poco y dejaba que la pasta se fundiese entre sus dientes. Masticó repetidamente, con los labios bien cerrados, y entornó los ojos un instante-. Tienes razón hermano, están superiores ¿Probaste el licor de padre?

-Madre se enterará si tocas el licor de padre -advirtió Juan Carlos.

-Lo sabrá de todas formas, porque falta una fila completa de onzas de chocolate y rompiste el orden en las bandejas de rollos. También escarbaste entre la fruta confitada.

-¡No lleva tan bien la cuenta! -alegó Juan Carlos.

-¡La lleva perfectamente! Además, sois dos, así que somos tres metiendo la mano en la despensa. Nos descubrirá seguro, nos reñirá un poco y ya está, así que olvídate y terminemos nuestro arreglo cuanto antes. ¿Probaste el orujo de padre? -preguntó de nuevo Joaquín mientras abría la botella y flotaba el olor áspero y meloso del orujo.

-No, estábamos con las tortas de naranja y casi habíamos terminado nuestra inspección, ¿verdad? -respondió Juan Carlos, dirigiéndose a mi.

-Si, estábamos terminando -confirmé en voz baja. Me sorprendió que Joaquín tuviera tantas canas con lo joven que era.

-¡Toma un trago hermano! ¡Para ti no hay! -añadió dirigiéndose a mi, mientras ofrecía una copa de orujo a Juan Carlos.

-¡Este año es fuerte! -protestó Juan Carlos mientas el orujo le abrasaba la garganta.

-A padre le gustará -confirmó Joaquín tras el primer trago.

El pavo se levantó bruscamente, quizás atraído por el olor que flotaba en el aire. Joaquín lo señaló con el dedo y coincidió en que era enorme y la abuela conseguiría un caldo magnífico. Después sirvió un segundo vaso de orujo a Juan Carlos y repitió él también, para brindar con su hermano. En un instante brilló la complicidad fraternal y, como si el brindis estuviese incompleto, miraron al pavo y me miraron a mí. Juan Carlos, tomándome del brazo, me preguntó si sabría guardar un secreto. Naturalmente asentí, porque era mayor y ya había guardado secretos antes. También me ofrecí para colaborar en lo necesario, pero Joaquín aseguró que bastaría con que me mantuviese lejos y no supiese nada ante la abuela, que quizás me preguntase distraídamente dónde había estado, algo que solía hacer para indagar en las andanzas de todos. Me aparté hacia donde me indicaron y me dispuse a presenciar lo que fuese.

El pavo debió intuir algo, porque se levantó de su cesto muy inquieto e intentó escapar hacia un lado. Joaquín se descolgó de los estantes y cayó ante él, que alzó el cuello y desplegó las alas. Me pareció enorme y permanecí atrapado por el color escarlata de su moco. Escapó hacia Juan Carlos, hasta que percibió la emboscada. Aleteó al retroceder y sentí el viento de sus alas, que removía el aire frío de la despensa con un fundirse de todos los olores, incluido el suyo, acre y bastante espeso. Casi instantáneamente, Joaquín inmovilizó al pavo y lo mantuvo con las alas abiertas, para que Juan Carlos comprobase su verdadero tamaño, que en ese momento me pareció descomunal. No podía apartar la mirada de aquella cabeza calva y encarnada, casi carmesí en el enorme moco que parecía despeñarse desde su pico. Inesperadamente, los dedos de Joaquín irrumpieron en la escena que contemplaban mis ojos, y con un diestro apretar abrieron el pico del pavo, que permaneció completamente vencido, con el cuello bien estirado y la cabeza apuntando al techo. Después Juan Carlos escanció cuidadosamente el orujo del abuelo sobre el pico bien abierto del pavo, que bebió, bebió y bebió hasta consumir mas de un cuarto de la botella. Recuerdo las burbujas de aire ascendiendo por el interior del vidrio. Después Joaquín soltó al pavo y Juan Carlos ocultó la botella donde le pareció que pasaría desapercibida. Se miraron y rompieron a reír. Yo reí también, del mismo modo sordo y apagado.

El pavo se alejó hacia un otro extremo de la despensa y permaneció en pie, con las alas bien plegadas y el cuello alzado para contemplarnos mejor. Me pareció orgulloso y decidido a vender muy cara su derrota. De repente algo pareció desajustarse en su interior. Saltó repetidamente hacia la derecha y perdió el equilibrio junto una pilada de cajas. Se levantó titubeando y sorprendido, se irguió un poco y trastabilló hasta el otro lado de la despensa, donde llegó tambaleante y apresurado, para estrellarse contra unas bateas que habían contenido cebollas. De nuevo se puso en pie y avanzó hacia nosotros, pero su paso era tan torpe que de nuevo cayó al suelo sin que hubiese mediado tropiezo alguno. Tres o cuatro veces más intentó escapar hacia algún lugar, pero parecía que hubiese perdido el sentido de la distancia y confundiera las sombras con objetos reales. Después avanzó como pudo, a veces arrastrándose, hasta un rincón entre penumbras, donde definitivamente se rindió al orujo y quedó en calma, aunque temblando, como si tuviese frío o miedo de nosotros. Joaquín y Juan Carlos me explicaron que el orujo del abuelo era demasiado fuerte para el pavo, y que la abuela lo encontraría durmiendo. Después de reiterarme que lo allí sucedido era nuestro secreto, me anunciaron que saldríamos por separado, para no levantar sospechas. Yo saldría primero, porque había estado allí mucho tiempo.

En el cobertizo del patio esperaban todos, alrededor de la mesa de madera, entretenidos en probar esto y aquello que comeríamos después, con el porrón de vino y una jarra de cerveza que se turnaban para rellenar todos los vasos. Mis tías se arremolinaban junto a sus esposos y los fogones de la abuela, de donde cada poco salía algo para probar. Me perdí entre mis primos y fuimos a ver a los perros, que habían comido y no eran ya peligrosos. Yo no jugué mucho porque no me inspiraban demasiada confianza, pero los acaricié con cuidado. Oí que la abuela ya preparaba el pavo y que había buscado a Joaquín y Juan Carlos, que nadie sabía donde paraban, al parecer habían ido a entrevistarse con un vecino. A mi también me buscaba la abuela, aunque había dicho que lo mío esperaría hasta luego. Continué con mis primos y procuré no ser demasiado visible.

Nos abrigaron con gorros y bufandas para atravesar el patio, donde todo se había convertido en blanco. La casa grande apenas se veía, de tanta nieve que flotaba, pesada o arremolinándose en algún quiebro del aire. El cielo era gris y denso, con pesados brillos blancos que salpicaban la oscuridad del fondo y eran el hielo mismo que cuajaba en las nubes. Intentamos cruzar rápido, pero Joaquín y Juan Carlos nos sorprendieron con unas bolas de nieve que animaron la diversión de todos los presentes. Jugamos hasta que la abuela dijo que serviría la sopa entrásemos o no. Corrimos hasta la casa y nos sacudimos la nieve.

La chimenea estaba encendida con un fuego alegre, y el comedor era cálido y acogedor. El abuelo se entretuvo en avivar el fuego, mientras Juan Carlos y Joaquín le ayudaban con la leña. Revoloteamos entre las sillas y escogimos los asientos hasta acomodarnos. Los mayores bebieron vino y cerveza y nosotros refrescos. Después de las almendras, las nueces y las aceitunas vinieron el caldo del pavo con sus pelotas y sus fiambres cocidos con patata y apio, y después las frutas y los postres de almendra, el mazapán y las confituras glaseadas. Llegaron los licores y se alegró la sobremesa. El abuelo levantó la botella de orujo, que sopesó en su contenido. Alzó su copa y anunció en voz alta que no le importaba como había llegado el sabor de su orujo al pavo de la abuela, pero que todas nuestras faltas domésticas quedaban olvidadas en favor de la navidad, y que brindaba por ese pavo extraordinario que había dejado el regusto de su orujo en nuestros paladares. Juan Carlos, Joaquín y yo nos miramos y sonreímos en silencio. Alzamos nuestras copas a tiempo con los demás y brindamos por la navidad del pavo.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 20 de diciembre de 2013

Asesinas (Al otro lado del viento)

A los que esperan al otro lado


Dejé el poblado el día que cayó vapor blanco del cielo y todos murieron. Unos desconocidos me dijeron que encontraría mejor vida en el norte. Anduve muchas lunas hasta que alcancé un territorio peligroso y me uní a otros hombres que también llegaban de alguna parte y se dirigían hacia el norte. Una noche atacaron los leones y hubo muchos muertos. Corrimos en la oscuridad y los supervivientes nos reunimos después, a salvo y todavía con miedo. También nos atacaron otros hombres, que nos robaron lo poco que teníamos y se consolaron apaleando a uno escogido al azar. Escapamos y nos perdimos en la selva. Muchos desaparecieron para siempre porque no sabían encontrar el norte, pero yo lo había aprendido de un hombre sabio. Recuerdo las noches interminables, oculto en cualquier agujero o encaramado en un árbol, asustado por el rugir de las bestias, por las arañas y las hormigas. Casi me rendí durante el tormento de las nubes de mosquitos y las travesuras de los monos, pero escapé a la selva.

Ante mí se abrió un mundo como jamás pudo imaginarse. Todo era arena, en un horizonte ilimitado. En la lejanía encontré un punto que era un pueblo de donde salían caravanas que atravesaban el desierto. Quise emplearme en una, para cuidar a los animales y escapar al otro lado, pero me dijeron que no les faltaba nada, que volviera con dinero y entonces me admitirían. Un amigo me explicó qué era el dinero y cómo hacer para conseguirlo, aunque también dijo que él no tenía mucha suerte. Conseguí dinero pero fue muy poco, hasta que encontré a unos hombres que habían matado a otro y me ofrecieron una recompensa por no decir nada. No entendí cual era mi mérito, pero tomé lo mío y conseguí el pasaje.

Busqué algo de comida y mucha agua, porque era importante. También compré algo de ropa para las noches, que eran frías; aún guardaba mucho dinero. Me sumé a la caravana y partimos al oscurecer, atravesando una gran puerta que abría el desierto. El primer camellero era un hombre que había vencido a leones y mostraba sus colmillos colgando de un amuleto en el cuello. Su piel era muy negra, quizás más azul que la mía. Tenía los ojos y la sonrisa muy blancos y grandes. Creo que le di lástima y fue mi amigo, dijo que le recordaba a un hermano que también fue al norte. El nunca había ido, pero conoció a muchos que jamás volvieron. Los leones los había cazado en su juventud, de eso hacía ya mucho tiempo. Vivía de camellero y no le iba mal, a menudo recalaban en poblados e incluso ciudades, donde había mujeres y bebida. Mucho peor que en el norte, donde todo era mejor, pero suficiente para quien ya soñaba con arenas.

El camellero me ayudó a entender lo importante de cada momento. Me advirtió que me intentarían robar el agua, que era lo más preciado, y me señaló los escondites mejores para ocultarla, entre sus propios odres. Me fié, porque no tuve otro remedio, y custodió mi agua durante todo el viaje. También me aconsejó que racionase la comida, porque al final pasaría hambre. Pronto se cumplieron sus palabras y empezó la sed. Se sucedieron los robos de agua y todos sufrimos por igual. Hubo muertos por apuñalamiento ente las dunas, pero nunca nos detuvimos por nadie y mi agua se mantuvo a salvo. Al final el camellero me regaló un puñal de hoja ondulada y una alfombra, para que me protegiesen de los peligros, que serían muchos y quizás no concluyeran nunca. Nos despedimos y me perdí en la ciudad enorme.

Conseguí más dinero limpiando establos y ayudando en los prostíbulos para interrumpir las riñas, que alborotaban mucho y eran malas para el negocio. Soy fuerte y eso me ayudó, nunca tuve que desenvainar la daga de hoja ondulada, oculta entre mis ropas por si la necesidad demandaba su servicio. La ciudad era muy grande y pensé en quedarme, porque tenía dinero y trabé confianza con algunas mujeres. Pero una noche separé a unos borrachos que se pegaban, y continué con ellos porque se dirigían hacia una ciudad aún más lejana, en la frontera con el norte. Me olvidé de la vida cómoda y no regateé en el precio, que me pareció caro. Les pagué por adelantado y me invitaron a una ronda, pero no bebo cuando trabajo y de negué su invitación amablemente.

Atravesamos a toda velocidad una llanura interminable, encaramados en el cielo de un camión que corría mucho. Me dijeron que no pararíamos nunca porque el vehículo tenía un sistema de válvulas y bidones de combustible que le permitía realizar el viaje en una sola etapa. Pasé mucha hambre, mucho calor y mucho frío, porque el camión no se detuvo nunca, para nada. Me tapé con la alfombra y dormí con la daga de hoja ondulada entre mis manos. Algunos cayeron por descansar en mal momento o por aliviarse en falso. Yo tuve buen agarre y pocas ganas, quizás porque arrastraba mucha hambre y mis necesidades eran pocas. Sobreviví engarrotado hasta que los muertos fueron tantos que sobró espacio y pude acomodarme mejor. Los últimos días fueron largos y tristes, por los que habían caído tan cerca del norte. Me dije que la suerte también cuenta y recé una oración antigua que aprendí en el poblado, antes del vapor blanco. Atravesamos una montañas de paisajes inexplicables y cumbres blancas que llamaron nieve. El frío era áspero y el camino se había helado, pero el camión siguió con su ruido de siempre, porque había pasado por allí muchas veces.

La ciudad tenía mar y era bonita. Las calles estaban inundadas de gente, pero era fácil saber quienes veníamos del sur, porque éramos más negros y más pobres. Ni siquiera el más rico de nosotros era rico allí, porque habíamos llegado a la frontera y al otro lado todo era mejor. Me dijeron que debía subir una colina a las afueras del pueblo y en la noche saltar una valla, que era altísima y erizada de terribles defensas. Con mi alfombra para dormir y mi daga como único equipaje, fui al mercado a robar algunos víveres, porque tenía hambre y al final me habían robado el dinero. Disimulando entre los puestos me encontré con un hombre blanco, que me sorprendió por no ser tan blanco como decían. Su pelo era amarillo y sus ojos azules, lo que me pareció muy extraño. Parecía amable y hablaba una lengua extranjera que supuse que debería aprender para vivir entre ellos. Tuve un mal presentimiento y pensé que no me acostumbraría a vivir con hombres tan blancos, pero el descuido de un frutero me proporcionó algunas manzanas y un racimo de dátiles. Ya no pensé en otra cosa.

