Google+ Literalia.org: El hombre que subió una montaña

viernes, 15 de noviembre de 2013

El hombre que subió una montaña

A cuantos se sienten pequeños en la montaña


El hombre llegó al pueblo con las primeras luces del alba, cuando el frío de la noche aún era dueño del aire y el hielo era el único señor de las calles. Los tejados destacaban contra el azul de la mañana, blancos por la nevada que se había prolongado durante las últimas horas de la tarde anterior y la mayor parte de la madrugada. Las veletas parecían agarrotadas en sus atalayas de metal y hierro negro, la silueta de una ermita sobresalía sobre la loma distante.

Se detuvo junto a un almendro congelado, donde se apreciaban los carámbanos que el viento había esculpido con el furor de las tempestades nocturnas. La temperatura era bajo cero, pero la frialdad del aire se mitigaba con un olor de café recién hervido y los regustos de la mantequilla, la miel y el pan tostado que flotaban entre los humos de algunas chimeneas. El hombre se sumergió en un laberinto de callejas donde el cacareo de las gallinas parecía anticiparse al despertar de los gallos. Tras algunos portones de madera se presentía el removerse de las ovejas, en algunos recodos se apreciaban los aromas de la leche recién ordenada.

También se demoró para ajustarse la mochila y beber unos sorbos de agua. Reubicó unos crampones y un piolet mal acomodados y un tanto peligrosos por la fragilidad de sus ataduras, y prosiguió hacia un cortijo que se hubiera dicho abandonado de no ser por los aperos de labranza que se amontaban junto a una pared derruida, y por una pareja de perros custodios, sin raza ni mesura en el ladrar, que salieron a recibirlo con un estrépito de animales feroces. Pronto desistieron de su empeño, quizás porque no percibían miedo o porque la caricia de los rayos de sol invitaba más a recostarse al abrigo de las piedras calientes a que a pugnar con aquel desconocido en rumbo hacia ninguna parte.

El pueblo, ya muy lejano, quedó eclipsado en cuanto el hombre se adentró en el barranco que habría de conducirlo por el camino más rápido hacia la cumbre de la montaña. Caminaba sólo atento a las cadencias de su respiración y de sus pasos. Los murmullos del bosque, en principio tímidos, lo envolvieron conforme se adentraba en las sinuosidades del barranco. Rumores de ardillas, de carpinteros que golpeaban los troncos en algún lugar indeterminado. Bajo sus pies, la nieve se endurecía y espesaba al abrigo de los vientos. Al superar un promontorio de rocas, vislumbró unas placas de hielo que no imaginaba a tan baja cota, pero casi al instante comprendió que había ascendido mucho desde que abandonara los aledaños del pueblo. El sol, aunque oculto, se presentía ya muy alto cuando resonaron los disparos de los cazadores en la lejanía. El eco de la montaña multiplicó los estampidos de la pólvora, algunos pájaros emprendieron el vuelo.

Al paisaje de gravas originado por el capricho de las aguas, propio del camino en la parte baja del barranco, le sucedió un entorno de piedra roja, jalonada de manchas de nieve y un hielo tan duro que el hombre tuvo que utilizar el piolet para encontrar el agarre necesario y progresar con seguridad. Cuando el hielo resistía al furor del acero, se calzaba los crampones para asegurar la firmeza de sus pasos, lo que despertaba el grito del metal contra la piedra con tanta estridencia, que al cabo de algunos minutos desistía de los crampones y reanudaba el paso con la bota desnuda. Contenía entonces la pisada y jugaba con las percepciones del equilibrio, entreteniéndose en desplazar los pesos hacia donde conviniera para justificar la verticalidad. Tras unos meandros del barranco, se encontró ante una pared donde el hielo fraguaba en formas que tanto se rendían al capricho de las figuras imaginarias, como se laminaban entre los recovecos de la piedra y conferían a la roca los brillos que el barniz arranca a la pintura. Se demoró para admirar la belleza de la congelación de una cascada, y para adoptar las precauciones que recomiendan la sabiduría y el buen juicio. Asegurado por una cuerda que surgió de su mochila casi por ensalmo, conjuró el peligro de las superficies resbaladizas y superó el desnivel con menos esfuerzo del que había imaginado en una primera instancia.

No fue empeño sencillo vencer la pared de roca, donde se revelaba más valiosa la paciencia que la premura y el coraje, pero a la postre obtuvo la recompensa de coronar la cúspide de aquel obstáculo y enfrentarse a una pendiente que parecía carecer de fin. La nieve, ya lejos de la contención de las tierras bajas, se arremolinaba con las formas que habían trazado los ímpetus de la tormenta, y tanto fraguaba en una escultura de perfiles azulinos como se desvanecía en un éter que llevaba el fuego de la congelación al mismísimo corazón del espíritu. A veces el caminar era un mero desafío a la verticalidad, a veces el cuerpo entero nadaba en una especie de corcho pulverizado que carecía de las virtudes de la firmeza y la consistencia. Conforme ganaba la pendiente, su respirar se agitaba y se descomponía como es propio de los empeños desmedidos, no ya en obediencia al esfuerzo de la subida, sino por la dificultad de una nieve que se revelaba tan liviana y tan etérea, que a menudo se encontraba hundido hasta las rodillas, la cintura o hasta el pecho, sin que nada pudiera hacer para remediarlo, porque en un instante sentía el flaquear del suelo y al instante siguiente se descubría inmerso en aquel océano de polvo baboso y frágil. En algunos tramos las copas de los árboles destacaban sobre la blancura del terreno y advertían de la profundidad de la nieve, en otros se apreciaba la maraña de unos espinos que se hundían en el abismo de las profundidades.

