Google+ Literalia.org: enero 2014

viernes, 31 de enero de 2014

Papel entre las nubes

A mi mejor enemigo


Me levanté muy temprano, para que me cundiera el tiempo y escoger las cañas antes del mediodía. Llegué al río cuando la mañana se inundaba con esa luz que limpia la mirada y convierte la razón en más sensata. Los insectos aún no habían levantado el vuelo, el torrente era suave y se apreciaban los remolinos de los peces. Me descalcé en el agua helada, contuve el aliento y resistí el frío. Moví los dedos de los pies, para desentumecerlos un poco, y prometí no quejarme en el mes de marzo, más cuando era voluntad mía subir por el río hasta el bosque de bambú. Avancé torpemente, con cuidado entre las piedras, evitando resbalar en la ova de fondo. Pensé en la cometa, en un diseño que había visto en el libro oriental y en cómo vencería el próximo domingo. Me desvié para eludir unas pozas y salí a tierra firme por un barrizal a la izquierda. Luego anduve entre senderos que bordeaban la ribera hasta alcanzar un camino más ancho y cómodo. Llegaron unas casas, con sus huertos de verduras y sus vacas pastando en los prados, pero no me detuve porque tenía prisa por llegar a mi destino. Entré al bosque y descendí por una colina hasta reencontrarme con el río, que serpenteaba a través de una garganta estrecha. Me embelesé con los peñascos recortados contra el cielo y avancé por un lecho seco de grava y cantos tan pulidos que resplandecían bajo el celofán de las aguas. Más rocas, unos rápidos, desniveles que obligaban a trepar por piedras limpísimas y por fin un recodo de la corriente donde prosperaba el bambú, legado de un campesino que hizo fortuna en el extranjero y regresó plantando una caña prodigiosa. Muerto muy pronto en la dicha de la riqueza, de su hacienda y la prosperidad solo quedaba el mísero escondite del bambú, que ahora era mío y de los pocos que conocían su existencia. Corté más de lo que necesitaba, cañas gruesas y largas, cortas y finas, medianas por si acaso, hasta que miré el montón y me di por satisfecho. Ahora era necesario regresar y tener la cometa preparada el domingo.

Seguir los planos parecía fácil, pero me costó terminar el trabajo. Los problemas fueron tantos que continuamente pensaba en desistir. Me excuso con mi perfecto desconocimiento del japonés, cuyos caracteres me parecen notas de música. Aprecio su belleza como aprecio la belleza de la música, que para mí es mucha. La cometa oriental, naturalmente detallada en japonés, no me ofrecía más ayuda que sus dibujos, pero abarcaban desde la preparación de las cañas, para domarlas en su forma, hasta el trenzado de cada nudo que trababa su diseño. Me consagré al trabajo, con mis ojos o con lupa, según el tamaño de la ilustración. Los caracteres japoneses no me decían nada, una lástima, porque hubiera sido de gran ayuda. Sufrí porque me faltaban dedos para urdir cuanto detallaban los dibujos, hasta que aprendí algo, más por suerte que por los endiablados caracteres de ayuda, y conseguí deslizar los hilos de seda por donde sugerían los diagramas aclaratorios. Seda especial, no cualquiera, me costó un viaje bajo la lluvia a la papelería del pueblo vecino, y un regreso también bajo la lluvia y atrapado en una arcilla pringosa que dificultaba cada paso y convirtió la vuelta en un tormento. Pero obtuve mi armazón de cañas y sedas, que aguardaba su papel, especial también y de la misma papelería, aunque hubo de pedirlo. Restaba pegar el papel, durísimo, oriental por supuesto, casi indestructible. Quedó perfecto, blanco roto, la contemplé un instante y le puse de nombre Margarita.

Voló sin esfuerzo, con la delicadeza de la seda, la flexibilidad del bambú y la dulzura del papel que la definía en el cielo. Maniobré con cuidado, tirando del hilo, que afianzaba con un palmo de caña donde recogía el ovillo, sedal de pesca, y Margarita me obedeció con una delicadeza casi conmovedora. Era dócil, dócil, muy dócil. Pensaba que a la izquierda y era a la izquierda, justo donde había pensado antes, si a la derecha a la derecha, en el lugar exacto de mi voluntad. Margarita, obediente y eficaz, respondía a mis manos y pronto respondió a mi pensamiento. Me entretuve en hacerla girar, en dejar que su cola describiera filigranas en el aire, que se enredara y deshiciera su enredo. Jugué cuanto quise hasta que la recogí con el crepúsculo. Pero me había gustado mucho y apenas quedaba armarla y probarla de nuevo. Regresé y preparé las cuchillas, compradas en la tienda de la esquina, para afeitar a cualquiera. Las adapté muy fácil, como era la costumbre. Utilicé los nudos orientales, que me parecieron más eficaces, y me dije que el domingo ganaría el concurso. Confieso que dormí muy excitado, porque no estaba seguro de que Margarita fuera tan dócil armada, y que me desperté muy pronto, sábado ya, y bajé a la playa en cuanto hube desayunado. Margarita voló con el viento, tan grácil y sumisa como la víspera, pero con el furor de su codicia prendido a la cola, preciosa, azul y roja, provista de afiladas cuchillas que habían tornado su oficio de barberas por el de criminales del aire. Perfecto para el concurso de cometas, Margarita descansaría hasta mañana.

El domingo llegué el primero a la playa donde se inauguraba el torneo. Preparé a Margarita, cuidando de no cortarme, y la alcé soltando el hilo muy rápido. Pronto se ocultó entre unas nubes donde pasaba desapercibida. El levante era suave y Margarita respondía muy bien, me inspiraba seguridad. Los demás llegaron después, cada uno en su momento. Algunos los conocía, como los hijos del molinero, puntuales como siempre, y los del boticario, que llegaron tarde, como era su costumbre. También vinieron participantes atraídos por la novedad. De las aldeas, de los pueblos próximos y de la capital en el ferrocarril de la noche, de donde descendían tras una madrugada turbia y quizás bañada en licores. Derrotarlos sería sencillo, porque sus cometas parecerían adormecidas en el aire y sería fácil sorprenderlas con un ataque repentino. Me importaron hasta que él llegó con su cometa negra y esas innovaciones que inmediatamente despertaron el interés de los entendidos. Dos colas en vez de una, cortas y temibles, armadas con aguijones y filos para malograr otros vuelos. La subió muy rápido, con una facilidad que delataba su destreza, describió un par de evoluciones sencillas y permaneció suspendida en un vuelo estático y aparentemente despreocupado. Margarita salió de entre las nubes y se situó a la altura establecida por los jueces para el inicio de la lucha. La playa rebosaba de curiosos.

Concluyeron las apuestas antes de que terminara el tiempo de exhibición. Las cometas de la ciudad, algunas lujosas y conocidas por haber participado en otros torneos, caracoleaban y emprendían toda suerte de acrobacias que reclamaron la admiración del público, en su mayoría caballeros de los pueblos vecinos. Algunos en caballos, enjaezados para el lujo dominical y dispuestos a bailar el paso o recrearse al trote, según el deseo de sus jinetes, otros a pie, los menos acompañados de señoras que paseaban con sombrilla para ocultarse de la fatiga del sol, con guantes de encaje y pamelas que las identificaban en la lejanía de la playa. Los grupos se formaban y deshacían continuamente, de espaldas al mar, para comentar las evoluciones de las cometas, decantarse sobre una favorita o aventurar apuestas de última hora. Se fumaba, se reía, y se apuntaba cuanto era preciso consignar para mantener un registro fiel de las cantidades arriesgadas y la identidad de los apostantes. Los repartidores de aguachirles iban de un grupo a otro, ofreciendo sus refrescos y tónicos para mejor soportar el calor, que no era mucho, pero servía de excusa para disfrutar de una paloma o un canario a media mañana. Se olía a brisa marina, a humo de tabacos selectos, a estiércol de caballo y a los perfúmenes de las damas que tan elegantemente paseaban por la orilla del mar. No me preocupé demasiado de los espectadores, me limité a mantener a Margarita con un leve balanceo y en estudiar a los oponentes que estimé más peligrosos. Por fin sonó el disparo que iniciaba la competición.

Sin que mediase acuerdo previo, los participantes locales decidimos que eliminar las cometas de la ciudad simplificaría la contienda. El aire se convirtió en teatro de una despiadada refriega que acontecía en las alturas. Tres, cuatro cometas acosaban a una quinta, que pronto caía sin gobierno al perder un tirante o resultar su papel rasgado. Se sucedieron las colisiones fortuitas y para buscar la fractura del contrario, que rindieron esqueletos desechos en pleno vuelo, con las consiguientes caídas a tierra. Se alzaba un murmullo si la cometa se precipitaba como un fardo sin vida, porque la humillación de la derrota se dignificaba con planear o un derrumbarse suave, como si la victoria del oponente no encerrase mérito, porque un fallo accidental o la rotura de piezas indispensables había impedido una defensa mejor. Pronto quedaron los más diestros y arremetimos contra las cometas enemigas. Bucles cerrados, rizos vertiginosos, hélices interminables y por fin una cuchilla de cualquier cola que cortaba un hilo vital o rompía una junta imprescindible. Se arrojaban las vencedoras junto a la vencida, acompañando su caída hasta muy abajo, cegando cualquier intento de escapatoria, de eludir el destino impuesto. La cometa derrotada se estrellaba contra un paisaje de árboles, de dunas, de matorrales distantes. Si la contienda había sido reñida, se felicitaba al vencedor con unos aplausos de reconocimiento, si se percibía la cobardía o la torpeza, la recompensa era el silencio, la indiferencia, el relinchar de los caballos y el murmullo de las gentes.

Cayeron todas las cometas extranjeras y quedaron las mejores, que parecían centellas entre el viento. Margarita se había comportado bien, acompañando el ataque mientras se derribaba a las otras cometas y procurando identificar a los adversarios más hábiles, con los que habría de enfrentarse apenas se despejara el cielo. Pronto me convertí en diana y mis pensamientos quedaron a un lado. Obedeciendo mis deseos, Margarita se lanzó a la derecha y, con un golpe inevitable de su cola, las cuchillas se enredaron en la cuerda de su enemiga y la cortaron limpiamente. Mi oponente quedó sin sustento ni control, y revoloteó alejándose en la nada. Se perdió abajo y muy lejos mientras Margarita, en una maniobra simétrica, se desembarazó de su otro oponente, que tampoco acertó a impedir su fin. Cayó desmadejado y roto, quizás por la pérdida de un tirante principal, hasta estrellarse entre unos árboles. Margarita salió entonces de su barrena y remontó el vuelo, como si nada hubiera sucedido. Escuché aplausos por la facilidad con que se había desembarazado de sus adversarios. Mientras ascendía pude ver que las cometas revoloteaban en una lucha sin cuartel. Apenas alcancé el cenit de mi altura, precipité a Margarita en busca de nuevos enemigos. Me desembaracé de tres en un instante y luego de dos más, de los que ni siguiera recuerdo sus maniobras fallidas. No me permití un error y volé en acrobacias que despertaron el aplauso del público. Busqué más adversarios y no encontré ninguno, pensé que había ganado.

La comenta negra surgió de la nada, envuelta en un aliento invisible, y rozó con una de sus alas el papel de Margarita, que se rasgó sin oponer resistencia. Imaginé su daño rompiéndose entre el viento. Mi adversario se lanzó al vacío y Margarita fue tras él. La herida parecía contenida y mi cometa lanzó su cola sobre el oponente, que la eludió con soltura. Constaté que se armaba con dos colas muy breves, al contrario de Margarita, que usaba la suya larguísima como un látigo y centraba allí su defensa y ataque. La cometa negra añadía sus bordes al arsenal ofensivo, con afilados perfiles en el extremo de las alas, triangulares, azabaches, vertiginosas. Las cuchillas de Margarita rozaron las navajas protectoras de Veneno, que así se llamaba mi adversaria, y debieron resbalar o trabarse con las defensas metálicas, de modo que nada sucedió y ambas cometas permanecieron entrelazadas. Se elevaron los murmullos a mi espalda cuando nos precipitamos hacia tierra en una escapatoria suicida, buscando en la propia agonía el fin del contrario. En el último segundo nos separamos y volamos divergentes, para tomar altura y repetir nuestro ataque. Veneno me pareció ágil y rápida. Acometí de frente dos veces, por ambos flancos después, y de mi resolución escapó con facilidad. La gente aplaudía por la belleza de la lucha. Atacó y la esquivé entre el brillo de las cuchillas de sus alas minúsculas, Margarita lanzó su cola y Veneno realizó un brusco quiebre sin consecuencias aparentes, pero pareció que Margarita hubiera perdido su fuerza y apenas respondiese a mis órdenes. El resto fue un sacrificio ritual, el golpe de gracia ensayado en las prácticas solitarias. Veneno tomó altura y descendió realizando elegantes remolinos, hasta realizar una pasada fatal sobre Margarita, que al instante quedó sin gobierno. Sonaron los aplausos porque la contienda había sido magnífica. Veneno recogió su premio y felicité al dueño, que me había vencido en buena lid.