Dormí en el bosque de la colina y esperé con otros hombres que también saltarían la valla que nos separaba del norte. Se veían soldados marchando en guardias interminables, y contaban el tiempo para descubrir cuando se abría un hueco en la vigilancia de los militares. Después de una semana, todos coincidían en que era imposible burlar tanta perseverancia a plena luz, y que el único modo era saltar sobre aquella valla terrible durante la noche. Muchos regresaban vencidos por el miedo y la desolación, auxiliando a quienes habían perdido algo en la alambrada. Se procuraba que la luna fuese llena, para que las cuchillas brillasen y fuese más sencillo el salto. Supe que las cuchillas se llamaban asesinas, que alguno murió enredado y otros perdieron la hombría o quedaron gravemente heridos, con un brazo o una pierna donde fallaba la fuerza para siempre. Los hubo que usaron el ingenio para burlar las cuchillas, pero sirvió de poco por el movimiento de la valla, que se desprendía de sus asaltantes y los arrojaba al afilado vacío. La mayoría sólo sufrieron cortes profundos, aunque algunos se desangraron en la madrugada y fallecieron entre espasmos.

El hambre era atroz y aumentaban los crímenes. Acechábamos de noche y dormíamos de día, escondidos bajo el sol. A veces llegaban los guardias de la ciudad y nos dispersábamos, pero volvíamos siempre y rezábamos por los muertos. Día tras día, hasta que perdí la cordura y me dejé arrebatar por el brillo de las asesinas. Me dije que tras ellas esperaba el norte y que era imposible salvarlas, que el hombre blanco velaba sus umbrales y nadie podía pasar. Muchas veces pretendí disuadirme, pero aguardé el momento, cuando la luna convertía las tinieblas en plata difusa y las asesinas brillaban con la luz de mi destino. Esperé en silencio y escalé la valla despacio, con recelo y la daga de hoja ondulada entre los dientes. Hasta que llegué a las cuchillas, que brillaban con el fulgor de mil muertes. Las contemplé y asistí a mi vida cuando los leones me buscaban en la selva, en el desierto, bajo el polvo blanco de mi pueblo y cuando el camión dejaba un lastre de cadáveres a su paso. Tuve miedo al escuchar el murmullo que emitía el aire al rozar aquellas cuchillas que mataban al hombre y brillaban con el horror de la sangre. Me protegí con la alfombra, apoyé las manos y salté. La oscuridad arañó mi espalda y sentí un suspiro en el viento. Vi las estrellas al caer y pensé que era libre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 13 de diciembre de 2013

Asesinas

A los que no son como ellos


Las creó un niño, hijo de un herrero que guardaba los aperos de su oficio en un techado del patio. Encontró un ramal, no demasiado largo, de alambre de espino y, bien provisto de guantes protectores, se entretuvo en aplastar a golpe de martillo cada una de sus púas. No contento con esta exhibición de talento, se entretuvo en afilar las espinas aplastadas, hasta que las convirtió en toscas cuchillas. Enseñó la obra a su padre, que lo reprendió por su ingenio y ocultó aquel peligro entre otros muchos enseres del taller.

Vinieron malos tiempos y el herrero pensó en vender lo inservible. Un taladro de manivela que para nada valía, tres bancos del trabajo, el yunque y su peana, que requirieron tres hombres para su traslado, y un sinfín de minucias que sumaron una buena propina. Se cerraba el trato cuando el vecino resbaló y puso la mano donde no debía. Gritó y se descubrió una profunda herida entre sus dedos. El herrero lo ayudó a curarse con desinfectante y unas gasas, y pronto no quedó más que limpiar el suelo. Regresaron al lugar de la herida y descubrieron el espino afilado. Lo tocaron con precaución, cuidándose de su fiereza. No supieron como llamarlo y le preguntaron el hombre a su creador. Después de pensarlo un instante, el hijo del herrero aseguró que se llamaban asesinas. El vecino abrió mucho los ojos, como si tuviera una idea, y dijo que se las llevaba, junto a lo escogido antes. Pagó al contado y todos quedaron contentos.

El vecino fue al taller del pueblo con el espino aplastado y pidió que le hicieran lo que necesitaba para proteger una finca de su propiedad, repitiendo y mejorando el patrón que traía de muestra. El operario del taller dijo que sí, que era fácil, que lo harían en poco tiempo, y el vecino cercó su finca con un perímetro de asesinas que pondría a salvo su ganado. Tres lobos aparecieron muertos en un mes, enredados en aquellas cuchillas carniceras. Otros ganaderos conocieron su éxito y buscaron su consejo para prevenirse de las alimañas. A todos les vendió las asesinas, que obraron su cometido y protegieron los rebaños. La comarca prosperó y encontró eco en otras tierras, que de repente se vieron divididas por un mosaico de alambradas que eran granjas, lindes de trashumancia, prados colgados de la montaña. Los lobos desaparecieron mientras la ganadería prosperaba y todo fueron congratulaciones por el progreso.

Ya era rico el vecino cuando aceptó una oferta por su invento y se liberó del trabajo para siempre. Una gran empresa internacional, con recursos y bien relacionada, había comprado todos los derechos sobre las asesinas, que se consideraban una idea por investigar, con buenas perspectivas en los grandes mercados. La empresa encomendó a sus ingenieros un prototipo revolucionario. Estudiaron el modelo básico y se maravillaron de la malignidad del invento. Supieron de su eficacia con las bestias y que se había implantado en otros lugares para proteger del asalto y el robo. Funcionaba bien y su mención disuadía a los merodeadores, así que los ingenieros completaron sus cálculos y concibieron un corte de bordes serrados y diáfanos en la proporción precisa para obrar el mayor daño. Tuvieron miedo de las nuevas cuchillas, que parecían extender el peligro a su alrededor, e incluyeron en el diseño las oportunas guardas para garantizar su seguridad. El esfuerzo mereció muchos elogios y la pertinente compensación económica. En el horizonte pronto se perfiló un nuevo desafío, mejorar una máquina gigantesca, para desbrozar la selva.

Los responsables de la gran empresa, conocida por su ingenio en el mundo de la guerra, probaron la eficacia del nuevo producto comercial en los latifundios remotos, en las reservas animales y en las instalaciones del ejército. Las asesinas mostraron una eficacia máxima en todos los escenarios. Se calcularon costes, se estimaron beneficios y aclamó la existencia de una novísima tecnología, de depurada eficacia disuasiva y exquisita delicadeza con la inocencia, que mantenía la definición de los espacios y otorgaba una cierta comodidad en la supervisión de los perímetros protegidos.

Otros países vislumbraron el ahorro de proteger sus fronteras con una línea de asesinas de tan probada eficacia que el fabricante las garantizaba de por vida y prometía una tasa de error despreciable. Los números acallaban las dudas y se adjuntaron gráficos clarificadores. También se exhibieron las intimidades tecnológicas de su afilado, que perseguía el corte hasta las dimensiones de la materia. Por aclaraciones de los especialistas, se supo que las asesinas perseguían mejorar el efecto disuasorio, al incluir su peso entre otros daños mayores. Los aplausos y beneplácito merecieron todo el esfuerzo publicitario.

El renombre de las asesinas se extendió rápidamente. Primero un tímido ensayo en una linde que siempre había tenido dos dueños. Unas breves obras, con la oportuna alevosía, y quedó certificada la posesión ante la ley. Entonces se pensó a lo grande. Un país, un continente completo se desgajaría de sus iguales para reclamar una identidad que le otorgaba privilegios largamente merecidos por su historia. No cupieron las protestas ante un territorio soberano, y las máquinas fabricaron asesinas para aislar un mundo mejor. Trenes de vagones imponentes llegaron a las fronteras y se trabajó al unísono en un mismo perímetro de segmentos quebrados, hasta que todas las partes se unieron y brilló un continuo de afiladas cuchillas.

Pronto murió un hombre que no se resignó a su suerte. Intentó saltar sobre las asesinas y resbaló entre sus dientes. No hubo piedad para su osadía y se desangró allí mismo, sin que nada se pudiera hacer para salvarlo de aquellos alambres encrespados. Nada se dijo por no alarmar, pero otras muchas heridas y el saber de más muertes corroboró la eficacia letal de las asesinas, cuya sola mención espantaba a cuantos habían pensado en aventurarse al salto y mejorar su fortuna. La lenta migración que siempre había salvado las fronteras se contuvo ante un impedimento mayor. Las gentes se agolparon al otro lado, buscando una debilidad, ansiosos por burlar las defensas, pero las asesinas se mostraron implacables. Una noche, la avalancha fue tal que amanecieron empapadas en sangre, retorcidas por una carnicería de cuerpos que habían encontrado remate a todas sus desdichas.

Cayó una madre al saltar con su bebé atado a la espalda, y murieron muy enredados en las asesinas, pero los médicos dijeron que si bien era cierto que las cuchillas cortaban el hueso, esa no había sido la causa de la desgracia, y que sólo cabía atribuir la tragedia a la temeridad suicida de la mujer y a la extrema debilidad de su pasajero, tan desnutrido y triste que apenas sobrevivió a la caída. Se fue con un suspiro y un lento escapar de la vida, y al final el pobre inocente se apagó para siempre. Lo enterraron con muchos honores y se buscó a sus parientes para ofrecerles una compensación, pero no se encontró a nadie y hubo que desistir de la búsqueda.

Algunas voces se alzaron para clamar por la fraternidad humana, pero se les acalló con el argumento del peligro de las migraciones descontroladas, la expansión de enfermedades ya vencidas en el mundo mejor, y el carácter puntual de un incidente en cuya prevención se trabajaba con ahínco. Se sucedieron los debates, las tertulias, las conversaciones en foros ilustrados y profanos. Los políticos consideraron oportuno adherirse a la opinión de sus colegas extranjeros, y se manifestaron sobre la necesidad de mantener los tratados internacionales. Mucho se discutió sobre la conveniencia de acatar estos tratados, pero la dificultad para eludirlos era de una complejidad inabarcable. Los expertos trabajaron durante meses, hasta que se alumbró que todo se mantuviera en suspenso mientras se adoptaba una determinación. Entretanto habría de mantenerse la utilidad de los elementos disuasorios, para lo que se dispuso que un batallón de afiladores repasara el mordiente de las defensas, como se especificaba en el contrato de mantenimiento.

Al otro lado, las orillas del sur se poblaban de gentes enfrentadas al destino, hombres anónimos que llegaban en mareas incontenibles y esperaban su oportunidad. Muchos intentaron el salto y fue un horror de carnes rasgadas y gritos en la noche, pero el silencio guarda sus propios secretos y nada se supo a la luz del día, donde todo permaneció igual mientras el interés derivaba hacia otros aspectos más vivos de la actualidad. Solo las gentes de la frontera supieron de la vida al otro lado, de los fuegos para cocinar en sigilo, de los humos y olores cuando las primeras sombras disimulaban los asentamientos, de la febril actividad que se adueñaba de las colinas próximas y los campos de cultivo, con las hileras de puntos que descendían ladera abajo o se encaminaban hacia donde vencer a las asesinas se suponía más fácil. Nadie encontró una ventaja y a todos castigó la derrota. Algunos dicen que la frontera huele a desesperación y a sangre, que en el viento se escucha el silbido de mil agonías y que las cuchillas brillan como una invitación a escapar de la miseria, a vivir en otro mundo. Ellas aguardan bajo las estrellas, para rasgar las ilusiones y la carne, para matar la esperanza y alimentarse de la locura de sus víctimas, que acechan entre las sombras, más allá de la frontera, muy cerca de la muerte.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 6 de diciembre de 2013

Beso tu boca

A mi amor, que brilla cada día


Los barcos sobresalían en el muelle, con sus mástiles de madera altísimos, alzándose como fantasmas en mitad del crepúsculo. Las gaviotas revoloteaban entre las últimas luces, me recreé en la escena un instante más y pensé en aprovecharla en mi pintura. Algunos marineros se divertían en una taberna cercana, en el paseo se apresuraban los últimos caminantes, los estibadores regresaban de cobrar el jornal y para festejarlo entraron donde habían entrado los marineros. Me había propuesto compartir el estudio y llevaba carteles anunciando el alquiler, así que decidí sumarme a la multitud por si encontraba a alguien que le interesase mi oferta. Sería una noche animada y quizás te presentí por un instante.

Apareciste entre la niebla, confundida con siluetas que se perfilaban más allá de la lejanía. Vi tu imagen tras el cristal y mi pulso se aceleró porque te encontrabas muy cerca. Después se abrió la puerta y entrastes envuelta en el frío de la noche, que se perdió entre las voces de la gente. Me giré y te encontré apartándote el cabello, se cruzaron nuestras miradas y presentí ese discreto tatuaje que te marca como diferente. También confieso que me atrajo ese regusto a hembra que bebe en mil puertos y frecuenta todas las tabernas. Supuse que a tu lado las dificultades eran seguras, los peligros muchos y las riñas inevitables, pero no me importó, sólo supuso un estímulo. Eras como un desafío, la luz que surge y nos descubre predestinados. Para mi tengo una disculpa razonable, porque buscaba una estrella ganadora, algo aplicable a tí, que entendí como una clara fortuna a mi favor. Pero la suerte no se encontraba de nuestro lado aquella noche. Te atrapó el bullicio y huiste entre amigos mientras te perdías entre las nieblas del puerto.

De repente mi existencia fue triste porque no estabas. Te busqué en vano durante los siguientes días. En el rompeolas del faro, durante el amarre de los barcos, junto a los puestos de fruta, más allá de las calles que se pierden en el pueblo, arriba en la colina. Salí a tu encuentro en los rostros desconocidos y te presentí difusa, flotando en la armonía del conjunto, como el aura de una presencia deseada. También te sentí en el claroscuro de la mañana, en el eco de una voz anónima, en el ruido de la calle y el silencio de un parque lejano. La luz se desvaneció más allá de los edificios distantes y seguí buscando tu ausencia. Resonaron otras voces e imaginé tu imagen perdida en la insoportable lejanía.