Superado el último desnivel, y aún jadeando por el esfuerzo de su lucha contra las nieves inconsistentes, se enfrentó a una meseta eclipsada por la niebla. La temperatura de aquellas altitudes era tan baja que el aliento se convertía al instante en vaho solidificado. Fue preciso rebuscar en la mochila hasta encontrar los guantes y el gorro para cubrir la cabeza, que son los elementos imprescindibles para atajar el frío de las cumbres. También buscó el mapa y la brújula, para conjurar la desorientación de la niebla, pero pronto descubrió que la brújula era del todo inútil, porque su aguja giraba como poseída por el vértigo de los objetos sin norte. Anduvo hacia donde le aconsejaba el entendimiento y pronto atravesó una depresión que tras una leve subida lo conduciría a la máxima altitud de la montaña. A mitad del ascenso lo sorprendieron unas columnas de vapor que periódicamente escapaban de la tierra con un silbido ronco, y supuso que un torrente de aguas templadas se precipitaba por el interior de la montaña hacia las profundidades del subsuelo. Por efecto de las diferencias térmicas se producía un humo de condensación que escapaba hacia la superficie a través de mil grietas y fisuras.

Sus aspiraciones de alcanzar la cumbre se malograron en cuatro ocasiones, porque la niebla convertía el paisaje en una permanente repetición de sí mismo. Aunque encontraba elementos diferenciadores que sugerían una u otra dirección, apenas avanzaba unos pasos cuando todo se confundía de nuevo en la blancura que eclipsaba los colores y desleía los perfiles en una misma sombra. Por fortuna, la perseverancia encontró su recompensa y por fin alcanzó la cumbre, tal como mostraba el vértice geodésico que establecía las coordenadas y la altitud de su conquista. Sin pérdida de tiempo, comió algo para recomponer las energías perdidas. Poco, para evitar la pesadez de las digestiones copiosas, y rápido, porque no conviene malgastar el tiempo que transcurre en la montaña. Antes de abandonar la cumbre, y como si el destino premiara su atrevimiento, se abrió la blancura de la niebla y pudo divisar los campos de cultivo, las apretadas casas del pueblo, y aún otras montañas y otros valles que se confundían en la distancia.

Contemplar los paisajes que se divisan desde la cima es una tentación que conviene someter a los dictados de la prudencia, porque más de una aventura se ha tornado en tragedia por descuidar el celo en la holgura de los tiempos de bajada. Sin contar con los pertrechos adecuados, la noche en la montaña muda en breve de la feliz contemplación de las estrellas al peligro de los fríos desgarrados, y lo que sobre la falda de la montaña es un regocijarse con el espectáculo de los cielos nocturnos, en la cumbre se convierte en temeridad que pone en riesgo la supervivencia. Una tormenta inesperada, un descenso térmico o un viento cruel, y todo se trastoca en peligros y vicisitudes sin cuento.

Así advertido por la experiencia, el hombre se apresuró en la bajada a través de un barranco que discurría hacia la vertiente este, y casi inmediatamente se adentró en las espesura de un bosque de coníferas que, si al principio adoptaron la uniformidad del pino negro, pronto se adornaron con una variedad de abetos, enebros, y algún cedro que más parecía plantado a propósito que surgido por la bondad de la naturaleza. Halló cornamentas de ciervo, revolcaderos de jabalíes y excrementos de zorro, fácilmente distinguibles porque estos animales gustan de aliviarse en cualquier altura, ya sea una piedra, un tocón podrido o una roca que sobresale al paisaje, como si el alivio en llano supusiera una afrenta o una malquerencia de la especie. La luz del atardecer convertía la nieve en una amalgama de ocres y anaranjados.

Con las primeras sombras del valle, el hombre alcanzó una pista que habría de conducirlo hacia el pueblo. En los mapas figuraba como carretera secundaria, pero en algunos tramos el asfalto había desaparecido para dar lugar a un revuelto de gravillas alquitranadas. Caminó en silencio, disfrutando de unos rayos de sol que languidecían en el declive de la tarde. Esporádicamente descubría placas de hielo que se disimulaban entre la maleza de las cunetas y que a veces invadían el camino. En otras ocasiones, un frenesí de barros se adhería al calzado y multiplicaba hasta la exageración el peso de las botas. Puntualmente, el camino desaparecía bajo un mar de piedras, y observando las penumbras de la montaña se descubría un marasmo de árboles arrancados por la furia de los aludes. Todo parecía entonces un despropósito de tierras retorcidas, de pájaros muertos, de lombrices abrasadas por el sol.

El camino serpenteaba junto al pie de la montaña y las luces del pueblo brillaban en la lejanía, cuando el sol se ocultó tras unos promontorios y lo invadieron las penumbras del crepúsculo. En algunos tramos, las manchas de hielo de la cuneta invadían la calzada. De repente, el hombre resbaló y quedó tendido en el suelo, en una postura forzada y un tanto grotesca. Para su infortunio, este percance muy pronto se le rebeló como la avanzadilla de otros muchos incidentes propiciados por los peligros del camino. Siempre amparadas por las penumbras, las placas de hielo surgían de la nada de la oscuridad, y lo que en principio era el epílogo de un día amable, pronto se le reveló como la última dificultad que habría de salvar antes de concluir la jornada.

La llegada al pueblo se retrasó por el impedimento de los hielos del atardecer, de modo que cuando el hombre alcanzó las casas del pueblo las estrellas ya brillaban en el cielo. Tras un entramado de callejas donde se había sembrado sal para tornar las aguas a su estado líquido y facilitar así el paso de los vecinos y las bestias, se detuvo un instante para concluir su aventura con unos segundos de sosiego. A su espalda, la luna iluminaba la montaña.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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