Las heridas de Margarita no eran graves. Parte del papel se había perdido en un envite y en el derrote final Veneno había cortado el hilo de sujeción a mi mano, con lo que nada pude hacer para impedir la caída. No obstante, descendió suavemente, casi con elegancia, y se comentó mucho la dignidad de su lucha. Pensé en mis errores y me ocupé de Margarita, renovando todos sus hilos, arañados por la cercanía de las cuchillas enemigas. No me arrepentí de mi esfuerzo con el bambú, cuyo armazón se conservaba intacto, sólo marcado con una muesca que señalaba el lugar donde Veneno había estrellado su codicia. También los nudos orientales funcionaron como esperaba, ninguno se había soltado, pese a la violencia de algunas arremetidas de sus enemigas, que en la desesperación no dudaban en abalanzarse sobre Margarita para confundirla y quizás arrastrarla en su agonía. El estado de las cuchillas era satisfactorio en general, aunque algunas habría que reemplazarlas, porque la furia de la batalla las había mellado y su filo era torpe. En cuanto al papel, había desaparecido un cuarto, arrancado desde su centro hacia el cuadrante superior. Dos tirantes se habían partido y la cola había soportado la mayor furia del combate y parecía inservible. Quise concederme un tiempo de reflexión, para tramar mejoras que pudieran servir a mi causa. Revisé el libro oriental y dudé entre reparar o construir de nuevo. El bambú era óptimo e incluso la minúscula herida de la caña transversal, el bajorrelieve de una media luna, parecía cicatrizada y tan firme como el resto de la cruceta. Decidí mantener la estructura, que estimé robusta, y reemplazar el cuadrante superior de la vela. El cordaje lo cambié entero, y la cola intenté repararla pero desistí ante la pobreza del resultado. La hice otra vez, separando las cuchillas, trenzando las telas sobre la cuerda central y orientando los filos hacia donde serían más efectivos durante el combate. Un arte de la urdimbre, porque las cuchillas quedaban dispuestas de tal modo que la cola cortaba con mirarla. Bastaría con un roce liviano para deshacer a sus adversarias. Me di por satisfecho y esperé al siguiente domingo.

Volvimos a la contienda, esta vez en un campo vecino, porque el torneo se celebraba durante la primavera y el verano, en distintas ubicaciones, según lo dispusieran los organizadores. El público fue similar, caras familiares y desconocidas, unas me parecieron simpáticas, otras extrañas y alguna graciosa. No me concentré mucho en la primera fase de la competición, había demasiadas cometas en el aire y era preciso simplificar la lucha cuanto antes. El pilotaje inexperto propiciaba accidentes de los que convenía prevenirse. Contuve mi ardor hasta que apenas restaron unas pocas cometas, que lucharon bravamente pero sucumbieron a la destreza de Margarita. Solo quedó Veneno, que se abalanzó hacia mí de improviso, esta vez amparada por el sol. Buscó mi ceguera todo el tiempo, pero supe contener sus acometidas y replicar con firmeza. Dos veces casi la roce en un desplazamiento lateral y una más pensé que alcazaba su vela. Margarita, con su carácter sumiso, se dejaba guiar con mi deseo. No sabría explicar mis movimientos, porque no eran conscientes, entraba en una suerte de trance y la cometa obedecía mis indicaciones. Pregunté a algunos amigos, por si gesticulaba o debía avergonzarme, pero me aseguraron que parecía muy digno y sereno, atento a mi quehacer y concentrado en la lucha. Me felicitaron mucho, aunque Margarita cayó rasgada tras un remolino inesperado de mi adversario, que cuando lo suponía herido de muerte asestó a mi cometa un corte definitivo en una de las bridas, que al instante la convirtió en rebelde y propició su fin, porque empezó a caracolear sin remedio y Veneno le rasgó la vela por la diagonal mayor de la cruceta, con una quilla acerada y novísima, que había vencido sin esfuerzo a sus adversarios anteriores. Resonaron los aplausos porque, según me dijeron, nuestro combate había sido tan largo que amenizó la comida del mediodía y sirvió de solaz y alivio a los asistentes, fatigados por las muchas horas de nuestra lucha. El espectáculo daría que hablar, había sido emocionante y prolongado.

Esta vez Margarita resultó peor herida. La quilla de Veneno había ocasionado un profundo surco en la longitud de la caña mayor. La vela se había perdido tras mucha búsqueda y la cola apareció enmarañada entre unos arbustos espinosos, imposible de recuperar, aunque lo intenté hasta que las espinas me llenaron las manos de sangre. Regresé al consejo del libro oriental y reconstruí a Margarita por completo, renunciando incluso a la caña marcada con una media luna, que parecía ilesa en esta segunda contienda. Otra vez la enfrenté a Veneno y luchó con valentía y destreza, hasta que me derrotó, ya no importa cómo. La contienda despertó el elogio de los asistentes, que eran más porque el espectáculo de las cometas luchadoras agradaba y era útil para animar una jornada de apuestas. Las señoras gozaron del sol de primavera, los caballeros acompañaron a las damas o pasearon envueltos en sus conversaciones eruditas o mundanas. Felicité a mi adversario ganador, recogí el premio de consolación y mantuvimos unas palabras con los organizadores del concurso, que se mostraban orgullosos del triunfo cosechado e incluso nos ofrecieron una recompensa adicional, por el éxito de las apuestas y el espectáculo que ofrecían nuestras cometas en el cielo. Después conversé unos minutos con mi adversario, que para entonces ya era un hombre tímido y amable, que respondía a mis preguntas y apreciaba mis respuestas. Pronto estimamos apropiado compartir nuestra pasión por las cometas.

Durante la primavera y el verano, competimos cada domingo y me venció siempre con nobleza. En mi descargo se reconoce que la lucha fue cada vez más enconada, porque con cada derrota Margarita mejoraba en velocidad, eficacia acrobática o astucia para sorprender a su oponente. La gente admiraba nuestro esfuerzo, las apuestas crecían hasta alcanzar cifras impensables y cada semana llegaba más público. Los organizadores escogieron espacios mayores, explanadas donde no solo volasen las cometas con soltura, sino que cupiesen más espectadores, para que disfrutasen de las maravillas del cielo, para que gozasen con la delicadeza de las guerras en miniatura, donde todo parecía emular a los combates de la aviación moderna, sin las desgracias propias del armamento verdadero y el enfrentamiento real. Un espectáculo para los sentidos, con las evoluciones siempre mejores de los participantes. Dos nombres destacaban entre todas las cometas, Margarita y Veneno, adversarias implacables que cada domingo ofrecían un prodigio de habilidad de vuelo y evoluciones en el aire. Las apuestas crecieron y llegaron carruajes ilustres, de médicos, ingenieros o maestros, que venían con sus familias para pasar el día, conocer los alrededores, deleitarse con el espectáculo del aire y, por qué no, aventurar alguna apuesta. También aparecieron los vendedores de refrescos, para aplacar el verano, soportar el terral del sur o entretener la espera, y los de comida rápida, para una urgencia, por distraer el hambre, porque el desayuno fue apresurado o insuficiente. Mazorcas con aceite y sal, asadas con leña de sarmientos, cebollas avinagradas y en salmuera, pescado ahumado, carnes secas y golosinas de melaza y almendra.

Por la costumbre de encontrarnos en la entrega de trofeos y porque ambos gustábamos de llegar pronto al escenario de la lucha, entablé con mi adversario una cierta amistad. Era un hombre culto, que disfrutaba de la conversación inteligente y me pareció un apasionado de las sutilezas del vuelo, de cuyas peculiaridades conversábamos infatigablemente. Compartimos muchos desayunos, porque gustábamos de acudir al alba a nuestra cita guerrera, como si el primer sol del domingo infundiera en nuestro ánimo el espíritu de la victoria, ocurrencia que tuve como en la revelación de un sueño, de tan ingeniosa que se me antojó. Me apresuré a ponerla en práctica para descubrir que la idea de invocar al sol antes de la lucha no era tan extraordinaria, porque mi oponente la empleaba antes que yo, como me demostró la primera vez que llegué a mi destino temprano, un entramado de meandros que serpenteaban perezosos por la llanura amplísima. Entré en un pequeño establecimiento para permitirme un descanso y preguntar dónde se celebraría la prueba. El dueño de Veneno, sentado al fondo de la sala, se levantó de su asiento y solicitó permiso para compartir mi mesa. Deseaba felicitarme por la eficacia de mi cometa, en la que reconocía muchas virtudes. Agradecí su interés y lo traté como a un extraño hasta que me preguntó por los desperfectos de Margarita tras nuestro último enfrentamiento. Me contuve un instante, porque no sabía si ofenderme de sus palabras, que acaso escondieran burla o descrédito, pero mudé mi pensamiento en cuanto la conversación me mostró equivocado en mis recelos. Mentí asegurando que los daños habían obedecido más a mi error que a las vicisitudes de la lucha. Mala suerte, aseguré, que Veneno partiera el nudo maestro de la cruceta con un corte tan diestro. Mi oponente pareció comprender mi derrota y me aseguró que se había enfrentado a ese mismo problema de construcción, y que lo había resuelto empleando hilo de cobre para fijar las cañas con mayor firmeza, un metal extraordinario, que había demostrado su eficacia indudable en numerosos aspectos. Pese a mis reticencias, pagó mi desayuno como prueba de su deseo de amistad.

En el transcurso de la lucha observé que Veneno se contenía en sus ataques. Al menos en tres ocasiones estimé a Margarita perdida, apenas pendiente de un envite que cortase sus amarres y la devolviera a mi taller, pero Veneno mostró lo que parecía una indulgencia disimulada. Finalmente, después de casi tres horas de escarceos en el aire, me sorprendió desde abajo y, sin que pudiera impedirlo, cortó mi anclaje a Margarita, que se detuvo como pasmada y luego descendió con interminables vacilaciones que la llevaron hacia unos sembrados distantes. Recogimos nuestros premios, el mío de cortesía, y mi adversario solicitó un aumento en el beneficio, que justificó con que nuestra destreza había disparado el montante de las apuestas. Me sorprendió que me incluyera en su demanda, como si mis escasos méritos ennobleciesen sus victorias, pero guardé silencio mientras sugería que era el enfrentamiento final con Margarita lo que despertaba la pasión de los espectadores, que asistían a las escaramuzas iniciales como un mero trámite hasta que nos adueñábamos del cielo. Los organizadores se negaron porque no se sentían obligados a la generosidad, pero mi enemigo supo esperar a la semana siguiente y desembarazarse de sus adversarios y de Margarita en un tiempo tan breve que el espectáculo supo a decepción y mañana perdida. Recibimos nuestro premio entre protestas y silbidos desaprobatorios, porque lo ofrecido al público era mero deseo de terminar, y ni se vieron enfrentamientos de valía, ni acrobacias que despertaran la imaginación, ni maniobras que arrancasen el estupor de los labios. Sólo premura y eficacia en abatir enemigos. La feroz pugna dominical entre Veneno y Margarita, comentario habitual durante la semana, apenas encontró eco en algunos que se lamentaron por la escasa relevancia del último enfrentamiento. El siguiente domingo, al llegar a lugar escogido para la disputa, se nos informó que se había triplicado la cuantía de los premios. Mi adversario sonrió cortésmente, agradeciendo la delicadeza de los promotores, y a la salida me sugirió tomar un desayuno rápido, para discutir conmigo unos aspectos del vuelo. Me dejé invitar para desayunar dos veces y porque él pagaría la cuenta.

No le costó esfuerzo convencerme para acordar algunas estrategias de ataque y defensa, para que la pugna alentase el regocijo del público. Acepté porque el interés era mutuo y a la postre nuestro acuerdo mejoraba el espectáculo. Competimos después, tanto como deseó Veneno, que se mostró esquiva y poco propensa a la lucha, caracoleando a mi alrededor y esbozando arremetidas que concluían con un viraje precipitado y lento, insuficiente para sorprender a Margarita, que se esforzó por responder a la pasividad de su enemigo con una contundencia agazapada, porque nada se había dicho de apaciguar la lucha o dejarse vencer sin merecimiento. Mis esfuerzos pecaron de ingenuos, y Veneno jugó con Margarita hasta que concluyó cuando parecía que el interés declinaba por la melancolía de la tarde. Margarita perdió su cola en una maniobra impecable de Veneno, que avanzó de frente, giró en el último instante y me sorprendió desde atrás, como si hubiera pretendido emboscarme por la espalda. Reconozco que me impresionó su ingenio, porque en mi imaginación la maniobra de Veneno se me antojaba tan sencilla como efectiva en la práctica. Recogimos nuestros premios con el beneplácito y el halago de los patrocinadores, las apuestas nunca habían sido más cuantiosas. Después mi adversario me pidió que le mostrara mi cometa. Fui reticente al principio, porque no era una petición usual, pero consideré que nada perdía en reconocer mi debilidad a quien siempre me derrotaba, así que me avine a su solicitud y le permití que inspeccionara a Margarita a su antojo. También respondí a sus preguntas, después me hizo unas sugerencias que estimé de gran utilidad.