Una y otra vez volví a los mismos lugares, para interrogar a la gente, para buscarte tras cada vidriera empañada, para saber donde te ocultabas. Me dije que era una obsesión y me negué a esa locura por una desconocida. Creo que me desvanecí en el banco de un parque y desperté al amanecer, aterido de frío y murmurándote en mis sueños. Te soñé con un perro grande y fiero que paseaba a tu lado. El sol se ponía a tu espalda y eras como uno de esos contraluces de mis cuadros, caminando hacia un lugar fuera de mi alcance, hasta que el perro se distrajo con los rastros de la tierra. Esperaste hasta que concluyó tu paciencia y lo reprendiste con un gesto. El perro bajó las orejas, ocultó la cola y humilló la cabeza, en señal de sumisión a tu enojo. Sentí envidia del perro, porque estaba contigo.

Te presentí entre la bruma del mar y entré a uno de esos garitos donde flota el humo del tabaco. Te encontré tras una puerta entreabierta, preparándote contra el mundo, disfrazada de guerrera, con el maquillaje emborronado y el vago desaliento de la madrugada perdida. Te mirabas y veías los estragos del cansancio sobre tu rostro de luchadora. Creí morir en un instante, estabas ante mí, cansada y derrotada por la noche, pero dispuesta a empezar de nuevo. Rogué porque la puerta se mantuviera entreabierta y me permitiera contemplarte un segundo más. Quise que me vieras, sonreí y me devolviste la sonrisa. Por un instante te contemplé sobre aquellos tacones, finos como agujas, encaramada sobre tus pies y tan guapa. Aprovecha nena y cómete el mundo, pensé mientras te devoraba con la mirada. Después llegate hasta mí y nos presentó una amiga común. Me recreé en tus labios y en el fuego de tus ojos supe que perdería cualquier batalla. Conversamos toda la noche y te dije que era pintor y buscaba modelo. Después te fuiste y paseé por los cafés del puerto, buscándonte en los demás, embriagado por tu perfume que tanto me gusta y que el amor convertía en un elixir irresistible. Observaba las reacciones de los viajeros e intenté comprender el efecto que tu olor ejercía en mi espíritu. Mientras convivo con él no experimento nada pero cuando desaparece es como una falta en el aire. Me parece tan excitante que difícilmente podría resistirme a su embrujo, pero admito mi debilidad por tus olores.

De nuevo me sonrió la fortuna y te encontré en un callejón olvidado, después de todas las horas. Apenas podías caminar y te arrastré como pude, hasta que llegamos a mi estudio alquilado calle arriba, un lugar recogido, como corresponde a un taller de pintura. También yo había bebido demasiado, apenas pude lavarte y arropar tu cuerpo con unas sábanas. Al extenderlas sobre ti aspiré la fragancia de los membrillos que utilizo para aromatizar los armarios, y me felicité por aquella ocurrencia que había descubierto ojeando un libro de costumbres. Me sorprendió su eficacia, porque en las proximidades de mi sala de trabajo, el antiguo comedor de la vivienda, el aroma del barnir era tan contundente que enmarascaba los demás olores. Creo que tuviste fiebre, porque tu sueño fue intranquilo hasta que se fundió en la nada. Te velé observándote en silencio, abstraído en la ropa sobre su espalda, avivando el fuego de la estufa para que no te encontrase el frío. Recuerdo que te abandoné muy tarde, cuando parecías tranquila y el alba iluminaba las pizarras de los tejados. Te fuiste muy pronto, mientras yo aún dormía en la habitación contigua.

Volviste sin avisar, sólo llamaste al estudio y te ofreciste como modelo. También te interesaba el alquiler y habías pensado compensar una parte posando para mí. Apenas recordabas la dirección, pero la habías encontrado buscando por el barrio. Te dijeron que pagaba bien y era amable, que malvivía con lo obtenido en una taberna del puerto y que pintaba con más devoción que suerte. Necesitabas el dinero y alojamiento, hasta solventar unos asuntos privados que nada importaban, y deseabas posar cuanto antes. Me negué a tu insistencia con el pretexto de que tenía por costumbre conversar primero y dejar el primer posado para un tiempo después, a fin de que una tenue confianza aliviase los pudores iniciales. Insististe en que no te azoraba ningún pudor y me mantuve en mi negativa. Renocozco que me arrepentí inmediatamente de mi determinación, más loable que práctica. No quieras saber lo que pensé mientras te escuchaba distraído. Quise cómerte, béberte, fundirme conmigo en un sueño de amapolas y de higueras silvestres, que me despertaras al alba y avivases mi aliento con tus besos. Nada dije, sólo adopte una actitud profesional y atendí tu curiosidad lo mejor que supe, procurando que te sintieras cómoda, que saboreases el té y las galletas, que no escaparas para siempre y te perdieses en el olvido. No regateé el precio ni el horario o las condiciones menores del trabajo, sólo me esforcé porque te convenciera mi seriedad y desechases tus temores. Algunos lienzos parecieron gustarte, lo que complació mi estima y estimuló mi esperanza. Comentaste sobre el color, las penumbras, la cualidad de la pincelada y otro sinfin de aspectos más propios de los tratados de arte que de la chispa que precede a la obra, normalmente ajena a las consideraciones críticas. Éstas llegarán después y mostrarán un universo de facetas desapercibidas para el creador, que se limita a canalizar una fuerza que surge del alma y se materializa sobre el caballete.

Llegaste al día siguiente, a la hora convenida, y te detuviste ante el edificio. Supongo que te impresionó su aspecto, además del olor a pescado que inunda todo el barrio. La construcción era antigua, revestida de esa pátina rancia que según tú le otorga distinción y para mí sólo es un indicio de decrepitud. Empezando por ese portal infame donde orinan los borrachos y las prostitutas alivian a sus clientes, y continuando por la escalera de tablas polvorientas que crujen a cada paso y son el dominio de tres gatos que comparten territorio. El estudio era diferente, más ordenado, más pulcro. Una asistenta, pagada por el propietario, un pariente lejano, se ocupaba de que mi desorden no invadiera todo el espacio. Te gustó que hubiese libros, muchos libros, repartidos por todas las habitaciones. Los marcos de las puertas eran verdes, las librerías de madera pálida, pero la sensación era de policromía, porque los bordes de los estantes se ocultaban entre los lomos de los libros, pulcramente ordenados según fichas y esquemas que figurarían en algún archivador oculto. La iluminación era tibia y suficiente, permitida por las puertas, que sólo eran de madera en su mitad inferior, reservando su otra mitad al cristal traslúcido. El resultado era que la puerta destacaba con un alegre verde que esparcía luz suficiente hasta el atardecer.

Convinimos que esperaría en la habitación contigua hasta tu señal, mientras preparaba unos tonos de color que ensayaría después. Te desnudaste muy rápido, pronto estabas preparada y entré para iniciar el boceto. Te presumía incómoda por ser la primera vez que posabas para mí, y me había esforzado en que todo fuese profesional, aséptico, limpio. El diván donde yacerías durante horas, el espejo que te reflejaba en la penumbra, las sedas que enturbiarían tu cuerpo. Empecé a copiarte de espaldas, había algo en ti que avivaba mi pasión por la pintura. Tus curvas, no sé, eran distintas y me llevaban un paso más allá. De repente aparté el pincel del lienzo, retrocedí y miré las primeras líneas. Me acarició tu mirada y sentí que el deseo atrapaba mi alma. Te dije no te muevas, no hagas nada, déjame que te vea y sienta que estás conmigo. Siguieron algunas correcciones sobre la postura para mejorar la incidencia de la luz, la conversación se adentró por donde nada nos importaba y coincidimos en que las demás estancias del piso sufrían de recargadas, como corresponde a las modas antiguas. Te explicaba los pricipios de la acuarela y cómo graduar la transparencia, cuando abandonaste tu pose estática y te acercaste a un lienzo húmedo contra el que frotaste tu pecho. Sonreíste y me invitaste a retocar la pintura. No me importó nada más, habías llegado a mi vida para quedarte.

Aceptaste las condiciones de nuestra convivencia, y aunque sabía que era innecesario, por cumplir con la cortesía te mostré el estudió y me entretuve en las diversas estancias mientras asentías y te mostrabas despreocupada. Nos gustaban las teselas del suelo y la bañera de mármol blanco, exenta en mitad del aseo, las porcelanas impolutas, los grifos dorados, las pinturas del techo, con ninfas y criaturas de los bosques. También el estar, con su estufa y un continuo de libros que parecían revestirlo todo, las puertas de madera y cristal traslucido, las paredes decoradas con pinturas de pájaros y de árboles o flores. Te detuviste en la cocina mínima, con su fogón de brío insuficiente y su despensa aún menor, y aseguraste que te gustaba porque el alquiler era barato y una buhardilla soleada estaba al alcance de muy pocos. Compartiríamos muchos amaneceres de tejados y escarcha.

Me dijiste que eras filóloga, recién licenciada, y que encontrabas en aquellos libros una fuente de conocimiento muy valiosa. Algunos ejemplares eran muy antiguos, casi incunables, y te servirían de gran ayuda para proyectos que te aleteaban en la imaginación. Me preguntaste si tendría inconveniente el propietario en que leyeses algunos libros, allí mismo, porque los respetabas tanto que ni siquiera te atrevías a alejarlos de lo que imaginabas como su santuario. Mucho menos a doblar un página para marcar el aquí, o a comer mientras leías, una costumbre odiosa que te había horrorizado en algunas bibliotecas públicas. Todos lo libros merecen respeto porque supusieron un gran esfuerzo. No tuve nada que añadir, así que respondí que a mi pariente lejano no le importaría tu estancia, que habíamos coincidido en el extranjero durante un viaje al concluir mis estudios de arte, y que él mismo me había ofrecido su estudio, que prefería mantener ocupado para asegurarse su conservación. Lo demás era más o menos conocido, concluí satisfecho. Me miraste muy seria, tanto que pensé que te habían ofendido mis palabras. Te levantaste descalza y solo cubierta con unos velos. Me besaste despacio, deslizaste suavemente tu lengua por mis labios y, cuando me incliné hacia ti rendido, me apartaste suavemente y me sugeriste que me dejase crecer barba y bigote, discretos, porque sospechabas que te gustaría y deseabas comprobarlo personalmente. No supe que decir y me limité a responderte con otro beso, esta vez más cálido.

Te mudaste al estudio inmediatamente, y no sé porque digo mudarte, porque llegaste con lo puesto y tuviste que comprar todo nuevo. Parecía que abandonases un pasado irrelevante y te centraras en exprimir cada segundo del futuro. Nos envolvió la magia de lo nuevo, de la fortuna incipiente y la ventura inesperada. De repente pareció que desaparecían los despojos de los pescadores y los marineros borrachos que resonaban en la madrugada profunda. Sólo quedamos nosotros, envueltos en una existencia nueva que parecía como un aire fresco traído por tí. Tomaste posesión de todo y de los libros, que consideraste tuyos conforme te perdías entre sus páginas, y me envolviste en novedades que conmovieron mi existencia. Inundaste la casa de flores y macetas, y durante algunas semanas pensé que se desencadenaría un cataclismo doméstico, después me sosegué y acepté el vendaval que había estremecido mi vida. Reconozco que tus plantas aportaron felicidad y nos otorgaron un estar más cálido. Te recuerdo tumbada entre cojines y mantas que habías dispuesto para tu comodidad, entretenida con interminables lecturas que te absorbían hasta la madrugada. Después nos encontrábamos y hacíamos el amor mientras te hablaba de mis pinturas y me respondías de tus libros, en conversaciones cruzadas que se deshacían en risas y besos cuando nos dábamos cuenta.

De repente mis pinturas se vendían bien. Primero fue una pequeña pieza realizada por capricho. Por supuesto tú eras el motivo, rescostada sobre el diván azul y envuelta en rosas negras. En un instante te llevaste una rosa a los labios y te heriste con las espinas. Me enfadé porque te había advertido de la necesidad de prevenirte, y bebí una gota de sangre de tus labios, que me convirtió en ti por un instante. Te pintaba desnuda y mis cuadros se vendían, te pintaba vestida y mis cuadros se vendían igualmente, pintaba tu presencia en el viento, tu olor en la escarcha, y también se apreciaba mi pintura. Aparecías en mis sueños y me inspirabas paisajes amables donde la luz descendía desde cielos emborronados, como si transfigurases mi mirada y todo se filtrase a través de ti. Pronto sólo fuiste un pretexto para que volase mi imaginación. Tomaste la costumbre de acompañarte con un libro y de cubrirte con algunas ropas. No me importó, porque conocía cada detalle de tu anatomía, cada sabor de tu piel, y no necesitaba más que sentirte a mi alrededor. Me parece revivirte leyendo distraída, moviendo levemente los pies al compás del texto, mostrándome el tatuaje de ese albatros en el tobillo que presentí la primera vez que se cruzaron nuestros ojos. Imagino un mundo de aventuras, de héroes y piratas que libran feroces batallas a la luz de la luna y que tienen traducción exacta en ese leve oscilar de tus piernas, al ritmo de la emoción y del peligro, al compás de tu deseo. Tuve celos de los compradores de cuadros, con quienes te compartía por un mísero dinero.

Nuestra existencia cambió muy rápido, al eco de una bonanza que nos permitió cierto desahogo en las penurias cotidianas. Pasamos de la constante preocupación al abandono inconsciente, porque lo fundamental se hallaba cubierto y habíamos superado la urgencia de la necesidad. Lo que había sido importante paso a un segundo término, y las molestias que siempre habían turbado mi hambre creadora se disiparon en la nimiedad de las cosas menores, como si tu presencia en mi vida esparciese luz y elevase mi genio hacia terrenos desconocidos. Cada día posabas para mí, entregada a tus libros, que devorabas ajena a mi presencia ocupada. Aunque todavía eras la inspiración de mis pinturas, tu protagonismo se hizo más sutil, menos explícito, como un destello que impregnaba cualquier composición o perspectiva. Tu rostro, tu piel y cualquier alusión a tu existencia quedaron tamizados por motivos que se superponían a la concepción original, a menudo con origen en un gesto o una frase que pronunciabas inconscientemente. Recuerdo el nectar que escapó de tu boca al partir un gajo de mandarina y ofrecerme la otra mitad, que aún temblaba entre tus dientes. Lo tomé con la máxima delicadeza y aspiré para sentir el regusto ácido que también inundaba tu boca.

Empezamos a viajar, yo requerido por mis pinturas y tú por tu saber de libros, que continuabas devorando al tiempo que escribías reseñas, comentabas poesías, subrayabas pasajes que empleabas como citas para tus publicaciones extranjeras. A veces recitabas en voz alta y yo te besaba para enmudecerte un instante y mejor apreciar el eco de las palabras en tu boca, cuando escogías un fragmento especialmente bello. Nos iluminaba una suerte profesional común, aunque requerida desde distintos ámbitos. Al principio me alarmó que nuestra deliciosa convivencia se alterase por las rutinas del mundo, pero lo admití como parte de la propia evolución. Viajábamos más, nos veíamos menos, pero siempre nos encontrábamos y de nuevo posabas mientras te sumergías en tus lecturas. Te recuerdo siempre recostada sobre una alfombra y rodeada de cojines, con un refresco o una infusión cerca, pero alejada para que ningún imprevisto amenazase los libros. Jugábamos a adivinar quién se marcharía primero la próxima vez, y apostábamos cenas de amor o luego harás lo que yo desee. Las partidas siempre son incómodas, las llegadas gratas, y lentamente comprendimos que se nos brindaba una eterna adolescencia. Supimos que lo iniciado en un instante de fortuna merecía el beneficio de la perseverancia, así que acordamos vivir como deseabamos vivir y aceptar que el amor nos uniera o nos separare. Me besaste y dijiste buena idea, luego condujiste mis manos hacia tu deseo.

Nos arrastró una época donde apenas teníamos tiempo para nosotros. Confieso que al principio me divirtieron las nuevas ciudades y las gentes desconocidas. Un estímulo beneficioso para mi arte, pero faltaba algo, ya sabes quién. Me dejé atrapar por la historia y visité las ruinas y los templos, después me cautivó el arte mismo y en mis visitas se incluyó lo representativo de cada lugar. A ti no te fue mejor, porque habitábamos los mismos museos y la mismas avenidas iluminadas. Regresábamos exhaustos de vagar por ahí y nos escondíamos en la feliz esperanza del estudio, donde retornábamos a las pinturas, a los libros, a nosotros. Unos días de felicidad que pronto se truncaban con el aviso de otra partida inesperada. Llegó un instante en que las maletas nunca se deshacían totalmente. La ropa y lo primordial encontraban su aseo o su reemplazo, pero lo secundario permanecía empaquetado siempre, para ahorrar tiempo, por si acaso. Nuestro amor pronto se rindió a la melancolía de la separación continua y a la certeza de que se limitaba a la intranscendencia del presente. No éramos felices.

Mi pintura se adentró en lo extremo, en lo imposible, un abtracto rabioso que despertó las mejores críticas. A veces te interrumpías para contemplar mis progresos y preguntabas sobre el rumbo de mi arte. Nos sorprendía la madrugada bajo un revuelto de mantas, compartiendo lo que nos gustaba y lo que no, hablando de tus libros y de mis cuadros. Una noche, no sé bien porqué, discutimos. Quizás me molestó algo que dijiste o te ofendió algo que dije. Nos fuimos a dormir de espaldas y no tardé en quedarme dormido. Te soñé junto a la ventana, despierta mientras caía la lluvia tras el cristal. Busqué tu hueco caliente en el lecho y lo encontré frío. Llevabas levantada mucho tiempo, sumida en esa tristeza que es un misterio. Te ví de espaldas, apoyada sobre un brazo, envuelta en esa luz que te difumina. Acaricié tu silueta y sólo eras un dibujo sobre el papel. Desperté y también te deseaba. Te miré mientras dormías y te ví caminando despacio, con el cabello recogido en una coleta imposible y perdida en tus pensamientos. La luz te acariciaba por la espalda, brillando en tu cabello y esparciendo fulgores que parecían flotar a tu alrededor. La brisa era suave y supe que solo veía tu recuerdo.

Cuando nos separabamos y viajaba a la ciudad lejana, sobrevivía al tedio porque tu memoria ocultaba las miserias del mundo hasta que alguien sugería la oportunidad de un descanso y recomendaba un lugar donde reponernos, quizás donde siempre, que era rápido y cómodo. Nos atendía una chica bonita que me recordaba a ti y parecía desplazada en el tiempo. Cualquier periódico ojeado con desgana, entre dos bocados, al margen de la concentración y el interés por algo, me ayudaba a esperar hasta encontrate de nuevo. Escuchaba tu voz susurrando a mi oído y tu ausencia me hería mientras regresaba al hogar suplicando por tu amor. Siempre permanecías en mi alma, en lo más profundo, más allá de las redondas y las farolas encendidas. El invierno era frío y te alejabas de mí. Te presentía tras la escarcha de mi aliento y más allá de las lágrimas heladas que enturbiaban la vista. Los campos eran blancos, las nubes grises. Todavía te siento ahí, tras el frío que nos aleja.

Una observación tuya, quizás mía, y convinimos en planificar nuestros compromisos sociales con más holgura. Tus conferencias, mis exposiciones, perderían su protagonismo para ajustarse a nuestro criterio. Seleccionaríamos certámenes, congresos, invitaciones y comprobaríamos horarios y fechas. Nos aplicamos y compartimos tus cojines para ordenar y planificar nuestros encuentros, el amanecer nos sorprendía haciendo planes para encontrarnos en el futuro. Con frecuencia nos interrumpíamos para amarnos, pero al final conseguíamos sellar nuestro acuerdo con un último beso. Después bostezábamos y nos dormíamos en la esperanza de encontrarnos en cualquier lugar. Pronto caminamos por alamedas de árboles frondosos, cuando las hojas se amontonaban y se presentían las nieves primeras. También paseamos descalzos por playas doradas, dejando que el mar acariciara nuestros pies mientras corríamos por la arena. Nos besamos sobre el desgarrado fulgor de la nieve y entre la espuma de las mareas, cuando dormíamos en cabañas de pastores y mientras atravesábamos un bosque. También en el atardecer de las marismas y entre los campos de amapolas, envueltos en el volar de las mariposas y el zumbido de las libélulas dragón, cuando retenías el aliento y señalabas su vuelo, maravillada por lo rápido y fantástico. Te besaba mientras reías y me contagiabas tu risa, que era como un suspiro efervescente.

Muchas veces regresamos al estudio y muchas veces te pinté desnuda. Siempre hacíamos el amor y nos deleitábamos hasta el amanecer, que nos sorprendía abrazados en el lecho. Te recuerdo tumbada en la alfombra, junto a la estufa, leyendo a la luz de las llamas, mientras te arrebujabas en tu manta y leías otro libro de la biblioteca. El título dorado, su lomo verde y mate, la letra cursiva de algunos fragmentos que leímos juntos, antes de que me arrebatara tu imagen y tomase el lápiz para trazar algunas líneas. Una vez más te fuiste durante mi sueño y desperté solo, acurrucado junto a tu contorno sobre la sábana.

Lentamente llegaron los años y el trabajo rutinario. Más pinturas, tú siempre como modelo y muchas obras por consumar, el éxito de una vida apacible y la lenta melancolía que al fin se convierte en tristeza recordada. Días lejanos, noches heroicas, y tu recuerdo siempre con la flor en el cabello, esa rosa negra que mordiste entre los labios y que te arrancó una gota de sangre que bebí mi amor con tu beso. Siempre me gustas cuando podas el rosal y desprendes las espinas de un tallo y lo muerdes distraída. Imagino el olor de la rosa en tu boca y me arrebata el deseo de aspirar ese aroma. Pienso entonces que algunos pájaros se convierten en transparentes cuando se enamoran porque, para ellos, perder sus colores es desnudarse y mostrarse puros al amor. Entonces sueño con mundos imposible, donde dos lunas se superponen en el cielo de una noche iluminada. Hay nubes y montañas y castillos de agujas afiladas. También pienso que algunas palabras valen más cuando las pronuncian tus labios, silabeándolas a mi oído, murmurándolas en la oscuridad. A veces me siento tan dichoso amándote que no puedo creer que me pertenezca esa felicidad.

Cada día es diferente porque sé que te encontraré después, tras la lucha y las derrotas, donde siempre. Contigo ni siquiera tengo que cerrar los ojos, no necesito imaginar nada si me sonríes, porque te veo allí, con la camisa atada y el cabello en esa cresta insolente. Ahora, después de los viajes y la vida, beso tus labios despacio, muy despacio, saboreando el aroma de las frutas que desayunaste por la mañana. Siento el regusto del café en tu lengua y me aturde el mismo despertar que inicia tu jornada. Percibo el insistente recuerdo del sueño, que me mantendrá alejado de la realidad unos minutos más. Tu piel caliente cuando me abrazas y el aroma de tu amor en la noche. Pronto regresaremos al estudio, te acariciaré el cabello, dispondré las flores y las gasas transparentes, me separaré unos pasos y permitiré que tu cuerpo desnudo se funda con mi alma.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 29 de noviembre de 2013

El más valiente

A quien me contó esta historia


Para ella era un desconocido, pero recordaba su historia con tristeza. Era el más valiente del pueblo, el mozo mejor plantado, el más fuerte. En la doma de caballos que estremecía al pueblo a finales de junio, destacaba con su destreza con los potros y su arrojo para imponerse a lo salvaje. Después, en la feria, sobresalía en las pruebas de fuerza y habilidad, y por fin, con los compases de la verbena, bailaba mejor, bebía más y siempre encontraba una moza a la que vencía con la sonrisa, una palabra amable y la tierna caricia de sus manos.

El sábado llegó a la taberna con las últimas luces y saludó casi con un grito. Apartó unos vasos que le estorbaban, levantó la pierna, apoyó el pie y se alzó el pantalón hasta la rodilla.

-¿Qué te picó ahí? -preguntaron todos.

-Me saltó una bicha.

-¿Una bicha?

-Más fea que un trueno. La agarré y la rompí contra una piedra. En paz descanse. Me clavó dos dientes.

-¿Qué piensas hacer? -preguntaron todos.

-¡Brindar por ella y emborracharme con mis amigos!

Muchas veces enseñó su herida esa noche, con los dos puntitos violetas de donde irradiaban los capilares rotos y la tumefacción que latía con el escozor del veneno. Rechazó todos los remedios caseros que le brindaban sus amigos. Para qué punzar la herida y aspirar su sangre o encomendarse a las cataplasmas de hierbas para mitigar la desazón. Nada de pócimas, sales curativas, pomadas ni aguas azufradas. Pronto remitirían los síntomas, tanta consideración era innecesaria, solo era un incidente más del campo. En peores se había visto y de todas había salido con bien.

Bebió hasta cerrar la taberna. A media noche lo acompañaron a su casa, porque sus excesos con el licor y el fuego de la pierna apenas le permitían mantenerse en pie. Reconoció sentirse molesto por la picadura, pero no era hombre de lamentos ni de quejas, así que se arrojó sobre el lecho y se rindió al regusto ácido de la bebida. Soñó que corría por una llanura y que su carrera era torpe y desmañada porque le faltaba una pierna. La fiebre llegó pronto, para secar su boca y hundirlo en las alucinaciones del delirio. Pensó que el dolor remitiría en unas horas.

El más valiente durmió todo el día y la noche siguiente, hasta que despertó empapado en sudor y, según se supo después, enfermo. Su asistenta, a veces también amante, llamó a una vecina que llamó a otra y a muchas más, que despertaron a la telefonista para que buscase ayuda médica. También lo encomendaron a una curandera, porque la ambulancia tardaría en llegar.

-No me gusta esta herida. ¿Cuándo fue la mordida?

-Anteayer -respondieron todos.

-¿Cómo creció la herida? ¿Se hinchó primero o enrojeció?

-Se enrojeció e hinchó al mismo tiempo, después se quejó de un mal sabor en la boca, como a goma o metales rancios.

-Esto es malo, muy malo y acabará mal -sentenció la curandera.

-¿Entonces? -preguntaron todos.

-Entonces no os cobro porque estáis de luto.

La curandera se fue y llegó la ambulancia, con mi amiga y su bata blanca, adornada con todos los instrumentos y las luces modernas. Pronto se supo que aquello no era bueno, porque un primer diagnóstico anticipaba lo peor. Correr era lo primero, así que activaron las luces de advertencia para que se apartasen los obstáculos y volaron hasta el hospital, donde esperaban algunos vecinos que eran expertos en sortear curvas difíciles y se habían anticipado para recibir al enfermo. Tras la confusión del ingreso hospitalario y las curas preliminares, el doctor los recibió por riguroso turno y en pequeños grupos. A todos les advirtió que no tenía buenas noticias, que las próximas horas serían decisivas y que habían esperado demasiado tiempo antes de llamar a los servicios médicos. Todos lo lamentaron y esperaron mucho, hasta que llamaron a mi amiga, que también era suya porque la conocían de sus visitas al pueblo con la ambulancia.

Mi amiga escuchó los comentarios de la sala de espera, donde estuvo siempre que la llamaron para una aclaración.

-El doctor dice que está muy grave, que el veneno se ha extendido mucho, que los laboratorios trabajan sin descanso.

-No será suficiente, la bicha era muy mala y mordió hondo -dijo la curandera.

-Hacemos todo lo posible -dijo mi amiga.

La herida empeoró muy rápido, hinchándose hasta que el doctor pensó en amputar la pierna, pero llegó tarde y nada se pudo hacer. El más valiente languideció y entró en coma, mientras los médicos se esforzaban con sueros, con máquinas para limpiar la sangre, con procedimientos infalibles que fracasaban siempre. La curandera no se equivocó cuando les anticipó el luto, porque el más valiente aguantó cuanto pudo hasta que se orinó encima y se dejó llevar, y así lo vivió mi amiga, que lo lavó antes de amortajarlo para entregárselo a la familia, después de que el doctor asegurase que el final fue muy rápido y no sufrió nada. Cosas de la mala suerte, porque un poco antes y todo habría sido distinto, la medicina había avanzado mucho y casi todo tenía remedio. En fin, una desgracia muy grande.

Mi amiga regresaba al pueblo dos veces por semana, en la ambulancia. Un trabajo como cualquier otro, a veces triste pero también con momentos buenos. Del más valiente todavía se hablaba en la espera de la consulta, de su modo de domar potros y correr tras las mozas del pueblo, de cuando trabajaba infatigable con los aperos del campo y de su alegría en las fiestas, donde bailaba y bebía más que nadie. Mi amiga escuchaba con una sonrisa y asentía con amabilidad, pero se le empañaban los ojos cuando en las conversaciones surgía el más valiente, que aguantó cuanto pudo y murió como un hombre, sin un lamento, sin una queja.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 22 de noviembre de 2013

Mariposas

A la fragilidad de la belleza


Al nacer supe que viviría un larguísimo viaje. Me miré a mí misma y comprendí que era una oruga y mi obligación era prepararme para una peligrosa aventura. Devoré mi propio huevo, una cápsula casi transparente que no sabía a nada. Luego busqué una hoja muy verde y me dispuse a comer, pero no me gustó el sabor y cambié de planta. Me pareció más agradable al gusto y comí cuanto pude.

Pronto encontré otras plantas más jugosas. Después empecé a producir seda y no tuve otro remedio que envolverme en ella, porque era tan abundante que no supe donde ponerla. Al principio solo estaba atrapada y debía pensar en escapar de allí, pero la seda se me antojaba muy fuerte, así que me dormí y soñé que me disolvía. Al despertar comprobé que habían desaparecido algunas partes de mi piel, erosiones sin importancia. Lo atribuí a mis forcejeos por liberarme, que no habían producido ningún resultado. Con el crepúsculo, el capullo se oscureció hasta convertirse en grisáceo y por fin negro. Dormí y de nuevo soñé que me disolvía.

Una mañana me encontré mejor y observé que mi cuerpo había encogido y se estaba endureciendo, como si se hubiera detenido su disolución. Ahora soñaba con campos llenos de flores mecidas por la brisa y al despertar me sentía ansiosa por enfrentarme a la vida. Comprobé que podía vencer a la seda sin más que impregnarla con saliva. Me notaba aprisionada y me dolía la espalda, pero continué reblandeciendo mi prisión. Avanzaba poco y supuse que debería armarme de paciencia. Conforme humedecía la seda, sus hebras enfermaban y se convertían en transparentes y dóciles. Me abrumaba la fatiga y me sorprendía el sueño, en contra de mi voluntad. Siempre campos de flores, de amapolas y violetas silvestres, campos iluminados con la alegría de la primavera.

La presión en la espalda y las sofocaciones del espacio confinado fueron tan tenaces que desfallecí y pensé en rendirme. Me salvó un orificio que se abrió en la seda y me permitió acceder a un aire lleno de esperanza. Más oprimida aún, me esforcé por agrandar la abertura y escapé por etapas. Primero la cabeza, luego el tronco y finalmente el resto. Apenas distinguía el lugar donde había desembocado y una presión incontenible estremecía mi espalda, que palpitaba y crecía ajena a mi voluntad. Intenté respirar y el aire llegó sin esfuerzo. De repente parecí fracturarme y partirme por dentro, aunque admito que no me asaltó ningún dolor, más bien un sentimiento de libertad. Fue como desprenderme de mí misma, no sabría explicarlo bien, aspiré con determinación y me embargó una sensación de plenitud. Regresó la luz a mis ojos, que ahora se repartían las facetas de la realidad. A mi espalda, dos enormes alas flanqueaban mi presencia con una amalgama de purísimos colores. El paisaje era como había soñado, rebosante de flores que se mecían al atardecer, con una brisa suave.

Necesité bastante empeño para que las alas obedeciesen mi deseo. Intenté aprender de otras mariposas que descubrí a mi alrededor, hasta que mi vuelo se estabilizó y pude agradecerles su ayuda. Me conmunicaba a través de las antenas, por los olores y el movimiento, como otros animales. Una mañana, de repente, una mantis atacó a mi vecina. Un instante, un segundo y la aprisionó con sus brazos dentados. La devoró muy rápido y solo respetó las alas y las patas, que cayeron al suelo revoloteando. Sentimos mucha tristeza y guardamos un instante de inmovilidad. Nos alejamos de allí porque la mantis reempendía la caza.

Lentamente se esparció el rumor de que debíamos prepararnos para el gran viaje. Por primera vez desde que abandonase mi prisión de seda, sentí un hambre voraz. Observando a otras mariposas que revoloteaban a mi alrededor, comprendí que las hojas eran un alimento pobre y que solo las flores nos brindarían el vigor suficiente. El néctar era un alimento muy dulce y al principio me pareció siempre igual, pero aprendí a sentir el espíritu de cada flor y paulatinamente me acostumbré a su gusto, que me pareció más estimulante que el de las hojas. Engordé un poco, pero no tanto como mereció mi glotonería. Tras el crepúsculo, nos colgábamos de las ramas de los árboles y los salientes de las rocas, para esperar boca abajo la llegada del nuevo amanecer. Yo prefería los árboles, porque las rocas eran demasiado peligrosas. Escuché historias de ciempiés que vagaban confundidos con la oscuridad y siempre ansiosos por encontrar una víctima.

Refrescaron las madrugadas y nos agrupamos muy juntas, en racimos, para que el calor de nuestros cuerpos propiciase un aire confortable. Aproveché para frotar mis antenas con las compañeras y pronto conocí a toda la colonia, porque nos reuníamos para dormir juntas y que nadie sufriera la intemperie, lo que sería peligroso. Dormíamos repartidas en muchos turnos y todas soñábamos siempre lo mismo, que era flotar lejos de todo, con el mundo muy lejano y las preocupaciones desaparecidas, como si una discreta voz interior nos advirtiera que no había motivos de preocupación, que el viaje sería la primera etapa hacia un destino brillante y que más allá de las montañas y los mares nos esperaba un paraíso de abundancias desbordadas. Presentíamos un acontecimiento que sabríamos reconocer, pero que no acertábamos a definir o asimilar a un ejemplo. Sólo la certeza de que sería emocionante y que sabríamos identificarlo.

Una mañana, tras el primer rayo de sol, el rocío se convirtió de improviso en una escarcha pegajosa y terrible. Recuerdo que su contacto era doloroso y apenas pudimos comer hasta entrada la mañana. Cada vez la escarcha fraguaba antes y desparecía después, una noche pasamos tanto frío que tomamos la determinación de partir hacia el sur. Decidimos esperar algo más, porque el corazón de los días aún era cálido. Nos esforzamos por libar entre las flores mojadas, que solo nos recibían con agrado cuando el sol se encontraba en lo más alto. Hasta que un día nos mantuvimos agrupadas tras las primeras luces, despidiéndonos y planeando cómo sería el viaje. Nadie imaginaba lo que sucedería realmente, pero habíamos soñado tantas veces con aquella partida, que era como si ya conocieramos los pormenores del camino. Aprovechamos una brisa cálida que se arremolinaba sobre la tierra para deseamos suerte, y la colonia se convirtió en un aire de colores.

Ascendimos por una corriente cálida donde no tuvimos más que extender las alas para alcanzar una gran altura. Volábamos en círculo, entretenidas en nuestras conversaciones y felices de encontrarnos por fin en movimiento. El prado donde habíamos esperado se convirtió en un minúsculo rectángulo, visible junto a otras formas poligonales que desde la distancia parecían iguales. Muchas columnas de mariposas llegaban desde los campos próximos y el enjambre se convirtió en una multitud que abarcaba todo el círculo del horizonte. Nos dirigimos hacia la luna, que era llena y señalaba nuestro destino. Me sentí protegida y simplemente volé.

Cada mañana, al despejarse las tinieblas, la tierra se nos mostraba blanca y helada, envuelta en un manto cristalino que desaparecería lentamente, conforme el sol impusiera su presencia. Detrás, en la distancia, el hielo conservaba sus dominios y el paisaje resplandecía con reflejos gélidos toda la jornada. En algunos lugares, aún más lejos, destacaban los azules del frío extremo, que en el horizonte parecían confundirse con el cielo. Aprovechamos las largas horas de navegación para conocernos y formar agrupaciones que compartían algo en común. Unas gustaban de disfrutar la añoranza de los recuerdos, otras preferían compartir ilusiones sobre el futuro, la mayoría simplemente conversaba sobre alguna temática de su agrado o su repulsa. Me confundí con varios de estos grupos, pero ninguno me retuvo con sus argumentos o la erudición de su discurso. Nunca dejamos de revolotear, las corrientes eran débiles y la lucha contra el frío constante.

Durante varias jornadas navegamos tras el sol y la luna menguante. Volamos sin pausa, abandonándonos a las corrientes de aire y sintiendo el magnetismo terrestre, que para nosotras era algo especial. Por algún motivo escuchábamos el pulso de la tierra, que nos conducía de un modo seguro hacia nuestro destino. Pronto comprendimos que el peligro acecharía con la luna nueva. Anticipándonos, empleamos una jornada completa en descender hacia un prado rebosante de vainas amargas, que supuraban una leche venenosa a la que éramos inmunes. Conozco fragancias mejores, pero se podía libar aquella leche. Sentimos un efecto perturbador, que no supuso obstáculo para que alzásemos el vuelo con las últimas brisas de la tarde.

El beneficio hipnótico de la leche de las vainas se complementó con una cierta insensibilidad a las nieblas gélidas que nos envolvían en la proximidad de las nubes. Pronto volaríamos con la luna nueva. Las señales de la tierra que guiaban nuestro vuelo mantuvieron su intensidad, por lo que el rigor de la navegación no mermó en absoluto. Durante las veladas previas a la luna nueva, nos deleitamos con el fulgor de las estrellas. Recuerdo una madrugada de vientos del sur que nos permitía un ascenso leve pero continuo. La leche de las vainas ayudaba a sobrellevar el frío, además de convertirnos en venenosas e inaceptables para la mayoría de nuestros posibles enemigos. En nuestra ingenuidad, las prevenciones sobre los peligros del viaje parecían infundadas. Las estrellas resplandecían en un cielo negrísimo y jugábamos a identificar las constelaciones y repetir las leyendas sobre el origen de su disposición celeste. Era un conocimiento que parecía impreso en nuestro interior y llegaba a nuestra razón sin esfuerzo, como si lo hubiésemos conocido siempre y fuese un recuerdo olvidado. Me sorprendió tanta facilidad para comprender lo que ignoraba, pero reconozco que no dediqué demasiado tiempo a estas reflexiones.

De repente, sin que acertásemos a prevenirnos, sentimos que una legión de criaturas aladas ascendía a través del enjambre, dejando a su paso un rastro de muerte y horror. Nos atacaban desde abajo, confundidas con las tinieblas que ocultaban la tierra, en un número inconcebible. Escuché chasquidos de mandíbulas y presentí colmillos a mi lado, varias de mis vecinas desaparecieron arrebatadas por una fuerza invisible. Me estremeció un vendaval, muchas señales próximas cesaron de repente y se confundieron en la oscuridad. Pronto no quedó nada, solo silencio y aires removidos. Tras un breve desconcierto, encontré de nuevo a mis compañeras y supe que no estaba sola en el viaje. Me advirtieron que sufriríamos otro ataque muy pronto y me mantuve en silencio, atenta a cualquier sonido o vibración, cualquier ventaja que me alertara a tiempo de salvar la vida. El frío era intenso, las estrellas brillaban, la noche parecía en calma.

Sufrimos los ataques de los murciélagos muchas noches. Surgían siempre desde abajo y realizaban varias pasadas sobre el enjambre, sembrando la desolación y la locura a su paso. Emitían sonidos extraños y veían en la oscuridad como nosotras veíamos en la luz. Seguimos adelante guiadas por el miedo, el fulgor de las corrientes marinas y el vago resplandor de las nieves en una cadena montañosa que transcurría paralela a la costa. Nos movíamos entre estas dos tenues luminosidades en tierra y el titilar de las estrellas, donde veíamos recortarse las siluetas de nuestros enemigos. Muchas compañeras desaparecían en la oscuridad y sentíamos su último aliento como un perfume perdido. Durante el día nos agrupábamos para lamentar nuestras bajas, dormíamos al atardecer, mientras volábamos muy alto. Nos despertaban las luces violetas que preceden a la noche y veíamos a los murciélagos abandonar sus cuevas y enmarañarse en una denso manto que serpenteaba por la tierra, hasta que descendían las tinieblas y resonaban sus dientes a nuestro alrededor.

Se repitió el horror de las lunas nuevas a lo largo de aquel viaje desesperado. Durante los otros ciclos lunares también sufríamos ataques continuos, pero el enjambre se deshacía y agrupaba en mil sombras que confundían a nuestros atacantes y nos proporcionaban una oportunidad. Recuerdo a nuestros enemigos ascendiendo muy rápido, en un vuelo espiral, amplio y veloz. En su conjunto parecían moverse con una cierta lentitud, una impresión falsa, quizás inducida porque sólo se distinguía una mancha grisácea, poco definida. Maniobrábamos como un todo, instintivamente, advertidas por algo que se percibía muy dentro y dejaba una fragancia en el aire. Muchas veces los confundimos y erraron en su ascenso. Entonces cambiábamos bruscamente de altitud, plegando las alas y dejándonos caer en remolinos, mientras contemplábamos sus siluetas recortadas contra la luna. De errar en nuestros cálculos, aún quedaba la oportunidad de esquivarlos en el último instante. Con luna nueva, ninguna de estas estrategias de lucha era posible. Quedábamos a merced del destino y de los colmillos que relucían en la oscuridad.

Nuestra pesadilla se prolongó hasta que vientos cálidos llegaron del oeste y nos inundaron los olores del mar. Bajo nosotros el suelo parecía árido y desolado, el aire se llenó de un vapor pegajoso mientras sobre el enjambre se arremolinaban nubes turbias. Descendimos ante la inminencia de la tormenta y nos guarecimos bajo unos arbustos espinosos, agrupadas en racimos, como cuando emprendimos nuestro viaje semanas antes. Los relámpagos convirtieron nuestro reposo en un sobresalto continuo y dormimos poco, mientras llovía con un runrún monótono. Aunque quedábamos muy pocas del enjambre original, sentimos el peso de nuestra tristeza y la culpa de haber sobrevivido. Los horrores de la noche y las fatigas del vuelo habían cobrado su tributo. Recordamos nuestras bajas y continuó lloviendo con una insistencia que inundaba el alma de tristeza. Mañana, tarde y noche, una lluvia mansa y solo alborotada por algún tronar lejano. Hasta que renacieron los olores y el viento se convirtió en una brisa colmada de aromas. Nos sorprendió una mañana de brumas apacibles, de hongos y verdores escondidos. Al amanecer sentimos que los rayos de sol cobraban fuerza y las nubes se deshacían ante azules mas lejanos y profundos.

Soñamos con el paraíso y nuestro descanso fue hondo y calmo. Despertamos renacidas a una felicidad olvidada, mientras nos reponíamos de nuestras fatigas y sobrevolábamos las tierras húmedas, que lentamente se coloreaban con un verdín de líquenes. El enjambre se deshizo entre el rumor de las piedras y el fluir de los arroyos. Revoloteamos frescas y livianas, bajo las yemas que despuntaban en algunos arbustos marchitos y sobre el lento poblarse de los suelos con fosforescencias metálicas, quizás originadas por el musgo. Se respiraba mejor y todo invitaba a la camaradería y las nuevas emociones. Jugamos entre nosotras a enamorarnos y ser felices. Entonces, una mañana, al alba, después de una apacible noche en brazos del amor, se nos mostró un rutilante despertar de flores y supimos que nos hallábamos en el paraíso. Todas las fragancias, todos los destellos del color parecieron adueñarse de los aires y nos envolvió la efervescencia de la vida.

Muchas encontramos pareja y pronto eclosionaron larvas que tendrían su capullo y se convertirían en mariposas, como yo misma. Comprendí que les aguardaba un largo viaje y que, apenas concluyese el invierno, regresarían al norte y a su llegada los prados renacerían con mil flores de primavera. Un ciclo que las mariposas habíamos repetido siempre y constituía la razón de nuestra existencia. Las supervivientes del enjambre, pálida sombra de una multitud mayor, mostrábamos la fatiga en el alma y el cuerpo. En las alas, que en algunas de mis compañeras habían perdido parte de su color, se había iniciado un vertiginoso deterioro que me afectaba también a mí. Mis alas tan bellas, tan limpias, eran ahora un desmerecido de heridas ocres y a veces transparentes. Pronto desapareceríamos para siempre y una nueva generación de mariposas levantaría el vuelo hasta un lugar lejano en el norte. Mis nietos repetirán mi camino, como mis hijos recorrerán el camino de mis padres, en un viaje infinito y plagado de peligros, que para nuestra especie no concluirá jamás.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 15 de noviembre de 2013

El hombre que subió una montaña

A cuantos se sienten pequeños en la montaña


El hombre llegó al pueblo con las primeras luces del alba, cuando el frío de la noche aún era dueño del aire y el hielo era el único señor de las calles. Los tejados destacaban contra el azul de la mañana, blancos por la nevada que se había prolongado durante las últimas horas de la tarde anterior y la mayor parte de la madrugada. Las veletas parecían agarrotadas en sus atalayas de metal y hierro negro, la silueta de una ermita sobresalía sobre la loma distante.

Se detuvo junto a un almendro congelado, donde se apreciaban los carámbanos que el viento había esculpido con el furor de las tempestades nocturnas. La temperatura era bajo cero, pero la frialdad del aire se mitigaba con un olor de café recién hervido y los regustos de la mantequilla, la miel y el pan tostado que flotaban entre los humos de algunas chimeneas. El hombre se sumergió en un laberinto de callejas donde el cacareo de las gallinas parecía anticiparse al despertar de los gallos. Tras algunos portones de madera se presentía el removerse de las ovejas, en algunos recodos se apreciaban los aromas de la leche recién ordenada.

También se demoró para ajustarse la mochila y beber unos sorbos de agua. Reubicó unos crampones y un piolet mal acomodados y un tanto peligrosos por la fragilidad de sus ataduras, y prosiguió hacia un cortijo que se hubiera dicho abandonado de no ser por los aperos de labranza que se amontaban junto a una pared derruida, y por una pareja de perros custodios, sin raza ni mesura en el ladrar, que salieron a recibirlo con un estrépito de animales feroces. Pronto desistieron de su empeño, quizás porque no percibían miedo o porque la caricia de los rayos de sol invitaba más a recostarse al abrigo de las piedras calientes a que a pugnar con aquel desconocido en rumbo hacia ninguna parte.

El pueblo, ya muy lejano, quedó eclipsado en cuanto el hombre se adentró en el barranco que habría de conducirlo por el camino más rápido hacia la cumbre de la montaña. Caminaba sólo atento a las cadencias de su respiración y de sus pasos. Los murmullos del bosque, en principio tímidos, lo envolvieron conforme se adentraba en las sinuosidades del barranco. Rumores de ardillas, de carpinteros que golpeaban los troncos en algún lugar indeterminado. Bajo sus pies, la nieve se endurecía y espesaba al abrigo de los vientos. Al superar un promontorio de rocas, vislumbró unas placas de hielo que no imaginaba a tan baja cota, pero casi al instante comprendió que había ascendido mucho desde que abandonara los aledaños del pueblo. El sol, aunque oculto, se presentía ya muy alto cuando resonaron los disparos de los cazadores en la lejanía. El eco de la montaña multiplicó los estampidos de la pólvora, algunos pájaros emprendieron el vuelo.

Al paisaje de gravas originado por el capricho de las aguas, propio del camino en la parte baja del barranco, le sucedió un entorno de piedra roja, jalonada de manchas de nieve y un hielo tan duro que el hombre tuvo que utilizar el piolet para encontrar el agarre necesario y progresar con seguridad. Cuando el hielo resistía al furor del acero, se calzaba los crampones para asegurar la firmeza de sus pasos, lo que despertaba el grito del metal contra la piedra con tanta estridencia, que al cabo de algunos minutos desistía de los crampones y reanudaba el paso con la bota desnuda. Contenía entonces la pisada y jugaba con las percepciones del equilibrio, entreteniéndose en desplazar los pesos hacia donde conviniera para justificar la verticalidad. Tras unos meandros del barranco, se encontró ante una pared donde el hielo fraguaba en formas que tanto se rendían al capricho de las figuras imaginarias, como se laminaban entre los recovecos de la piedra y conferían a la roca los brillos que el barniz arranca a la pintura. Se demoró para admirar la belleza de la congelación de una cascada, y para adoptar las precauciones que recomiendan la sabiduría y el buen juicio. Asegurado por una cuerda que surgió de su mochila casi por ensalmo, conjuró el peligro de las superficies resbaladizas y superó el desnivel con menos esfuerzo del que había imaginado en una primera instancia.

No fue empeño sencillo vencer la pared de roca, donde se revelaba más valiosa la paciencia que la premura y el coraje, pero a la postre obtuvo la recompensa de coronar la cúspide de aquel obstáculo y enfrentarse a una pendiente que parecía carecer de fin. La nieve, ya lejos de la contención de las tierras bajas, se arremolinaba con las formas que habían trazado los ímpetus de la tormenta, y tanto fraguaba en una escultura de perfiles azulinos como se desvanecía en un éter que llevaba el fuego de la congelación al mismísimo corazón del espíritu. A veces el caminar era un mero desafío a la verticalidad, a veces el cuerpo entero nadaba en una especie de corcho pulverizado que carecía de las virtudes de la firmeza y la consistencia. Conforme ganaba la pendiente, su respirar se agitaba y se descomponía como es propio de los empeños desmedidos, no ya en obediencia al esfuerzo de la subida, sino por la dificultad de una nieve que se revelaba tan liviana y tan etérea, que a menudo se encontraba hundido hasta las rodillas, la cintura o hasta el pecho, sin que nada pudiera hacer para remediarlo, porque en un instante sentía el flaquear del suelo y al instante siguiente se descubría inmerso en aquel océano de polvo baboso y frágil. En algunos tramos las copas de los árboles destacaban sobre la blancura del terreno y advertían de la profundidad de la nieve, en otros se apreciaba la maraña de unos espinos que se hundían en el abismo de las profundidades.

Superado el último desnivel, y aún jadeando por el esfuerzo de su lucha contra las nieves inconsistentes, se enfrentó a una meseta eclipsada por la niebla. La temperatura de aquellas altitudes era tan baja que el aliento se convertía al instante en vaho solidificado. Fue preciso rebuscar en la mochila hasta encontrar los guantes y el gorro para cubrir la cabeza, que son los elementos imprescindibles para atajar el frío de las cumbres. También buscó el mapa y la brújula, para conjurar la desorientación de la niebla, pero pronto descubrió que la brújula era del todo inútil, porque su aguja giraba como poseída por el vértigo de los objetos sin norte. Anduvo hacia donde le aconsejaba el entendimiento y pronto atravesó una depresión que tras una leve subida lo conduciría a la máxima altitud de la montaña. A mitad del ascenso lo sorprendieron unas columnas de vapor que periódicamente escapaban de la tierra con un silbido ronco, y supuso que un torrente de aguas templadas se precipitaba por el interior de la montaña hacia las profundidades del subsuelo. Por efecto de las diferencias térmicas se producía un humo de condensación que escapaba hacia la superficie a través de mil grietas y fisuras.

Sus aspiraciones de alcanzar la cumbre se malograron en cuatro ocasiones, porque la niebla convertía el paisaje en una permanente repetición de sí mismo. Aunque encontraba elementos diferenciadores que sugerían una u otra dirección, apenas avanzaba unos pasos cuando todo se confundía de nuevo en la blancura que eclipsaba los colores y desleía los perfiles en una misma sombra. Por fortuna, la perseverancia encontró su recompensa y por fin alcanzó la cumbre, tal como mostraba el vértice geodésico que establecía las coordenadas y la altitud de su conquista. Sin pérdida de tiempo, comió algo para recomponer las energías perdidas. Poco, para evitar la pesadez de las digestiones copiosas, y rápido, porque no conviene malgastar el tiempo que transcurre en la montaña. Antes de abandonar la cumbre, y como si el destino premiara su atrevimiento, se abrió la blancura de la niebla y pudo divisar los campos de cultivo, las apretadas casas del pueblo, y aún otras montañas y otros valles que se confundían en la distancia.

Contemplar los paisajes que se divisan desde la cima es una tentación que conviene someter a los dictados de la prudencia, porque más de una aventura se ha tornado en tragedia por descuidar el celo en la holgura de los tiempos de bajada. Sin contar con los pertrechos adecuados, la noche en la montaña muda en breve de la feliz contemplación de las estrellas al peligro de los fríos desgarrados, y lo que sobre la falda de la montaña es un regocijarse con el espectáculo de los cielos nocturnos, en la cumbre se convierte en temeridad que pone en riesgo la supervivencia. Una tormenta inesperada, un descenso térmico o un viento cruel, y todo se trastoca en peligros y vicisitudes sin cuento.

Así advertido por la experiencia, el hombre se apresuró en la bajada a través de un barranco que discurría hacia la vertiente este, y casi inmediatamente se adentró en las espesura de un bosque de coníferas que, si al principio adoptaron la uniformidad del pino negro, pronto se adornaron con una variedad de abetos, enebros, y algún cedro que más parecía plantado a propósito que surgido por la bondad de la naturaleza. Halló cornamentas de ciervo, revolcaderos de jabalíes y excrementos de zorro, fácilmente distinguibles porque estos animales gustan de aliviarse en cualquier altura, ya sea una piedra, un tocón podrido o una roca que sobresale al paisaje, como si el alivio en llano supusiera una afrenta o una malquerencia de la especie. La luz del atardecer convertía la nieve en una amalgama de ocres y anaranjados.

Con las primeras sombras del valle, el hombre alcanzó una pista que habría de conducirlo hacia el pueblo. En los mapas figuraba como carretera secundaria, pero en algunos tramos el asfalto había desaparecido para dar lugar a un revuelto de gravillas alquitranadas. Caminó en silencio, disfrutando de unos rayos de sol que languidecían en el declive de la tarde. Esporádicamente descubría placas de hielo que se disimulaban entre la maleza de las cunetas y que a veces invadían el camino. En otras ocasiones, un frenesí de barros se adhería al calzado y multiplicaba hasta la exageración el peso de las botas. Puntualmente, el camino desaparecía bajo un mar de piedras, y observando las penumbras de la montaña se descubría un marasmo de árboles arrancados por la furia de los aludes. Todo parecía entonces un despropósito de tierras retorcidas, de pájaros muertos, de lombrices abrasadas por el sol.

El camino serpenteaba junto al pie de la montaña y las luces del pueblo brillaban en la lejanía, cuando el sol se ocultó tras unos promontorios y lo invadieron las penumbras del crepúsculo. En algunos tramos, las manchas de hielo de la cuneta invadían la calzada. De repente, el hombre resbaló y quedó tendido en el suelo, en una postura forzada y un tanto grotesca. Para su infortunio, este percance muy pronto se le rebeló como la avanzadilla de otros muchos incidentes propiciados por los peligros del camino. Siempre amparadas por las penumbras, las placas de hielo surgían de la nada de la oscuridad, y lo que en principio era el epílogo de un día amable, pronto se le reveló como la última dificultad que habría de salvar antes de concluir la jornada.

La llegada al pueblo se retrasó por el impedimento de los hielos del atardecer, de modo que cuando el hombre alcanzó las casas del pueblo las estrellas ya brillaban en el cielo. Tras un entramado de callejas donde se había sembrado sal para tornar las aguas a su estado líquido y facilitar así el paso de los vecinos y las bestias, se detuvo un instante para concluir su aventura con unos segundos de sosiego. A su espalda, la luna iluminaba la montaña.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 8 de noviembre de 2013

Cuento sin nombre

A una amiga erudita


Lo terminé muy rápido, casi en el tiempo mínimo de dejar correr la escritura y permitir que fluyeran las páginas. Me gustaba su ritmo y la trama, el modo como se ligaban las escenas y el vocabulario que había empleado en su redacción. Quizás no colmaba todas mis aspiraciones, pero después de leerlo por segunda vez despertó en mí una intriga que también supuse válida para el lector. Como siempre, me dije que en realidad apenas importaba el público. Un engaño demasiado ingenuo, porque nadie se entretiene en redactar una historia que ya conoce en su imaginación, a no ser que pretenda un beneficio o simplemente desee compartir ese pequeño destello de su mundo interior, lo que a la postre también constituye un beneficio. Acaso los hombres vulgares necesiten convencerse de que están llamados a algo más. Un afán de trascendencia, supongo.

El cuento me gustaba. Tenía un héroe bajo la lluvia y un carromato que era cárcel para una veintena de presos. Gentes grises y de apariencia triste que se dirigían hacia un destino terrible. Algunos llevaban cepos en los brazos o pesados lastres que impedían su movimiento, otros estaban atados a los barrotes del carromato, la mayoría se hacinaban en un espacio insuficiente para tanta miseria. El territorio era fronterizo y se limitaba a un lugar en el pasado, sonaban vientos de conquista y de armas cuyo fragor perduraba en el eco de los bosques. Los cuervos inundaban el cielo sobre los campos de batalla recientes, donde los heridos suplicaban por una piedad liberadora y los muertos impregnaban el aire con su dulzor. Había pretendido documentarme sobre distintos pasajes de la historia, porque en mi imaginación flotaba un personaje que no conseguía ubicar en ningún tiempo, un personaje cruel, como se espera de un villano perdido en las edades antiguas, cuando los modos y costumbres eran tan distintos. El personaje había surgido sin rostro, oculto por una máscara de oro que era emblema de su poder y signo de su crueldad. Supuse que ocultaba una mutilación que inspiraba espanto, quizás lepra o algo peor.

Por azares de la necesidad, el héroe trabó compañía con otro menesteroso que viajaba acompañado de su hermana, tan bella que era fácil imaginar las razones de su cautiverio. Pronto se despertaron las simpatías del héroe, que casi inmediatamente quedó embrujado por los ojos de la bella, de color azabache y con un destello de fuego en la mirada. Todos los presos que viajaban en el carromato cárcel, empapados y retozando en un revuelto de barros, olían como se presume de reos abandonados a la adversidad, excepto la bella, que aparecía envuelta en un aroma de lavandas imposible allí, entre la hojarasca fermentada que inundaba el piso del carromato. El héroe se enamoró en un instante y fue para siempre.

Aprovechando una suerte que le brindaría protección, el menesteroso hermano de la bella se ofreció como sirviente. El héroe lo miró despacio, buscando utilidad a tan generoso ofrecimiento, y consideró que sería como en tantas otras historias donde el sirviente complementa al protagonista con ingenio y prudencia, cualidades alejadas de la heroicidad pero igualmente útiles. También pensó que aquel hombre de físico frágil se envolvía de una apariencia letrada, y que quizás incluso supiese escribir, una cualidad siempre útil. Su insignificancia para la lucha se compensaría con otras virtudes que aportarían un contrapunto de astucia en las empresas más descabelladas. Donde él decidiera enfrentarse a lo imposible, el sirviente se demoraría en otras alternativas desapercibidas, cuando optase, en uno de sus arrebatos de valentía, por empuñar las armas y adentrarse en los infiernos, el sirviente impondría luz a la ofuscación y señalaría el camino hacia la victoria. Aceptó su ofrecimiento y compartieron las desventuras del carromato. Después, nuevas penurias y algunos episodios de peligro ante los guardias los convirtieron en inseparables. El sirviente parecía despierto y facilitaba la vida del héroe, así que éste se dejó servir sin más recelos.

Todos los días llegaban nuevas caravanas de apresados y todos los días se repetían los ajusticiamientos en el patio del castillo. Al principio, el héroe, su sirviente y los restantes reos, incluida la bella, pensaron que habría algún modo de escapar al suplicio. Quizás una confesión, una renuncia pública o una prueba de irrefutable inocencia. Entre las ratas y los excrementos, en los rincones orinados de la mazmorra, se susurraban aterradoras historias de indultados que salvaban la vida sólo para regresar y dar fe de los horrores vividos, con detalles que se repetían en la umbría de las celdas, para trastorno y locura de los condenados. En el caso de la bella, la murmuración y el rancho agusanado avivaron su miedo hasta el punto de que enfermó de terror y el olor a lavandas se enturbió con un efluvio áspero. Sólo entonces reaccionó el héroe, cuando sintió en peligro la felicidad de su amada, según confesó después a su sirviente. Concibió un plan de fuga y pensó en escapar en la impunidad de la noche, pero la guardia se doblaba en esas horas y los perros corrían libremente por los túneles. Eran perros enormes, entrenados entre los lobos de pelo negro y reconocidos por su ferocidad, que sólo respetaba la vida de su adiestradores. El héroe desistió porque le inquietaban los lobos y porque su sirviente lo convenció de que era una pésima idea.

Pronto surgieron las complicaciones en las mazmorras del castillo, cuando otros reos intentaron imponer sus leyes y molestar a la bella que olía a lavanda. El héroe pensó en enfrentarse a todos y arrancarles una disculpa a golpes, porque podía hacerlo y no tenía más luces para pensar en otra alternativa, pero su sirviente lo convenció de que era preferible esperar un poco, para enfrentarse a la venganza sereno y saborear la victoria con la cabeza despejada y así recordarlo mejor. El héroe apretaba los puños y transigía en esperar otra ocasión. Por sugerencia de su sirviente, propició algunas disputas que mostraron sus cualidades e impusieron respeto entre sus iguales de cautiverio. Saltaba, corría, amagaba sus golpes, y el adversario, siempre enorme y especialmente diestro en la lucha, caía fulminado por la incontestable superioridad del héroe, que perdonaba en el último instante, como muestra de generosidad. En una ocasión, ofuscado por las penurias, se mostró especialmente violento y asió la garganta de quién lo había desafiado mirando mal a su amada. Un individuo grosero que reparó en las formas de la bella al trasluz de una estrecha rendija iluminada, y sintió que hervía su sangre y allí mismo podría aliviarse sin más que dar rienda suelta a su deseo. No pasó desapercibido para el héroe, que inmediatamente saltó sobre él y se dispuso a vengar la ofensa. Un instante antes de que sonase el chasquido de los huesos al romperse, cuando ya los ojos de su adversario se apagaban entre las nieblas, la bella se estremeció y solicitó clemencia para su ofensor, por evitar otra muerte.

Escribí el desenlace y el final estimulado por una euforia que trascendía a los detalles de la escritura. La narración era limpia, los párrafos se mostraban mejor hilados y las descripciones parecían más luminosas, o al menos así se me antojó en una primera impresión. El héroe, su sirviente, la bella, el tirano y los guardias ocupaban su lugar en el escenario del castillo, la lluvia incesante, los relámpagos sobrenaturales y los truenos próximos conformaban un escenario ajustado al sentimiento que pretendía despertar en el lector. Me satisfizo el punto final y releí el cuento con indudable placer. Dos veces, hasta que tras corregir algunas palabras que destacaban por su imprecisión, lo estimé concluido y me abandoné a un bien merecido descanso. Soñé con tempestades marinas y con lavas que arrasaban una montaña sagrada. Desperté empapado en sudor y supe que algo desmerecía en la historia, detalles que escapaban a mi supervisión y convertían el texto en irrelevante y frágil. Comprendí que padecía la ceguera del autor y que esta afección me convertía en un crítico inválido para juzgar mi propia obra. Supe que debía buscar una opinión externa, alguien que tras cada frase no vislumbrara todas las frases que pudieron ser y no fueron, que mantuviese en su mente la disposición de la obra como siempre sería y que no divagara entre alternativas que solo pertenecen al sentir del artista.

Auxiliado por una amiga erudita, reescribí algunos fragmentos que contradecían la época donde se situaba el argumento o las corrientes dominantes de aquel tiempo. Personajes que pensaban como se pensaría siglos después y alguna otra discrepancia cronológica que no viene al caso. También me asesoré sobre elementos arquitectónicos y algunas anacronías que con las precisiones de mi amiga quedaron fuera de contexto y francamente desautorizadas. El utillaje doméstico y los hábitos de la época también demandaron alguna enmienda, nada que no tuviera acomodo en el cuento. Sustituir una frase por otra, una palabra en el caso más sencillo y en el peor la tachadura que redime todos los errores. Mi amiga también comentó que el cuento aún no tenía título y señaló la primera línea, el lugar donde destacaba habitualmente separado por un espacio en blanco. En este caso lo había dejado vacío, solo porque la lectura no me inspiraba nada que aglutinase el conjunto en una sentencia de mi agrado. Cuando pensaba en el título del cuento, se abría un vacío que eclipsaba todas las palabras. Mi amiga me ofreció varios nombres posibles, pero ninguno me pareció suficiente. Unos por relamidos y otros por insulsos, los deseché hasta que un gesto severo me advirtió que el cuento era responsabilidad mía. Nos despedimos cariñosamente y decidimos acordar una nueva cita, porque nos gustaba compartir la vida encontrándonos ante una taza humeante o saboreando una cena inolvidable. Después paseábamos por los alrededores del puerto o por un barrio recién descubierto.

Regresé a mi trabajo en el cuento y comprendí que cada cierto tiempo, siempre de modo imprevisto, los carceleros irrumpían en las celdas y arrastraban a una decena de condenados que no volvían jamás. Después, otros muchos condenados llegaban desde confines distantes, en carromatos que chirriaban bajo la lluvia y que avanzaban fatigosamente a través de caminos casi impracticables. La bella enfermó de tristeza por convivir entre la fealdad y el héroe enloqueció de amargura. Desesperado, recurrió a su sirviente en busca de una estratagema para huir, vencer al tirano y salvar a la bella. El sirviente no le prometió nada, pero indagó entre los carceleros hasta saber que jamás se romperían sus cadenas, forjadas con magia negra y los mejores hierros. También supo con una cierta certeza que el héroe ya estaba escogido para la siguiente ronda de condenados y que los restantes reos lo serían en cualquier momento, aunque se ignoraba cuándo. El sirviente se acurrucó en un rincón, con las piernas recogidas y la espalda apoyada en una columna, y pensó en cómo anticiparse al tormento del héroe y burlar al destino. Un prisionero de rostro tatuado y sólo cubierto con un rastro de tela abandonó las sombras del calabozo y le ofreció una muerte fingida que podía ayudar a su causa. Un preparado de hongos y tierras arcillosas, guardado en una pequeña bolsa oculta entre unas irregularidades del muro, que servía para inducir un denso sopor. Los guardianes evitaban rematar a los moribundos, así que quizás fuese una estratagema válida. Sólo restaba que el héroe ingiriese tierra de hongos antes de enfrentarse al suplicio.

El héroe mostraba un carácter extraordinario y sabía ocultar el dolor bajo un silencio implacable. En la primera versión, sus gritos llegaban hasta los calabozos y los condenados asistían al sufrimiento de quien consideraban irreductible, pero mi amiga señaló que en las mazmorras no se habían escuchado los gritos de los otros condenados y que la valentía del héroe no sería tanta si gritaba con más ímpetu que sus compañeros de tormento. No quedé convencido, pero mi amiga siempre destaca por la sensatez de su juicio. Asumí que el patio del castillo, donde se ajusticiaba a los reos, quedaría lejos de las mazmorras, quizás ubicadas en los sótanos, y que mediaban demasiados muros de piedra como para que el sufrimiento de los moribundos sobresaliese a otros murmullos más próximos. Consentí en condenar al héroe a uno de esos terribles castigos corporales que prolongan la agonía e ingenié varios tormentos que se le aplicarían en los establos o las cocinas, antes de entregarlo a sus últimos verdugos. Ninguno sirvió a mi causa porque, más allá del sufrimiento, el personaje debía sobrevivir hasta alcanzar el instante decisivo, en el patio del castillo, cuando el tirano aparece bajo el umbral de una ventana, iluminado por el fuego de las hogueras que consumen a algunos de los condenados. Tras su máscara de oro, el tirano esboza una señal al verdugo, que se dirige hacia el héroe, inmóvil entre dos postes que separan sus brazos y sus piernas y lo mantienen aspado, para que no pueda eludir el castigo ni sustraerse al dolor. El verdugo toma un látigo de colas, pero a una indicación desde la ventana lo sustituye por otro de nervio de toro, mucho más cruel, que alcanzará fácilmente el hueso. Sólo será el principio, después se emplearán herramientas aún más dañinas.

El destino parece trazado cuando el héroe alza la vista al cielo. Los primeros golpes del látigo de nervio de toro fueron enloquecedores, la piel saltaba desprendida con un restallido de fuego y una sangre escarlata corría por la espalda del reo. Lentamente el héroe siente que el sabor de los hongos y la tierra aplaca su tormento con un regusto de lavandas que simboliza su amor por la bella. Se conforta con su presencia invisible mientras los verdugos se mofan de su dolor, siente la vida escapar y se abandona a una niebla vacía. Pronto solo escucha el restallar del látigo y huele la carne quemada de las antorchas humanas que iluminan el patio del castillo. Cuerpos abrasados, retorcidos en posturas grotescas, carbón y ceniza que lentamente se amontona a los pies del fuego. También incluí prisioneros crucificados, que esparcían el terror con los gritos de su paciente y dolorosa espera, vírgenes descoyuntadas en el potro y jóvenes sometidos a una lenta sierra que prolongaba su tormento más allá de la agonía. Confiaba que una imagen de suplicio colectivo fuese más inquietante que la de un tormento individual, pero no me gustaba demasiado este pasaje porque para mí olía a incienso y a cirios santos. Nunca he sido partidario de permitir que las vivencias del autor transciendan a su obra, aunque supongo que es un destino inevitable. Recuerdo que modifiqué varias veces ese fragmento, para limpiarlo del regusto sagrado, pero sospecho que lo conseguí sólo en parte, porque me vi obligado a mantener varias palabras en el texto, y se sabe que las palabras encauzan el pensamiento y limitan las ideas.

Me agradaba salvar al héroe sometiéndolo a un desvanecimiento tan profundo que se confundiera con la muerte. Tuve cuidado de que no expirase, procurándole heridas definidas y limpias, no demasiado profundas, para que las aguas azufradas y el oportuno cauterio alejasen la podredumbre. Me recreé en los brillos de la sangre para que su inconsciencia convenciese a sus verdugos, y permití que soportase los últimos golpes ya totalmente inánime. El tirano ordenó suspender el castigo, porque sin gritos ni súplicas se convertía en un espectáculo sin brillo, y permitió que unos soldados retirasen el cuerpo vencido del héroe y lo arrojasen a un carro donde pronto se amontonaron otros difuntos. Despertaría horas después, en una fosa común donde se hacinaban los cadáveres, junto a una ciénaga próxima al castillo, que servía para que las alimañas del bosque devorasen los restos de los condenados. Insistí en restos, porque pocos cadáveres llegaban a la ciénaga de una sola pieza. Lo usual era un amasijo de carnes maceradas y huesos descoyuntados, en lo que preferí no extenderme demasiado, por ser desagradable y por lo fácil del recurso. Liberé al héroe, aparentemente muerto, y me reservé el resultado de la confrontación con el tirano hasta el último párrafo, donde todo se cerraría para otorgar comprensión a la historia. Luego supuse que antes debería alejar a mi héroe y permitirle un descanso para sanar sus heridas. Con estos propósitos, consentí en que unos soldados guiasen el carromato hasta la ciénaga, donde vaciaron los despojos sin ningún miramiento, solo con el asco que inspiran las carnes desfiguradas. En ningún instante me entretuvo el título pendiente, no porque desestimase los consejos de mi amiga, sino porque parecía irrelevante.

Pensé un sortilegio para el desenlace, una puerta oscura que se abriese o algo así, porque ese final tiene su audiencia y no me desagradaba más que otras opciones. Desde el primer instante consideré que rompía el curso lógico de los acontecimientos y que no era la conclusión adecuada a mi historia. La trama se había mantenido de un modo coherente mientras presentaba al héroe, a su sirviente ilustrado y a la bella, mientras me entretenía en describir las penurias del calabozo y planeaba cómo burlar al verdugo, así que un final mágico se me antojaba apresurado. Confieso que me tentó prolongar la narración hasta que se me abriesen otras posibilidades, pero la experiencia que otorga una práctica muy larga me aconsejaban evitar las dilaciones y simplemente reescribir el final. Lo rehice dos veces, hasta que lo estimé en consonancia con el resto del relato. La máscara del tirano, dorada, con tracerías que anticipaban formas turbias, se afirmaba en mi imaginación cuando recorría los compases finales de la escritura. También deseché un par de títulos que surgieron mientras reescribía la última página, porque me perecieron demasiado tibios. Necesitaba algo rotundo, definitivo, mínimo pero suficiente para atrapar al lector con su sola mención, algo que suscitase una cierta avidez.

Me olvidé del título algunos días y puse el cuento en barbecho en el fondo de un cajón, porque este es el modo más efectivo de revitalizar una idea. Disfruté de las noches de verano con los amigos, envuelto en el olor de los jazmines y abandonado a los frescos vahos de la madrugada. Sentía el pulverizado del mar en el aire, con su olor de viajes lejanos y el regusto de la infancia. Veladas casi perfectas, que se arropaban con el entretenimiento de algún juego de azar o frente a un tablero de ajedrez, donde me precio de derrotar a mis adversarios tras unos pocos movimientos. Reconozco que ninguno de mis contrincantes conoce las aperturas esenciales o el arte de las celadas, saberes adquiridos tras el estudio de los grandes maestros, de quienes me valgo para sobresalir e imponer a mis iguales una fulgurante derrota. También me entretuvo la caza con perros y la pesca de litoral, aficiones que me vienen de antiguo y que practico en cuanto se me presenta la oportunidad. Soy torpe en estas lides, lo que en parte compensa mi fortuna en otros lances que acaso requieran menor destreza y mayor ingenio. Pasear por las riberas del río e inspeccionar los sedimentos entre las cañas, actividad que a veces me proporciona huevos de pájaro o hierbas que servirán para especiar los ambientes, ocupó buena parte de mi tiempo, en especial las mañanas. Pronto se extinguió el verano y regresé al cuento, esta vez buscando un título desde la primera línea.

Concluí la lectura del manuscrito y comprendí que no mantendría el final de la puerta tenebrosa. Decidí que lo cambiaría más adelante y me concentré en sentir la lectura, que me pareció difusa y turbia, como si no acertase a distinguir los detalles. Regresé a los primeros fragmentos, cuando los hombres grises, encarcelados bajo la lluvia del carromato convertido en prisión, viajaban hacia el castillo entre lamentos y súplicas de indulgencia. Las culpas eran tan variadas como ficticias, sólo atribuibles a la sed de venganza con que los vencedores concluyen sus campañas guerreras. Eludir un diezmo sobre el trabajo, sustraer miel de las colmenas del señor, oponerse al capricho de los guardas o simplemente ser grotesco y despertar la burla, garantizaba plaza en alguna de las muchas caravanas que recorrían los bosques y las aldeas. El héroe viajaba en el fondo del carromato, sujeto por un cepo al cuello que lo convertía en obediente y sin ambiciones de huida. Aún ignoraba su carácter de héroe, pero tenía buen corazón y era valeroso. Los soldados lo consideraban un campesino más, de los muchos que atrapaban en sus incursiones. Esposas, hermanos, hijos de combatientes tal vez, a los soldados no les importaba demasiado, porque a la postre solo servían a su señor y al espíritu de la guerra. El barro era omnipresente y un olor a musgo impregnaba el bosque de aromas húmedos.

En el siguiente encuentro, mi amiga me preguntó de nuevo por el nombre del cuento. Confesé que no lo había decidido aún y me recordó que el título era de suma importancia. La puse al tanto de mis novedades y pareció decepcionada. En mis descripciones y en las aventuras de los personajes no encontraba nada que unificase la trama y me orientase en la elección del título. Aseguró que había alcanzado mayor definición y le pareció acertado que me demorase en la llegada de los reos al patio del castillo, con sus escaleras de piedra y sus guardas en las almenas, que ejecutaron a un prisionero por ofrecer resistencia a sus órdenes. El infeliz murió ensartado por una de esas extrañas lanzas que usaban los guerreros del tirano, armadas con filos que abren heridas terribles, de las que jamás se regresa. La herrumbre de los barrotes, tanto del carromato como de las mazmorras posteriores, y el minucioso recrearme en las vestiduras de los presos y los correajes labrados de sus custodios, fueron del agrado de mi amiga, que se despidió con la recomendación explícita de que encontrase un título para el cuento, porque no era admisible que aún no tuviera nombre.

Volví sobre el cuento tantas veces como mi amiga insistió en que encontrase un nombre. Lentamente se concretaron las estancias del castillo y las aventuras del héroe y su sirviente. Las antorchas de los corredores y el olor de la piedra de los muros se adornaron con una infinidad de detalles que aumentaban su credibilidad y los hacían más presentes, más visibles, como si mis esfuerzos otorgasen rigor a los distintos motivos de la narración. Pensé en linajes que prosperaban entre el halago de sus súbditos, en circunstancias neblinosas que incrementaran el suspense, quizás en brujería e invocaciones prohibidas. Con el flamear de las antorchas, con las cortinas que pretendían disimular un frío que apresaba el aliento y entumecía el valor. Atento a los planes de su sirviente, el héroe escapaba a las peripecias de las mazmorras y lentamente se dirigía a su destino. No encontré el nombre en estos fragmentos. También busqué un motivo en los pasajes referidos a la bella. Las cejas esculpidas en la porcelana de su rostro, los labios heridos por un sedimento de tristeza, y los pies descalzos sobre el infame piso del calabozo solo me proporcionaron vagas asociaciones de palabras sin brillo, insuficientes para la excelencia pretendida. Elaboré una larga lista de frases afortunadas, de metáforas escogidas, de figuras poéticas que podrían servir. Lentamente las fui tachando, conforme las descubría ostentosas o malsonantes, hasta que la lista quedó vacía y yo perplejo ante una hoja emborronada. El cuento se resistía a mostrarme su nombre.

Un viaje con mi amiga me devolvió a las delicias del mundo y me hizo vivir entre palmeras y placeres exóticos. Un crucero inolvidable, en un barco de vela latina que contratamos para saborear los matices del atardecer. Escuchábamos los murmullos del río durante la noche, con sus chapoteos misteriosos y las ranas que croaban entre las aguas someras. Me recuerdo sentado sobre la amura de estribor, bebiendo una de esas bebidas indefinibles, orgullo de los nativos y arrepentimiento de quienes alardean en las tabernas. Mi amiga insistía en comentar algunas peculiaridades del personaje del héroe, siempre asistido por su fiel sirviente, que ganaba las confianzas oportunas y los conocimientos necesarios para acometer la más osada de las empresas. Me sugirió también que aprovechase el carisma del tirano, que por su crueldad, por las artes oscuras que se le atribuían y por la relevancia de su máscara dorada, se convertiría fácilmente en el alma escabrosa de la historia. Ante los esclavos próximos a la ejecución, sus ojos podrían adquirir un fulgor que sobrepasara a la máscara y envolviese todo con el halo de la malignidad. Lo deseché por artificioso y manido.

Se sucedieron las citas con mi amiga y en todas me recordó la urgencia de encontrar un nombre para el cuento. Yo me entretenía en comentarle mis sucesivas mejoras y en agradecerle su colaboración, tanto para la trama como en el estilo. En mis últimas revisiones me demoraba en las junturas de la piedra y en el verdín de los muros, en el olor a humo que persistía más allá de los hachones de luz trémula y desgastada por la rutina de los usos. Todos nuestros encuentros, todas las novedades y noticias del mundo concluían de igual modo para mi amiga, con la necesidad de un título que atesorase las esencias del relato. Poco importaba que languideciese el genio del sirviente y se malograran los sucesivos planes de fuga. Desestimó igualmente el soborno sin fruto que enriquecía a un carcelero vil, los pescadores con sus barcas podridas e imposibles de gobernar, las monturas que malograrían la fuga porque eran más pencos que corceles. Ni siquiera le importó que los guardias del tirano azotasen a la bella como escarmiento y castigo a su pureza. Reconozco que me incomodó tanta intransigencia, porque me había esforzado para que la bella mostrase un fulgor puro y diáfano. Sobreponiéndose al propio ocaso, me recreaba en imaginar que el héroe renacería con una arma para continuar su lucha.

Durante un tiempo creí que el cuento tendría título. Me esforcé porque cada paso del héroe se ajustase a las directrices del sirviente y las humillaciones de la bella resonaran entre los pasadizos del castillo, pero mi pensamiento se resistía a proporcionarme un nombre común que lo acrisolara todo. Soñé con los pasajes finales muchas veces, cuando el héroe, ya rescatado de la ciénaga y repuesto de sus heridas, accede a los aposentos del tirano a través de una cámara secreta y se acerca al lecho donde duerme. De repente me encarno en el héroe y me aproximo a mi víctima, que ahora me parece un hombre sencillo, como tocado por la vulgaridad, un gesto que mi amiga agradece y alaba porque estima que este rasgo añade brío al desenlace. El título continúa ignorado, aún cuando el puñal se alza y el aire se estremece con el revuelo de la lucha y el olor de la sangre. Conforme se extinguen los días, el cuento gana en carácter y mis personajes escapan a su contención. Tras cada encuentro con mi amiga vislumbro al héroe escapando entre los cadáveres de la ciénaga, oculto por tinieblas que lo salvan de miradas rapaces. Le pregunto su nombre e intenta responder, pero está enmudecido por el silencio de la supervivencia. Aunque mi amiga me alivia con prédicas bien intencionadas, el título permanece esquivo y su insistencia alimenta mi desasosiego.

Muchas noches discutimos por el final del cuento y su título. Recuerdo que mi amiga sonreía ante mi insistencia en los detalles macabros del suplicio, que rechazaba la salvación milagrosa del héroe y que se oponía a permitir la libertad de la bella. También censuraba la omnipresencia del sirviente tras las decisiones importantes, erigido en gran artífice de las esperanzas renacidas y los destinos burlados. Era como si el héroe no acertase a comprender su destino, como si la historia se deshiciera en el instante decisivo y una bruma desdibujase todas las formas. Hasta que el héroe se contempla a sí mismo, con las rodillas clavadas sobre el pecho del tirano muerto, con la hoja del cuchillo hundida en su cuello y la cabeza colgando inerte a un lado, casi desprendida del tronco por el furor homicida de la puñalada. Entonces me atrevo a imaginar que el héroe se incorpora y alarga la mano. Tocan sus dedos el rostro de oro que oculta la deformidad y siente un frío que precede a las últimas respuestas. Acaricia la nariz, los labios, las mejillas, piel dorada que oculta el mayor de los misterios y se adentra en la leyenda. Entonces, muy lentamente, el héroe retira la careta de oro y contemplo el semblante del tirano muerto. Mi rostro es su rostro, mis labios son sus labios, mis ojos son sus ojos, ahora los ojos desesperados del viajero que se enfrenta al final de su viaje. Siento un dolor en el pecho, profundo, inevitable, y sospecho que la dignidad de una obra reside en el título que la define, en la frase afortunada que otras voces repetirán ante la lumbre, durante los largos inviernos. Aspiro un aroma de lavandas, me siento arrastrado hacia una puerta oscura tras la que nada existe y comprendo que el nombre del cuento solo es una chispa en el vacío, el relámpago que me salva del abismo donde moran las palabras sin nombre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons