Google+ Literalia.org: 2014

lunes, 15 de diciembre de 2014

Kalhat VI

- VI -

¿Como puedo transmitir el horror que me inspiraba la figura de Elm? Una descripción física sería insuficiente, y una descripción de las motivaciones que guiaron su espíritu escapa a cuanto supimos sobre los desvaríos que lo apartaron de la razón. Ni siquiera descubrimos si las causas que lo abocaron al crimen obedecían a motivos concretos, o si por el contrario respondieron al desbordarse de un largo proceso obsesivo. Todos conocemos a quien ha exhibido un comportamiento singular. A veces dominado por la anarquía y el delirio del caos, a veces convertido en el excéntrico que reniega de los cánones sociales pero muestra una peculiaridad brillante, una peculiaridad ante cuya originalísima naturaleza se inclinan todas las admiraciones.

¿Qué protagonismo aguardaba a Elm? ¿Qué destino aguardaba a los habitantes de Kalhat? Ambos destinos se entrelazaban en la locura y el terror, como si fuerzas ocultas se hubieran aliado para destruir a nuestro pueblo. Quizás ahora sea comprensible lo que Kalhat significa para mí. Si la infancia es por su fugacidad un tiempo que persiste en el alma de los hombres, más aún persiste la infancia que no se sustenta en referencias que hayan sucumbido al desgaste de los años.

Pero regresemos al nombramiento de Elm. Para nuestro asombro, el Consejo optó por un ritual desaparecido de las ceremonias usadas en los actos solemnes, y se rescataron boatos solo conocidos por las efemérides antiguas, liturgias que apenas persistían en la memoria de los ancianos, y maneras revestidas de rancia presuntuosidad. Se ultimaron los preparativos y, a mediados del invierno, Elm vistió la túnica de la investidura y los consejeros desplegaron una solemnidad inspirada en nuestros antepasados.

Todos esperábamos con expectación. Los actos oficiales, cuando rescatan el sentir popular, despiertan un interés desmesurado. El día de la ceremonia amaneció una mañana aterciopelada y estridente, una de esas mañanas de invierno en las que el sol calienta la tierra y solo los olores de la nieve persisten en la brisa. Sobre el estrado, Elm, con la túnica blanca exigida por la tradición, resaltaba contra un fondo de azules lejanos y hielos eternos. Al instante sorprendía su aspecto, más escuálido por efecto de la vestidura holgada y distinto al habitual. Reclamaba la atención su cabello, o mejor, su ausencia, que ayer mismo era visible, aunque tan exiguo que el cráneo se entreveía como una leve tonalidad rosácea. De cerca se descubría envuelto en una pelusa suave, dando la impresión de que las facciones se enmarcaban en una seda ingrávida y cenicienta. Ahora, una calva reluciente destacaba en el escenario de la ceremonia. Sin duda Elm se había rasurado la cabeza, como si el Elm que conocíamos hubiera dejado paso a una personalidad renacida. Se interpretó que era el modo de asumir el poder sin la rémora del pasado, para abrazar así las prerrogativas excepcionales con novísma pureza y enfrentarse sin mácula a la responsabilidad de guiarnos a través de un destino incierto. También se escuchó un revuelo de murmuraciones, que aseguraban esculpido el contorno de sus ojos con pintura femenina y sus orejas taladradas con aretes dorados. Una apariencia sorprendente, que acaso obedeciese en efecto a una renovación profunda ante la nueva vida. En general, se opinó que constituía un buen augurio y era bueno para la ceremonia. Junto a él, a izquierda y derecha, aguardaban los consejeros que le otorgarían una nueva dignidad, superior y de facultades plenas, acorde con la urgencia de los tiempos. Resonaron las palabras que le otorgaban la confianza de sus iguales y se le entregaron cetro y anillo, símbolos tomados de los reyes lejanos y que representaban el poder terrenal. Más aplausos, y silencio mientras Elm se dirige a su pueblo.

No tengo, ni ahora ni entonces, nada que oponer a las palabras con que Elm inició su mandato. Me parecieron palabras sosegadas y medidas, casi las palabras que brotan de una boca sujeta a la prudencia. Mejoras para todos y en especial para las familias menos solventes, justicia que emanase del pueblo y repercutiera en el pueblo, solidaridad para las desventuras ajenas y el siempre demandado anuncio de que se velaría por el bienestar y la satisfacción de las necesidades primordiales. Sin embargo, quizás por el tono de voz con que Elm anunciaba las mejoras futuras de Kalhat, o acaso por el rechazo que inspiraba su aspecto, me pareció que prometía con una vehemencia fingida, delatora de falsas promesas. También me asaltó la sospecha de que no solo nos enfrentábamos a la miseria de un hombre pequeño y débil, sino que la institución consagrada a velar por nosotros se había enmarañado en un laberinto de palabrería sutil y verdades incompletas.

En el discurso se evitó lo relacionado con la Muerte de los Mil Años y se omitieron las alusiones al fin del Predicador, dando por cierto que una fiera de las montañas había descendido hasta Kalhat para saciarse con el elixir de la sangre humana. Lamias y licántropos eran las criaturas predilectas para el sentir popular, quizás porque las heridas que infringen a sus víctimas concordaban con el aspecto de las desgarraduras que habían acabado con la vida del Predicador. Un licántropo similar al que había perecido bajo el cuchillo de plata, del que yo aún conservo una cicatriz en el hombro, se erigía como la bestia que mejor explicaba las características de aquella muerte. ¿Cómo explicar lo que sentí al comprender que la verdad no se ocultaba por ignorancia, sino obedeciendo a los patrones de la premeditación y el cinismo? Sí, lo supe entonces con la misma nitidez que después me mostraron los acontecimientos. Elm también conocía el nombre del asesino.

Apenas recuerdo los comentarios que animaron la vida social de Kalhat en las jornadas siguientes a la ceremonia de investidura. Hubo quien se mostró partidario de Elm y sus consejeros, y hubo quién solo otorgó a Elm el beneficio de la confianza. Abundaron las especulaciones y los protagonistas de las especulaciones, pero ya no consigo que los rostros de aquellos entrañables difuntos se perfilen en mi memoria. Alguien aseguraba, alguien confirmó y otro alguien se opuso, es cuanto subsiste entre la niebla. Rostros que pertenecen al pasado. No me esforzaré por revivir lo perdido para siempre. A veces se me antoja que estos compañeros son humo que mi añoranza se esfuerza por desenterrar, y que apenas existen como imágenes que brillan con el esplendor de lo efímero. Es la sorpresa al descubrir lo que se creía olvidado para siempre. Un destello, un murmullo y otra vez silencio. También me sorprende que en mi memoria solo se concreten los personajes que requiere el pulso de esta historia. Incluso a veces, ni siquiera prolongan su existencia más allá de lo estrictamente necesario. Me he descubierto en la resurrección de las peculiaridades de Zhor, de Elm o del mismo Adsler y, sorprendido, he comprobado que solo la relectura de unas páginas disipa la apatía de mi memoria.

Aunque temo que mi coherencia no se prolongue más allá de unos párrafos, me esforzaré por retomar el argumento de este relato. ¿Cual fue el primer desvarío que Elm alzó hasta la categoría de ley? Es difícil precisarlo con exactitud, porque coexistieron una pluralidad de indicios igualmente significativos. Recuerdo una de las audiencias en las que se impartía justicia. Nada puedo afirmar de dónde me había situado yo, quién me acompañaba o por qué nos encontrábamos allí, pero todavía distingo a Elm bajo palio y muy delgado, sobre unos escalones que elevaban su mirada sobre las miradas de sus siervos, y a su lado los consejeros que siempre se habían distinguido por el acierto y la prudencia de sus juicios.

El demandante era un hombre viejo, el demandado era un hombre joven, y el objeto del litigio era la caza obtenida con una lanza que el primero aseguraba de su propiedad.

―¿Quién es el beneficiario de los actos de una lanza? ―preguntaba el dueño de la lanza―. No hubo préstamo que justificase su uso, ni relación de familiaridad o camaradería. Sin duda el botín de la caza es mío.

―¡Mi astucia atrajo a la presa, mi certeza la hirió de muerte y mi fuerza la arrastró hasta el pueblo! La lanza jamás hubiera cazado sin mi brazo ―alegaba el demandado.

―Ambos exponéis razones justas y ambos parecéis hombres de fe ―interrumpió Elm―. El veredicto es difícil, pero una sencilla prueba bastará para que vosotros mismos impartáis justicia. ¡Traed un perro y dad la lanza a quien vertió la sangre del ciervo!

A todos nos sorprendió la petición de Elm. Un instante después, un perro vagabundo se entretenía a los pies del trono con unos despojos de carne.

―Declaro que este animal se incluye entre mis propiedades ―anunció el soberano mientras descendía hasta donde se encontraban los querellantes.

―¡Mata al animal! ―ordenó al demandado, y la voz de Elm advertía que ninguna excusa contaba con su aprobación.

El hombre alzó el brazo, miró a Elm, que asintió para confirmar la orden, y con una certera acometida acabó con la vida del perro.

―¿Sois conscientes de la gravedad de este acto? ―preguntó Elm―. Este animal era de mi propiedad. ¿A quién debo castigar ahora? ¿A quien ha derramado la sangre? ¿O a ti, que eres el propietario de la lanza?

―A quien ha derramado la sangre ―se apresuró a contestar el demandante.

―Al dueño de la lanza ―respondió el demandado.

―Me sorprende la arbitrariedad de vuestro juicio ―concluyó Elm―. Era distinto cuando os estimulaba el botín de la caza. ¿Quizás recapacitaríais si compartieseis el látigo que exige esta muerte?

―¡No merecemos vuestra ira, señor! ―exclamaron al unísono.

―Observo que las discrepancias ceden a la adversidad. Sugeridme un veredicto para este pleito ― y los ojos de Elm, oscurecidos en sus bordes por la pintura negra, mostraron un brillo despiadado.

―¡Compartiremos la caza! ―acordaron al instante los litigantes.

―Un veredicto adecuado. Compartid la caza.

La sentencia de Elm fue alabada por sabia y ecuánime. Solo uno de los consejeros reparó en que la muerte del perro había sido inútil.

Poco después, Elm firmaba la destitución de casi la mitad de sus consejeros, precisamente quienes en un momento u otro habían discutido su autoridad. Sin embargo, no relevó de sus funciones a quien había alzado su protesta por la muerte del perro, sino que lo distinguió con privilegios que negaba a otros colaboradores. Me sorprendió aquella actitud, pero lo achaqué a mi desconfianza natural, exacerbada por la saliva del licántropo. También reconozco que mi desafecto por Elm no admitía el calificativo de moderado. Apenas tuve la ocasión de reparar en sus facciones a escasa distancia, me sorprendieron sus ojos, hundidos en exceso bajo la sombra de lápiz negrísimo que perfilaba su contorno. Acostubrado a su pelo, ralo y muy corto, su cabeza afeitada me provocó la sensación de encontrarme ante un desconocido. Poco ayudaban las orejas, que resaltadas por los aretes dorados parecían ser el elemento sobresaliente del cráneo, enorme, desproporcionado sin duda por el efecto óptico de la piel, inflamada y enrojecida por el sol, y por el ineficiente apoyo estético prestado por la nariz, los pómulos y el resto de las facciones, que parecían afilarse en un rostro que siempre juzgué mejor parecido. Era Elm, pero sin la familiaridad conocida de Elm, lo que sin duda alertaba mi esencia de lobo. Identifiqué así mi recelo, y me dije que ciertamente su aspecto era singular y poco afortunado para inspirar confianza, pero que en gustos personales no cabe establecer patrones. Me repetí que no a todos ha de complacer lo mismo y cada cual es libre de elegir sus preferencias, hasta convencerme de que ninguna doblez se ocultaba en Elm.

Pronto se reavivó mi suspicacia. Elm cenaba con sus consejeros mientras se discutían las peculiaridades de ciertas remodelaciones que afectaban al bienestar público. Naturalmente, yo no había recibido ninguna invitación. Si conozco los pormenores de aquella velada es porque la curiosidad me empujó hasta una grieta del muro exterior, desde donde asistí a cuanto aconteció en la estancia donde se reunieron nuestros dirigentes. Tras una amigable polémica, y por el concurso de un movimiento desafortunado de la mano, Elm rompió una copa y las esquirlas del barro hirieron al consejero que se sentaba a su derecha. El mismo consejero que se distinguía con su confianza y destacaba en ocasiones por la virulencia de sus críticas. Elm sujetó la mano del consejero y pronto acudieron unos sirvientes con los útiles necesarios para restañar la hemorragia y cicatrizar la herida. Recuerdo que percibí un olor entre afrutado y áspero. Instantáneamente supe que provenía de las manos de Elm, quizás de unas vendas. Nadie había reparado en aquella fragancia sutil, pero las virtudes del lobo se aliaban con mis sentidos. Después, las fragancias de tinturas y bálsamos eclipsaron el olor que yo había percibido durante unos segundos.

Pasaron unos días. Dos, tres semanas, el tiempo carece de importancia. El aroma que yo había descubierto en las manos de Elm se adueñó del aire. Nadie parecía reparar en aquel olor, así que supuse que se trataba de la flora invernal o quizás alguna esencia originada por el letargo del musgos en los arroyos cercanos. Mientras tanto, exceptuando las insignificancias cotidianas, la vida se deslizaba con la somnolienta placidez de la rutina. Hasta que una mañana escuché la noticia que se había adueñado de calles y plazas. El consejero que disfrutaba de todas las prerrogativas había contraído una enfermedad cuya sola mención provoca el espanto de las gentes. Los síntomas eran tan nítidos que los especialistas coincidieron en el diagnóstico. Los ojos encendidos, la saliva desbordada en los labios, el horror ante la mera presencia del agua. Sí, el consejero había contraído la rabia. Cómo, dónde y cuándo eran preguntas sin respuesta. Se prescribió un tratamiento tan elaborado como inefectivo, se administraron diferentes pócimas que mitigaban el dolor, y se prolongó la agonía del paciente hasta donde lo permitieron los adelantos de la ciencia. Las exequias se celebraron con el boato demandado por las virtudes del difunto. Elm parecía compungido durante el sepelio.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

domingo, 30 de noviembre de 2014

Kalhat V

- V -

El Consejo estudió las dudas que empañaban nuestro futuro, sopesó la valía de los distintos aspirantes al vacío dejado por el Predicador, y confirmó que se otorgarían al elegido poderes excepcionales, al menos mientras la Maldición de los Mil Años amenazase el futuro de Kalhat. Elm asumiría la responsabilidad de velar por nosotros. Una responsabilidad que pronto lo arrojó a los abismos de la locura.

Adsler hubiera sabido impedir aquella desafortunada elección, y Zhor habría alegado que Elm era culpable de irregularidades que lo incapacitaban para el cargo que se le había otorgado sin que nadie alzara una protesta. Pero ni Zhor ni Adsler se encontraban en Kalhat. Zhor había emprendido la más peligrosa de las cacerías, y Adsler lo acompañaba para recolectar ciertas hierbas silvestres que, convenientemente maceradas, servirían para preparar una untura que ocultase el olor del cazador.

Partieron de madrugada, apenas se atenuaba el fulgor de las primeras estrellas. La luna, próxima a nueva, aún se perfilaba como una hebra de plata en la vastedad de los cielos. Zhor reunía sus necesidades en un zurrón que colgaba de su hombro, Adsler, que lo acompañaría una parte del viaje, precisaba los servicios porteadores de una mula de carga. Los instrumentos que requería para macerar, diluir, filtrar, exprimir y alambicar la amalgama de savias que ocultarían el olor de Zhor, eran demasiado pesados para transportarlos durante las jornadas de marcha sin el concurso de un animal.

La brisa era suave, y aunque las nieves blanqueaban los tejados de Kalhat, se presentía el aroma de las siemprevivas como un adelanto a la primavera. Adsler lo habría sentido también, no en vano su olfato poseía una exquisita habilidad para diferenciar los matices de olor. Recuerdo las fragancias que se ocultaban en el viento. Mandrágora, hierbabuena, espliego y albahaca son aromas familiares para el común de los hombres, pero la dulzura de un panal que se oculta bajo la floresta de un soto o la estela de los caracoles en la inmensidad de un campo de amapolas, son efluvios que sobrepasan con mucho la capacidad sensitiva que puede considerarse normal para el género humano. Sin embargo, no me sorprendían aquellas cualidades, quizás porque disfrutaba de ellas y la costumbre reducía mi asombro. Sin sospechar que mi olfato desafiaba las normas de la razón, me complacía en el desenfreno de unos sentidos embriagados por el veneno del lobo. Reconozco que aún hoy me subyuga la fiereza de algunos colores o la estridencia de esos murmullos tan lejanos que escapan a la sensibilidad de la mayoría de las criaturas del bosque.

Mientras Adsler y Zhor se adentran en las selvas, distraeré el hilo de la narración hacia singularidades que poco o nada contribuyen al ocaso de Kalhat. No cabe alegar soberbia, porque mi vida ya se encuentra en las postrimerías del otoño y esas faltas no encuentran cobijo en el alma de un anciano. Mas cierto sería reconocer que entre mis próximas palabras subyace el anhelo de expiar una culpa. Reconozco que pesar o inquietud se me revelan como calificativos más apropiados, pero el desprecio que merecen los placeres morbosos me obliga a describir mis inclinaciones con la máxima dureza.

Confieso que descubrí aquella desviación de mi comportamiento pocos días después de que Zhor y Adsler hubieran emprendido su viaje, cuando me disponía a satisfacer las formalidades de una comida que mereció el calificativo de acontecimiento familiar. Mis padres y unos vecinos entrañables se habían sentado a la mesa. Celebrábamos una buenaventura que ahora me es imposible recordar. ¿La conmemoración de unos esponsales?, ¿el nacimiento de un primogénito?, ¿la bondad de una cosecha? Ante mí depositaron una bandeja de carne. Las mejores especias, los mejores condimentos, las mejores guarniciones. Y sin embargo, para mi paladar fue un manjar insípido. Observé a los comensales y no pude comprender por qué alababan las labores culinarias de mi madre. Tampoco las frutas o los dulces posteriores contaron con mi aprobación. Asistí a los parabienes de la sobremesa antes de retirarme hacia mi cuarto, y todo se hubiera perdido en lo cotidiano si no me hubiese asaltado la incontenible necesidad de adentrarme en los bosques próximos a Kalhat.

La tarde declinaba lentamente, el sol caía hacia el ocaso y un viento helado anunciaba la inminencia de la noche. Con el nacimiento del plenilunio, mi visión se alumbró con una luz que nacía en las profundidades del espiritu, y mi olfato alcanzó la majestad que caracteriza al olfato del lobo. A mi espalda quedaron el hogar paterno y las luminarias de Kalhat, que apenas eran un jalonado de resplandores en el horizonte. Se espesaron las tinieblas alrededor de mi cuerpo pero, lejos de entumecerme con el frío, sentí un fuego que ascendía desde el interior de mis entrañas. Era como la tortura de la sed o el dolor de una herida. Un fuego que se adhería a la garganta y al pecho, un fuego que enarbolaba mi hombría y me incitaba a deleitarme en cuantos placeres ofrecía la naturaleza.

Me desnudé junto a unos arbustos que eran iguales a otros arbustos, e instintivamente comprendí que sabría volver junto a mis ropas. Me pareció que un viento de libertad silbaba junto a mí y, como si pretendiese sumarme al flujo de ese viento, inicié una carrera tan vertiginosa como imprevisible. Desaparecieron los recuerdos de Kalhat. Zhor, Elm, mis padres, Uk y muchos otros se difuminaron en el olvido. Solo Adsler persistió en mi conciencia. De una forma abstracta e incorpórea, su memoria fue lo único que me uniría a la civilización en las siguientes horas. Lo sentí mi hermano.

Durante un tiempo que no acertaría a precisar, porque también el tiempo parecía enturbiado, corrí sin atender a ninguna derrota establecida por mi voluntad. Giré hacia unos árboles que se agrupaban en diversas geometrías, me dirigí hacia un arroyo, regresé hacia el punto de partida y otra vez emprendí la misma trayectoria. Me pregunté la razón de aquel incesante ir y venir, pero no supe encontrar una respuesta.

Me detuve un instante, avancé unos pasos y nuevamente me detuve. En el aire flotaba un aroma que sugería olores conocidos, no todos gratos para el olfato, pero que al unísono componían un aroma distinto y extraño. Sin comprender la procedencia de aquella señal que indicaba el camino, avancé hacia donde mis sentidos marcaban como origen de un perfume afrodisíaco.

No he utilizado el adjetivo afrodisíaco casualmente. Entre las evidencias que el embrujo del aire había despertado en mi naturaleza, me entretendré en reseñar el desentumecimiento de mi virilidad. Yo entonces era muy joven, y por tanto no debería haberme sorprendido ninguna manifestación del deseo, pero la fortaleza de aquella excitación era sobrecogedora. No tanto por el volumen desproporcionado de mi hombría, muy superior a lo que yo consideraba razonable, sino por la voluptuosidad que me había infundido algo tan ingenuo como el hálito que transporta el soplo de una brisa.

Recuerdo que corría entre un laberinto de zarzales y me sorprendió no sentir que mi carne se desgarraba al contacto de unas espinas temibles. Algunas retorcidas en una cabriola maligna, otras afiladas para atravesar a su presa y unas pocas deformes, con un garfio para retener la agonía de sus víctimas. Observé que ninguna herida rasgaba la piel de mis brazos. Después miré mis pies sin distinguir ninguna anormalidad. Ni siquiera me inquietaba el escozor de una erosión superficial. También reparé en mis piernas. Blancas bajo la luz de la luna y quizás demasiado musculosas, pero tampoco encontré nada que admitiera el calificativo de insólito. Entonces fue cuando descubrí la criatura que se balanceaba al compás de mi carrera. No me alarmó su forma, que era la que yo siempre había conocido, sino la enormidad de su tamaño. Me pareció equiparable a la exuberancia que portaban los garañones o los bueyes. Confieso que sentí miedo. Reconocer sobre mí aquel rasgo animal me provocaba una sensación que no admite semejanza con ninguna de las sensaciones que había experimentado anteriormente. No quise detenerme en la aterradora envergadura de mi masculinidad, y elevé la mirada hacia los resplandores que presidían mi aventura.

¿Se sienten los hombres fascinados por el resplandor de la luna? No lo sé, la incertidumbre ha presidido los días de mi vida. Desde el accidente que me apartó de lo que se considera común a la existencia humana, me he preguntado por qué el destino me escogió para sobrevivir al exterminio. Sí, yo conozco lo que palpita tras los ojos de la Reina Negra y he visto lo que subyace más allá de todas las visiones. Pero no me adelantaré a la narración. Ahora es difícil reconstruir los pensamientos que surgieron aquella noche. Me consta que intenté negar la verdad y que sentía la desazón de una sangre inflamada por el deseo. También me extrañó el ritmo de mi carrera, porque habitualmente no practicaba ejercicio físico. Sin embargo, una elasticidad desconocida bullía por mis piernas y el compás de mi aliento era acelerado pero constante, como si mis músculos demandasen una ventilación muy inferior a la suministrada por mi pecho. ¿Cuánto tiempo había mantenido aquel esfuerzo? ¿Dos, tres horas? Un tiempo excesivo para lo que mis pulmones hubieran soportado antes de la mordedura del licántropo. Recordé que en las competiciones atléticas había observado el desfallecimiento de quienes sobrepasan los límites de la vitalidad, y me sorprendió que yo, poco vigoroso, casi débil, resistiese la más exigente de las pruebas sin que la fatiga atenuase mi entusiasmo. Siempre me ha admirado la eficacia del tiempo para aclarar las dudas. Reconozco en mis venas la fortaleza del lobo.

El bosque era denso, casi impenetrable. Jamás había visitado aquel paraje y no previne ninguna medida que señalizara mi posición respecto a Kalhat, pero supe que dentro de mí se ocultaba el camino de regreso. Confieso que mi voluntad obedecía a lo que ni siquiera hoy acierto a precisar con exactitud, y confieso que mis anhelos se eclipsaron ante el afán que sentía por descubrir la procedencia de aquel olor. ¿Cómo era? No existe una respuesta que pueda ajustarse a las sensaciones usuales, y menos que admita la rigidez de la escritura. Solo encuentro calificativos aproximados. Un olor dulce, un olor entre opaco y luminoso, un olor cálido. Palabras que ni siquiera son un reflejo de la realidad. Sí, el deseo era el impulso que había dirigido la búsqueda, y mi hombría se alzaba como la más firme de las evidencias, pero no era el único ingrediente de aquel éxtasis que embriagaba mis sentidos.

Se abrió la espesura para revelarme los secretos del bosque. El aroma era penetrante, enloquecedor. Recuerdo un tronco podrido, los restos de dos animales devorados y tierra escarbada aquí y allá. Me encontraba en la meta donde habían conducido mis vacilaciones, pero allí solo se alzaban el silencio y las sombras. Susurraron los arbustos y una loba abandonó la espesura.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

sábado, 15 de noviembre de 2014

Kalhat IV

- IV -

Las exequias fueron solemnes. Según dictaba la tradición, entregamos el cadáver del Predicador a la esencia del fuego. El asesino, simulando que compartía nuestro pesar, aplicó la antorcha sobre los haces de leña que se apilaban bajo el cuerpo del difunto. Los olores de las resinas flotaron en el aire. Después nos envolvieron los perfumes que ocultaban el hedor de la muerte. Llamaradas que rompían la noche, humos que se alzaban sobre la tierra y el crepitar de la leña como un augurio del horror que se cernía sobre Kalhat. Nos retiramos en silencio, sobrecogidos por una tragedia que se concretaba en nuestro pensamiento como el primer eco de un futuro terrible.

El silencio de Zhor, las palabras de Elm, que glosaban las virtudes del difunto, y la figura encorvada de Uk se superponen en mi recuerdo a la gravedad de los acontecimientos que presentía en el entorno. A mi lado, Adsler aguardaba silencioso y discreto, como el testigo que asiste a la tragedia para después plasmarla en una crónica secreta. Aún recuerdo sus manos entrelazadas con una desazón que contradecía la serenidad de aquellos instantes. No me sorprendió su inquietud. Nadie mejor que él conocía el nombre del asesino, quizás las peculiaridades del crimen y, sin duda, los pormenores de ese mañana tantas veces anunciado para nuestro pueblo. Y yo, ahora sé por qué, experimentaba una simpatía irresistible por aquel hombre. Su voz encerraba todas las respuestas y su presencia vencía los fantasmas de mis pesadillas. No buscaba la proximidad que se pretende de un amigo ni la enseñanza que se requiere de un maestro, aunque pronto me dirigí a él con este título. Tampoco me atraía la elocuencia de su discurso ni el aura de solemnidad de acompañaba sus apariciones. Es difícil explicar aquel magnetismo. En mi mente se superponían las ideas más peregrinas. El color entrecano de su barba, la suavidad de sus ademanes y el carácter afable de su voz son apenas una muestra de lo que imaginé el secreto de su simpatía. También recuerdo que la blancura de su sonrisa despertó mi admiración. Aunque no era un anciano, Adsler había superado el umbral de la madurez sin que en sus dientes se apreciaran los defectos que constituyen el primer síntoma de la podredumbre de los huesos. Ya por la contingencia de un golpe desafortunado, ya por una morbosidad pertinaz de las encías o el desgaste que supone el rozamiento a través de los años, en cuanto un hombre abandona la juventud se aprecían síntomas de envejecimiento en la regularidad de sus dientes. Si el propio Zhor mostraba una muela partida cuando reía al recordar algunos pasajes de sus viajes, y si Elm había perdido dos dientes como consecuencia de un accidente infantil, ¿cómo podría comprenderse que quien los duplicaba e incluso triplicaba en edad, no mostrase en su dentadura ni siquiera las grietas que se producen durante el proceso diario de la masticación? Ahora, la causa de este misterio se envuelve con los matices de la evidencia, pero entonces la inmadurez de mi pensamiento no comprendía por qué me inclinaba hacia aquel desconocido. No puedo sino concederme indulgencia al evocar las argucias que imaginé para encontrarme con Adsler.

El frío de la noche evaporaba el calor de las últimas luces, cuando observé que Zhor se dirigía hacia su cabaña, ahora compartida, donde Adsler desempaquetaba lo que son capaces de transportar dos animales de carga. Desde una capa de piel que soportaría los inviernos más enérgicos, hasta lo imprescindible para preparar una infusión de hierbas curativas, además de un sinfín de artilugios de los que apenas recuerdo su forma, y que servían, así me lo explicó Adsler, para desenmascarar algunos enigmas que la naturaleza velaba a los ojos del hombre.

Me aproximé a Zhor con el pretexto de agradecerle su vigilia durante mi convalecencia. Antes de que pudiera expresarle mi agradecimiento me descubrí aceptando una invitación para acompañarlo durante la entrevista que mantendría con Adsler.

―Quizás no sea conveniente mi presencia ―me atreví a sugerir.

―No solo es conveniente, sino necesaria. De lo contrario no te invitaría a que me acompañases ―me respondió con cierta aspereza.

―Pensé que te sentías obligado conmigo porque me salvaste la vida.

―Zhor no se siente obligado.

Caminamos en silencio hasta la cabaña de Zhor, donde Adsler se acomodaba para su estancia en Kalhat. Advertimos nuestra llegada con una voz desde la puerta, y aceptamos la hospitalidad que se nos brindaba con una alentadora respuesta. Zhor entró primero.

―¡Bienvenidos! ¡Bienvenidos el gran Zhor y su joven acompañante!

―Buenas noches, no quisiera molestar ―comencé a justificarme.

―Ahórrate las explicaciones ―interrumpió Zhor―, sabe a lo que has venido mejor que tú.

―Cada cosa a su tiempo. Disculpa la juventud de nuestro acompañante Zhor. Y tú ―añadió dirigiéndose a mí―, no te sientas avergonzado. Esta es una reunión entre hombres y tú ya eres un hombre ―intervino Adsler.

―Evitemos distraernos con las formas sociales ―sugirió Zhor―. ¿Cuál es el objeto de tu visita? Me informaron que deseabas encontrarte conmigo. Aquí estoy.

―¿Cómo os enfrentaréis a la Muerte de los Mil Años?

―¿La Muerte de los Mil Años? Ni siquiera podemos asegurar que este sea el año elegido para Kalhat.

―El Predicador lo había anunciado en el templo ―me atreví a intervenir―. Nos advirtió que muy pronto nos enfrentaríamos a nuestro destino y que los habitantes de Kalhat seríamos exterminados. No sospechaba que él sería la primera víctima ―argumenté con el propósito de mantener el secreto que compartía con Adsler.

―No podemos concluir que el Predicador sucumbiera por voluntad de la Reina Negra ―replicó Zhor.

―Pero lo predijo en el templo, durante el sermón ―balbuceé sin atender a las reticencias del cazador.

―Estamos perdidos si este es el año ―añadió Zhor.

Me sorprendí de que el comentario de Zhor no me hubiera sumido en el espanto. El más hábil de los guerreros consideraba perdida una batalla que ni siquiera había comenzado, y yo, un hombre solo porque lo afirmaba Adsler, había escuchado los temores de Zhor sin que una inquietud alterase la serenidad de mi ánimo. Y lo que era aún más inquietante, Zhor sentía el entumecimiento del miedo. Los perfiles de su rostro no habían experimentado ninguna alteración, pero el olor de su cuerpo era distinto. Más húmedo, quizás más denso. Confieso que si me sorprendía el miedo de Zhor, aún más me sorprendían las características de aquel miedo. Como el que aflige a los labradores cuando el granizo amenaza la cosecha o como el del pastor que descubre en el aprisco los desmanes del lobo. Un miedo sosegado y tranquilo, diferente de ese otro miedo que enturbia el pensamiento de las gentes.

―¿Tenemos la seguridad de que Kalhat sea la ciudad escogida?

―No lo dudes ―confirmó Adsler―. La Reina Negra ya ha impartido sus consignas. Muy pronto, las panteras emprenderán el camino hacia Kalhat.

―¿Cómo puedes saberlo? ¡Los augurios de las estrellas pueden ser confusos! ¡Quizás no sea Kalhat la elegida, quizás este no sea el año de la profecía o la maldición solo responda a la creencia popular! ―exclamó Zhor.

―El Predicador anunció nuestra destrucción ―me atreví a interrumpir de nuevo.

―¡El Predicador podía estar equivocado! ¡Las fechas podrían ser erróneas! ¡Incluso las mismas crónicas podrían ser falsas! ―exclamó Zhor.

―El cálculo de las fechas es correcto y las crónicas recogen fielmente el testimonio de nuestros antepasados ―me sorprendí al escuchar mis palabras y titubeé ante la extrañeza con que Zhor acogía su rotundidad―. Ignoro por qué nuestro visitante asegura que la Reina ha decidido nuestro mal, pero yo puedo corroborar cada una de sus afirmaciones ―añadí refiriéndome a Adsler.

―¿Tú? ―preguntó Zhor.

―¡Yo! No preguntes por mi certeza. ¡Fenómenos de naturaleza desconocida! ¡Sueños más fiables que el mejor de los auspicios!

―No olvides Zhor ―intervino Adsler―, que nuestro amigo sufrió la mordedura del licántropo.

―Estás en lo cierto. Como siempre, estás en lo cierto. ¿Nos enfrentaremos al destino?, ¿cómo conjurar lo inevitable? ―preguntó Zhor, sin pretender ninguna respuesta―. El Predicador ya ha muerto. ¿Fue la primera víctima de un explorador de la Reina Negra? En la explanada del templo no encontré ningún indicio revelador, aunque investigué lejos de la multitud.

―Había nevado ―me atreví a interrumpir―. La nieve borra las señales.

―No había nevado lo suficiente para cegar los ojos de Zhor.

―Llegaste tarde al escenario de la muerte. ¿No es cierto? ―preguntó Adsler―. Tampoco inspeccionaste el cadáver.

―Llegué muy tarde, los curiosos habían borrado casi todas las huellas. No las de tu presencia ―puntualizó dirigiéndose a Adsler―, que persistió entre el musgo que crece sobre las piedras de los soportales. Del Predicador quedaba una mancha de sangre. Sus restos, creo que mutilados, esperaban para la ceremonia fúnebre. Excepto en unos pocos lugares, la explanada del templo y sus alrededores mostraban una maraña de pisadas.

―Quizás obedezca al ataque de una fiera ―y Adsler me interrumpió antes de que añadiese algo más para preservar nuestro secreto.

―La muerte del Predicador obedeció a una mano humana, pero, por el momento, el castigo del asesino quedará en suspenso. Conviene que dirijamos nuestra atención hacia la Reina Negra.

―¿Cuál es la naturaleza de nuestros enemigos? Apenas conozco sus ojos ―confesé avergonzado por mi afán de ocultar a Zhor lo que Adsler le había revelado abiertamente.

―¿Conoces las panteras negras de Track? ―y Adsler continuó sin aguardar mi respuesta―. Me consta que sí. Zhor trajo un ejemplar que había cazado en sus montañas. Imagina una de esas panteras cinco veces su tamaño, imagínala cubierta con un pelaje espeso y azabache, e imagina que toda la maldad de los infiernos se concentra en el corazón de ese monstruo. Un ejército de esas bestias emprenderá muy pronto el camino hacia Kalhat.

―Pero..., ¿por qué...?

―Nadie lo sabe. Durante más de mil años, las ciudades han sucumbido a las garras de las panteras. Cuando han transcurrido aproximadamente cien años, atacan una ciudad para sembrar de nuevo la muerte y la agonía. Así durante más de mil años. Las fechas exactas, recogidas en las crónicas, son imposibles de predecir, aunque algunos sabios sostienen que se encuentran escritas en las estrellas.

―¿Desaparecen las ciudades tras el ataque de las panteras? ¿Cuántas ciudades han perecido así? ¿Por qué se llama la Maldición de los Mil Años si las fechas son impredecibles?.

―¡Tres preguntas, tu curiosidad es insaciable! ―me amonestó Adsler―. En primer lugar, las ciudades no necesariamente desaparecen tras el ataque de las panteras. La Reina Negra permite que algunos supervivientes escapen para aventar el terror tras la victoria. Permanece así su presencia viva, hasta que las gentes se sobreponen a la desgracia y regresan a una ciudad abandonada. Cuando el olvido se consuma, la Reina Negra repara de nuevo en los hombres y las panteras abandonan la meseta de Nom hacia una nueva ciudad con que saciar su ferocidad. Por supuesto existe constancia que certifica la validez de las flechas y predicciones fiables en el estudio de los astros del cielo. En cuanto al nombre, la Maldición de los Mil Años, supongo que hace referencia a leyendas tan lejanas que se pierden en el tiempo, aunque a eso no puedo responder sin dudas.

―¿Cómo sabemos que atacarán este año y Kalhat será la ciudad elegida? ―pregunté interrumpiendo a Adsler.

―Lo sé, y tú lo sabrás muy pronto ―sentenció mi maestro. Existen pocos testimonios orales, pero sí numerosos escritos de las edades antiguas. Ya he mencionado que suelen indultar a unos pocos habitantes, para que perpetúen la leyenda de su ataque, se reproduzcan y engendren hijos con que alimentar la maldición. Algunos redactaron sus memorias para liberarse de recuerdos terribles. Por su testimonio conocemos la irrelevancia de que las ciudades sean grandes o pequeñas, y lo inútil de que desaparezcan de la faz de la tierra. Si los supervivientes se distribuyen entre diez, quince o veinte ciudades, la Reina Negra considera que cualquiera de ellas equivale a la ciudad extinguida y dirige hacia allí su ataque, para castigar a quienes acogieron a los pobladores de la antigua ciudad. Aquí mismo, rechazáis la pernocta de ciertos viajeros. Peregrinos de Acbet, Frum y Prim, afortunadamente extraños en las proximidades de Kalhat, porque cada ciudad atacada se encuentra a muchas jornadas de cualquier otra y porque también ellos desconfían de tentar al destino ―concluyó Adsler.

―¡Podríamos preparar defensas! ¡Todos los animales temen al fuego!

―Durante más de mil años, las ciudades han empleado sus recursos para detener a las panteras. No inventaremos una defensa nueva.

―Sin embargo, tú sabes cómo evitar la tragedia ―intervino Zhor―. De lo contrario no estaríamos aquí.

―Únicamente sobreviviremos con el fin de la voluntad que obedecen todas las bestias. Si muere la Reina Negra, las panteras se dispersarán para siempre. Solo su poder las mantiene unidas en el mal.

―¿Quién podría hundir el puñal en el pecho de la Reina? ¿Dónde se inicia el sendero que conduce hasta ella? ―preguntó Zhor.

―Es imposible. Solo existe un hombre que pueda llegar hasta la Reina.

―¿Quién es ese hombre? ¿Un escogido de los dioses?

―Tú eres ese hombre ―respondió Adsler dirigiéndose a Zhor.

―El mejor de los cazadores, el más hábil para confundirse en la espesura, el de brazo más firme. Solo tú has sobrevivido al ataque de las lamias, y solo tú te enfrentas al licántropo sin una vacilación que merme tu fuerza. Tú, Zhor, eres el elegido.

―¿Cómo encontraré a la Reina?

―Yo te mostraré el camino.

―¡Quizás sea mi última aventura! ―y me sorprendió descubrir en el presagio de Zhor la excitación de una caza imposible.

―¿Cuándo debo partir?

―Cuatro días serán suficientes para disponer lo necesario.

―Traeré el corazón de la Reina Negra o será mi última cacería ―prometió Zhor.

―¡No! ¡Es imprescindible que regreses! Si fracasas, necesitaremos que luches a nuestro lado.

―¿Prepararéis alguna defensa? ―preguntó Zhor.

―La semana próxima el Consejo se reunirá para tomar medidas extraordinarias. Se dice que escogerán a un nuevo consejero, en sustitución de Predicador, y que le otorgarán poderes excepcionales. Si nos dirige un hombre sensato, quizás acepte mis sugerencias y construyamos algunas máquinas.

―¿Y yo? ¿Cuál será mi cometido? ―pregunté.

―Permanecerás en Kalhat. Me ayudarás en ciertas investigaciones y colaborarás en los preparativos de la defensa.

Me sentí desilusionado. En mi excitación, me había supuesto acompañante de Zhor y elegido para protagonizar una empresa heroica. Me aguardaba la rutina de Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 31 de octubre de 2014

Kalhat III

- III -

Adsler Krockner, el maestro, el genio, el hermano que escapa a las normas de los hombres. Su silueta encapuchada aún aletea en mi memoria con la intensidad de la primera vez que mis ojos descubrieron su presencia, y el eco de sus palabras resuena en mis oídos con la elegancia de cuando descubrió mi secreto.

―Es inútil. Ha borrado sus huellas. No tenemos pruebas que corroboren nuestras acusaciones. Solo tú y yo conocemos la identidad del asesino. Debemos esperar. Antes o después nos respaldará la evidencia.

Nuevamente me he adelantado a los acontecimientos. La premura por descubrir a los personajes de esta historia, el caos que renace del recuerdo y la infinita torpeza de mi elocución, lejos de excusarme ante los testigos que juzgarán el interés de mis revelaciones, acrecientan la gravedad de mi falta y me sumergen en las aguas del egoísmo y la intransigencia. Si fuese un hombre joven, si aún no hubiese descubierto la traición del tiempo, no dudaría en regresar al instante en que se ocultó la última luna llena y supe que el bálsamo de las nieves había triunfado sobre el veneno del licántropo. ¡Qué júbilo exultante! ¡Qué plenitud porque mi destino se arropaba con la vulgaridad de todos los destinos! Pero la felicidad del reencuentro con mis padres y el orgullo con que mostraba las cicatrices de mi hombro deberán permanecer entre los secretos del pasado.

Tampoco exigiré de mi pulso la continuidad del relato. ¿Qué importan una semana, un mes o un año ante la inminencia del ocaso? Los hechos que entonces fueron relevantes se difuminan y alteran para conformar nuevos hechos que, aún desapercibidos en su momento, ahora se perfilan en mi memoria como el verdadero inicio de lo anunciado por los profetas. El abrazo de mi padre y las lágrimas de mi madre se desvanecen ante las congratulaciones del Predicador.

―¡Muchacho, has escapado a la peor de las muertes! ¡Todos hemos suplicado por tu restablecimiento!

¿Por qué habrían de impresionarme estas frases anodinas? Durante aquella semana las había escuchado de los prohombres que destacaban en la vida social, de los campesinos, los alfareros y los maestros en el arte de curtir las pieles de los animales. Felicitaciones a las que yo apenas replicaba con un tenue agradecimiento antes de que se deslizaran al olvido, felicitaciones que ahora encendían mi conciencia y proclamaban que el Predicador se enfrentaría pronto a la muerte. ¿Cómo vislumbré el futuro con una certidumbre inquebrantable? ¿Qué presagio me reveló la verdad? No encuentro en las palabras del Predicador presagios que alertaran mis sentidos. Sus ademanes fueron tan parcos como se espera de un iluminado por la fe. Ningún sobresalto distorsionó la quietud de su rostro, y tras la dureza de su mirada solo se vislumbraban la benevolencia y la cordialidad. Pero muy pronto arderían las velas funerarias en su honor y lo enterraríamos a las afueras de Kalhat, convirtiéndose así en la primera víctima de la maldición que pesaba sobre nosotros.

Esperé a que se confirmaran mis sospechas. Durante dos semanas elevé los ojos hacia la cima de la colina y aguardé a que la silueta del templo aliviase mis temores al amanecer, cuando las sombras clareaban en el horizonte. Los torreones de piedra recortados contra el cielo, cuya visión bajo aquella luz me hubiera sumido en el espanto poco antes, ni siquiera suscitaban en mi ánimo una sombra de inquietud. El tejado de pizarra, las penumbras que envolvían el atrio y el perfil de los campanarios, apenas eran elementos del paisaje donde se concretaría la tragedia. Mi vigilia terminaba cuando el Predicador abría las puertas del templo y un soplo de aire invernal se elevaba por el interior de las bóvedas y los torreones, como si el renovarse de los aires estancados fuese la señal de que ningún peligro amenazaba nuestra convivencia. Después, la mañana descendía sobre las tierras de Kalhat y, ya envuelto en la caricia de las sábanas, escuchaba el removerse de mis padres en el lecho, el fluir de las aguas distantes y el arrullo de los trinos que rompían el silencio de los bosques. Y cuando los primeros rayos de sol calentaban la tierra, me envolvían los efluvios de todas las esencias. Olores de resina y madera, olores de flores exuberantes, de almizcle y espliego, de peñas agrestes y manantiales de agua templada, olores tan distintos a los olores que se presentían entre las fragancias nocturnas, que despertaban en mí el asombro y la admiración ante las maravillas del viento. No acierto a explicar cómo entre un millar de fragancias puede distinguirse el inequívoco perfume del sol, ni como el mismo torbellino de fragancias puede envolverse con los efluvios de la luna. El olor del sol es áspero, el olor de la luna es dulce.

Una noche, poco antes del crepúsculo, el desasosiego del licántropo me envolvió como un fuego que incitaba a cobijarse entre el ramaje de los árboles. Perdido en una inquieta duermevela, alcancé la madrugada en la certeza de que se confirmarían mis temores. El mismo sueño se repitió con insistencia. Un desfiladero donde la lujuria de las plantas ocultaba las aristas de las rocas, el torrente que serpentea sobre una cortina de hiedra, la laguna de aguas cristalinas y yo, oculto entre la floresta de una pared alzada hacia las alturas del desfiladero. Ningún murmullo, ningún rumor, solo el alboroto lejano de los pájaros y el zumbido de los insectos. La hojarasca anuncia la proximidad de una presa. Contengo la respiración, se prolonga la espera durante unos segundos. Hasta que un cervatillo abandona la espesura y avanza hasta situarse a mi alcance. Un salto y la presa será mía.

Desperté sobresaltado en mitad de la madrugada. Me precipité hacia la ventana y contemplé la silueta del templo. Instantáneamente supe que se había consumado la tragedia. Abandoné mi cuarto, crucé junto a la habitación de mis padres, abrí la puerta sin que ningún sonido delatase mi vigilia y me encontré bajo el aliento de las estrellas. Una brisa suave traía el aroma de la muerte. También, mucho más intenso, percibí un olor entre salado y agrio. Mientras ascendía hacia la colina me preguntaba cómo había presentido con tanto acierto la fatalidad. Recuerdo la imagen de unas retamas, un grupo de piedras que se amontonaban para configurar una forma fantástica, y las huellas de un animal entre la maleza. Por fin, alcancé el escenario del crimen.

Me dirigí hacia el centro de la explanada que se extendía ante las puertas del templo y me detuve ante el cadáver que aguardaba mi llegada. El rostro del Predicador, aún desfigurado por el pánico, mostraba una solemnidad que difícilmente se ajustaría a mi descripción. En sus facciones, la inequívoca faz de miedo se fundía con la templanza, como si la violencia de la muerte no hubiese podido arrebatarle la paz que había cultivado durante tantos años, o como si el ejercicio de una existencia consagrada a la virtud sirviera para adecentar el absurdo de un fin incomprensible. Solo los canallas mueren a la intemperie, pero allí yacía el cuerpo desmadejado y roto del Predicador, sobre un cristal de escarcha, sin otro destino que alimentar a los carroñeros y exhibir sus entrañas hasta que un alma bondadosa ocultase la crueldad de su muerte.

Una herida había bastado para descubrir la intimidad de las vísceras. No experimenté ninguna repugnancia ante el desorden de sus intestinos, ni ante la imagen de unos órganos que aún se agitaban en sus convulsiones postreras. Me ruboricé al sentir que un delicioso placer surgía desde las profundidades de mi conciencia. Un placer que mi mente negaba con la fuerza de la razón, pero mi instinto acogía con el deleite del paladar que se inclina ante el más apetecible de los vinos. Intenté que la piedad se impusiera a todas las consideraciones, pero no acerté a reproducir el vértigo que un mes antes me hubiera asaltado en aquellas circunstancias. Ni un atisbo de misericordia, ni el consuelo de una tristeza redentora. Los sentimientos humanos habían desaparecido de mi alma. Y lo que aún era más aterrador, aquella convicción ni siquiera suponía para mí la molestia de una incomodidad. Sentí una presencia cercana y dirigí mi mirada hacia las sombras del atrio. Una figura me observaba atentamente.

―¿Por qué lo has hecho? ¿Quién eres tú para arrebatarle la vida? ―grité mientras me dirigía a su encuentro.

―¡Tu ingenuidad es conmovedora! ―me respondió―. Al instante, por la cadencia de sus palabras, supe que no era culpable de aquella muerte.

―¿Quién entonces? ¿Y por qué?

―Ante todo, mi nombre es Adsler Krockner y nací en las tierras de Ashengold. Soy un peregrino en busca de respuestas.

―Poco me importan tu nombre o tu cuna. ¿Viste cómo escapaba el responsable de esta carnicería? ¡El Predicador era un hombre bueno! ¿Reconocerías el rostro del asesino entre los rostros de la multitud?

―No he visto al asesino. Ni tampoco he presenciado el crimen. He llegado tarde.

―¿Has llegado tarde? ¿Cómo lo sabías?

―El destino de este infortunado estaba escrito en el aire. Tú mismo lo descubriste hace ya algún tiempo.

―No creo tus palabras. ¿Qué ocultas tras esa capucha que me impide contemplar tu rostro?

―¡Nada! ¡La capucha me protege del frío! ―el extranjero se desprendió de la capucha.

Su rostro correspondía a un varón de mediana edad. Aunque la juventud ya había cedido definitivamente ante la madurez, en sus facciones se adivinaba el chisporroteo de la inocencia. Una barba discreta y grisácea otorgaba a su semblante la misma firmeza que se desprendía del timbre de su voz.

―¿Y bien? ¿He superado tu examen?

―¡No! ¿Quién sino tú pudo cometer este atroz homicidio? ¡Nadie que conociese al Predicador habría cometido un crimen tan vil!

―Todos podemos cometer un crimen. Yo no soy especialmente fuerte. ¿Crees que habría podido infringirle esas heridas? ―alegó mientras señalaba el cuerpo del Predicador.

―Supongo que no. Parecen las heridas de un animal.

―Sabes que ningún animal ha rondado por las inmediaciones de Kalhat.

Adsler Krockner esbozó una sonrisa y pensé que un aura extraña envolvía la figura de aquel desconocido. Cuando agitaba las manos o arqueaba las cejas para expresar la perplejidad que le producían mis afirmaciones, yo apreciaba en cada uno de sus gestos el beneplácito o la repulsa que mis palabras infundían en su ánimo. Instintivamente supe que mi interlocutor ya había desentrañado los pormenores de un crimen que para mí aún se envolvía con el misterio de lo inesperado.

―¿Inesperado? ―y Adsler Krockner había seguido el flujo de mis pensamientos.

―¿Cómo?

―¡No importa el cómo! ¿Inesperado? ¡Sabías que a este hombre le aguardaba la muerte! ¿Por qué llegaste aquí antes que tus vecinos? ¿Por qué acechabas en la quietud de la madrugada?

―¿Soy el culpable? ¿Me venció el espíritu del licántropo? ¿De nada sirvió el bálsamo de las nieves?

―No insistas en tu ignorancia ―interrumpió Adsler. ―Conocías el destino de este infortunado porque habías olido el hálito de la muerte en su persona.

―¿El hálito de la muerte?

―Un olor que ni siquiera sabrías identificar, pero que te advirtió de esta tragedia.

―Pero si yo no soy el asesino y tú tampoco, ¿quién entonces?

―Agudiza tus sentidos, la respuesta a tus preguntas aún flota en el aire.

Durante unos instantes contuve la respiración. Apenas desapareció el sopor que embriagaba mi olfato, permití que se me revelase la identidad del asesino.

―¡Despertemos al pueblo! ¡Su crimen no puede quedar impune!

―Es inútil, ha borrado sus huellas. No tenemos ninguna prueba que corrobore nuestras acusaciones. Solo nosotros conocemos su identidad. Debemos esperar, antes o después nos asistirá la evidencia.

―¡Algo debemos hacer! ―balbuceé sumido en el desconcierto.

―Vámonos ahora. Regresaremos más tarde, cuando Kalhat descubra el horror de esta muerte.

En el horizonte se presentían las primeras luces del alba, un millar de olores flotaban en el aire. Olores confusos, olores entremezclados, olores difíciles. Y entre todos los olores, el olor agrio y salado del asesino.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

miércoles, 15 de octubre de 2014

Kalhat II

- II -

Hoy he recobrado la inspiración. Después de casi un año, he sentido que una fuerza me impulsaba a reemprender la escritura. No me ha inquietado este arrebato de energía creadora. A mi edad, un hombre apenas repara en las paradojas cotidianas. Solo me sorprendería descubrir en mí las exaltaciones y euforias propias de la juventud. Los anhelos de mis primeros años se difuminan en la antesala de la muerte y me infunden la serenidad de un triste presagio.

¿Por qué escribo sin apenas permitirme un respiro? Me encuentro en el ocaso de mi vida y mis palabras no tendrán una segunda oportunidad. La propia inconsistencia del pasado me obliga a considerar al tiempo como el más tenaz de mis enemigos. Si yo no cuento con la gracia de una prórroga, tampoco mis actos se someterán a los dictados de la perfección ¿Por qué habrían de importarme las críticas de generaciones venideras? ¿Pretendo que mis hazañas con la pluma enturbien la figura de Zhor, de Elm o del mismo Adsler? Nada más ajeno a mis propósitos que distraer a los lectores que vuelvan sus ojos hacia las edades remotas. Subrayo, no sin cierto escepticismo, la palabra posibles, porque me consta que el ser que se encamina a mi encuentro no se detendrá hasta que se apague el recuerdo de mi existencia. Sí, la Reina Negra ha emprendido el camino y de poco servirán mis precauciones. Ignoro si me opondré a su ataque con las argucias de una sabiduría confundida por la decrepitud, o si me rendiré a lo inevitable sin que una súplica enturbie el último instante de mi vida. Dos argumentos señalan a esta segunda alternativa. Soy demasiado viejo para oponerme a un desenlace fatal, y me sorprendería que mi perseguidora abandonase lo que se ha erguido como la más sagrada de sus prioridades.

Apenas habrá transcurrido una hora desde que terminé de comer. Una comida larga y frugal, aunque parezca un contrasentido, una comida como corresponde a un hombre que sobrepasa el centenario. En el interior de mi boca siento el mismo fuego que sentí en la lejanía de la adolescencia, cuando Zhor introdujo entre mis labios el bálsamo de las nieves, el único remedio que la ciencia médica prescribe contra la mordedura del licántropo. Me pareció que un millar de escorpiones envenenaban mi lengua. Ahora no son las virtudes curativas de un medicamento las que promueven el ardor en mi boca, sino la rebeldía que experimenta una carne próxima al sepulcro ante el frescor de las frutas y las aguas. De nuevo la desazón que tortura mis labios me translada a las fiebres que siguieron al instante en que los colmillos del licántropo se hundieron en mi cuerpo. El horror de una duermevela dónde se amalgamaban las más espantosas alucinaciones, el infierno que diluía mis humores, la consciencia de que una metamorfosis se fraguaba en el lecho de mi espíritu. Durante una semana, mis únicos compañeros fueron la nada y el olvido. Después, los períodos de lucidez se impusieron a los delirios que el veneno del licántropo despertaba en las profundidades de mi alma. Junto a mí, Zhor se distraía con un juego de trebejos dorados. Nos encontrábamos en una espaciosa cabaña que él mismo había rescatado de la ruina en las inmediaciones de Kalhat, y cuyo mobiliario se reducía a un lecho de lana, tres sillas, una mesa y algunas velas de sebo que iluminaban las vigilias nocturnas. En uno de los extremos de la estancia esperaba una jaula de gruesos barrotes de hierro. No pregunté cuál sería su utilidad. Me constaba que durante la próxima luna serviría para encerrar a un licántropo.

―¿Qué sucederá si el bálsamo de las nieves no surte el efecto deseado?

―Te mataré ―respondió Zhor sin que una emoción distorsionase su rostro―. Con el cuchillo de plata.

―Permíteme que escape hacia las selvas.

―Serías un licántropo. Dentro de un año o de muchos, no importa cuántos, regresarías a Kalhat para esparcir el horror de tu especie. La muerte con el cuchillo de plata nos librará del contagio.

―¿Mis padres?

―Aguardando, como todos los habitantes de Kalhat. Dentro de unos días te abrazarán de nuevo. Vivo o muerto, habrás vencido a la maldición.

―Me sorprende que me alcanzase en el hombro. ¿Por qué no buscó mi garganta?

―No deseaba la muerte de tu cuerpo, sino de tu espíritu.

―¿Ha conseguido su objetivo?

―Ignoro en qué medida. Completamente, en el supuesto de que el bálsamo de las nieves no pueda contrarrestar la eficacia del veneno, o parcialmente si tu organismo responde al medicamento.

―¿Parcialmente?

―La mordedura de un licántropo siempre induce cambios en la conciencia.

―¿Me habré salvado si el bálsamo cumple su cometido? ¿Habré vencido a mi enemigo?

―Tu cuerpo no sufrirá ninguna metamorfosis, pero tus sentidos captarán lo que nunca podrían percibir los sentidos humanos. Algunas noches, cuando la luna ilumine los cielos, serán tus compañeras pesadillas y alucinaciones. Tu alma se alejará de las almas humanas y una lucidez desconocida inundará tus pensamientos. Tus reacciones serán rápidas, tu valor ilimitado. Son las secuelas del lobo. Pero conservarás la apariencia de hombre y respetarás el dolor de los hombres. Quizás, no puedo asegurarlo con certeza, sientas el impulso de la caza y te arrojes a los bosques en busca de una víctima con que saciar tu instinto. Esa víctima pertenecerá siempre al reino animal, porque la sangre de la especie humana suscitará en ti una repulsión que te obligará al rechazo. A veces he encontrado ermitaños que escapaban a mi presencia, ermitaños cuya senectud debía impedir la agilidad de sus movimientos y que, sin embargo, demostraban una energía impropia de la edad reflejada en sus facciones.

Se distorsionaron las palabras de mi acompañante y comprendí que me había vencido el sopor. Durante un tiempo indeterminado, vi luces y sombras que flotaban en el espacio, hasta que un viento me transportó hacia parajes donde las voces de los animales rompían el silencio de la naturaleza. Muchas veces después he contemplado en sueños lugares como los que visité en aquellos días, pero en la realidad jamás he encontrado un bosque donde se fundieran las tonalidades y los aromas que llegaban hasta mí desde la inconsciencia. A veces se fragmentaba mi sueño y veía a Zhor sentado a la mesa. Siempre atento, expectante, como si mi naturaleza homicida pudiera despertar antes del plenilunio. Inmediatamente se desdibujaba la imagen de mi guardián y otra vez me envolvían las brumas. ¿Cuánto tiempo permanecí en aquel estado de postración? ¿Diez días? ¿Quince? Recuerdo que Zhor me despertaba para obligarme a ingerir algunos alimentos. Mi memoria conserva algunas imágenes. Zhor preparando unas flechas, Zhor entretenido en la talla de una figura de madera mientras saboreaba unas ciruelas que me parecieron inmaduras, Zhor enhebrando la aguja para coser unas pieles. También recuerdo una breve conversación. Yo había escapado a una de mis pesadillas y Zhor me observaba fijamente.

―¿Me matarás? ―me atreví a preguntarle.

―Aún es demasiado pronto para saberlo ―me respondió sin ninguna duda en sus palabras.

―He contraído la enfermedad y padezco un tormento de visiones extrañas. Sin embargo, en mis pesadillas descubro un vigor extraordinario. Me asaltan pensamientos de sangre y muerte, pensamientos atribuibles a la progresión del mal.

―No estás equivocado. El mal se incuba en tu interior. Es como una larva que taladra la madera. El verdadero peligro no reside en la larva, sino en la posibilidad de que la oruga se transforme en mariposa y multiplique su descendencia en las mil direcciones del viento.

―¿Cuándo conoceré mi destino?

―Nunca. Si triunfan los poderes del mal no serás consciente de tu transformación, y si triunfan las virtudes del bálsamo, la fatalidad de tu destino será la fatalidad de los habitantes de Kalhat.

―¿Cómo me matarás?

―Ya lo sabes. Te hundiré el cuchillo de plata en el corazón. No sufrirás ningún dolor.

―Mis padres estarán apenados ―murmuré perdido en la tristeza―. Zhor no respondió a mis palabras. Desde el lecho, observé el resplandor de la luna. Cuarto creciente. Un frío glacial atenazaba mi alma.

Ahora mi narración debería circunscribirse al firmamento de los sueños. A las maravillas interiores que afloraban como consecuencia del efecto del veneno, a los colores y sonidos que me descubría el bálsamo de las nieves, a las visiones suscitadas por el aliento del lobo. Jamás he conocido una droga más poderosa que la saliva del licántropo. Una droga que, aún hoy, a una vida de distancia, enturbia mis sentidos con percepciones que escapan a la realidad. No, me disculpo por mi falta de rigor. Mis percepciones nunca han sido equivocadas. Extrañas y misteriosas para el saber humano, pero tan ciertas como el agua que fluye en los manantiales o la pureza de los vientos del norte. Transcurren en el interior de selvas donde la floresta no se ajusta a ningún color familiar para el hombre, pero responde a tonalidades percibidas por el ojo del licántropo. ¿Quién aprecia el aura tornasolada que perfila el contorno de una flor, quién ha contemplado el carmesí de las hojas del castaño o quién distingue dos mimosas por la intensidad de sus pigmentos amarillos? Y si el veneno del licántropo dotaba a mi visión de características extraordinarias, ¿qué decir de las alteraciones provocadas en sentidos menos desarrollados del hombre? ¿Cómo separar el olor de dos sauces idénticos, oír el murmullo de la lombriz oculta bajo la tierra o determinar la situación de una presa que se remueve al otro lado del río? Ante mí se abría un universo desconocido.

Zhor me despertó al anochecer. Por la gravedad de su rostro supe que había llegado el momento.

―Entra en la jaula.

No opuse resistencia. Sentí que algo extraordinario borboteaba en mi interior y que podría haberme enfrentado a Zhor. Sí, yo, el muchacho que apenas un mes antes soportaba las humillaciones de otros muchachos más adentrados en la pubertad, ahora, poco después del accidente, contaba con el vigor y la fiereza necesarios para enfrentarme al más hábil de los cazadores. Zhor no me inspiraba ningún temor, pero entré en la jaula. Sumiso y dócil, entré en la jaula y esperé a que la luna me revelase la verdad. Zhor se sentó cerca de mí, al otro lado de los barrotes. Tomó una vara de avellano y desenvainó el cuchillo de plata. Lentamente, como si obedeciera a un ritual establecido, sujetó el cuchillo al extremo de la vara con cinta de cuero mojado, que anudó bien tenso y prieto, antes de ponerlo a secar junto al fuego. Pronto, una lanza de plata esperaba para hundirse en mi pecho. Sentado sobre la alfombra, Zhor estudiaría mis reacciones hasta el amanecer. En sus manos descansaba el instrumento de mi muerte.

La luna alzaba un vuelo majestuoso y suave. Me olvidé de la presencia de Zhor y alcé los ojos hacia el cielo. En los bosques, el aullido de mis hermanos era un canto a la vida, en la espesura, mil pupilas rasgaban las penumbras. Algo se rompió muy profundo y me asaltó un frenesí desconocido. Sentí que rechinaban mis huesos, que se descoyuntaban mis articulaciones, que el volcán de una metamorfosis estallaba en mi ser. Y vi lo que jamás ha visto el hombre. Mi espíritu se alzó más allá de los labrantíos, más allá de los cañaverales, más allá de las montañas. Atravesé las ciudades de Frum, Prim y Darheil, el curso del río Am, el reino de las lamias y la planicie helada de Nom. Hasta que me adentré en el Bosque de Piedra. Entonces vi los ojos carmesíes de la Reina Negra. Ojos de locura, ojos de agonía, ojos de muerte. Y tras los ojos, un pensamiento abominable, un pensamiento que revelaba la intención de nuestro enemigo. Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

miércoles, 1 de octubre de 2014

Kalhat I

- I -

El frío era intenso. Sentía los pies entumecidos por la humedad que atravesaba la piel de las botas, y una leve rigidez en la espalda me anunciaba que había permanecido demasiado tiempo en la misma posición. Miré a mi padre y supuse que él no tenía frío. Después miré a mi madre. Ahora sé, cuando sus rostros solo existen en mi memoria, que también ellos sufrían con aquel helor que se filtraba a través de las tablas del suelo. Pero entonces yo era demasiado joven para comprender que el sufrimiento es ajeno a las prerrogativas de la edad. El mundo de los mayores me parecía mágico y misterioso, como me parece ahora el mundo de la infancia. Muchas veces, después de superar la madurez, cuando mi cuerpo se rebela contra la disciplina que el espíritu pretende imponer a la carne, he reflexionado sobre los acontecimientos que viví en el despuntar de unos días presididos por la muerte. Aquellos tiempos de indecisiones y temores ya no me parecen más ingratos que los inviernos del hambre, cuando perdí la juventud entre las trochas y los juncales que se extienden más allá de las selvas de Frum. Jornadas que pertenecen al pasado, como mi estancia en la renacida ciudad de Ashengold, donde se prohibía yacer con una única mujer porque así lo demandaba la supervivencia de una raza maldita, o como mi llegada a estas lejanas montañas de Exeter, donde vivo en una cueva situada más allá de la frontera con los hielos.

Intento determinar el momento exacto por donde debería iniciar mi narración. ¿Por el silencio y la quietud de mis padres, que solo obedecían a las formas sociales requeridas para la estancia en un templo? ¿Por el frenesí de Elm, el Loco? ¿O quizás por la entrada en el templo de Zhor, que regresaba de una de sus expediciones? Recuerdo que el tintinear de sus collares evocaba el rugir de las alimañas doblegadas ante su cuchillo. Lobos negros, serpientes de los pantanos, asmures de las cavernas y otro sinfín de alimañas que Zhor había cazado por el mero placer de la caza o porque así lo exigieron los requisitos del valor o el comercio. Zhor y sus expediciones, Zhor y sus aventuras, Zhor y cuanto ennoblecía la vida. Sin comodidades que atemperasen la rigidez de la naturaleza y sin una descendencia que garantizara la continuidad de su estirpe, pero ungido con la libertad de los espacios abiertos, perpetuado en el honor de los guerreros y presente en el deseo de las doncellas. Zhor, la leyenda que saboreaba su gloria entre el silencio de los cañaverales y el fragor de las batallas, se distinguía también con las virtudes de la prudencia y la humildad. Jamás alardeaba de sus victorias ni presumía de hazañas que hubieran despertado cualquier otro orgullo. Incluso cuando le preguntaban sobre su lucha contra un tigre blanco sin más arma que su cuchillo de monte, Zhor inclinaba la mirada y sustituía las palabras por un silencio que no podía sino despertar el respeto de sus interlocutores.

También recuerdo la figura encorvada y deforme de Uk. Se había situado delante de nosotros, a la derecha. Mi madre lo contempló por un instante y me pareció vislumbrar en su rostro una expresión de piedad. Después sus facciones se suavizaron y se concentró en las palabras del Predicador, que nos exhortaba al arrepentimiento ante la proximidad de la Muerte de los Mil Años. Mis ojos permanecieron sobre Uk. Se detuvieron en el pelo hirsuto que sobresalía a las vestiduras, en la curvatura anormal de su espalda, que lo obligaba a caminar con las manos próximas a las rodillas, y en esos labios descarnados que permitían la visión de unos dientes extraños y puntiagudos. Y su olor, indefinible, era un olor entre salado y agrio, solo comparable al olor de las hidras o los centauros. Imposible describirlo, después no lo he vuelto a encontrar. Ni en el seno de las civilizaciones ni en la quietud de los bosques.

La silueta de Uk, arropada por la trémula inseguridad de las velas, emerge del ayer junto a las palabras que entonces resonaban en el templo. Ignoro si el Predicador había previsto el efecto de un escenario de penumbras en los asistentes. Quizás la iluminación pretendía acrecentar el dramatismo de la voz que nos anunciaba el fin.

―¡Arrepentíos, habitantes de Kalhat, porque este es el año de la Muerte Negra! ¡El año en que nuestras vísceras contemplarán el sol! ¡Los pecadores y los célibes morirán, las concubinas y las vírgenes morirán, los justos y los desalmados morirán! ¡Todos moriremos! ¡El rico y el miserable, quien tiene dos hijos y quien es estéril! ¡Tú que confías en el porvenir y tú que aguardas al destino!

―Se escuchó un aullido sobrecogedor, un aullido que provenía del viento. Observé a mis padres y comprendí que también ellos habían escuchado aquella abominación que se perdía en la distancia. El Predicador se detuvo un instante y luego prosiguió con sus exhortaciones.

―Todos lo habéis escuchado. ¿Lo habéis escuchado? ¿Acaso no es un anuncio de lo que se abatirá sobre Kalhat? Os digo que allá en las montañas, nuestros verdugos se han puesto en camino para cumplir la profecía. ¡Acbet, Frum, Hingart, Prim, Darheil! ¿Reconocéis estos nombres? Ciudades que también dudaron de la verdad, ciudades que se resistieron a lo inevitable y se unirán a Kalhat en el olvido. Nadie sobrevivirá a la Muerte Negra, nadie recordará las maravillas de Kalhat.

Los asistentes a la ceremonia se removieron en sus asientos y comprendí que el miedo les impedía regresar a sus hogares. Otra vez se escuchó el aullido. Más cerca, más horrible. El viento se había desatado con una violencia inusual en aquella época del año, y en el techo del templo resonó un percutir continuo. El granizo y la nieve corroboraban las advertencias del Predicador. También se percibían los pasos de algo que acechaba en el exterior de uno de los muros de la bóveda.

Uk parecía atento al sonido de la tormenta. Alzó la cabeza y olfateó un aroma del aire. Un aroma que solo él distinguía entre los aromas de las velas y los aceites que humeaban en algunos rincones. Abandonó el lugar que había ocupado desde el principio de la ceremonia y se aproximó al muro tras el que intuíamos algo más allá de la razón. Olfateó nuevamente el aire, avanzó unos pasos, como si hubiera descubierto un rastro, retrocedió sobre sí mismo y se detuvo durante un tiempo indefinido.

―¿Lamias? No, el olor de las lamias es más urticante. Reconozco en ese olor a un licántropo. ¿Transmitirá el horror de su estirpe o busca una presa con que saciar el hambre? Nadie puede saberlo, solo la luna nos mostrará la verdad.

El monólogo de Uk, apenas un murmullo, sobrecogió a los presentes. Incluso el Predicador parecía atemorizado. Mi padre apretaba los puños con fuerza, lo interpreté como un signo de inquietud. En cuanto a la reacción de mi madre, me pareció que nuestro miedo le inspiraba indiferencia. Los años me han enseñado que la fortaleza de una mujer supera a la temeridad del más valeroso de los hombres.

Uk seguía los pasos del licántropo. El Predicador inició una frase que pretendía reprendernos por nuestras culpas, pero las palabras de Uk le impusieron silencio.

―Busca una presa. Entre todos los olores, distinguirá el olor de la víctima más fácil. ¿Por quién se decidirá? ¿Un anciano? ¿Quizás un niño?

―¡No temáis, hijos de Kalhat! ¡Los muros del templo son resistentes! ¡Yo mismo fijé los guardaventanas que nos protegen de la ventisca! ¡Estáis a salvo! ―balbuceó el Predicador.

―Nadie está a salvo en compañía de un licántropo ―contestó Uk―. Por muy gruesos que sean los maderos de las ventanas, el destino ha señalado a un habitante de Kalhat para morir esta noche.

Lentamente, siempre avanzando junto al muro, Uk se aproximó al lugar que yo ocupaba junto a mis padres. La luz de las antorchas parecía descolorida, el humo de las velas se condensaba en espirales que enrarecían el aire. Uk se detuvo junto a mí.

―¿Por qué? Ya ha escogido a su víctima... ¡Espera! ¡Alguien se acerca, avanza en contra del viento! ―Uk escucha más allá de la piedra―. ¡Cuidado! ¡Se prepara para el ataque! ¡Es un licántropo! Su víctima no será la criatura más débil, sino el espíritu más noble. Aquí hay gentes vulnerables, gentes enfermas o próximas al sepulcro... El mal siente una irresistible inclinación hacia la pureza.

Sentía un percutir desbocado en mis sienes, el sudor empapaba mis vestiduras y una sequedad desconocida se había adueñado de mi garganta. Hubiera gritado, hubiera reído, hubiera implorado misericordia o hubiera permitido que las lágrimas rodasen por mis mejillas. El terror me impedía articular cualquier sonido.

―El visitante se dirige hacia la puerta del templo... Crece la ansiedad del licántropo... Su víctima no tiene escapatoria. Ya se precipitan los acontecimientos... ―y mientras se apartaba del muro, Uk pronunció el veredicto que señalaba a la víctima― ¡Muchacho, viene a por ti!

No acierto a expresar lo que sentí en aquellos instantes. La certeza de mi muerte no me produjo ninguna impresión especial. Quizás experimenté una leve pesadumbre, y remordimientos por el dolor que muy pronto afligiría a mis padres. ¿Cómo puedo describir mis temores? ¿Qué mortal comprenderá a quién se ha enfrentado a la inmortalidad? Para el consuelo de quienes han reparado en la fatiga de mi escritura, me abstendré de incidir en este pasaje de mi relato. Permítaseme la excusa de que, cuando intento consignar los pensamientos que borbotearon en mi mente, un tropel de divagaciones se suman a los recuerdos que guardo desde la advertencia de Uk hasta que las sombras se adueñaron de mi espíritu.

De repente, se abrieron las puertas del templo y bajo el dintel de la entrada se perfiló la silueta de Zhor. El tintineo de los collares sobre su pecho, las botas que protegían sus pies de la congelación y el cabello que acariciaba sus hombros persisten en mi memoria. Los ojos de Zhor se posaron sobre mis ojos, su mirada se encendía con el brillo del fuego.

―¡Escapa! ¡Yo lo detendré!

Zhor saltó hacia mí, con el cuchillo ya desenvainado para la lucha. Simultáneamente, un guardaventanas se convirtió en astillas y la forma de un animal irrumpió en el templo.

La noche era oscura. Solo el fulgor de la luna rompía la oscuridad de la tormenta. Envuelto en la ventisca y el granizo, supuse que Zhor me había salvado de la primera acometida de la bestia. ¿Qué había sucedido? Me detuve durante unos segundos. Escuché, ya lejanos, los gritos de quienes me advertían del peligro. Entre todas las voces sin rostro, me pareció distinguir el lamento de mi padre. Me consta que es una impresión equivocada, porque el fragor de la tormenta y el aullido del viento jamás hubieran permitido que el oído humano reconociera una voz entre los gritos que llegaban del templo. Sospecho que el aliento del miedo avivó mis percepciones. Vagamente renacen las idas y venidas de Uk, que pretendía de su olfato el conocimiento exacto de lo que acechaba en el exterior, y apenas persisten en mi memoria las palabras que nuestro director espiritual había pronunciado sobre la fatalidad del destino, pero todavía recuerdo el viento helado que se filtraba a través de mis ropas, los gruñidos de mi enemigo en la distancia y los collares de Zhor más allá, rompiendo un silencio que impregnaba el aire con el hedor de la muerte.

Poco más añadiré sobre el ataque de la criatura. Se difuminaron los relámpagos que fragmentaban el cielo, los aromas de las hierbas silvestres y el brillo de una luna despiadada y terrible. Zhor se detuvo. Ante mí se agitaron unos arbustos y después un seto a mi derecha. También Zhor sintió el movimiento. Escuché el tintinear de sus collares en la inmensidad de la noche. Reemprendí la carrera y supe que el licántropo se situaba mi espalda. Pronto mi sangre atesoraría el horror de su estirpe.

Una sombra surgió de entre las sombras y me encontré bajo el peso del monstruo. Su pelo era espeso, su piel, áspera. Abrió las mandíbulas y aspiré el aliento de sus fauces. Una saliva pestilente cayó sobre mi rostro. Las nubes se abrieron para permitir que los resplandores de la luna iluminasen el instante de mi muerte. Los colmillos del licántropo se hundieron en mi carne y sentí que la maldición del lobo inundaba mis venas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 27 de junio de 2014

La guerra desde lejos

A quienes se mantuvieron apartados


La guerra empezó exactamente a las tres de la tarde de un día de octubre, cuando Lázaro la escribió con mayúsculas en la pizarra de su establecimiento. Dicen que abandonó su faena tras la barra para atender al cartero, y que regresó compungido por la desdicha, con una bayeta y tiza. Limpió la pizarra donde se anunciaban el menú y la publicidad, con las ofertas y recomendaciones diarias, y escribió guerra en mayúsculas grandes, y más abajo, con letra mucho más pequeña, que en lo sucesivo el cartero traería quince periódicos diarios, uno para cada mesa de su terraza frente al mar, lo que repetiría cada mañana para satisfacer la curiosidad de sus clientes, que eran libres de releer la guerra y discutirla si era de su agrado. Naturalmente, el coste de su servicio se mantendría en el valor habitual. Después, Matías hizo sonar una bocina desde su observatorio en el faro del cabo, y por el sonido se supo que venía una tormenta. Los pescadores corrieron a asegurar sus barcos en el puerto, no fuera que naufragasen con un mal viento.

Poco puedo contar de la guerra en otoño, con el horror de sus escaramuzas en el frente y las incursiones suicidas. Lázaro, que apenas sabía leer sin trabarse, conversaba con el cartero en la trastienda de su cocina, donde se hacía con las novedades bélicas que luego comentaba con la clientela, en su mayoría pescadores que atracaban en sus mesas para rematar la jornada discutiendo las maniobras anunciadas por Lázaro para los ejércitos. Su palabra era ley junto a la opinión del cartero y los mapas de los dibujantes en las páginas interiores, que recogían los distintos movimientos de tropas y destacaban con caligrafía negrita los objetivos principales, en muchos casos remarcados por un subrayado o un círculo en rojo del cartero, que señalaba así lo más importante. Por lo demás, la vida continuó más o menos igual, con las redes tendidas para secarse al sol y los pescadores ocupados en repasar los corchos y enmendar cada desgarradura, para que no se resintiese la pesca. Se trabajaba mucho para apurar el buen tiempo y la guerra se reducía a noticias destacadas en los periódicos, noticias que nadie leía excepto el cartero y Lázaro, aunque este a medias, por la dificultad de la lectura y las palabras empleadas por los redactores de noticias, que sonaban extrañas para quienes solo entendíamos de peces y anzuelos.

Matías el farero también se sintió invadido por la inquietud de la guerra, y no perdió ocasión de preguntar a los barcos que pasaban por el horizonte por noticias novedosas, para lo que se servía de un lenguaje de luces parpadeantes que solo practicaban los fareros y los especialistas de los grandes navíos, los únicos que podían aclararnos algunas dudas sobre aquella lucha que parecía haber convulsionado el mundo. Debo reconocer que no tuvo ningún éxito en sus conversaciones con los buques lejanos, que ora pasaban muy lejos, ora se había empañado la linterna del faro o, su excusa favorita, que los especialistas de las compañías que fletaban los barcos no eran más que mercenarios que desconocían su oficio, tan lejos de los auténticos navegantes que habían honrado los mares desde hacía siglos. Él mismo, y Matías lo exhibía con orgullo, mostraba un pendiente en la oreja como distintivo de un marinero de verdad, de los pocos que habían doblado el cabo de los infiernos y sobrevivido al peor océano, lo que le permitía mantener con cierto orgullo que el valor y la determinación obraban lo imposible. Aún así, no encontró respuesta en los barcos del horizonte, que pasaron como siempre de noche, convertidos en luces de la distancia.

Una tarde Lázaro nos presentó a su sobrina María, que era una joven con la primera efervescencia de la juventud, distinguida por unas graciosas pecas en las mejillas y una silueta que de ningún modo pasaba desapercibida a la clientela masculina. Había llegado de la capital donde vivía con sus padres, que la enviaban al pueblo para alejarla de la guerra, que no era buena para los jóvenes ni para los viejos, aunque estos solían preferir vivir donde era suyo y aguardar a que pasasen los malos tiempos, lo que no siempre era posible, porque la guerra solía ser despiadada y no respetaba a nadie. El caso fue que María causó buena impresión entre los clientes de Lázaro, impaciente por señalar que su sobrina había ido a la escuela y no solo sabía leer y escribir de corrido, sino que conocía de cuentas y problemas difíciles, lo que causó gran impresión entre los hombres, poco acostumbrados a una mujer tan lista. María pronto aportó su saber de la guerra, porque siempre había vivido en la ciudad y allí contaban con una información más fidedigna y actualizada de los acontecimientos.

Apenas Lázaro asignó oficio a su sobrina, la presencia de María se impuso en el interés de los pescadores, por la simpatía que derrochaba con la clientela, a la que diligentemente servía sus consumiciones, y por las formas de mujer que se presentían bajo sus ropas, que eran muy sencillas, una falda, camisa blanca y un calzado que variaba entre sandalias y zapatos de fieltro. Solía recogerse el pelo hacía atrás en una coleta muy recta, que tenía algo de insolencia y descaro, nadie supo precisarlo con certeza. También fue mérito de María la discreción del uniforme, para que su tío aceptase las ropas que ella misma había elegido para su trabajo de camarera. Verla revolotear entre las mesas era un placer que atraía la mirada de los pescadores y el recelo de sus esposas, que también frecuentaban el establecimiento de Lázaro, aunque en diferente horario. Pese a la desconfianza inicial, el quehacer de María pronto contó con la aprobación de la clientela femenina, comandada por doña Consuelo, que admitió que la sobrina de Lázaro era limpia y pulcra en su trabajo, tanto que no cabían quejas ni censuras a su esfuerzo, siempre amable y considerado con el cliente. Rápida, eficiente, servicial, Lázaro había ganado mucho con la presencia de su sobrina, más si se considera la naturaleza de su clientela, repartidas entre ellas, las esposas de los pescadores, que ocupaban las mesas desde media tarde, y sus maridos, que llegaban con la oscuridad primera, tras concluir la cena en casa, para rematar con una copa y olvidar la penurias de la mar, que siempre regalaba una pena nueva, con las redes, los aparejos o cualesquiera de los motivos relacionados con la navegación, las mareas o los vientos. Anzuelos y sedales completaban la vida de los marineros, que eramos casi todos en el pueblo.

María pronto demostró saber mucho de la guerra. Leía las noticias con una fluidez y conocimiento que despertaba la admiración de los pescadores. Al parecer todo se reducía a la disputa fronteriza por una mina de cobre de gran valor estratégico, y María insistía en la modernidad del cobre como material esencial para el futuro, porque se requería de sus capacidades para canalizar el milagro de la electricidad, un prodigio moderno que procuraba el progreso de las máquinas, algo indefinible pero esencial para las naciones. Lázaro coincidía su sobrina en este sentir, sin que nosotros nos enterásemos demasiado de cómo funcionaban esas máquinas que cambiaban la vida. María pretendía explicarlo pero era imposible que entendiésemos al recalar en el muelle a última hora, cuando concluía la faena en la mar y arribábamos a puerto con los barcos, derrengados por el trabajo en las postrimerías del buen tiempo y estremecidos por una mar demasiado brava como para adentrarse en ella sin respeto.

Una noche poco concurrida, María jugó al dominó con tres contrincantes que pretendían su sonrisa, y por qué no reconocerlo, su inocencia en el juego. Perdió ocho veces seguidas, convirtiéndose en burla de todos, aunque el escarnio era galante y menos grosero de lo que le hubiese correspondido de ser un hombre. Se sucedieron las incitaciones más o menos veladas desde las mesas vecinas, que con apariencia de broma llevaron el rubor a las mejillas de María, a la postre aún una niña. Se retiró tras la barra y permaneció en silencio, bajo la tutela de Lázaro, que reprendía a los jugadores por abusar de una criatura. Hubo discusión sobre quién pagaba las consumiciones, que eran la apuesta común en el juego, y después de muchas quejas Lázaro consideró saldada la deuda. Luego amonestó a su sobrina por dejarse embaucar por todos los rufianes que llegaban a su casa, un comentario que pese a su apariencia no era ofensivo, porque rufianes era lo mejor que podía decirse de nosotros, hombres de la mar desde siempre. Entonces llegó Andrés.

Alto como una puerta, bruñido por la intemperie y con unas cejas sobresalientes y tupidas, para amparar los ojos del sol, unos ojos incisivos y grises, despiadados en su mirar pero con un fondo tierno. Las facciones eran enormes, con una nariz y unas orejas que podían considerarse desproporcionadas, pero que referirlas al tamaño de Andrés recobraban su proporcionalidad y se reconvertían en armónicas y bellas. A los ojos de una mujer era un buen mozo, y así lo debió percibir María, que al instante se ruborizó de nuevo. Lázaro pidió tregua con las bromas, y Andrés se dirigió a María con su voz grave, de macho en flor, para preguntarle cuántas veces había perdido. María reconoció que ocho, y que las consumiciones habían sido espléndidas, a lo que Andrés respondió que desde mañana jugaría con él de pareja, y que tendría tiempo de resarcirse de su derrota, porque no perdería nunca más. Para cerrar el trato, que era justo, invitaba a una ronda para todos, que naturalmente pagaría la casa. María permaneció pensativa un instante, como maquinando algo, y antes de que Lázaro alcanzase a mostrar su disconformidad, aceptó la oferta de Andrés y alzó la voz para anunciar que la casa pagaba una ronda a todos los que se apuntasen al concurso de dominó por parejas que patrocinaba Lázaro, que no acertó más que a esbozar una sonrisa ante el desafío de su sobrina, muy lejos de su entendimiento. Andrés también sonrió, y los previsibles jugadores de la sala dudaron de su suerte.

Para seguir los acontecimientos de la actualidad, se acordó que antes del concurso María anunciase las vicisitudes de la guerra, porque era conveniente saber quién era quién y de qué parte estaba el pueblo. Se consideró la posibilidad de que los vecinos apoyasen a contendientes distintos, pero en este punto no se encontró acuerdo y hubieron de posponerse las decisiones hasta que tuviésemos una idea clara de los detalles del conflicto. Andrés apoyó activamente esta iniciativa, lo que no pasó desapercibido a María, que encontró un motivo de agrado en el comportamiento de Andrés, que por otra parte se molestaba en esperarla cada noche mientras terminaba su quehacer entre las mesas, para enseñarle algunos rudimentos del juego. El dominó era complicado de entender en su totalidad, practicar un poco sería bueno para su participación en el concurso, dada la cuantía de premio final, recaudado con la contribución de todos los participantes y un generoso donativo de Lázaro, apuntado con Matías el farero de pareja. Eran buenos y pretendían la victoria, así que era conveniente avezarse en algunos trucos. Andrés y María pasaron muchas horas practicando el juego.

Antes de arrancar el concurso, María leyó los acontecimientos de la guerra, con un extracto que había preparado a partir de los últimos noticiarios. Supimos que la disputa se había originado por la posesión de una mina de cobre de colosal riqueza, que el gobierno había olvidado durante incontables años. Nunca importó demasiado porque se consideraba de escaso valor, y se permitió un asentamiento de menesterosos. Nada importante, algunos desastrados que se habían permitido la explotación de mineral que proporcionaba la mina, casi nada y algo de cobre que no era rentable. Pero el milagro de la electricidad había convertido el cobre en un mineral estratégico, y nuestros gobernantes habían encontrado su mina de cobre ocupada y explotada por otros. Las reclamaciones diplomáticas fracasaron y estalló la guerra, y esos eran los antecedentes que podían extraerse de la lectura de los noticiarios, incluidos algunos números solicitados al cartero, que se esforzó sin demasiado éxito. A continuación María respondió a unas preguntas de los pescadores, y Lázaro tomó la palabra para declarar la cuantía del premio final, e insistir en que las consumiciones se pagarían al instante, como siempre había sido, porque a su negocio continuaba sin importarle quien ganara o perdiera las partidas. Mi sobrina cobrará por mí cuando yo esté ocupado en el juego, añadió Lázaro, que inmediatamente se reunió con su compañero Matías para disputar las primeras eliminatorias.

Andrés era hábil, muy hábil jugando al dominó. Contaba las fichas sin un gesto delator de su juego y conocía lo jugado y por jugar sin que titubeara su instinto. Para sus compañeros habituales, alternados por la suerte o el código de las revanchas, coincidir de compañero con él era garantía de triunfo. Con María tuvo paciencia. Empezó perdiendo dos partidas, cuyo importe pagó sin que su compañera se atreviese a compartir los gastos, quizás porque preveía muchas partidas perdidas. Pero Andrés supo sobreponerse a la inexperiencia de su pareja y acertó a adivinar su juego. María se encontró en un envite donde no tenía más que elegir una ficha en cada turno. Se animó al pensar que había sido la suerte del principiante y que acaso se acabase pronto, pero cuando ganó seis partidas consecutivas razonó que tanta fortuna era imposible y que había algo más en una racha tan buena. Miró a su compañero, serio y abstraído en la partida, y al instante supo que jugaba por ella y preveía todas las posibilidades. Andrés levantó la vista y respondió a su mirada con una sonrisa de complicidad. María se sintió arropada por su pareja en el juego, y respondió a la sonrisa de Andrés con un mohín de sus pecas. Luego se permitió ganar las restantes partidas como si fuese muy fácil.

Una tarde por broma, después de que María leyera su parte de guerra, Andrés le regaló una filigrana de cobre que reproducía su nombre con bellos caracteres inclinados. María se sorprendió por el detalle, y declaró sentirse halagada por el obsequio, y Andrés excusó su galantería porque dijo que su torpeza en el juego propiciaba la confianza de los oponentes, que entonces perdían con más facilidad. María se sintió ofendida por el comentario displicente de Andrés y le mostró la lengua en señal de burla, como si fuesen dos niños jugando. Lázaro intervino para restaurar el orden y les dijo que más bien harían en ocuparse de razonamientos más propios de la realidad, azotada por esa guerra que arrasaba todo y ante la que permanecíamos ajenos. Luego tocó la barra, para que el tacto de la madera fuera propicio a la suerte, y dijo que más valía aprovechar la juventud, porque corrían tiempos desgraciados, aunque justo era reconocerlo, nuestro pueblo permanecía al margen de la contienda, que amenazaba con ser universal a juzgar por las vidas que costaban las minas de cobre. A continuación, adoptando una actitud severa, Lázaro advirtió que la guerra tan lejana en realidad podría envolvernos en cualquier instante. Después su semblante se tornó pensativo y áspero, concluyendo que éramos afortunados por vivir en paz. María y Andrés se desentendieron de tanta tristeza y rompieron en risas al recordar algunas incidencias de la últimas partidas.

María confesó a su clientela vespertina, las esposas de los pescadores, que sentía por Andrés una cierta inclinación, quizás fruto de su acierto en el juego. Doña Consuelo, en su perfecto liderato como amiga de sus compañeras, repitió que Andrés era un hombre bello y que si ella fuera más joven no estaría soltero. Luego se excusó de sus pensamientos ante su difunto esposo, muerto en la mar. Otras mujeres rieron de la ocurrencia de Consuelo, y se inició un salpicado de comentarios que instruyó a María de las virtudes de los distintos mozos del pueblo. Bien pensado, y era consejo de mujer a mujer según advirtió Consuelo, Andrés era mejor que ningún otro. Decididos a buscar defectos nadie se salvaba en la purga, pero de Andrés podía decirse que era noble y trabajador desde niño, y poco más necesitaba una mujer sensata, que había de contentarse con un buen macho para disfrutar la juventud y un compañero afable para el resto de la vida. Consuelo exageró su pesar por la juventud perdida, para dejar constancia de su debilidad por Andrés. Luego pidió a María que leyese las últimas noticias de la guerra. Permaneció pensativa un instante y preguntó si también sería posible encontrar otra lectura más grata, a lo que María replicó que la guerra era un asunto muy serio, del que convenía mantenerse informado, pero que no obstante buscaría el modo de conseguir algo complementario. Quizás podría reducir el parte de guerra y añadir algunos textos que imaginase de su agrado. Consuelo y sus compañeras aplaudieron la predisposición de María, y reanudaron sus comentarios sobre los mozos del pueblo, con gran divertimento y sonrojo ante su propios disparates.

La guerra en invierno pareció cobrar menos protagonismo, aunque en el ánimo de los pescadores parecía aún más emocionante. Esta discrepancia entre realidad escrita y sentimiento no se originaba porque los diarios de Lázaro o las siempre impecables lecturas de su sobrina brillasen con mayor o menor fortuna, sino por las continuas tempestades que amarraban los barcos a puerto. Cuando no bullían vientos encontrados era el mar de fondo o una lluvia tan intensa que convertía la navegación en imposible. Abandonamos la terraza y nos refugiamos en el comedor de Lázaro, donde una estufa de leña convirtió nuestra estancia en apacible. La vida se tornó uniforme mientras se deslizaban los días de mal tiempo y las veladas pausadas y tranquilas. Aventurarse en la mar resultaba imposible y había poco trabajo en el almacén de salazones, lo que dejaba margen para el local de Lázaro y la tertulia pausada, donde los pescadores, con Andrés a la cabeza, recalaban apenas a medio día, para abrir el hambre con algún sustento del mar, y luego de comer cada uno en su casa, regresaban con sus esposas a media tarde. A todos invadió la triste melancolía de los días grises, que se revelaba como un pesar en el alma. Tras la barra, María se entretenía en marcar con cintas de colores algunos libros antiguos, remitidos por sus padres desde la ciudad, afortunadamente aún en paz.

Doña Consuelo preguntó por los avatares de la guerra, y María aseguró que en el interior el frío era mucho más intenso y que los caminos se encontrarían anegados de barro si no de nieve, con las comprensibles dificultades para el movimiento de los ejércitos. Tomó una pilada de los últimos periódicos, por los que ya nadie se interesaba, y leyó fragmentos al azar, los que a su juicio consideraba convenientes. Conocimos así al general González, que había sido indio y después sirviente antes de ingresar en el ejército y asumir el mando supremo. Se dirigía hacia la mina de cobre, para anexionarla finalmente a la nación, bien precisada de sus recursos, que eran muchos y bien valorados en los mercados internacionales. También supimos de las bondades del cobre, demandado por la electricidad como caminos por donde discurrir y bobinas que hilar, y María se permitió un inciso al explicar que los motores modernos empleaban profusamente el cobre, para extraer el impulso de la electricidad y convertir su fuego en movimiento, que era la principal virtud de la electricidad, a la postre demasiado compleja para un entendimiento normal. Al instante reconoció que en la capital era diferente, porque la electricidad se entendía por ser casi cotidiana y de gran provecho para el vivir de las gentes.

Con el fin de la pesca y una escasa ocupación en las labores de la mar, los pescadores adelantaron su horario a la tarde, como si todos los días fueran festivos y no tuviesen otro entretenimiento de más provecho que matar al tiempo. El campeonato de dominó se adelantó a horarios más tempranos, pese a la negativa de doña Consolación y otras damas, que preferían escuchar los relatos de María y su novela de amor, gozo que se veía drásticamente interrumpido por las exigencias del campeonato, que limitaba el tiempo de novela al descanso entre partidas, y siempre de una extensión limitada al intermedio disponible.

Durante unos días María simultaneó su participación en el campeonato con sus lecturas del parte de guerra y sus descansos con la novela de amor, que lentamente también despertó el interés de los pescadores, solidarios con sus esposas en aquellas penas tan lejanas. En el momento oportuno, siempre con una amable disculpa por el tiempo consumido, María interrumpía el relato de la novela y regresaba a sus obligaciones con Andrés, que la envolvía con sus ocurrencias y sus bromas desde el primer instante, con preguntas sobre la guerra o la continuación de la novela, a lo que María se negaba a responder por mantener el misterio. Después Andrés se concentraba en la partida y pretendía el conocimiento íntimo de su pareja, a la que adivinaba en el juego con una facilidad igual al estupor de sus contrarios, que aún pensaban que derrotar a María y Andrés era fácil, quizás porque nadie daba crédito a que María hubiera aprendido con tanta rapidez los rudimentos del dominó, y no se limitase ya a las jugadas de mero trámite donde no era preciso pensar, sino que maquinaba la siguiente jugada y entreveía la intención de su compañero, a quien acompañaba las fichas con una precisión que sorprendía a sus rivales. Concluyeron las últimas eliminatorias con Andrés y María como campeones absolutos en número de partidas ganadas. Quedaba lo más difícil, las semifinales y la gran final, donde habrían de decidirse los vencedores del concurso. Matías y Lázaro tampoco habían perdido ninguna partida, serían un rival difícil cuando llegase el momento.

La tempestades se sucedieron inclementes. Con diferencias mínimas, doña Consuelo y sus amigas coincidían en el salón de Lázaro con sus esposos los pescadores, retenidos por una interminable sucesión de días borrascosos y poco propicios para la faena, porque cuando los vientos eran buenos se enfrentaban a corrientes intensas o mar de fondo, de modo que la navegación era muy arriesgada. También eran frecuentes las relampagueantes tormentas, que convertían cualquier mástil en fuego fatuo y despertaban la superstición de los marinos más curtidos. Incluso Matías el farero tartamudeaba ante aquellas chispas sobrenaturales. Pronto, para conciliar las diferencias entre damas y pescadores, se acordó que María leyese un resumen de las noticias de la guerra exactamente a la seis de la tarde, que era el momento adecuado para reclamar una pausa y oír el parte diario, antes de iniciar con la competición, que se prolongaba mientras las noticias se discutían en las mesas, a veces con escepticismo, a veces con el acaloramiento de posturas divergentes. Doña Consuelo y sus amigas fueron llamadas al orden más de una vez, porque se atribularon con las vicisitudes de la guerra, defendiendo a los nuestros y negando la razón a los invasores, que solo esgrimían argumentos tan inconsistentes y contrarios a la ley que ya habían propiciado el rechazo de las potencias vecinas. Ahora se enfrentaban a nuestros ejércitos mientras se retiraban hacia la mina, con más determinación que éxito, perseguidos por su derrota y sin más afán que hallar refugio. Tras alguna protesta, Doña Consuelo sosegó su parecer sobre los combatientes, para permitir la concentración de los jugadores.

La imposibilidad de trabajar en la mar obligó a emplearse en las despensas de los secaderos de pescado, que por suerte se habían colmado por la buena temporada y contaban con reservas suficientes para satisfacer las necesidades del pueblo, bien aprovisionado a pesar de la guerra. Según explicaba María cada tarde entre las mesas de Lázaro, el ejército requería un considerable esfuerzo de intendencia, porque no solo proporcionaba sustento a los combatientes, sino también ropa para los largos meses de invierno, donde el frío y la lluvia aumentaban las penurias del soldado, cuyo sustento decaía o mermaba en su regularidad. Los caminos solían embarrarse tanto que las caravanas de abastecimiento se trababan en el lodo y encarecían las penurias del viaje, en ocasiones demorado semanas enteras, comprometiendo el suministro normal del ejército, que podía quedar sin víveres suficientes, o algo peor aún, sin munición, lo que era más peligroso que la guerra misma, de momento estancada en el invierno. Además, las interioridades de la mina en litigio se había infestado de rebeldes que acechaban entre el fango de las galerías. Según el general González era mejor esperar, porque la tropa estaba extenuada y no era prudente emprender una ofensiva con hombres hambrientos.

El campeonato de dominó superó finalmente sus etapas previas y llegó a las semifinales, muy disputadas hasta que se impusieron los mejores en un torneo a cinco partidas. Para la gran final se dispuso una solitaria mesa en el centro del salón y filas de sillas para que los curiosos pudieran contemplar el espectáculo. Las señoras también se sumaron al evento, pero agrupadas en un extremo, a salvo de sus esposos y algunos niños que revoloteaban por la sala, también sumados al acontecimiento. Lázaro, Matías, Andrés y María se sentaron cada cual frente a su pareja, y se inició la partida. Durante las fases preliminares, incluida una eliminatoria menor que se saldó en tablas, se habían estudiado minuciosamente. María no participó en dicho estudio, su conocimiento del juego aún se hallaba lejos de la sutileza necesarias para estas apreciaciones de maestro. La partida transcurriría en el centro del salón, en una mesa rodeada de sillas que acomodaron a los curiosos, incluida doña Consuelo y sus amigas, que apoyaban a María con una fidelidad solo concebible entre mujeres. La partida comenzó y se sucedieron los silencios pensados, el resonar de la fichas al golpear la mesa, los comentarios de los jugadores.

La mayor parte de la final transcurrió con igualdad de fuerzas entre los contendientes. Lázaro y Matías tuvieron suerte en el reparto de las fichas y supieron aprovechar la mano para mantener una ligera ventaja. La compenetración de su juego era casi perfecta, y poco pudieron oponer sus contrarios a la eficacia con que tramaban sus jugadas. Andrés y María ganaron cuando le correspondió algo de fortuna o si sus oponentes cometían algún error importante, pero era muy difícil, porque Lázaro y Matías habían competido juntos desde tiempos inmemoriales. También jugaban muy rápido, en apariencia sin pensar, para impedir que Andrés adivinara sus fichas. La expectación fue máxima en las dos primeras partidas, que concluyeron con empate. En tercera partida, la definitiva, el público enmudeció para mejor apreciar el talento que se derrochaba en el juego. Incluso doña Consuelo guardo silencio, sobrecogida por la inminencia del desenlace. Con el tanteo próximo a su fin, cuando Lázaro y Matías rozaban la victoria, Andrés se detuvo a pensar cuando aún sostenía seis fichas en la mano. Su compañera pareció sorprenderse por la demora, que aclaraba las intenciones de su juego, más para Lázaro o Matías, que a instante se consideraron ganadores. Entonces, con una voz sosegada y cauta, Andrés declaró que la partida había concluido y ganaban ellos. Luego sonrió a María, y descubrió sus fichas sobre la mesa. Jugó su ficha y no hubo más que responder a su juego. Lázaro el dos pito, María el pito tres, y así con cada una de las jugadas restantes, todas obligadas e irremediables, con lo que Andrés y María alcanzaron victoria y el público estalló en una ovación de reconocimiento a su destreza en anticipar las fichas. María sonrió incrédula, aún le restaban cinco fichas por disputar pero la secuencia de su juego era victoriosa, porque Andrés había dictado cual sería el inapelable orden de las jugadas. Se levantó para recibir los aplausos y las felicitaciones, y estrechó la mano de Lázaro y Matías, contrariados por aquella súbita derrota. Después besó tímidamente a Andrés en la mejilla, para agradecerle sus enseñanzas y reconocerle el mérito de la victoria.

Mejoró el tiempo y supimos que era primavera porque Lázaro reabrió su terraza frente a la playa. Tras una semana de lluvias débiles y olas encrespadas, nos reencontramos con la mar apacible y tendimos nuestras redes. Nos sorprendieron las primeras pescas, que fueron generosas para aquella época del año. Parecía como si los peces se hubieran multiplicado desmesuradamente durante el invierno, y así debió ser, porque durante cuatro meses había sido imposible faenar por el mal tiempo, que fue peor que otros inviernos también recordados por sus tempestades continuas. La pesca fue tan generosa que pronto se completaron de las reservas de pescado y faltó espacio para almacenar tanta abundancia. Algunos vecinos sugirieron que podríamos vender las salazones a la tropa, porque nuestros almacenes rebosaban de pescado y difícil sería que sufriéramos penurias encontrándonos a principio de temporada. Doña Consuelo y sus amigas estuvieron de acuerdo, porque ya lo habían discutido con sus esposos y no encontraban impedimento a un buen negocio. Por supuesto, Lázaro apoyaba esta iniciativa, que procuraría un suculento beneficio al pueblo y parecía exenta de riesgos. Solo María alzó su voz en contra, era preferible tirar el pescado a despertar el interés de los militares. Nadie estuvo de acuerdo y se pensó en negociar las condiciones del abastecimiento. Andrés se ofreció voluntario y María sintió que perdía a un amigo, porque tras la victoria Andrés la había esperado cada noche para mantener una conversación mientras recogía las mesas y ordenaba la barra para la mañana siguiente.

Andrés marchó hacia el frente a lomos de un caballo escuálido, que serviría para aliviarle el camino hasta la mina de cobre. Esa misma mañana supimos por la prensa que un nuevo material había irrumpido en el escenario de la guerra, el acero cromado, que ya blindaba el casco de los nuevos buques de la marina, unos navíos destinados a revolucionar la guerra en el mar, porque el nuevo acero también permitía cañones con un poder de destrucción superior al usual. Los pescadores coincidieron en que el acero era un material beneficioso, como lo probaban los anzuelos empleados en sus aparejos, y doña Consuelo y sus amigas comentaron que de sobra conocían sus virtudes, por las labores con la aguja y lo doloroso de su picadura en los dedos. Después pidieron silencio a sus esposos, María se preparaba para recitar pasajes escogidos de un libro de amor. Los pescadores atendieron con el interés de cada tarde, porque las aventuras de los enamorados eran apasionadas y dramáticas. Para Consuelo y sus amigas, no era extraño que una historia tan descarnada sobrecogiera el corazón de los hombres, que en su escaso entendimiento también sabían de compromisos y delicadezas de amor, aunque su naturaleza más ruda los abocase al desafuero y la arrogancia.

La falta de Andrés aumentó la sensación de peligro. Las lecturas de María congregaron a más público y el local rebosó de una clientela que atendía a las noticias de la guerra. Se supo que el general González, consideraba la importancia estratégica del acero, que convertía a la marina en invencible. Esgrimiendo este argumento, proclamaba la oportunidad de bombardear la mina desde la distancia. Los buques de guerra se aproximarían por mar, lo cual según los pescadores era indiscutible por tratarse de barcos, y sepultarían las posiciones enemigas con un fuego de artillería tan enérgico que hundiría las minas y convertiría a los rebeldes en rebeldes aplastados. Inmediatamente se alzaron partidarios y detractores de los planes del general González. Los argumentos cubrieron todas las posibilidades, desde las extremas de algunos pescadores, que pretendían apoyar a la marina con sus barcas de vela y remo, a las lánguidas proposiciones de algunas damas, que consideraban oportuna una merienda con el enemigo para conversar sobre el conflicto. Doña Consuelo y Lázaro parecieron coincidir y discrepar en igual medida, pero el contraste lógico de los argumentos y la buena fe de los discrepantes pareció encontrar coincidencia en los méritos de Andrés, que se había enrolado voluntariamente en una aventura de dudoso término. Todo lo demás quedaba apartado hasta su regreso, y había de considerársele como el hijo pródigo del que cabía esperar regreso. Igualmente coincidieron en la conveniencia de prevenirse de la guerra, que invadía todos los ámbitos en la ciudad, según el testimonio del cartero, a quien siempre se otorgó crédito. Los mayores coincidían en que la guerra siempre era mala, aunque en un pueblo tan perdido quizás fuera menos mala. Todo estaba por ver, pero la preocupación presente había de ser Andrés, perdido en ese mundo en guerra, según Consuelo tan traicionero y cruel.

Supimos de András por dos confidencias diferentes. Por un lado el cartero confió a Lázaro que se había detenido a un espía que merodeaba por el frente, un espía que concordaba en su descripción con el desaparecido Andrés, aunque esta coincidencia no podía considerarse una prueba definitiva, porque el espía no había reconocido ninguna de sus culpas y acaso fuere inocente, aunque en manos de los interrogadores quizás confesara cualquier disparate para ser culpable y terminar cuanto antes. Según Matías el farero, esto era lo común entre los prisioneros, aunque la descripción física era la de un hombre corpulento y poco más, si acaso tostado por el sol, pero así podían encontrarse muchos, por lo que no debía prestarse más fundamento a este rumor. Por otro lado, María tuvo la deferencia de leernos una carta personal que se había hecho escribir Andrés, aunque el cartero la había entregado sin remite, pero las formas y algunas frases aisladas, adivinaban el sentimiento de Andrés, que había usado este modo tan personal para mantenernos al tanto de sus aventuras. María no la leyó entera porque demasiados fragmentos eran privados y hacían referencia a su compenetración en el juego, pero entre los párrafos que leyó concluimos que Andrés había llegado hasta la mina de cobre y se infiltró entre los combatientes, que constituían un irreductible desorden de hombres temerosos y desorientados. Por el momento buscaba con quién hablar sobre nuestra propuesta de vender el pescado excedente, aunque seguía intentando encontrar al mando adecuado para exponer su propuesta. La estructura y funcionamiento del ejército eran difíciles de comprender, y continuaba esperando que una suerte imprevista lo situase ante la persona adecuada. Para corroborar la auditoría de Andrés, María sacó del sobre un presente de acero, un presente que garabateaba su nombre como ya lo hiciera Andrés con el cobre, así que el recordatorio de alambre se convirtió en prueba fehaciente de la autoría de la carta. María sonrió feliz de recordar a su compañero de juego.

Pendientes del destino de Andrés, las tardes y las noches se convirtieron en un releer de noticias antiguas. El pueblo entero coincidía en que era preciso entender las vicisitudes del frente para ayudarlo si esto era posible. Por sugerencia de Lázaro se habilitó una mesa para simular la disposición de las tropas, y el mapa de nación se trazó con tiza sobre la madera, para que todos los vecinos y clientes pudiesen hacerse una idea del devenir de la guerra y opinar en consecuencia. Con piedras y caracolas se simularon las posiciones de los ejércitos, y a la vista de las tropas se discutió sobre cuales serían los siguientes movimientos y qué beneficio reportarían las distintas posibilidades de Andrés. Era pura especulación, porque desconocíamos su paradero e incluso había quienes lo presumían preso después de semanas sin noticias. Mucho hablamos sobre las supuesta destreza de Andrés para escapar del enemigo. Una tarde de discusión arrebatada, muchos lo consideraron muerto y ofrecieron a María sus condolencias por una desgracia tan dolorosa, porque además de su compenetración en el juego, les había parecido percibir una inclinación mutua más allá de la mera camaradería de jugadores, lo que se sumaba a la pérdida de un compañero de juego tan estimable. Doña Consuelo se apresuró en defensa de la afligida María, que no disimulaba su abatimiento ante los torpes comentarios de los pescadores, y aseguró que Andrés era mucho Andrés como para considerarlo vencido sin pruebas. Finalmente, tras mucha incertidumbre, durante las siguientes semanas doña Consuelo se convenció de la fatalidad, hasta que manifestó a María sus sentidas condolencias, y todos creímos que había sucedido lo irremediable.

El pesar por Andrés se prolongó hasta los primeros días del verano, cuando María declaró sentirse indispuesta por una repentina fiebre e interrumpió las lecturas de la tarde para dar largos paseos por los alrededores del pueblo. Supusimos que se trataba de tristeza y convinimos que la soledad sería beneficiosa para mitigar su pena. Pronto le sorprendió a Lázaro que el humor de María mejorase bruscamente, como si hubiese superado la pérdida del amigo y pareja de juego. Pensó en investigar el cambió de su sobrina, pero las discusiones con Matías el farero y doña Consuelo lo arrastraron hacia deliberaciones más trascendentes y propias de tiempos convulsos. Los noticiarios eran parcos y las lecturas de María tediosas, excepto lo referido a la novela de amor, que continuaba con sus gozosas penurias y sus arrebatos de pasión irrefrenable. Sin embargo, existía un elemento novedoso en los avatares de la guerra, un elemento que señalaba una derrota nueva. Matías, en una de sus observaciones desde el faro, advirtió que una gran escuadra se congregaba en el horizonte. Al principio pensó que se enfrentaba a meras casualidades de la mar y sus rutas, pero después lo asaltó la sospecha y confirmó que eran demasiados barcos juntos para suponer una casualidad. Además, después de algunas señales que transmitían información íntima sobre la guerra, las luces del mar enmudecieron en sus destellos y solo quedó el silencio de la noche en el horizonte. Pero los barcos se encontraban allí, aunque por la mañana la distancia los convirtiera en puntos invisibles. Matías no albergaba duda, su instinto lo advertía aunque los ojos no confirmaran sus sospechas.

A la hora habitual, María tomó el noticiario de la mañana y empezó a leer su reseña de la guerra, pero las palabras escaparon al texto del escrito y en confidencia reveló que Andrés continuaba vivo y a salvo. Nos atropellamos y tuvimos de organizarnos en turnos para sacar provecho del alboroto. Apenas conseguimos sosegarnos, María respondió a nuestras preguntas y acordamos que el sigilo propuesto por Andrés era lo más conveniente, y que además era preferible aguardar hasta estar seguros de que no era una trampa del general González, que parecía habernos tomado por traidores. Doña Consuelo coincidió con Lázaro en establecer un discreta vigilancia por las afueras del pueblo. La advertencia de exploradores o patrullas de vanguardia serían signo alarma, y se establecieron turnos y cuadrillas para otear en busca de cualquier indicio que delatara la presencia de un intruso. Entretanto, María era la persona adecuada de contacto con Andrés, porque así lo determinaba el destino y a la postre ya se había demostrado la discreción de este método, porque ninguno de los presentes había sospechado el regreso de nuestro vecino.

Supimos por María que Andrés se encontraba oculto, y por Matías que los barcos continuaban ocultos en el horizonte, aunque por supuesto se habían incrementado en su número. El regreso ileso de Andrés se consideró unánimemente una gran noticia y pronto decidimos ir a su encuentro. María nos previno de nuestro error, y confesó que se ocultaba entre los sacos del almacén de salazones, y que se había presentado de improviso, mientras disponía el local para reemprender la rutina. A decir verdad, Lázaro también conocía el secreto y se encargaba de las últimas tareas, para adelantar el asueto de su sobrina y saber de Andrés, que no parecía herido y mostraba el mismo humor de siempre, aunque eso sí, prefería mantenerse oculto por motivos de seguridad. Quizás lo hubieran seguido los soldados y la facilidad de su huida solo fuera aparente, o quizás hubieran mandado patrullas en su búsqueda, para rastrear los caminos e inspeccionar cada refugio posible. Por eso era conveniente tomar precauciones y no pecar de confiados, y Lázaro atenuaba la voz para asegurar que ya celebrarían el oportuno festejo cuando pasase el peligro. Después, declaraba su confianza en María, que además de ser su sobrina era una joven de gran valor y tan astuta como para dar rodeos y moverse sin ser vista por el enemigo, que ahora, con Andrés oculto podría encontrarse al acecho.

Durante las siguientes semanas María se encontró con Andrés en el almacén, donde llegaba al oscurecer, con la certeza de que nadie había recalado en el pueblo a la caza de espías o desertores. Andrés protestaba porque él no era una cosa ni otra, sino un simple pescador, y así lo había contado mil veces a cuantos lo interrogaron, porque cuando llegó a la guerra comprendió que era muy distinta a como se leía en los periódicos, un suplicio de miseria y desgracia que parecía no concluir jamás, y cuanto más se acercaba al corazón de la contienda, más terrible era la supervivencia, y al final los alrededores de la mina de cobre no eran más que un erial calcinado por el continuo martilleo de la artillería, un lugar que olía a tierra removida y abrasada. Entonces fue cuando lo capturaron y sufrió una semana de interrogatorios. Se limitó a responder siempre lo mismo y fue ascendiendo en el escalafón militar para repetir sus respuestas ante militares de mayor graduación, hasta que llegó hasta el mismísimo general González, que lo felicitó como si hubiese hecho algo importante, y lo despidió con la promesa de concertar una entrevista adecuada en el futuro. Regresó al pueblo dando un rodeo y cuidándose de perseguidores, porque después de tanto interrogatorio desconfiaba que lo hubieran dejado irse tan fácilmente. Por eso se escondía entre los sacos del saladero, para no comprometer al pueblo con su regreso.

Lentamente nos convencimos de que el peligro había pasado. Por voluntad propia, Andrés se presentó una noche en la lectura de María, y todos simulamos que no había faltado de su lugar nunca, porque habíamos discutido cuál era la actitud más adecuada para eludir sospechas, y convinimos que lo mejor era imaginar que Andrés había asistido con nosotros a cada una de las lecturas de María, que nos mantenía informados de los pormenores de la guerra. Discretamente brindamos por los últimos planes para conquistar la mina de cobre desde el mar, que según los puntuales informes de Matías habían congregado a una escuadra invisible de no menos de mil barcos. Si encendieran sus luces de posición al unísono, de seguro que convertirían el horizonte en una línea iluminada. Aprovechamos una pausa en los acontecimientos para poner al corriente a Andrés de la novela leída por María, por si lo interrogaban que sus palabras coincidiesen con nuestro testimonio. Lo demás podía inventarlo sin demasiado esfuerzo, porque la vida en el pueblo había continuado siendo la misma.

Estalló la batalla y el horizonte se convirtió en un relumbre de tornasoles. Los estampidos, que empezaron a medianoche iluminaron la madrugada hasta el alba, cuando cesaron bruscamente y luego de una pausa para recuperar los oídos retornó el canto de los pájaros, que pese a la noche de pesadilla saludaban como siempre al nuevo día. Por la mañana, los noticiarios de Lázaro daban cuenta de la ofensiva y exponían las razones del general González, que había construido una flota de barcos de acero, y con cañones de excepcional calibre desplegó un fuego sincronizado con la artillería terrestre, hasta convertir la mina en un revuelto de escombros de cobre. Durante las noches siguientes nos congregamos en la playa por si la marea arrojaba algún resto de la guerra pero no tuvimos éxito en nuestra espera y solo escuchamos el revoloteo de los peces voladores, que parecían inquietos por el retumbar lejano de su cañones, interrumpido cinco minutos antes de las horas exactas, para continuar cinco minutos después. Matías aseguró que esta pausa se debía a la necesidad de rectificar periódicamente el alza de los cañones, que distinguían su objetivo en la distancia por el relampaguear de las explosiones en tierra, muy lejos de la costa y solo visible desde el pueblo como un vago resplandor en el horizonte.

Durante las noches siguientes, mientras el bombardeo teñía de luces el horizonte, María y Andrés se alejaron por la playa hacia donde los pescadores nunca llegaban, por ensenadas y playas que pocas veces habían acogido una huella humana. Jugaron a buscar un paso entre rocas cuando la marea ocultó la orilla, y se descalzaron para sentir el frío de las aguas al atravesar una playa de arenas limpísimas. También hubieron de atravesar grandes espacios invadidos por las algas, pero superaron las dificultades con facilidad, porque la luna era generosa con su luz y la oscuridad frágil y llena de reflejos. En general fue un paseo apacible que se inició como una amistad entre jugadores, se prolongó en confidencias sobre la guerra, y concluyó con una sincera exposición de sentimientos varoniles, que encontraron inmediato acomodo en las ilusiones de María, desde el regreso de Andrés envuelta en un gozo extraordinario. Regresaron al pueblo cogidos de la mano, ajenos al tronar de la guerra lejana.

Una mañana Lázaro anunció que los titulares de los periódicos eran inequívocos, y María pidió unos minutos para preparar un adelanto inmediato de los hechos. Tras comprobar algo en las páginas interiores, explicó que la guerra había terminado como consecuencia de varios factores que podrían merecen diversa crítica, pero a la postre no admitían duda. La mina se había hundido sobre sí misma, quedado los pozos, las galerías, los corredores, y la valiosas vetas de cobre sumergidas en el interior de la tierra, aplastadas por la destrucción de los cañones de la marina, que se había cebado en su objetivo con una sobrecogedora precisión. Sin embargo, pese a la colina convertida en escombro, y a que el paisaje yacía bajo una montaña de cascotes de inabarcables dimensiones, no se habían registrado víctimas en aquella victoria indiscutible, porque los rebeldes huyeron con las primeras explosiones. Se había ganado la guerra, aunque la mina fuera ya completamente inservible y todo hubiera estallado en un marasmo de polvo y rocas pulverizadas. Reanudar su actividad era sencillamente inviable, pero el general González se declaraba satisfecho, porque los rebeldes habían abandonado la mina, que nunca más volvería a servirles de refugio.

Los vecinos nos miramos al comprender la importancia de la noticia. Doña Consuelo gritó entusiasmada y abrazó a cuantos descubrió a su lado. La imitamos alborozados por la felicidad de vivir una fecha destacada para la historia. Andrés y María se besaron fugazmente en los labios, y enmudecimos un instante para renovar nuestro júbilo con nuevos gritos de alegría. Lázaro alzó la voz para proclamar que por una vez invitaba la casa y que ahora llegaría la electricidad al pueblo. Matías llegó apresurado a la fiesta, para confirmar que su sentir de los barcos habían desaparecido del horizonte y que la mar anunciaba calma. Finalmente, la guerra concluyó cuando Lázaro sostuvo una breve conversación con el cartero recién llegado a la trastienda de la cocina, y retornó al comedor entusiasmado por la confirmación de la buena nueva. Limpió su pizarra y escribió con pulcros caracteres mayúsculas la palabra paz, y luego distribuyó los periódicos por las mesas. Andrés y María continuaban besándose tras la barra.


Blas Meca, con licencia Creative Commons