Me apliqué al estudio de las mejoras señaladas por mi enemigo, y me parecieron buenas y dignas de crédito. Empleé cobre para reforzar los nudos orientales, que mantuve como una contención segunda, por si fallaban los metálicos, y adapté cuchillas en los bordes de la vela tal y como me indicó, siguiendo un procedimiento convenientemente consignado por escrito. Quedé muy satisfecho del resultado, más cuando en nuestro siguiente encuentro ofrecí una mayor reticencia a la derrota, comprensible si se considera que Veneno se aproximó menos, por la superior defensa de Margarita y porque los anudamientos de cobre parecían mejorar las cualidades del bambú, que se convertía en más rígido sin perder su esencia flexible. En las colisiones con otras cometas descubrí que era sencillo romper a mis rivales, frágiles ante el ímpetu renovado de Margarita. En consecuencia, aplicados mi adversario último y yo a desprendernos de cuantos enemigos pudieran distraer la lucha, pronto nos encontramos solos en el cielo, para regocijo de los espectadores, que asistieron a varias horas de persecuciones frenéticas, hasta que la luz fue insuficiente y Veneno remató la tarde y me relegó a la segunda posición de siempre. Recogimos nuestros premios y me avine a cenar con mi adversario, para discutir mejoras y esbozar algunos planes. Me sorprendía lo que interpretaba como amistad con el enemigo, y manifesté mi temor a que nuestro acuerdo cuestionase la buena fe del campeonato. No había de preocuparme, porque los patrocinadores estaban informados y cualquier iniciativa que mejorase las apuestas contaría con su aprobación. A la postre, me confirmó, nuestros acuerdos buscaban prolongar el duelo, nunca falsearlo o procurar un resultado pactado. Simplemente, nuestro verdadero enfrentamiento se difería para favorecer al público y alargar la diversión, lo que era bueno para los vendedores de refrescos, los patrocinadores y nosotros mismos, que no infringiríamos ninguna regla mientras el resultado no se acordase de antemano. Estuve de acuerdo y me apuntó algunas mejoras para mi cometa.

La primavera y el verano transcurrieron entre flores y refrescos de limón y hielo. Margarita perdía cada domingo y sin embargo me sentía orgulloso de ella. Las sugerencias de mi amigo eran siempre afortunadas. Cambia esos nudos por estos, que son aún mejores, y los nudos soportaban las embestidas de Veneno, a quien me acercaba más en cada enfrentamiento, hasta que decidía cuándo terminar nuestra exhibición, y con un corte preciso, una delicadeza en el aire que apenas sentía, Margarita se rebelaba a mi antojo y cedía a una lasitud que la llevaba a tierra. Los aplausos eran interminables, porque mi cometa resistía más y mejor, y porque el espectáculo era de una belleza precisa, calculada en sus efectos, un progresar desde el principio o un alternarse de ventajas que inequívocamente conducía a la victoria de Veneno, quien sorprendía a todos con una maniobra imposible o la réplica fugaz a un ataque, apenas un centelleante vaivén de sus dos colas minúsculas, que parecían ajenas al efecto de su mal, pero que transcurrido el asombro habían cercenado algo que condenaba a Margarita a retorcerse sobre sí misma hasta estrellarse contra el suelo. Después de cenar, mientras recogíamos nuestros enseres en el campo, Margarita incluida, que había aterrizado convertida en una maraña de cañas impolutas, mi adversario me felicitó por el acierto del bambú, que calificó de material extraordinario. Semanas después supe que hablaba con fundamento.

Me enteré de su historia muy tarde, cuando no importaba. Supe que había trabajado en el extranjero y que era una eminencia en su especialidad. No recuerdo bien el nombre, pero me pareció algo muy difícil. Para entonces me era indiferente, porque era mi amigo y el resto importaba muy poco. Cada semana, durante el verano, recogimos nuestros premios y viví de hacer lo que me gustaba, que fue mucho si se considera lo penoso de aquel tiempo. A la postre la contienda era siempre más vistosa, aunque sobraban los contendientes iniciales, de escaso protagonismo, que pronto nos cedían espacio y mérito. Cada vez más floridas, nuestras piruetas en el aire despertaban asombro, porque para entonces se sabía de nuestra lucha y llegaban curiosos de las comarcas limítrofes y aún de más lejos, incluso de la capital. Con persistente insistencia, con amabilidad irrechazable, mi enemigo se interesaba por Margarita y sus consejos eran siempre útiles. Considera esto, repara en aquello, y era certero para mi asombro y regocijo de los espectadores, que en cada cambio, en cada mudanza, descubrían un tino y un acierto que los elevaba a pensar más arriba, a concebir otro sentido del juego.

A principios de otoño, la lluvia fue una bendición para el campo. Los espectadores mantuvieron su número y alcanzamos una excelencia más allá de las fronteras. Disfrutamos de nuestra ventura porque nos convenía y era favorable a la prosperidad. Mi enemigo me advirtió que mi eficacia ya era mucha y que debía velar por sus intereses, con lo que me sentí halagado y perplejo, porque jamás pensé que pudiera hacer sombra a su destreza. Las apuestas, desorbitadas, colmaban el afán de nuestros patrocinadores. Nosotros, felices cada semana por el éxito, que siempre nos favoreció y pagó las cenas con holgura. Más espectadores, más apuestas, más fortuna. Los noticiarios proclamaban nuestro interés, y se escribía y se comentaba y se decía. Se multiplicaron los trenes hasta el lugar escogido por los patrocinadores, satisfechos de nuestra estrella, y florecieron los coches de alquiler para presenciar nuestro mérito, quizás vulgar e innecesario, pero que atraía a las gentes con un embrujo que nunca alcancé a comprender. Poco añadiré, mi adversario supo encauzar nuestra suerte hasta una ventura desconocida.

Llegó el día último, según se confirmó después, y nos enfrentamos conscientes de la esperanza que se depositaba en nuestra fama y en las apuestas. Una mañana gris y poco propensa a la intemperie, que apenas invitaba al juego o al paseo. Pese a los inconvenientes, nuestro éxito fue multitudinario y llegaron gentes de las comarcas vecinas, de la capital y del mismísimo extranjero, que no por muy lejano era menos importante. Con todos allí, mi adversario y yo quedamos pronto solos y nos encontramos de frente. Se esperaba lo de siempre, pero yo mantenía una esperanza. Había mejorado con sus indicaciones y mi esfuerzo, perseguía a Veneno muy cerca y confiaba en sorprenderla con una suerte inesperada. El público conocía mis méritos y de algún modo aguardaba mi victoria. Me sentí escogido, me sentí iluminado, y supe que podía derrotar a mi adversario, también mi amigo, pero en el aire mi oponente. Me deshice de los contrincantes menores sin tregua para un suspiro, con la facilidad con que se confunde a un niño, y me remonté muy alto, soltando el sedal hasta perderme entre unas nubes grisáceas. Veneno se desembarazó de su último enemigo y se lanzó tras mí. La esperé en un claroscuro de nubes donde distinguir a Margarita era casi imposible. Veneno se recortaba nítida contra el gris del cielo, negra y resplandeciente entre penumbras más claras. Me descubrí de improviso, ocultó tras la invisibilidad, y casi alcancé mi objetivo, porque sorprendí a mi oponente, que se confundió al buscarme entre las sombras algodonosas y no supo ver mi ataque. Rocé los tirantes de Veneno, no me cupo duda, casi sentí un chirriar de metales entre mis dedos y supe que mi adversario había sustituido los tirantes por hilos de cobre que no temían a las cuchillas. Me comentó que mejoraría la resistencia de los hilos, pero no dijo en qué consistiría su mejora. Lo descubrí tarde, demasiado cerca de Veneno, que giró y esbozó una rápida pasada que esquivé con un reflejo de mis manos, atentas a la evolución del combate. Veneno se situó a mi zaga y Margarita se precipitó en barrena, para desprenderse de su perseguidora, que alcanzaba una aceleración menor en estos descensos frenéticos. Me mantuve muy cerca del suelo, sobrevolando los árboles a una velocidad que desafiaba al ojo más atento. Veneno me seguía como una exhalación a poca altura del horizonte, casi rozando las copas lejanas de un bosque que servía de aliciente a nuestras evoluciones. Pensé que me había desembarazado de ella en dos ocasiones, y que podría girar hasta ponerme a su espalda, donde era más sencillo acertar en el ataque. Ambas veces me sorprendió girando sobre sí misma y situándose bajo el vientre de Margarita, que volaba horizontalmente, a una velocidad que despertaba el júbilo de los espectadores. Recorrimos el horizonte persiguiéndonos, multiplicando nuestros ataques, buscando un instante afortunado para que las cuchillas de Margarita obrasen el milagro de la victoria.

Salí del peligro de los árboles y recogí hilo para situarme en un plano más cercano. Mi oponente reaccionó del mismo modo, para evitar que las cuchillas de mi cola encontrasen su debilidad, y volamos a la desesperada, balanceándonos sucesivamente, rotando sin brújula, hasta que conseguí traer a Margarita muy cerca de los espectadores, que rugieron de emoción ante mi cometa, enloquecida por escapar y herir a Veneno, que la acosaba con una insistencia imposible de eludir. Comprendí que debía buscarme una tregua entre las nubes y dejé correr el hilo. Margarita retrocedió y su cola rozó unos arbustos, deshojados al instante por las cuchillas, que no encontraron impedimento a su frenesí. Terminé de soltar hilo en la misma línea del horizonte, sentí el tirón de la resistencia y Margarita ascendió con avaricia por alcanzar el techo del cielo. Veneno me siguió a corta distancia, replicando mis maniobras con una precisión absoluta. Las nubes eran oscuras y densas cuando las cometas se perdieron en la lejanía celeste y todos contuvimos la respiración. Me adelanté unos pasos, porque así me lo dictó la urgencia del juego, y el adversario quedó a mi espalda. Margarita y Veneno eran dos puntos apenas visibles, dos puntos que se movían vertiginosos y dibujaban mil siluetas en el aire, persiguiéndose, acosándose, jugando. La cola de Margarita era un látigo en mitad del mar de nubes negras. Se perdieron un instante, aparecieron de nuevo y la multitud gritó a mi espalda, enloquecida por la exhibición de las cometas. De repente sentí que Margarita hería de muerte a Veneno, y en ese instante se vislumbró un resplandor en el cielo, y casi al unísono gritos a mi espalda y un olor a quemado. Me giré y vi a mi enemigo envuelto en humo y vencido por los intestinos que colgaban de su vientre. Su piel era hollín mate, tenía la boca muy abierta y los ojos también, como si no diera crédito a su desgracia. Pareció que me mirase un instante y cayó a mis pies, muerto para siempre. Sus manos estaban negras y soldadas a la empuñadura de Veneno, convertida en llamas que caían sobre el horizonte.

Tras el espanto llegaron los doctores, con su diagnóstico del cadáver y sus conclusiones terribles. Después los jueces y cuantos tenían algo que decir, los patrocinadores y yo mismo, todos inocentes de la desgracia, todos afligidos por la desolación. Concluyó el campeonato de cometas antes de lo previsto, porque la tragedia era irremediable. Dijeron que un rayo, que el destino, que un mal aciago, dijeron muchas cosas, pero ninguna resucitó a mi adversario. Regresé al taller con Margarita cuando me sentí con ánimos para la última reparación. Eliminé el hilo de cobre que tanta miseria trajera y lo sustituí por la seda y mis nudos orientales. El papel fue blanco, como era insignia de Margarita, la cola esta vez sin cuchillas pero trenzada con el mismo esmero de siempre. Los tirantes, las bridas, hasta la borla final desarmada, pero con el esplendor de sus mejores ocasiones. Me entretuve en perforar una plancha de madera y pasar la cuerda a su través. Después regresé a la playa donde libramos nuestro primer enfrentamiento y levanté a Margarita a favor del viento, que ese día soplaba en dirección al mar. Ajusté su vuelo mientras la cola se dibujaba como una fantasía en el cielo. Me acomodé sobre la arena templada, aseguré la plancha que sujetaba el hilo entre unas piedras y leí durante más de una hora, hasta que el sol me advirtió que era demasiado tarde. Cerré mi libro y me puse en pie. Me acerqué hasta la orilla y deposité la madera sobre a la superficie del mar. Solté la cometa y el hilo rasgó la superficie del agua, primero muy rápido, despacio conforme se sumergía la base que sujetaba el ovillo y ofrecía una mayor resistencia a la tracción del viento. Se enredaron unas algas mientras Margarita caía en el cielo y se alejaba lentamente, hasta que detuvo su descenso y se estableció un equilibrio que me devolvió la paz. Permanecí mirando el horizonte que engullía la cometa, hasta que se me velaron los ojos. La recuerdo muy baja, arrastrada por el viento. Pensé que el agua desharía su papel blanco mientras se emborronaba entre nieblas lejanas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 24 de enero de 2014

El Sustento del Alba

A los que lucharon contra la tormenta y perdieron


La vi salir del mar y pensé que ya era tarde. El barco había partido y no volvería hasta que el Sustento del Alba funcionase de nuevo. La avería era inusual, una sombra repentina en la lupa de la linterna, que cegaba la luz del faro y convertía el islote en un peligro para la navegación. El capitán, buen amigo mío, tenía instrucciones de no aproximarse durante la noche. Con el Sustento del Alba apagado y el agua enfurecida, entrar en el laberinto de los arrecifes era peligroso. Corroboraba cada una de las palabras del capitán. Mi saber de las corrientes anunciaba un laberinto de olas revueltas, turbulencias y remolinos capaces de zarandear cualquier navío. No importaba lo grande que fuese, ninguna quilla resistía aquellas aristas salvajes. Hasta donde alcanzaban mis ojos, el mar se convertía en un erizado de cuchillas en cuanto soplaba una brisa. Era un espectáculo fantástico, las aguas saltaban y el océano parecía hervir de espinas. Disfrutaba en los días de brisa suave, cuando ascendía a la torre y me enfrentaba a un atardecer de arrecifes acariciados por la espuma de las olas. Roca y sol y coral, un espectáculo para los sentidos.

Inspeccionaba en el embarcadero, comprobando que todo estuviera dispuesto para recibir la tormenta, cuando la divisé en un saliente apartado, al otro lado de la playa. Salió del mar como las sirenas, o así lo pensé yo, cuando la distinguí entre los reflejos del atardecer. Me sentí contrariado, el capitán me había advertido de que se esperaban vientos fuertes y marea vivas, porque coincidían los astros y así lo disponía el capricho del tiempo. La observé de lejos y pensé que su cuerpo era esbelto y flexible, por la forma de moverse para cubrir su desnudez, y de vestirse luego con ropas que me parecieron anticuadas. Me sorprendí de que hubiera tomado un baño, porque el agua en invierno era muy fría, aunque en la ensenada se remansara y pareciese más cálida. Pronto llegó hasta mí para decirme que había perdido el barco, por distraída, porque la embelesaron las olas y no pensó más. Era rubia, con el cabello mojado y recogido, con la piel muy blanca, violada por el frío del mar. Los ojos azules o grises, según el atardecer y mi antojo caprichoso, pero en cualquier caso preocupados y amables. Más me sorprendieron sus ropas, un vestido de apariencia inmaculada, arrancado de una fiesta y por supuesto impropio de un faro perdido en mitad del océano. Se acompañaba con un discreto bolso de encaje, a juego con sus ropas, y una sombrilla también de encaje, perfectamente inútiles en la situación causada por su imprudencia. En verano era frecuente que los visitantes se bañasen entre los peñascos marinos, pero en invierno se limitaban a deambular por la ensenada de arenas volcánicas e inspeccionar los alrededores del faro, como si desconfiasen de una naturaleza que presentían inhóspita o el erizado de arrecifes les inspirase un temor mayor. Le pregunté por qué se había bañado en un agua tan fría, y me respondió que era un hábito que arrastraba desde que viviera en una aldea de la montaña. Las únicas aguas disponibles eran las que resbalaban desde un glaciar más arriba de la choza de pastores que había sido su hogar durante la infancia. A veces sentía los cristales de hielo arañando sus piernas mientras se adentraba en un torrente apartado, para arrancarse el olor de los establos. Me sorprendió su respuesta, pero la di por cierta porque no necesitaba una excusa.

Nunca recordé su nombre, que me pareció como cualquier otro, porque para mí solo era una visitante perdida, que tendría que amparar hasta que reparase los aparejos de la luz y la lámpara orientase los barcos entre la codicia de los arrecifes. La miré muy despacio, recreándome en ella, y le dije que no podría abandonar la isla en unos días. Me pareció asustada y me limité a reprenderla con dulzura y ordenarle que me acompañase hasta donde pasaría la noche. La acomodé en un pequeño cuarto dispuesto para emergencias, junto a la sala donde atiendo las obligaciones propias del faro. Después, mientras mi inesperada huésped se acomodaba en su alcoba, subí a la linterna los útiles que el capitán había traído para pulir el espejo. Sacos de arena fina y líquidos para abrillantar. Un trabajo fatigoso, porque había acarrear agua para disolver las arenas y aligerar el pulimento. Bajé con el sudor fresco y busqué a mi visita, que parecía recluida en su alcoba. Le pedí que me acompañara a la cena, dispuesta en unos minutos, y añadí que se sintiera libre para inspeccionar a su antojo, pero que fuese prudente en algunas estancias donde se amontonaban avíos de marinero. Me disculpé porque tenía que asegurar las ventanas de los pisos inferiores, que podrían romperse por la fuerza del viento, y añadí que el faro era seguro, construido con basalto de considerable grosor, como se apreciaba en cada uno de los pequeños ventanos, con un alféizar tan amplio que a veces me sentaba allí para contemplar los pájaros que revoloteaban alrededor de la torre.

Encendí las luces de aceite, que extendieron su ámbar mortecino e hicieron soportable la oscuridad. El faro carecía de iluminación moderna, porque nada podía progresarse en mitad del océano. Me excusé por la parquedad de la cena, pescado y legumbres hervidas, que cocinaba a diario y bastaban para mi sustento. Mi acompañante declinó con un gesto y dijo que no me excusara, que lo estimaba suficiente y agradecía mi generosidad. La estimé sincera y comimos en silencio. Un poco de carne embutida y algo de fruta concluyeron en una apacible velada, donde me confesó que había ojeado entre mis libros hasta reconocer algunos títulos. Admití que la lectura era mi principal ocupación cuando me lo permitían las labores de mantenimiento, y luego me contó del mundo y sus noticias, de las que me encontraba apartado por la soledad de mi oficio. Le confesé que mi vida era monótona, entre el viento y las olas, pensando, leyendo, trabajando, siempre igual, pero que me gustaba, porque descubría una paz interior que no había encontrado en la ciudad. Escuché mis palabras y me apresuré a decir que también conocía la ciudad, donde pasaba largas temporadas. Después creo que me extendí sobre la normativa aplicable al faro, hasta que una sonrisa suya me devolvió a la realidad. Se excusó en su cansancio, permití que se despidiera y le deseé buen descanso.

Desperté al alba, como cada día, cuando la luz era firme y quebraba mi sueño. Me sorprendió encontrarla en la cocina, apoyada en un muro junto a la estufa que había mantenido encendida toda la noche. Se excusó porque había buscado entre los libros, para entretener el insomnio del viento, y admitió haber encontrado un título de su interés. Poemas sobre una mujer de labios cálidos y sonrisa de ángel, que protegía a los perdidos y sanaba la tristeza. Confesé que no era mío y que pertenecía al antiguo farero, que murió muy viejo, aquí mismo, donde había vivido siempre, después de perder a su mujer muy joven. Su pérdida le dolió tanto que ya nunca quiso volver a tierra y prefirió morir entre esta tristeza que consumió su vida. Me preguntó si yo haría lo mismo, y le contesté que tal vez, porque me gustaba la vida del faro, pero reconocí que la soledad era demasiado pesada y abundaban los días sin salir al exterior, más en invierno, cuando los visitantes no llegaban por el mal tiempo, que podía durar meses. Dijo que no le importaría entretenerse entre mis libros, y señaló algunos títulos que habían despertado su curiosidad. Sonrió al reconocer su culpa y me preguntó si podría explorar el islote. Le dije que sí, por supuesto, con cuidado y sin bañarse en el mar, añadí apelando a su sensatez. Luego subí a la torre.

El viento era demasiado impetuoso en el balcón de la linterna, un pasillo metálico que se guardaba del vacío con una protección de hierro. El mar se había erizado de espuma y los farallones de piedra ocre brillaban al inicio de la mañana. Miré abajo y contemplé la base del faro y el acantilado casi vertical. Las agujas se distinguían mejor con la marea baja, entre naranjas y rosadas bajo la superficie revuelta. Algunas emergían por momentos y se ocultaban hasta la siguiente ola. Me dejé llevar por el vaivén de la marea hasta que me despertó un soplo helado y comprendí que debía revisar la vidriera. Merecieron mi interés los anclajes, las protecciones y los cerrojos, que ofrecían una protección al viento, tosca pero eficiente, para que la linterna permaneciese segura. Después entré y me entretuve en limpiar el espejo durante toda la mañana, hasta que desistí de mi esfuerzo porque la plata del cristal se había empañado y era imposible recobrar su limpieza. Gasté toda la arena y el pulimento fino, pero por más que lucharon mis manos no conseguí recuperar el brillo. Decidí posponer el trabajo hasta la mañana siguiente, porque se me había venido la tarde encima y el cielo había cambiado, llenándose de nubes que se espesaban deprisa, animadas por un furioso levante que alzaba las olas allá a lo lejos, en las primeras rompientes. Vi a través del cristal que mi invitada aún paseaba por la playa, bajo la tibia luz de un mediodía gris, oscuro en el horizonte. Supuse que la tormenta avanzaba y bajé de la torre, para asegurar los últimos enseres en el muelle y avisar a mi acompañante, que debía regresar al faro.

Después de comer nos entretuvimos mientras empeoraba el tiempo. Avivé la estufa, porque la tarde había roto en lluvia, y disfrutamos de una larga conversación durante la sobremesa. Jugamos dos partidas de ajedrez, que yo practicaba en solitario, ensayando aperturas y finales, y me sorprendió su conocimiento del juego y su recelo instintivo ante mis emboscadas, en lo que definiría como una defensa desordenada pero efectiva. Gané una y perdí otra, y nos regalamos una taza de té, para desentristecer la tarde. Merendamos cuando se presentía el ocaso. Le pedí que me esperase mientras recogía unos cabos en el exterior y prometí que le enseñaría la torre, para que disfrutase de la belleza del arrecife, que ardería en espumas. El faro era seguro, y como prueba señalé que apenas se escuchaba el viento. Dijo que aguardaría allí mismo y fui a recoger los cabos, que me esperaban mojados pero en el mismo lugar. Los amontoné en un almacén anexo, entre lámparas, cristales de recambio, barriles de combustible y tubos de cobre. Aseguré la puerta con un madero, porque esperaba una noche difícil.

Subimos por la escalera de caracol muy despacio, yo primero alumbrándole el camino, y ella asegurando que tanta vuelta despertaba su vértigo. Prefería no marearse y por respeto a mí ascendería con calma. Reí de su ocurrencia y aminoré mi paso para que no sufriera fatiga. En la linterna agradeció mis desvelos, tomándome del brazo, supongo que para aliviar su cansancio, y me acompañó de este modo mientras le mostraba el óxido de la plata y me lamentaba de la negritud del espejo, que silenciaba la luz del Sustento del Alba y la convertía en un resplandor insuficiente, peor aún, porque su destello se perdía entre faros más lejanos y confundía a los barcos, en su mayor parte veleros que pasaban muy lejos y jamás se acercaban demasiado, labor encomendada a otras embarcaciones mejores para el arrecife. Me preguntó por la válvula solar, que había desarmado y se ordenaba en sus piezas por el suelo. Expliqué que la linterna funcionaba con acetileno disuelto en acetona, y que la válvula interrumpía el paso de gas al alba, cuando la aurora hacía innecesario el auxilio a la navegación. Añadí que aprovecharía para su limpieza mientras el faro se mantuviera apagado, y comenté el funcionamiento del mecanismo giratorio, así como la utilidad de las lentes escalonadas, que mejoraban la eficacia de la luz. También me lamenté por la inutilidad de mi esfuerzo en la limpieza del espejo, que sería preciso pulir con abrasivos más fuertes y quizás devolverle la lozanía con una nueva capa de plata. Entre avisar, recibir los materiales y concluir el trabajo, no menos de una semana. Tranquilicé a mi acompañante y le prometí que no habría de esperar tanto, en cuanto pasase la tormenta llegaría mi amigo el capitán a recogerla, porque con buena mar el arrecife no era obstáculo para la pericia de los marineros locales, que alcanzaban el faro en tres horas. Asintió porque había llegado en ese mismo barco, y me pidió que le permitiera asomarse al balcón.

Intenté abrir la puerta, para que advirtiera la violencia del aire, pero me resultó imposible. Me disculpé por lo desordenado del lugar, donde todo temblaba por efecto del viento, y la invité a que bajásemos. Suplicó un instante más, se volvió al horizonte de la tormenta y contempló la sombra que empañaba la distancia. Me situé a su lado y miré también. Sentí que me asomaba a un pozo oscuro. A lo lejos se distinguía una blancura azulina, más allá convertida en brillante por un fenómeno que mi mente no alcanzaba a comprender. Los arrecifes eran luminiscentes, la playa próxima y el mismo faro, como si el mar se alumbrase con luz propia. Los relámpagos eran un continuo de luz insoportable, olas gigantes se anunciaban a lo lejos, mientras mi compañera continuaba absorta en la tempestad que se aproximaba hacia nosotros. Me sentí inquieto y le pedí que descendiéramos a un lugar mejor protegido. Bajó conmigo, detrás por su seguridad. El viento aullaba alrededor del faro, confié que el Sustento del Alba soportase la tormenta.

Nos acomodábamos en la sala de estar cuando una ola rugió muy cerca. Mi acompañante, con el vestido blanco y su aspecto desvalido, parecía la esencia de la fragilidad. Pronuncié la palabra inconscientemente y me respondió que fragilidad era nombre de mujer. La felicité por su conocimiento de los clásicos y le pregunté si deseaba cenar, restando importancia al espectáculo que habíamos contemplado desde la linterna. Aseguró que no tenía apetito, quizás por la ansiedad que le habían despertado las vistas, y me invitó a que me preparase la cena, si ese era mi gusto. Acepté, más por tranquilizarla que porque adivinase hambre, y preparé dos platos suaves, de vegetales y pescado, con la intención de insistir en que me acompañara a la mesa. Aceptó sin mucho rogar, porque comprendió que la noche sería larga e insistiría sin excusa. Comimos en silencio, sobrecogidos por el vendaval que silbaba alrededor del faro y parecía estremecer los cimientos de la piedra. Se despidió pronto, apresurada por mi charla aburrida y el fragor de la tormenta. Recordé las aguas y se estremeció mi memoria. Cerró su alcoba y la escuché acostarse. Después me serví una copa de aguardiente, revisé puertas y ventanas y fui a mi cuarto.

Apagué la linterna de aceite después de leer un rato, y me dormí turbado por el aullido del viento y la furia de un oleaje que estremecía el alma. Tuve un sueño profundo, o quizás ligero, hasta que una sacudida y un lamento parecieron conmover al Sustento del Alba. Sentí que una ola monstruosa nos precipitaba al fondo del océano y todo se estremeció con un rechinar de piedras quebradas. En la oscuridad de mi cuarto aletearon pasos descalzos y un cuerpo desnudo se acostó a mi lado. Sentí su piel entumecida y pies helados que buscaban mi calor. Deslizó la mano sobre mi pecho y permaneció en silencio, convertida en hielo en la oscuridad. Las olas rompían muy arriba y sus ecos resonaban a nuestro alrededor. Tuve miedo.

Pasó un tiempo que apenas sabría precisar, aterido por la humedad y asustado porque el faro retumbaba a cada acometida del mar. A veces presentía un vacío sobre la linterna apagada, tras la cúpula, de tan terribles que se me antojaban las olas. De repente sentí que mi compañera gemía y buscaba mi amor, como si comprendiera llegada nuestra última hora y nada le importase más que la vida. La sentí tibia y perfumada, sin rastro del frío que antes la envolviera, y mi angustia abrazó su alma de mujer y se despertó en mí un sentimiento. Me sentí vivo y quise vivir aún más, mientras ella buscaba mi deseo. Respondí a sus manos y busqué su boca, que respondió a mis besos y se dejó besar por mí. Me sentí derrotado por sus caricias y cedí a la pasión. Abrí los ojos y vi que era joven y bella, envuelta en una luz que absorbía mi esencia y me llenaba de felicidad. Me abandoné y busqué consuelo en sus labios, que me parecieron inabarcables y de fuego. La sentí retorcerse bajo mi lengua y después nos estremecimos en silencio, devorados por la tempestad.

Repetimos nuestro amor muchas veces, en un tiempo que me pareció interminable. Gocé de su cuerpo y ella del mío, sin que nos venciera el cansancio, porque era concluir y empezar de nuevo, como si la vida se opusiese a la muerte. Sentí que mi miedo se diluía entre sus brazos y que su amor envolvía mi alma en un aura que me preservaba del mal. Por última vez nos refugiamos bajo las mantas y nos entregamos al amor, hasta sumirnos en una agonía de placeres interminables. Me sentí querido, me sentí amado y me dormí aspirando la fragancia de su pelo, envuelto en mandarinas, arándanos, canela y jazmín, porque su cabello me inspiraba todos los aromas y mi deseo se había saciado en ella. Se abrazó mucho a mí, como si compartiera mi alma, y nos abandonamos a un sueño que no recordaría jamás, pero que me pareció impregnado con la sensualidad de las especias y las frutas. Todo parecía inundado por una luminosidad oceánica, que llegaba hasta nosotros desde la linterna en lo alto, de tan enormes que eran las olas y tanto que azotaban al Sustento del Alba.

Despertamos sobresaltados por un derrote de las profundidades. La puerta de hierro parecía pronta a reventar, y el agua entraba a borbotones por una grieta en el muro, como un torrente que anunciase arrebato y obligara a la carrera. Supuse que las olas habían arrancado una bisagra o algún perno. El ruido era ensordecedor, grité a mi compañera y nos apresuramos en subir a la torre, porque nos inundábamos deprisa y apremiaba la urgencia. Resbalando en los peldaños, ascendimos hasta la linterna, que parecía sepultada por espumas hirvientes. El cielo era inalcanzable y sobrecogido de espantos, ni una estrella, ni una esperanza en la más opaca de las madrugadas. Me asomé al paisaje tras la linterna y lo que vi paralizó mi valor. Una ola monstruosa se alzaba en la distancia, engulléndolo todo, absorbiendo el océano con una codicia desmedida, acumulando un impulso como no me atreví a imaginar. Me sentí paralizado, miré a mi acompañante y reparé en que nos encontrábamos desnudos. Me sorprendió no sentir el vapor mortecino que se condensaba en los vidrios que mediaban entre nosotros y el horror de las aguas espantosas, los rayos eran un continuo a nuestro alrededor y nos envolvían en una especie de magnetismo que erizaba el vello de los brazos, de las piernas, de la espalda. Me consolé en que la silueta deseada de mi compañera sería lo último que contemplaran mis ojos.

El arrecife perdió su agua, succionada por la ola, y vi los pecios hundidos y los muertos de las profundidades. Nos enfrentamos a un paisaje envuelto en la luz del abismo. Comprendí que la ola removía el lecho marino y arrastraba sus criaturas viscosas a la superficie. La fosforescencia insana que lo inundaba todo era fruto de aquel agitarse de las pesadillas abisales. A nuestro alrededor se vislumbraba un mundo de buques partidos, de marineros fantasmas, de luminiscencias infames que resbalaban entre las aristas del coral y se encharcaban en un cieno inalterado desde el origen de la eternidad. Todo se detuvo mientras la ola más grande jamás imaginada surgió ante nosotros, alzada contra un cielo opaco y denso como la amargura. Miramos hacia arriba, sobrecogidos por la montaña que se precipitaba a nuestro encuentro, el fondo marino brilló con un fulgor maligno, como si se removiese algo prohibido.

La ola nos alcanzó con la violencia de la agonía más salvaje. Un estruendo colosal retumbó en los muros del faro y la puerta de hierro fortísimo reventó sus anclajes como si la sujetasen pernos de cera. Escuché los chirridos del metal al arrugarse en el agua y supe que el océano ascendía por la escalera de caracol, impetuoso, desaforado, cruel. El mar inundó el espacio sobre la linterna y me comprendí sumergido bajo su superficie. Me atrapó la presión del aire y en mis oídos nació un dolor irresistible. Ardieron mis ojos y sentí que me desvanecía, busqué a mi compañera y la encontré sujeta a mi mano y sobrecogida por el terror. Un destello de aguas furiosas la apartó de mis ojos y mi vida. Me descubrí sumergido entre burbujas y me supe muerto.

Desperté en brazos del capitán, que humedecía mis labios y me había cubierto con una manta. Me encontraba al pie del faro, tan confundido que apenas conocía los alrededores, cambiados por el ímpetu de la tormenta. Otros marineros paseaban por el islote, comprobando la magnitud del desastre e imaginando la fuerza de una mar que había triturado las rocas con un vigor incontenible. Intenté levantarme y el capitán me contuvo sin que pudiera oponer resistencia. Se apartó de mí lo imprescindible y dijo que había sobrevivido de milagro, porque después de una semana, la tempestad se alejó y navegaron hasta el faro. Desde el arrecife se observó que las agujas parecían revueltas y cambiadas en su ubicación. Alcanzaron el islote tras muchas precauciones, porque de nada servía lo aprendido ante nuevos bajíos y espinas de roca, que sobresalían del mar o se ocultaban donde antes no había escollos. Otros marineros llegaron, asombrados por el alcance de la devastación. Intenté incorporarme de nuevo y el capitán me lo permitió esta vez, aunque con cuidado, por si me vencía la debilidad. Pregunté por mi amiga.

Describí a la mujer pensando que el capitán la recordaría con certeza, por los encajes del vestido blanco, con paraguas y bolso, también blancos y de encaje, por lo desusado, por lo anacrónico e inútil en un faro. El capitán me sujetó firmemente, como si vislumbrara mi locura, y aseguró que no había nadie más. Describí las facciones de la mujer rubia, con su cabello larguísimo, con los ojos azulados o verdes, según incidiera la luz, tan despiertos y tan amados. Aseguré que había perdido el último barco, que le ofrecí cobijo durante la tormenta, como no podía ser de otro modo, y que habíamos sobrevivido juntos a un horror inconcebible. Debería estar en la escalera, quizás en la linterna o se habría visto arrastrada hasta algún remanso entre los muros del faro, herida por el fango en cualquier rincón, quizás un mirador entre los escalones o inconsciente y atrapada entre el revuelto de escombros en que se habría convertido la linterna. Otros hombres preguntaron por la mujer y repetí mi palabras, cada vez con más detalles, con matices desapercibidos hasta entonces. Un marinero viejo esbozó un gesto de pesar. Insistí y confesó que había escuchado la historia de esa mujer que protegía a los reclamados por la mar, pero que sólo era una leyenda de las tempestades peores, de las que apenas se recordaba una en la historia. En cuanto a mi descripción, creía reconocer a la mujer, pero era imposible que llegara con el barco del capitán, porque coincidía con la esposa del farero viejo, que había muerto tan joven en tierra, y que él recordaba su rostro en un pequeño retrato que le enseñó en confianza el antiguo habitante del islote, donde las facciones que yo definía se dibujaban vagamente, descoloridas y casi invisibles de tanto mirar la imagen.

Convalecí en tierra firme durante unas semanas, en un hospital con ventanas enrejadas y suelos que desprendían un permanente olor a desinfectante. Me ubicaron en un pabellón de camas en hilera a ambos lados de un pasillo interminable. El capitán me visitó para interesarse por mi salud, para informarme de las reparaciones y para confesar que los más viejos ya admitían que su tempestad no fue la más grande, porque jamás se conoció un desastre mayor a lo largo del litoral, con olas eternas que se alzaban para engullirlo todo y desarbolaban los barcos y movían los diques y los espigones como nunca se imaginara, de lo extrema que era la violencia del mar. También me advirtió que tuviera cuidado, porque del Sustento del Alba se decían muchas cosas y los pescadores se mostraban temerosos de aventurarse en sus aguas.

Volví para siempre al Sustento del Alba, al balcón de la linterna y el horizonte que tanto amo, a las estancias solitarias, entre los enseres amontonados y los aperos del mar. Su recuerdo se difuminó lentamente, primero en la alcoba y entre los libros, después en los arrecifes de la playa y en esa pared templada que acarició un instante, pasando su mano por la piedra, sintiendo el calor del sol que se ocultaba tan bello, entre los últimos destellos de luz.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 17 de enero de 2014

La sombra escarlata

A los que albergaron un deseo oscuro


La serpiente mostró sus colmillos, el rubí brillaba con destellos de fuego y una lengua partida se reflejó en la piedra. Me sentí entusiasmado, el fulgor del rubí era excepcional y la idea de encomendar su custodia a la serpiente de ojos rojos avivaría el entusiasmo del público. El animal parecía peligroso, justo adecuado a mis propósitos, óptimo para custodiar una gema colosal, diez veces más grande que la más grande, con un peso desbordado de quilates, tan limpia que parecía magia, como si la naturaleza hubiera alumbrado una obra divina. La serpiente era el elemento dramático, la coreografía para una pieza inacabada. Porque la joya era imperfecta, como si la belleza absoluta se negase a sí misma.

Me ajusté las gafas de carey, levemente graduadas, y sonreí al recordar a uno de mis músicos favoritos, de prodigiosa destreza, que no sabía interpretar su genio sin tararearse las notas, como si precisara de un recordatorio, una discreta ayuda que negaba la perfección de su arte. La gema era en su interior como el artista, mostraba una mancha evanescente, una tibia imperfección que entristecía su brillo y la convertía en una belleza menor. Irregular y difusa, cerca de su centro se presagiaba una forma entre carmín y frambuesa, tal vez carmesí, como una sombra que permaneciese congelada en un vacío de luz roja. Me gustaba y mucho, porque sugería imágenes que estimulaban mi imaginación, pero rompía los fulgores de la piedra, que al llegar a la tristeza perdían pureza y se tornaban frágiles. En cuanto a la serpiente, me felicité por la ocurrencia y sí, recibiría al indio.

Aunque inspiraba un cierto desagrado, era dueño de la serpiente y la había cedido a un precio razonable. En realidad había sido una sorpresa encontrarla en un circo pocas calles más allá, exhausto tras su última gira y próximo a la disolución. Casi por casualidad había reparado en la propaganda del espectáculo, donde se aseguraba que Sombra Escarlata, la cobra de ojos rojos, era la criatura más venenosa del mundo, pero que existía un hombre llegado de montañas distantes para domesticarla y exhibirse a sus colmillos sin más defensa que el valor. Leí el anuncio mientras paseaba por las inmediaciones del museo, en un descanso tras el almuerzo. Lo encontré sujeto a un castaño con un clavo oxidado, como solo había visto en las portadas de algunos cuentos, y me cautivaron los ojos de la serpiente, que parecían del mismo color que mi rubí, ya convertido en Sombra Escarlata. Mandé a un hombre de confianza con instrucciones precisas, a comprar sin negociación. El precio habría bastado para adquirir el circo entero, pero el indio consintió solo en alquilar, así que no hubo nada que oponer y el trato se cerró tan rápido como era deseable.

Motivos prácticos determinaron que el indio depositara el reptil en su urna definitiva, que ya esperaba con el nombre de la gema, Sombra Escarlata, sobre una placa situada en la peana, presidiendo un explicativo de cómo se había encontrado en las selvas ignotas y su transporte río abajo, entre meandros y gritos de pájaros, por los cazaderos de jaguares, bajo el verde omnipresente de una vegetación salvaje. Me recordé descendiendo del barco para eludir los rápidos, ocultando la piedra entre pliegues de seda negra que la protegían de los nativos, evitando las tentaciones de un viaje que a la vuelta se me antojaba lejano, desde el ocaso de la oscuridad, consagrado a llevar aquella gema prodigiosa a la civilización.

Casi la había encontrado por accidente, al inspeccionar las ruinas de una ciudad en mitad de la espesura, oculta en el interior de la cripta de un templo, sobre un altar decorado con escrituras de grafía imposible, que hablaban de leyendas olvidadas y civilizaciones remotas. La saqué de un pozo donde trabajaba desde el inicio del verano, una especie de sarcófago en las profundidades de la cripta, que se había inundado con limos de mucho tiempo atrás, macerados hasta convertirse en un barro untuoso. Con mi equipo, compañeros del museo, había filtrado, decantado y limpiado los restos fangosos en un meticuloso catalogar que presidía la parte más tediosa del oficio. Pero la piedra la encontré yo solo, mientras descansaba el equipo, y desde el primer instante presentí su instinto de bestia adormecida. Arranqué una capa de lodo apelmazado que parecía no desprenderse nunca y la enjuagué en un balde de agua. Pronto brilló una gema descomunal, roja como la sangre, espesa como la misma agonía, y bellísima como jamás se había visto. Aún empañada por la suciedad, mostraba un fulgor incomparable, de atardeceres rabiosos, de tornasoles ardientes. No concluyó allí mi sorpresa, porque la piedra nacía tallada, con aristas que parecían desafiar al aire, como una lágrima que se apurase hacia un vértice donde la luz era tan diáfana como en el resto de la joya. La tomé firmemente, ya limpia, y la alcé a mi luz de acetileno. Sentí su peso, que me llenaba la mano y de algún modo me infundía una sensación de plenitud. La admiré, encandilado por su magnificencia. Tanto me turbó que sucumbí a la tentación de ocultarla y la cubrí con un pañuelo del seda negra que rodeaba mi cuello. Miré alrededor, sintiéndome culpable, y la escondí en mi equipaje. Comuniqué el hallazgo a mi equipo y cancelé la expedición, con el pretexto de que el descubrimiento era demasiado valioso y el museo reclamaba su custodia inmediata.

El indio entró disfrazado con un poncho que fue de colores estridentes, ahora eclipsados por el sol, que los había convertido en un degradado impreciso. El sombrero era entre hollín y caoba, tan bruñido por la intemperie que más parecía baba acartonada que una prenda de vestir. La pluma, podrida en su base, era la encarnación del abandono. Gris y sucia, deshecha y convertida en podredumbre. El indio parecía viejo, enormemente viejo, con las arrugas del rostro amontonadas alrededor de la boca y perdidas en pliegues que se extendían hasta las orejas y el cuello, en un erial de surcos que reptaban bajo el poncho de colores apagados y resurgían en las asperezas de sus manos, acabadas en uñas curvas, triangulares, esculpidas en las queratinas del yo por un oscuro motivo, cinceladas por la misma intemperie. Sus ojos eran minúsculos, blanqueados por una ceguera marchita, parecía que toda su decrepitud se amontonase en dos pupilas infames, perdidas en amargura pero animadas con un destello herido por alguna debilidad de la vista y que casi brillaba con el mismo fulgor diabólico de su serpiente.

Saludó el indio con una inclinación de cabeza y respondí con el mismo saludo distante, porque la mera posibilidad de estrechar su mano me producía rechazo. El indio pronunció una palabra y al fondo la serpiente desplegó su capucha y se alzó poseída por el espíritu de la ferocidad. Sus colmillos se mostraron ante el cristal de su urna de marfil. Emitió un silbido que helaba el ánimo y despertaba un vago espanto. Quedé petrificado, sobrecogido por aquella estridencia metálica, como hipnotizado. El indio sonrió y esbozó un gesto a la serpiente, una señal concertada. El animal fijó su mirada en el rubí y se mantuvo en el aire, sujeto por una leve oscilación. Recuerdo sus ojos rojos sobre la piedra roja, como brasas incendiadas. Me felicité por mi acierto al comprar la serpiente e invité al indio a que me acompañase junto a la urna de Sombra Escarlata, para que se despidiese de la cobra, que ahora era mía, un gesto amable pensé, acaso intrigado por su habilidad para manejar la serpiente. Desistí de emplear su destreza al inicio de la exposición inaugural, cuando las autoridades contemplasen por primera vez el fulgor de la joya, que se había situado en el centro de una amplia sala, de maderas nobles y decorada con cuadros que colgaban de las paredes y sugerían motivos exóticos, junglas y desiertos de polvo amarillo.

Por una razón solo atribuible al destino, confesé al indio que había encontrado el rubí más grande jamás encontrado, y que su serpiente remataba una exposición del museo que me honraba en dirigir, que se inauguraba a la mañana siguiente y supondría un reconocimiento esperado. Se habían cursado invitaciones a las personalidades relevantes de la vida social y a las autoridades oficiales, desvelándoles la magnitud del hallazgo y solicitando su asistencia. Confiaba en que su reptil de ojos rojos velase la piedra, y señalé al indio cómo habíamos dispuesto el entorno del animal, que parecía cómodo en su urna de cristales blindados, con un suelo de gravillas absorbentes que sería preciso cambiar a menudo. También le mostré el pequeño orificio de la urna, de sección inferior al grosor de la serpiente, que unos operarios del museo habían abierto atendiendo sus indicaciones, por donde se introducirían las ratas y pájaros necesarios para su sustento, porque se había tomado buena nota de que era preciso alimentar al animal con presas siempre vivas, para que empleara sus venenos y no los volviera contra sí, como era común en su especie.

Sin que el indio interviniera, añadí que la piedra también se llamaba Sombra Escarlata y que había venido conmigo desde un paraje remoto, al otro lado del mundo. Su estudio se había encomendado a un experto, también personal del museo que tan generosamente había comprado su serpiente. Con la máxima cautela había encomendado la piedra a su saber, y permití que se abriera el pañuelo de seda negra para disipar los enigmas que planeaban sobre aquella pieza arqueológica de valor incalculable. Mi amigo experto insistió en comunicarme personalmente el dictamen, de tan asombrado y perplejo que se sentía por sus descubrimientos. La piedra era excepcional, no solo por su desmesurado tamaño, sino por su transparencia perfecta, como jamás se había contemplado antes, a excepción de una pequeña zona irregular donde la composición del aluminio provocaba una alteración de color escarlata, como un vaho entre la incandescencia roja. También había encontrado algo sorprendente, algo que desafiaba su conocimiento. La talla era imposible, una mezcla entre corte oval y de lágrima, que parecía definida en sus facetas por el ingenio del diablo, tan precisas en su reflejo que la luz quedaba atrapada y resplandecía con una perfección como jamás se observó en talla alguna. Aún había más, mucho más. Las medidas generales de la piedra eran, cómo decirlo, singulares. Cada arista, cada apotema y secante del cristal encontraban su escala precisa en los abismos siderales. La distancia al sol, a la luna, a las estrellas próximas y otras mediciones más distantes y modernas, hallaban eco en la geometría del rubí, algo imposible de conocer en un tiempo remoto, como parecía sugerir la datación de la piedra, antiquísima, más que la primera cueva escrita o el rastro primordial de la raza humana. Ya no como experto, mi amigo consideraba que Sombra Escarlata cautivaba por su adaptación a la mano, donde parecía hacer sentir su transparencia, aunque estas eran cualidades menores ante lo demostrado por la frialdad de la ciencia.

El indio asintió desde su rostro arrugado y le confié que mi esposa también había visto la joya y se había sentido arrebatada por su belleza. Me excusé en el convencimiento de que no había hecho ningún mal al mostrar el rubí a mi compañera del museo, que al instante quedó cautivada, como yo mismo, al enfrentarse a una maravilla tan rotunda. Señaló la misma imperfección que antes señaló el experto, repitiendo que lejos del valor atribuido, aquella impureza no restaba mérito a la piedra, que en su turbiedad encontraba un motivo para el misterio. Fantaseó después con distintas interpretaciones sobre la mancha escarlata, la alzó ante sus ojos y pareció sumirse en sus pensamientos. Supuse que se deleitaba en los reflejos interiores, donde la luz entraba sin salir nunca, según opiniones más expertas que la mía. Pareció que la piedra le infundiese ensoñaciones más allá de los sentidos. Mi esposa concluyó que lo más agradable era la sensación de plenitud que inspiraba mantenerla en alto y mirar en su interior. Fascinante, querido, me dijo y sopesé la piedra yo también, para sentirme afortunado.

Me interrumpí al sorprenderme en mi intimidad y expliqué al indio que se le pagaría a la conclusión de nuestra entrevista y que su serpiente sería atendida por los mejores veterinarios. Añadí que podía regresar en una semana, cuando hubiera pasado la inauguración. El indio sonrió y se alzó el sombrero, pude ver un diente de oro en su boca y me sorprendió que conservase la dentadura. Volvió el sombrero a su asiento y me alcanzó un aire que olía a guano y tierra cenagosa, a presencia remota, a vuelo de cóndor y ropa negra. Sonreí cordialmente y lo invité a que me acompañara a la urna, para despedirse de su serpiente. Caminaba muy despacio, debilitado por la edad y envuelto en un aroma de raíces terrosas. Anduve a su lado, sin saber qué decir y sorprendido por mi ofrecimiento, obligado por la cortesía. El indio se entretuvo a intervalos, con un rumor de huesos viejos, alentado por la voluntad que sobrevivía bajo su poncho. Proseguimos hasta la urna, una pieza ofrecida por el museo para la exposición, que se adaptaba a un juego de marfiles de elefante, deliciosamente garabateados con filigranas orientales. El conjunto acogía a una ampolla de vidrio irrompible, que encerraba al reptil en un entorno sellado, con la humedad óptima y la temperatura precisa, cómo se especificaba en los libros. El rubí colgaba en el aire, suspendido por un hilo imperceptible, al alcance de la serpiente, que dormía sobre un suelo de rocas abrasadas, entre troncos resecos y laberintos de roca volcánica. El indio llegó hasta la urna y la serpiente sintió su presencia. Se alzó y emitió su silbido metálico. La piedra permanecía en el aire, a escasa distancia de nuestros ojos. El indio se apartó de mi lado, yo contemplaba el rubí.

El indio miró a la cobra y sus iris se avivaron con una chispa implacable, la serpiente se alzó y se enfrentó a su amo, que movió las manos mientras tarareaba una música. Osciló levemente al compás de los dedos del indio, de sus uñas triangulares y ceniza, que parecían agitarse en una armonía lenta y desacorde. El indio buscó la mirada de la serpiente con su mirada y la serpiente siguió a sus ojos, que vagaron suavemente por la urna y se posaron sobre la superficie ardiente del rubí. La cobra abrió mucho la boca y sus colmillos se desplegaron largos y afilados, transparentes y huecos. En su interior, capilares escarlatas dibujaban el camino del veneno. Más gruesos en los colmillos de arriba, pálidos y curvados hacia adentro, más liviano en los inferiores, que parecían agujas casi invisibles, delatadas como un tenue filamento envenenado. Las mandíbulas de la serpiente se desencajaron y sus colmillos abrazaron la piedra, que pareció hundirse en el abismo de sus fauces. Abrí mucho los ojos y miré más adentro, entre los colmillos, que por un juego de reflejos parecían alcanzar el corazón del rubí. Me pareció que se insuflaba en la piedra un aliento envenenado, que la mancha se estremecía con un pálpito, un vibrar que alcanzaba el corazón de la gema y derretía su luz. Por un instante sentí las facetas espejadas, las aristas invisibles, los vértices al otro lado de la talla. La luz inflamada del rubí y la sombra escarlata de su alma se alimentaban con el veneno de la serpiente. Me pareció leer un nombre entre el fuego y todo fue rojo.

Comprendí que me había desvanecido cuando escuché una voz suave, que hablaba un idioma desconocido. La serpiente se ocultó entre las oquedades de los troncos, acechando al respiradero previsto para su alimentación. El indio bajó las manos, me sonrió con el diente dorado y avanzó hacia mí, con su sombrero de pluma negra y el poncho de colores sucios. Acompañé sus pasos hasta la salida y lo despedí amablemente. Después se derrumbó mi ánimo, turbado por una súbita indisposición, y busqué donde refrescarme con un poco de agua. Me sentía mareado, confundido por aquel rojo tan intenso, y me tumbé sobre un diván tapizado con telas estridentes, en un cuarto junto al taller de cuadros, entre embalajes rotos y esqueletos de madera.

Me dormí al instante y vislumbré al indio muchos siglos atrás, desnudo sobre un suelo estéril, con las piernas cruzadas y ungido con aceites amargos, ante la hoguera que alumbraba la primera cueva. Flotaba un humo de juventud inmolada, de víctimas ofrecidas, y comprendí que las arrugas del indio componían un jeroglífico blasfemo y que su rostro se tatuaba con caracteres arcanos. Aspiré el hedor de las vísceras quemadas, presentí gritos de inocentes, cuerpos desmembrados, vírgenes poseídas por un dios insaciable. También supe que la serpiente despertaría en mitad de la noche para vomitar una madeja de carne arrugada, un digerido de huesos con forma de ovillo, que dejaba holgado espacio para engullir una presa menor, discreta, que permitiera escapar por un orificio angosto. El indio conocía su recompensa y ahora yo también, cuando mi sueño se adentraba en un océano de espantos.

Se encendió una llama que alumbró la oscuridad, una llama que ardió escarlata, que se congeló en una gema inmortal y se contuvo en su cristal de luz prohibida, guardada por el veneno de una serpiente cuyo nombre el indio pronunció alzando la gema, enfrentándola a su rostro y gritando una palabra que significaba vida muerta, destello infame, luz que se extingue. Sentí en mi pecho un dolor que reptaba desde el principio, un cieno que corrompía el alma. Recordé a mi esposa, recordé al experto, y presentí sus ocasos con el mío, porque profanamos la gema al contemplar su mancha escarlata. Supe que mi memoria no regresaría jamás, y se desvaneció el rubí, con sus aristas preciosas, con la sombra difusa, con su talla precisa. La serpiente arrastró sus escamas por el suelo de guijarros y se alzó en un instante, emitió su silbido metálico y desplegó una lengua maligna, con dos puntas afiladas. Resbaló el veneno sobre la superficie de la piedra y mi rubí desapareció entre colmillos, para ocultarse en la oscuridad. Vi mi alma empañada por un estigma abominable, vi la locura, vi que me perdía en tinieblas hirvientes y vi al indio sobre una tierra yerma, recibiendo a la serpiente que ocultaba una gema en su vientre, acariciando a la bestia aplacada por el sacrificio y devolviendo el mal a su origen, a la semilla primigenia, a la sangre escarlata que resbala sobre la piedra de los muertos.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 10 de enero de 2014

El talismán del viajero

Para los que se perdieron en un libro


Desperté estremecido por la emoción y un frío que atravesaba las mantas y convertía el cuarto en un lugar inhóspito. En mis sueños aún resonaba el tren del día anterior, con sus muchas estaciones y los cristales helados por un horizonte de nieve. Colinas suaves y árboles repetidos muy rápido. Me sentí aturdido y con sueño, pero hice el ánimo y salté de la cama. El suelo estaba helado, las losas eran de piedra rugosa, algunas sueltas, las pisé al correr deprisa. Entré al baño y encendí la luz con uno de esos interruptores que pellizcan la pared. Las cañerías se habían congelado y el grifo apenas me ofreció un hilo agua, así que me enjuagué como pude y lavé mis dientes deprisa. Miré al exterior mientras me vestía y contemplé los tejados blancos por la escarcha y el humo de algunas chimeneas. El cielo parecía despejado, al menos en su mitad este, y un sol tímido languidecía sobre los tejados de pizarra. Sucumbí a la tentación de empañar el cristal de la ventana y escribir mi nombre en el vaho. Deslicé el dedo sobre la superficie del vapor y dejé un rastro de letras a mi paso. Terminé de vestirme, dos camisetas serían suficientes. Conté el dinero, aparté una moneda y decidí que me haría un regalo.

Desayuné muy rápido, en el comedor de la pensión, y me dispuse a vivir mi primer día en la ciudad. Los charcos se habían congelado, eran como de cristal, aunque sucios, y al tocarlos con el extremo del pie se rompían despacio, de tan finos y transparentes. A mi alrededor todo parecía helado, en algunos aleros colgaban carámbanos que goteaban al deshacerse con el primer sol. También se había helado la manguera de una caseta de riego donde cargaban unas cubas de agua, a mi derecha reparé en el patio de una casa vieja, que parecía mojado. Los gatos se escondían en su interior, tras unas ramas resecas, sobre hojarasca húmeda que fermentaba lentamente y esparcía el aroma de las frutas podridas. Alguien les había dejado comida y la habían removido un poco. Continué caminando, oculto hasta los ojos, para protegerme del frío. Algunos me miraban porque había alzado el cuello de la gabardina y me había embozado la bufanda, para conservar el calor del rostro y recrearme en el aroma del café que todavía espesaba mi aliento. Escuché un frenazo suave a mi espalda y me giré. Dos cubas maniobraban para situarse mientras un operario rompía el hielo de la manguera.

Busqué un transporte que me condujera a mi destino y tomé un autobús, rodeado de gentes que viajaban a cualquier lugar de la lista de paradas. Con sus maletines de cuero o los periódicos que sirven para ocultarse entre las calles que pasan deprisa. Miré por la ventanilla los semáforos que detienen el fluir del tráfico y vislumbré el bullicio de arterias que se extendían en todas direcciones. Plazas espaciosas, con estatuas venerables y el relumbre de un pasado que se presiente tras el pretil de los balcones, en el reflejo de los ventanales nobles, tras el hielo de los alféizares. Un viento suave inunda el aire con un recuerdo ártico de tempestades a la intemperie, las gentes se abrigan y apresuran el paso. Se suceden las paradas, con quienes se apean y surgen por la entrada, junto al conductor, donde se demoran para comprar su billete. Fabricas de ladrillo, un circo allí, junto a una chimenea que se mantiene sobre la explanada que fue una fábrica y ahora acoge a las gentes de la farándula y la vida nómada. Me pregunté si los leones rugirían en la noche del barrio y si los payasos serían tristes al limpiarse el maquillaje y desprenderse de su nariz roja.

Llegué a tiempo al Conservatorio, uno de esos edificios remozados con acierto, y alcancé el lugar de la lección inaugural sin que nadie reparara en mi presencia. Subí despacio, me acomodé en mi sitio e hice lo que todos el primer día, básicamente nada, escuchar, eso sí. La madera olía a rancio y la voz retumbaba en el vacío de la gran sala. El orador era torpe y la iluminación tenue, así que dormí casi todo el tiempo, con los ojos abiertos, como en los cursos preparatorios, que también eran insoportables, aunque algo menos. Pasaron dos horas de dulce somnolencia y escuché ronquidos, acallados por un golpe amigo. Hubo un descanso, algunos asistentes abandonaron la sala y volvieron muy pronto, dispuestos a continuar. El orador miró el reloj y aceleró sus palabras. El final fue interminable, con las recomendaciones bibliográficas y algunas partituras que trabajaríamos durante el curso. Después salimos y vagabundeamos por el parque, camino de la salida. Los compañeros dijeron cosas, pero apenas escuché, entretenido con las ardillas. Caminé muy lento y me fui distanciando, al final me quedé solo. No me importó porque ya estaba solo antes.

Pensé que el tiempo de las cosas era distante mientras contemplaba las ramas de los árboles, una maraña de leña alzada a los cielos del invierno. Anduve al compás de una valla muy larga, verde y con sus lanzas iguales y fundidas en la distancia, y pensé en el vacío y la nada, hasta que creí que tropezaba y atendí a mis pasos. Después pensé en las cosas y en el tiempo, la valla continuaba deslizándose ante mis ojos, impertérrita, parecía que fuese siempre igual. A veces la invadían los arbustos y se ocultaban la picas de bronce o se confundían con el color de las hojas. Detrás destacaban algunas construcciones que se distinguían tras los troncos, más allá del extremo del parque. Al otro lado se amontonaban los edificios antiguos, señoriales y dignos, con sus balaustradas de piedra, sus miradores donde se adivinaba el interior o sus balcones cerrados hasta la primavera.

De repente oí música y me detuve frente a una ventana abierta. Reconocí un violín y un cémbalo. Escuché y cerré los ojos para saborear el sonido. Era vibrante y divino, obra de un maestro. Se distinguía la primavera, el arrullo de los pájaros y la luz de los días claros. Me dejé llevar por las notas y asistí a amaneceres lejanos y resonar de fuentes en palacios de mármol. Pronto sentí una cierta incomodidad, distraído por unos transeúntes que me miraron mientras solfeaba la música inconscientemente. Me dije que hacía frío y apresuré el paso hasta concluir la valla, que resultó larguísima. Crucé dos avenidas entre el tráfico de la mañana y encontré más gente, que iba y venía por calles transitadas. Me fundí con la multitud y caminé despacio. Los comercios rebosaban de clientes que se distraían contemplando los expositores o interesándose por cualquier artículo mostrado amablemente por los empleados. Unos curiosos inspeccionaban las mercancías, otros pedían turno para ser atendidos, afuera algunos contemplaban los escaparates.

Encontré unos soportales que amparaban del viento y entré en una librería vieja. Era un espacio amplio y se distinguían algunos lectores. El silencio era casi sagrado y solo a veces se escuchaba el murmullo de alguien que preguntaba por una sección concreta o un volumen en particular. Los libros se encontraban por todas partes, en anaqueles sobre las paredes y en estanterías candadas, porque algunos eran demasiado valiosos o frágiles para ofrecerse al manoseo del público. Varias mesas en mitad de los pasillos mostraban una montaña de novedades que atendían al interés del comprador. Ejemplares extranjeros, revistas desde el número inicial y manuscritos sueltos que esperaban a un coleccionista experto. Busqué entre saldos pero eran demasiado caros, así que pregunté al encargado y me indicó un apartado de desechos en un pequeño almacén anexo, donde se almacenaban restos editoriales que aguardaban una última indulgencia. Después de un tiempo se abandonaban en un callejón trasero, donde los vagabundos los recogían para usarlos como combustible en sus hogueras nocturnas.

En el almacén se olía a polvo encerrado, las ratas habían mordido unas cajas y el papel salía por la herida del cartón como arrancado de dentro. Los libros se apilaban sobre las mesas en un revuelto de títulos. Los había de aventuras, de monstruos marinos y diablos tras la oscuridad. También antiguos, de romanos y de griegos, de clásicos árabes y más modernos, de filosofía y de arte, de ciencia antigua e inventos que nunca fueron. Las portadas tenían letras de todos los colores. Con viseras y arrebatos, con signos de fantasía que mostraban nombres de aventuras, de amantes despechados, de colecciones de poesía donde todos los ejemplares aparecían perdidos entre un montón de espadas victoriosas y gestas contra los demonios del mar. Me entretuve entre los montones de libros hasta reparar en una silueta y un título, El talismán del viajero, sobre la portada del más barato. Lo abrí despacio y pasé sus páginas para olerlo. Amarillo y viejo, pensé, pero los capítulos empezaban con dibujos a plumilla, parecía de aventuras y mostraba viñetas y filigranas en algunas páginas. Miré su portada y vi un fondo negro con un dibujo pálido, que definía la silueta de un jeroglífico superpuesto a una ciudad de líneas tenues pero decididas, como esas ciudades invisibles que aparecen en los libros de arte. Me agradó la composición del blanco apagado sobre la oscuridad mate, y el perfil grueso de una silueta más blanca en primer plano, que parecía observar desde la distancia. El talismán del viajero, en marfil el título, lo abrí por el principio. Observé la marca azul de un sello manoseado hasta la transparencia en la contraportada, en un vértice casi desapercibido. Pasé la primera página y me sorprendió una dedicatoria a los viajeros que recalaban en puerto extraño. Hojeé al azar y me cautivó el estilo, que parecía cuidado. Me gustó mucho y supuse que valía mi moneda, así que no tuve que discutir el precio y salí con mi regalo bajo el brazo.

Paseé tranquilo con el libro y me encontré en un reflejo, El talismán del viajero me tentaba desde la portada. Supuse que el protagonista sería amable y valiente, que lucharía siempre, que acaso tuviera amigos y viviese en una casa bonita. Me intrigó y pensé en leer un poco, pero no encontré dónde y continué andando por una alameda triste, con árboles estremecidos por la tibieza del mediodía. Se había levantado un poco de viento y caían las últimas hojas, no se distinguían nubes, pero el cielo se había enturbiado con una neblina gélida que parecía brillar muy arriba, por encima de las azoteas de los edificios altísimos, algunos con piedra clara que relucía entre las luces, oscureciéndose hasta que se fundía con ese extraño color del cielo. El camino se adentraba por escenarios de barrio antiguo, con pensiones para viajeros repentinos y lugares de ocio para amantes del placer.

Descendí por un lugar donde abundaban las menuderías de quincalla, los colmados, las tiendas de ultramarinos y los almacenes de sardinas enlatadas, que inundaban de olor todo el barrio. Después de unas casa con jardín pasé por un estrecho subterráneo, que parecía un almacén de basura, y me adentré en una zona de parques de niños y quioscos al lado de la fuente. Recuerdo que me impresionó uno en particular, de piedra maciza, construido con enormes bloques rectangulares y fundidos por la erosión, que convertían aquel lugar en un refugio inexpugnable. Las revistas empapelaban buena parte del exterior y en el interior, aún de día, brillaba la pertinente luz amarilla, como si aquel humilde cobijo hubiera sido definido así desde el origen del tiempo. Continué mi camino apresurado por unas voces al extremo de la calle. Una discusión sin importancia, entre un repartidor que había aparcado mal su camión y alguien que deseaba salir de su casa.

Comí pronto, en un lugar terrible, y sacié mi hambre. Anduve entre rostros lejanos, hablando solo, con mi libro en la mano. Pensé en gigantes, pensé en pequeños, pensé en quimeras y en aventuras en la selva, viajes en globo, amaneceres con pájaros. Apreté mi libro y mi paso y me confundí con la gente. Sentí la tinta del viajero en mis manos, su fuerza y su desesperación. Lo vi vencido y lo vi triunfante, luchando y viviendo a diario, andando por la calle y confundiéndose con todos, siendo igual y siendo distinto, uno pero diferente, con esa una fuerza de éter que inundaba su silueta de la cubierta y me había llamado entre el montón. Porque lo había buscado hasta muy abajo, como si algo me reclamase desde el fondo de los libros, sepultado por un abismo de títulos y letras impresas que flotaban alrededor. Perdido en el igual de todos los nombres iguales, me parecía que El talismán del viajero había aguardado hasta ser encontrado aquel día. Apreté el libro y miré al cielo, que parecía encendido por una grisalla brillante.

Me senté en un banco y empecé mi regalo. El viajero vivía en la azotea de un edificio cualquiera, perdido en la muchedumbre y viviendo su vida. Entre la luz andaba despacio y parecía turbado, pero se adentraba en la noche convertido en otro, que se confundía con el humo, siempre distante, siempre escondido, resolviendo todo desde el lado difícil, regresando en la mañana para perderse en su vida de siempre, con su rostro de siempre, con las cosas de siempre. Era hábil y podía elegir entre tener una vida sencilla o no, según le apeteciese, porque también era caprichoso y escondía un lado turbio. Desde los primeros párrafos se supo que era versátil y sabía adaptarse a distintos ambientes sociales. A veces gustaba de las grandes fiestas, donde se introducía sin más dispensa que su encanto, sonriendo a los porteros y a los guardias de seguridad, deleitando a los invitados con su estilo refinado y mereciendo la aprobación de los anfitriones por su distinción y saber estar. Con una vida pasada, por supuesto falsa, que el viajero había urdido cuidadosamente, desde un pasado al final perdido en huellas sin forma.

Continué mi camino cuando la humedad de la piedra arruinó mi lectura y pensé que era una pena, porque la historia que imaginaba era buena, aunque podía ser cualquier otra, pero buena seguro, aunque en realidad solo sabía que el viajero se ocultaba en la azotea de un edificio cualquiera y parecía contar con cualidades estimables. Aparté mi mente al subir una calle empedrada, con aceras pequeñas y árboles enfermos, delgados y enhiestos, como sarmientos tristes. En lo alto de la cuesta descubrí un patio enrejado donde cantaban las fuentes. Me adentré en una casa antigua, de puertas abiertas y tiempos dormidos, que respiraba un silencio de ausencias remotas. Sentí el duelo de las piedras y la tristeza del jardín abandonado. Apreté mi libro y respiré en aquel sitio. Lo abrí al azar y leí unas frases. El viajero esperaba entre las sombras de un puente. Imaginé el piso mojado y las brumas del río subiendo entre reflejos borrosos. Resonaban las olas de la marea, porque el cauce era de agua brava. Quizás alguien saltara, quizás alguien cayera.

Al atardecer llegué a un mercado donde se olía a hierbas y especias. Velos azules colgaban de un puesto y en otro vi caracolas y abalorios, cuadros de pescadores y el olor del tabaco extranjero tras un anciano sentado en el suelo. Aroma de telas curtidas, dialectos extraños y hombres del mar. Me entretuve en sortijas brillantes y collares de cuero, con perlas de madera y dedicatorias al fuego. Corazones y baratijas en cajas, joyas de oro y gritos que vendían fortuna. De repente sucedió algo extraordinario y pareció que despertara de un largo sueño. Pensé que el viajero de mi libro se entretendría en aquel mercado. Deshice mis pasos y regresé a la entrada. Volví a los puestos de canela, albahaca y jengibre de un vendedor de especias, y al olor de los cueros más allá, en un puesto de sandalias y de bolsos, y a otro se tallaba la madera, para entretenerme en cada veta y cada corte, y hablé con uno que repartía silbatos de metal y supe que los preparaba él mismo, en el taller de su familia, y que se había casado muy joven y bebía demasiado porque tenía seis hijos que arrebataban su dolor. Aprendí mucho de los puestos y de la historia de los puestos, del vendedor de apilaba la fruta y del que ofrecía las flores en un espacio escogido bajo los tablones del techo, un lugar en mitad del mercado donde siempre se olía a petunias, a rosas, a jacintos, a lavandas y otras hierbas desconocidas. Me sentí feliz y no tuve miedo, creí que mi comida había sido afortunada y busqué un portal donde entretener mi ocio.

En el primer piso se ofrecía un museo gratuito. Un mecenas de abolengo, una distinguida galería según rezaba en la publicidad, y un artista local que malvivía de la acuarela y me pareció muy bueno, con sus paisajes marinos y sus retratos difusos, de muchachas con una flor en el pelo y veleros que se adentran en los diluidos del color. También se exponían *reliquias preciosos, pero solo en las urnas centrales, bajo la luz discreta de un arte más tranquilo. Encontré un asiento para contemplar los cuadros que colgaban de las paredes y me senté por gusto. Casi instintivamente abrí mi libro y lo hojeé despacio. El viajero provenía de muy lejos y había llegado a la ciudad muy joven. Sobrevivía con una asignación mínima y la rutina de siempre, pero una tarde, mientras caminaba por la ciudad desconocida, sintió peligro y encontró un talismán que lo protegía y le mostraba su suerte. El talismán podía ser bueno o no, según se interpretase, porque se usaba de tantos modos como era posible imaginar. Facilitaba la introducción en cualquier ambiente, porque convertía la voz en un bálsamo que sanaba la incredulidad. Para ser brillante, para ser distinguido, bastaba con conocer el uso de aquel talismán misterioso. El viajero parecía versado en todos los secretos, aunque por el momento solo se describía un alma perdida en la ciudad.

También de repente me interesó cada trazo del pintor y cada titubear de su genio, como si las obras me recordasen el dolor de su búsqueda. Encontré respuestas en una asistente de ojos dulces y labios de ámbar que me contó de influencias, predilecciones y temores. Vislumbré al autor tras la elección de cada color y en cada pincelada, como si comprendiese su mundo. Sin embargo esta vez no me sentí turbado ni indispuesto por mi ignorancia, aceptaba todo aquel saber de arte como un calor amigo que llegaba para sembrarse en mí y germinar lentamente. Me sentí feliz y tranquilo, saboreando lo que se me ofrecía y deleitándome con cada detalle de mi nuevo gozo. La becaria de mirada de almendra también me acompañó a una urna que mostraba joyas antiguas. Solo por comprobar su saber, por convencerme a mí mismo de su paciencia, señalé una pieza arrancada del barro y supe a quién habían pertenecido y qué molde usó el orfebre para enfriar el oro. En su centro mostraba una gema enorme y entendí el porqué de cada faceta, y más aun, adiviné el reflejo del joyero, que tallaba en busca de reflejos y fulgores desapercibidos para el profano. Me confesó mi amiga que la leyenda mencionaba a un comprador que adquiría sin regateo y disfrutaba del instante más bello, cuando la gema descansaba sobre el seno de su amada y se fundía en un beso de amor. Por supuesto identifiqué el gema con el talismán de mi libro y convertí aquel instante en una predestinación. Miré de nuevo e imaginé el fuego de un anhelo en cada fulgor de la piedra, en cada arista, en cada vértice, en los reflejos desprendidos por la sonrisa de mi acompañante, que trabajaba todas las tardes y me despidió con un beso.

Salí del museo y apenas quedaba luz en el cielo. Las estrellas eran pocas y las calles se vaciaban lentamente. Pensé en volver a la pensión por el camino más corto, para leer mi libro, pero me detuve en una tienda de muebles, por oler la madera y contemplar las vetas de los árboles. Reconozco que tardé mucho porque la vuelta era larga y encontré otras tiendas que cerraban, con sus luces marchitas y los enseres de nadie tras un cristal y una verja de hierro trenzado. Miraba los metales en una tienda de ferretería, que reclamaron mi atención por unos motores que relucían muy limpios, con sus piezas bruñidas y dispuestas a mover mil barcos, ensambladas con tornillos enormes, de fulgor recién pulido, adornados con el brillo inmisericorde del acero. De algún modo me sorprendió el espejo de los níqueles donde se presume el imperio de los lubricantes y las grasas. Comprendí que el viajero y su talismán se encontraban muy cerca de mí, tras el umbral de los espejos, en las calles relucientes, viviendo en un casa encantada, entre la luz y el silencio. Lo descubriría muy pronto, apenas regresase a la pensión.

Imaginé que el viajero podría desaparecer, como perdido en el pliegue de un abismo, quizás engullido por el peligro de esas farolas amarillas, en las calles donde nunca pasa nada. Porque el talismán también marcaba con una debilidad, como si el alma de la fortuna portara una doblez donde merodean los espantos y el aire es distinto. Me pareció que sentía un acecho junto al río, entre los almacenes del puerto, bajo los ventanales donde se trafica con lo prohibido y se ajustan las cuentas. Imaginé lo peor, destellos y estampidos quizás. Después presentí una alameda al norte, entre hileras de cerezos, y sospeché que el viajero sabría vagar entre las calles proscritas, donde adentrarse es temerario y vivir es un reto.

Se hacía tarde y aún me encontraba lejos, pero me entretuve en un barrio sin nombre, en cenar con mi libro. Me senté en una mesa al fondo, junto a un piano abandonado. Colgué la gabardina y aparté el libro a un lado, para que no se manchara, para que no se ensuciase, porque valía una moneda y era precioso. Tendría cuidado, el talismán era mágico y su dueño vivía en un ático. Escuché voces y pedí lo primero que encontré en la carta. Me sirvieron un revuelto de algo picante que engullí sin respirar y ayudado por un poco de vino agrio. Comí cuanto quise y sobró bastante, me ardió la lengua y faltó vino. Miré la portada de mi libro y sentí que el talismán del viajero me invitaba a permanecer sentado, hasta que volvió el dueño por si deseaba algo más. Pensé en el talismán, pensé en el viajero, miré el piano y pregunté si podía tocar. Me dijeron que bueno, que nadie interpretaba ya, que estaría desafinado, pero insistí mientras pedía permiso y preparaba el taburete, de terciopelo rojo y gastado por el uso y las horas. Me senté con la ceremonia de un *maestro, levanté el teclado, aparté el paño y vi las teclas blancas y mis dedos. Pensé en tocar triste, en tocar regalado, en subir una octava y empezar por arpegios. Me contuve y toqué una pieza suave y fácil que gustó. Escuché unos aplausos, de gentes risueñas, sorprendidas tal vez. Aventuré una pieza moderna, con sabores del sur, un ritmo vivaz y que invitaba a la *fiesta, algunos bailaron. Toqué más despacio, para que se escuchase mejor y resonaran las notas, alegres y agudas, o tristes y graves, cubriéndolo todo, esparciendo su brillo. Me entretuve un instante y cambié a una balada suave, que se deslizaba por meandros y entreveía a los enamorados en la bruma. Después fui más alegre y de nuevo fui triste, terminé con un aria tranquila y un compás apagado.

Resonaron algunos aplausos y el dueño me presentó a su hija, que aguardaba embelesada en la barra y parecía feliz. Era pelirroja y muy joven, me agradaron sus pecas y el aire aniñado. Dijo que antes hubo un piano y todos venían y se cerraba muy tarde, porque el barrio hervía en la noche, pero llegaron los tiempos peores y todo fue a mal. Nadie tocó ese piano, que estaba muy muerto, pero había renacido conmigo y con él su fuerza, porque sonaba afinado, como si hubiera querido que alguien supiera, tocar una nota, alzar un glisando, acompañarse en las negras. Le gustaba mucho el piano y quería recibir unas clases. Su padre estaba de acuerdo y también me ofrecía tocar por la noche, en alguna velada, por poco dinero. Algunas veces tan solo, cuando yo lo quisiera, porque era estudiante y se veía de lejos, que conocía a muchos, porque venían a ratos. Le dije que bueno, que aceptaba una copa, que también un café bien caliente, con anís, para ocultar su amargura, y salí muy digno, como si no me apeteciese nada más.

Llovía manso y apreté mi libro bajo las ropas. Apresuré mi paso y busqué las sombras, esquivé los salientes, los transeúntes escapaban de la primeras gotas y me apresuré entre calles desiertas y poco iluminadas. Recuerdo la lluvia que arreciaba bajo la luz de las farolas. Anduve muy deprisa cuando encontré una calle que orientó mi pasos por caminos ciertos y sitios con nombre, hasta que encontré un lugar allí a lo lejos y supe que era mi pensión, con la farola encendida y su puerta iluminada. Subí los escalones despacio, porque me sentía cansado. Saludé a la patrona y fui a mi habitación. El pasillo era largo, con su lámpara al fondo y la estancia inhabitable a la izquierda. Entré y encendí la luz.

Como la noche anterior, la estancia me recordó a un hospital, con su cama de varillas y sus paredes blancas. La luz en el centro del techo me pareció desalmada, pero ya era el segundo día y algo había cambiado. Colgué la gabardina, dejé el libro sobre la mesilla de madera oscura, deposité las llaves y otros pertrechos sobre un pequeño plato de terracota, y me senté en la cama, para aflojarme las cordoneras de los zapatos. Fui al aseo y pasé por la ducha muy rápido, porque el agua caliente no funcionaba del todo bien. Me entretuve con los dientes, el hábito es salud, y regresé con los pasos apresurados por mi propio eco y las ganas de llegar. Regresé muy pronto, limpio y dispuesto para una larga velada. Cerré la puerta, eché el cerrojo, me deslicé hasta la cama y me acosté entre sábanas húmedas. Había pisado las baldosas sueltas.

Repasé mi jornada y me vi en la ciudad sin matices, olvidado entre el tráfico y sumido en el hastío de las mañanas muertas. Me recordé vagando hasta encontrar mi libro y que todo cambió en un instante. Lo descubrí entre todos y me decidí muy rápido, como si ya fuera mío, como si hubiera decidido antes. Me costó una moneda y la empleé con acierto, descubrí un mercado de gentes risueñas y acuarelas que elogiaban al viento, con una mujer bonita que trabajaba hasta tarde, que miraba entre almendras y sonreía despacio, que susurraba al oído y me hablaba de joyas, de leyendas y sangres, que susurraba hasta luego. Pensé en otra cosa y recordé el piano y a la pelirroja aplicada, con su padre dispuesto, que me ofrecía un empleo agradable y salario ajustado a las noches en vela. Me sentí protegido, me sentí arropado.

Dispuse la cabecera para reclinarme cómodamente y me interrumpió una idea mejor. Abrí la mesilla, rebusqué entre mis cosas y encontré la linterna que uso en mis viajes para alumbrarme en la imprevisible oscuridad. Tras la ventana, la noche se había congelado en una tormenta de nieve, que llegaba hasta el cristal desde cualquier parte y flotaba en todas direcciones, dejado pasar la oscuridad de una ciudad entregada a la ventisca. En el interior del cuarto el ambiente no era mucho mejor, parecía que incluso se hubiera congelado la luz marchita del techo. Apagué, tomé el libro y encendí mi linterna. Me deslicé bajo las sábanas y luché por acomodarme con las piernas cruzadas y crear un hueco suficiente para la lectura. Abrí mi regalo, acaricié sus páginas amarillas y ajusté mi luz. El dueño del talismán del viajero dormía en la azotea de un edificio cualquiera, bajo un cielo de cenizas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons