Google+ Literalia.org: octubre 2014

viernes, 31 de octubre de 2014

Kalhat III

- III -

Adsler Krockner, el maestro, el genio, el hermano que escapa a las normas de los hombres. Su silueta encapuchada aún aletea en mi memoria con la intensidad de la primera vez que mis ojos descubrieron su presencia, y el eco de sus palabras resuena en mis oídos con la elegancia de cuando descubrió mi secreto.

―Es inútil. Ha borrado sus huellas. No tenemos pruebas que corroboren nuestras acusaciones. Solo tú y yo conocemos la identidad del asesino. Debemos esperar. Antes o después nos respaldará la evidencia.

Nuevamente me he adelantado a los acontecimientos. La premura por descubrir a los personajes de esta historia, el caos que renace del recuerdo y la infinita torpeza de mi elocución, lejos de excusarme ante los testigos que juzgarán el interés de mis revelaciones, acrecientan la gravedad de mi falta y me sumergen en las aguas del egoísmo y la intransigencia. Si fuese un hombre joven, si aún no hubiese descubierto la traición del tiempo, no dudaría en regresar al instante en que se ocultó la última luna llena y supe que el bálsamo de las nieves había triunfado sobre el veneno del licántropo. ¡Qué júbilo exultante! ¡Qué plenitud porque mi destino se arropaba con la vulgaridad de todos los destinos! Pero la felicidad del reencuentro con mis padres y el orgullo con que mostraba las cicatrices de mi hombro deberán permanecer entre los secretos del pasado.

Tampoco exigiré de mi pulso la continuidad del relato. ¿Qué importan una semana, un mes o un año ante la inminencia del ocaso? Los hechos que entonces fueron relevantes se difuminan y alteran para conformar nuevos hechos que, aún desapercibidos en su momento, ahora se perfilan en mi memoria como el verdadero inicio de lo anunciado por los profetas. El abrazo de mi padre y las lágrimas de mi madre se desvanecen ante las congratulaciones del Predicador.

―¡Muchacho, has escapado a la peor de las muertes! ¡Todos hemos suplicado por tu restablecimiento!

¿Por qué habrían de impresionarme estas frases anodinas? Durante aquella semana las había escuchado de los prohombres que destacaban en la vida social, de los campesinos, los alfareros y los maestros en el arte de curtir las pieles de los animales. Felicitaciones a las que yo apenas replicaba con un tenue agradecimiento antes de que se deslizaran al olvido, felicitaciones que ahora encendían mi conciencia y proclamaban que el Predicador se enfrentaría pronto a la muerte. ¿Cómo vislumbré el futuro con una certidumbre inquebrantable? ¿Qué presagio me reveló la verdad? No encuentro en las palabras del Predicador presagios que alertaran mis sentidos. Sus ademanes fueron tan parcos como se espera de un iluminado por la fe. Ningún sobresalto distorsionó la quietud de su rostro, y tras la dureza de su mirada solo se vislumbraban la benevolencia y la cordialidad. Pero muy pronto arderían las velas funerarias en su honor y lo enterraríamos a las afueras de Kalhat, convirtiéndose así en la primera víctima de la maldición que pesaba sobre nosotros.

Esperé a que se confirmaran mis sospechas. Durante dos semanas elevé los ojos hacia la cima de la colina y aguardé a que la silueta del templo aliviase mis temores al amanecer, cuando las sombras clareaban en el horizonte. Los torreones de piedra recortados contra el cielo, cuya visión bajo aquella luz me hubiera sumido en el espanto poco antes, ni siquiera suscitaban en mi ánimo una sombra de inquietud. El tejado de pizarra, las penumbras que envolvían el atrio y el perfil de los campanarios, apenas eran elementos del paisaje donde se concretaría la tragedia. Mi vigilia terminaba cuando el Predicador abría las puertas del templo y un soplo de aire invernal se elevaba por el interior de las bóvedas y los torreones, como si el renovarse de los aires estancados fuese la señal de que ningún peligro amenazaba nuestra convivencia. Después, la mañana descendía sobre las tierras de Kalhat y, ya envuelto en la caricia de las sábanas, escuchaba el removerse de mis padres en el lecho, el fluir de las aguas distantes y el arrullo de los trinos que rompían el silencio de los bosques. Y cuando los primeros rayos de sol calentaban la tierra, me envolvían los efluvios de todas las esencias. Olores de resina y madera, olores de flores exuberantes, de almizcle y espliego, de peñas agrestes y manantiales de agua templada, olores tan distintos a los olores que se presentían entre las fragancias nocturnas, que despertaban en mí el asombro y la admiración ante las maravillas del viento. No acierto a explicar cómo entre un millar de fragancias puede distinguirse el inequívoco perfume del sol, ni como el mismo torbellino de fragancias puede envolverse con los efluvios de la luna. El olor del sol es áspero, el olor de la luna es dulce.

Una noche, poco antes del crepúsculo, el desasosiego del licántropo me envolvió como un fuego que incitaba a cobijarse entre el ramaje de los árboles. Perdido en una inquieta duermevela, alcancé la madrugada en la certeza de que se confirmarían mis temores. El mismo sueño se repitió con insistencia. Un desfiladero donde la lujuria de las plantas ocultaba las aristas de las rocas, el torrente que serpentea sobre una cortina de hiedra, la laguna de aguas cristalinas y yo, oculto entre la floresta de una pared alzada hacia las alturas del desfiladero. Ningún murmullo, ningún rumor, solo el alboroto lejano de los pájaros y el zumbido de los insectos. La hojarasca anuncia la proximidad de una presa. Contengo la respiración, se prolonga la espera durante unos segundos. Hasta que un cervatillo abandona la espesura y avanza hasta situarse a mi alcance. Un salto y la presa será mía.

Desperté sobresaltado en mitad de la madrugada. Me precipité hacia la ventana y contemplé la silueta del templo. Instantáneamente supe que se había consumado la tragedia. Abandoné mi cuarto, crucé junto a la habitación de mis padres, abrí la puerta sin que ningún sonido delatase mi vigilia y me encontré bajo el aliento de las estrellas. Una brisa suave traía el aroma de la muerte. También, mucho más intenso, percibí un olor entre salado y agrio. Mientras ascendía hacia la colina me preguntaba cómo había presentido con tanto acierto la fatalidad. Recuerdo la imagen de unas retamas, un grupo de piedras que se amontonaban para configurar una forma fantástica, y las huellas de un animal entre la maleza. Por fin, alcancé el escenario del crimen.

Me dirigí hacia el centro de la explanada que se extendía ante las puertas del templo y me detuve ante el cadáver que aguardaba mi llegada. El rostro del Predicador, aún desfigurado por el pánico, mostraba una solemnidad que difícilmente se ajustaría a mi descripción. En sus facciones, la inequívoca faz de miedo se fundía con la templanza, como si la violencia de la muerte no hubiese podido arrebatarle la paz que había cultivado durante tantos años, o como si el ejercicio de una existencia consagrada a la virtud sirviera para adecentar el absurdo de un fin incomprensible. Solo los canallas mueren a la intemperie, pero allí yacía el cuerpo desmadejado y roto del Predicador, sobre un cristal de escarcha, sin otro destino que alimentar a los carroñeros y exhibir sus entrañas hasta que un alma bondadosa ocultase la crueldad de su muerte.

Una herida había bastado para descubrir la intimidad de las vísceras. No experimenté ninguna repugnancia ante el desorden de sus intestinos, ni ante la imagen de unos órganos que aún se agitaban en sus convulsiones postreras. Me ruboricé al sentir que un delicioso placer surgía desde las profundidades de mi conciencia. Un placer que mi mente negaba con la fuerza de la razón, pero mi instinto acogía con el deleite del paladar que se inclina ante el más apetecible de los vinos. Intenté que la piedad se impusiera a todas las consideraciones, pero no acerté a reproducir el vértigo que un mes antes me hubiera asaltado en aquellas circunstancias. Ni un atisbo de misericordia, ni el consuelo de una tristeza redentora. Los sentimientos humanos habían desaparecido de mi alma. Y lo que aún era más aterrador, aquella convicción ni siquiera suponía para mí la molestia de una incomodidad. Sentí una presencia cercana y dirigí mi mirada hacia las sombras del atrio. Una figura me observaba atentamente.

―¿Por qué lo has hecho? ¿Quién eres tú para arrebatarle la vida? ―grité mientras me dirigía a su encuentro.

―¡Tu ingenuidad es conmovedora! ―me respondió―. Al instante, por la cadencia de sus palabras, supe que no era culpable de aquella muerte.

―¿Quién entonces? ¿Y por qué?

―Ante todo, mi nombre es Adsler Krockner y nací en las tierras de Ashengold. Soy un peregrino en busca de respuestas.

―Poco me importan tu nombre o tu cuna. ¿Viste cómo escapaba el responsable de esta carnicería? ¡El Predicador era un hombre bueno! ¿Reconocerías el rostro del asesino entre los rostros de la multitud?

―No he visto al asesino. Ni tampoco he presenciado el crimen. He llegado tarde.

―¿Has llegado tarde? ¿Cómo lo sabías?

―El destino de este infortunado estaba escrito en el aire. Tú mismo lo descubriste hace ya algún tiempo.

―No creo tus palabras. ¿Qué ocultas tras esa capucha que me impide contemplar tu rostro?

―¡Nada! ¡La capucha me protege del frío! ―el extranjero se desprendió de la capucha.

Su rostro correspondía a un varón de mediana edad. Aunque la juventud ya había cedido definitivamente ante la madurez, en sus facciones se adivinaba el chisporroteo de la inocencia. Una barba discreta y grisácea otorgaba a su semblante la misma firmeza que se desprendía del timbre de su voz.

―¿Y bien? ¿He superado tu examen?

―¡No! ¿Quién sino tú pudo cometer este atroz homicidio? ¡Nadie que conociese al Predicador habría cometido un crimen tan vil!

―Todos podemos cometer un crimen. Yo no soy especialmente fuerte. ¿Crees que habría podido infringirle esas heridas? ―alegó mientras señalaba el cuerpo del Predicador.

―Supongo que no. Parecen las heridas de un animal.

―Sabes que ningún animal ha rondado por las inmediaciones de Kalhat.

Adsler Krockner esbozó una sonrisa y pensé que un aura extraña envolvía la figura de aquel desconocido. Cuando agitaba las manos o arqueaba las cejas para expresar la perplejidad que le producían mis afirmaciones, yo apreciaba en cada uno de sus gestos el beneplácito o la repulsa que mis palabras infundían en su ánimo. Instintivamente supe que mi interlocutor ya había desentrañado los pormenores de un crimen que para mí aún se envolvía con el misterio de lo inesperado.

―¿Inesperado? ―y Adsler Krockner había seguido el flujo de mis pensamientos.

―¿Cómo?

―¡No importa el cómo! ¿Inesperado? ¡Sabías que a este hombre le aguardaba la muerte! ¿Por qué llegaste aquí antes que tus vecinos? ¿Por qué acechabas en la quietud de la madrugada?

―¿Soy el culpable? ¿Me venció el espíritu del licántropo? ¿De nada sirvió el bálsamo de las nieves?

―No insistas en tu ignorancia ―interrumpió Adsler. ―Conocías el destino de este infortunado porque habías olido el hálito de la muerte en su persona.

―¿El hálito de la muerte?

―Un olor que ni siquiera sabrías identificar, pero que te advirtió de esta tragedia.

―Pero si yo no soy el asesino y tú tampoco, ¿quién entonces?

―Agudiza tus sentidos, la respuesta a tus preguntas aún flota en el aire.

Durante unos instantes contuve la respiración. Apenas desapareció el sopor que embriagaba mi olfato, permití que se me revelase la identidad del asesino.

―¡Despertemos al pueblo! ¡Su crimen no puede quedar impune!

―Es inútil, ha borrado sus huellas. No tenemos ninguna prueba que corrobore nuestras acusaciones. Solo nosotros conocemos su identidad. Debemos esperar, antes o después nos asistirá la evidencia.

―¡Algo debemos hacer! ―balbuceé sumido en el desconcierto.

―Vámonos ahora. Regresaremos más tarde, cuando Kalhat descubra el horror de esta muerte.

En el horizonte se presentían las primeras luces del alba, un millar de olores flotaban en el aire. Olores confusos, olores entremezclados, olores difíciles. Y entre todos los olores, el olor agrio y salado del asesino.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

miércoles, 15 de octubre de 2014

Kalhat II

- II -

Hoy he recobrado la inspiración. Después de casi un año, he sentido que una fuerza me impulsaba a reemprender la escritura. No me ha inquietado este arrebato de energía creadora. A mi edad, un hombre apenas repara en las paradojas cotidianas. Solo me sorprendería descubrir en mí las exaltaciones y euforias propias de la juventud. Los anhelos de mis primeros años se difuminan en la antesala de la muerte y me infunden la serenidad de un triste presagio.

¿Por qué escribo sin apenas permitirme un respiro? Me encuentro en el ocaso de mi vida y mis palabras no tendrán una segunda oportunidad. La propia inconsistencia del pasado me obliga a considerar al tiempo como el más tenaz de mis enemigos. Si yo no cuento con la gracia de una prórroga, tampoco mis actos se someterán a los dictados de la perfección ¿Por qué habrían de importarme las críticas de generaciones venideras? ¿Pretendo que mis hazañas con la pluma enturbien la figura de Zhor, de Elm o del mismo Adsler? Nada más ajeno a mis propósitos que distraer a los lectores que vuelvan sus ojos hacia las edades remotas. Subrayo, no sin cierto escepticismo, la palabra posibles, porque me consta que el ser que se encamina a mi encuentro no se detendrá hasta que se apague el recuerdo de mi existencia. Sí, la Reina Negra ha emprendido el camino y de poco servirán mis precauciones. Ignoro si me opondré a su ataque con las argucias de una sabiduría confundida por la decrepitud, o si me rendiré a lo inevitable sin que una súplica enturbie el último instante de mi vida. Dos argumentos señalan a esta segunda alternativa. Soy demasiado viejo para oponerme a un desenlace fatal, y me sorprendería que mi perseguidora abandonase lo que se ha erguido como la más sagrada de sus prioridades.

Apenas habrá transcurrido una hora desde que terminé de comer. Una comida larga y frugal, aunque parezca un contrasentido, una comida como corresponde a un hombre que sobrepasa el centenario. En el interior de mi boca siento el mismo fuego que sentí en la lejanía de la adolescencia, cuando Zhor introdujo entre mis labios el bálsamo de las nieves, el único remedio que la ciencia médica prescribe contra la mordedura del licántropo. Me pareció que un millar de escorpiones envenenaban mi lengua. Ahora no son las virtudes curativas de un medicamento las que promueven el ardor en mi boca, sino la rebeldía que experimenta una carne próxima al sepulcro ante el frescor de las frutas y las aguas. De nuevo la desazón que tortura mis labios me translada a las fiebres que siguieron al instante en que los colmillos del licántropo se hundieron en mi cuerpo. El horror de una duermevela dónde se amalgamaban las más espantosas alucinaciones, el infierno que diluía mis humores, la consciencia de que una metamorfosis se fraguaba en el lecho de mi espíritu. Durante una semana, mis únicos compañeros fueron la nada y el olvido. Después, los períodos de lucidez se impusieron a los delirios que el veneno del licántropo despertaba en las profundidades de mi alma. Junto a mí, Zhor se distraía con un juego de trebejos dorados. Nos encontrábamos en una espaciosa cabaña que él mismo había rescatado de la ruina en las inmediaciones de Kalhat, y cuyo mobiliario se reducía a un lecho de lana, tres sillas, una mesa y algunas velas de sebo que iluminaban las vigilias nocturnas. En uno de los extremos de la estancia esperaba una jaula de gruesos barrotes de hierro. No pregunté cuál sería su utilidad. Me constaba que durante la próxima luna serviría para encerrar a un licántropo.

―¿Qué sucederá si el bálsamo de las nieves no surte el efecto deseado?

―Te mataré ―respondió Zhor sin que una emoción distorsionase su rostro―. Con el cuchillo de plata.

―Permíteme que escape hacia las selvas.

―Serías un licántropo. Dentro de un año o de muchos, no importa cuántos, regresarías a Kalhat para esparcir el horror de tu especie. La muerte con el cuchillo de plata nos librará del contagio.

―¿Mis padres?

―Aguardando, como todos los habitantes de Kalhat. Dentro de unos días te abrazarán de nuevo. Vivo o muerto, habrás vencido a la maldición.

―Me sorprende que me alcanzase en el hombro. ¿Por qué no buscó mi garganta?

―No deseaba la muerte de tu cuerpo, sino de tu espíritu.

―¿Ha conseguido su objetivo?

―Ignoro en qué medida. Completamente, en el supuesto de que el bálsamo de las nieves no pueda contrarrestar la eficacia del veneno, o parcialmente si tu organismo responde al medicamento.

―¿Parcialmente?

―La mordedura de un licántropo siempre induce cambios en la conciencia.

―¿Me habré salvado si el bálsamo cumple su cometido? ¿Habré vencido a mi enemigo?

―Tu cuerpo no sufrirá ninguna metamorfosis, pero tus sentidos captarán lo que nunca podrían percibir los sentidos humanos. Algunas noches, cuando la luna ilumine los cielos, serán tus compañeras pesadillas y alucinaciones. Tu alma se alejará de las almas humanas y una lucidez desconocida inundará tus pensamientos. Tus reacciones serán rápidas, tu valor ilimitado. Son las secuelas del lobo. Pero conservarás la apariencia de hombre y respetarás el dolor de los hombres. Quizás, no puedo asegurarlo con certeza, sientas el impulso de la caza y te arrojes a los bosques en busca de una víctima con que saciar tu instinto. Esa víctima pertenecerá siempre al reino animal, porque la sangre de la especie humana suscitará en ti una repulsión que te obligará al rechazo. A veces he encontrado ermitaños que escapaban a mi presencia, ermitaños cuya senectud debía impedir la agilidad de sus movimientos y que, sin embargo, demostraban una energía impropia de la edad reflejada en sus facciones.

Se distorsionaron las palabras de mi acompañante y comprendí que me había vencido el sopor. Durante un tiempo indeterminado, vi luces y sombras que flotaban en el espacio, hasta que un viento me transportó hacia parajes donde las voces de los animales rompían el silencio de la naturaleza. Muchas veces después he contemplado en sueños lugares como los que visité en aquellos días, pero en la realidad jamás he encontrado un bosque donde se fundieran las tonalidades y los aromas que llegaban hasta mí desde la inconsciencia. A veces se fragmentaba mi sueño y veía a Zhor sentado a la mesa. Siempre atento, expectante, como si mi naturaleza homicida pudiera despertar antes del plenilunio. Inmediatamente se desdibujaba la imagen de mi guardián y otra vez me envolvían las brumas. ¿Cuánto tiempo permanecí en aquel estado de postración? ¿Diez días? ¿Quince? Recuerdo que Zhor me despertaba para obligarme a ingerir algunos alimentos. Mi memoria conserva algunas imágenes. Zhor preparando unas flechas, Zhor entretenido en la talla de una figura de madera mientras saboreaba unas ciruelas que me parecieron inmaduras, Zhor enhebrando la aguja para coser unas pieles. También recuerdo una breve conversación. Yo había escapado a una de mis pesadillas y Zhor me observaba fijamente.

―¿Me matarás? ―me atreví a preguntarle.

―Aún es demasiado pronto para saberlo ―me respondió sin ninguna duda en sus palabras.

―He contraído la enfermedad y padezco un tormento de visiones extrañas. Sin embargo, en mis pesadillas descubro un vigor extraordinario. Me asaltan pensamientos de sangre y muerte, pensamientos atribuibles a la progresión del mal.

―No estás equivocado. El mal se incuba en tu interior. Es como una larva que taladra la madera. El verdadero peligro no reside en la larva, sino en la posibilidad de que la oruga se transforme en mariposa y multiplique su descendencia en las mil direcciones del viento.

―¿Cuándo conoceré mi destino?

―Nunca. Si triunfan los poderes del mal no serás consciente de tu transformación, y si triunfan las virtudes del bálsamo, la fatalidad de tu destino será la fatalidad de los habitantes de Kalhat.

―¿Cómo me matarás?

―Ya lo sabes. Te hundiré el cuchillo de plata en el corazón. No sufrirás ningún dolor.

―Mis padres estarán apenados ―murmuré perdido en la tristeza―. Zhor no respondió a mis palabras. Desde el lecho, observé el resplandor de la luna. Cuarto creciente. Un frío glacial atenazaba mi alma.

Ahora mi narración debería circunscribirse al firmamento de los sueños. A las maravillas interiores que afloraban como consecuencia del efecto del veneno, a los colores y sonidos que me descubría el bálsamo de las nieves, a las visiones suscitadas por el aliento del lobo. Jamás he conocido una droga más poderosa que la saliva del licántropo. Una droga que, aún hoy, a una vida de distancia, enturbia mis sentidos con percepciones que escapan a la realidad. No, me disculpo por mi falta de rigor. Mis percepciones nunca han sido equivocadas. Extrañas y misteriosas para el saber humano, pero tan ciertas como el agua que fluye en los manantiales o la pureza de los vientos del norte. Transcurren en el interior de selvas donde la floresta no se ajusta a ningún color familiar para el hombre, pero responde a tonalidades percibidas por el ojo del licántropo. ¿Quién aprecia el aura tornasolada que perfila el contorno de una flor, quién ha contemplado el carmesí de las hojas del castaño o quién distingue dos mimosas por la intensidad de sus pigmentos amarillos? Y si el veneno del licántropo dotaba a mi visión de características extraordinarias, ¿qué decir de las alteraciones provocadas en sentidos menos desarrollados del hombre? ¿Cómo separar el olor de dos sauces idénticos, oír el murmullo de la lombriz oculta bajo la tierra o determinar la situación de una presa que se remueve al otro lado del río? Ante mí se abría un universo desconocido.

Zhor me despertó al anochecer. Por la gravedad de su rostro supe que había llegado el momento.

―Entra en la jaula.

No opuse resistencia. Sentí que algo extraordinario borboteaba en mi interior y que podría haberme enfrentado a Zhor. Sí, yo, el muchacho que apenas un mes antes soportaba las humillaciones de otros muchachos más adentrados en la pubertad, ahora, poco después del accidente, contaba con el vigor y la fiereza necesarios para enfrentarme al más hábil de los cazadores. Zhor no me inspiraba ningún temor, pero entré en la jaula. Sumiso y dócil, entré en la jaula y esperé a que la luna me revelase la verdad. Zhor se sentó cerca de mí, al otro lado de los barrotes. Tomó una vara de avellano y desenvainó el cuchillo de plata. Lentamente, como si obedeciera a un ritual establecido, sujetó el cuchillo al extremo de la vara con cinta de cuero mojado, que anudó bien tenso y prieto, antes de ponerlo a secar junto al fuego. Pronto, una lanza de plata esperaba para hundirse en mi pecho. Sentado sobre la alfombra, Zhor estudiaría mis reacciones hasta el amanecer. En sus manos descansaba el instrumento de mi muerte.

La luna alzaba un vuelo majestuoso y suave. Me olvidé de la presencia de Zhor y alcé los ojos hacia el cielo. En los bosques, el aullido de mis hermanos era un canto a la vida, en la espesura, mil pupilas rasgaban las penumbras. Algo se rompió muy profundo y me asaltó un frenesí desconocido. Sentí que rechinaban mis huesos, que se descoyuntaban mis articulaciones, que el volcán de una metamorfosis estallaba en mi ser. Y vi lo que jamás ha visto el hombre. Mi espíritu se alzó más allá de los labrantíos, más allá de los cañaverales, más allá de las montañas. Atravesé las ciudades de Frum, Prim y Darheil, el curso del río Am, el reino de las lamias y la planicie helada de Nom. Hasta que me adentré en el Bosque de Piedra. Entonces vi los ojos carmesíes de la Reina Negra. Ojos de locura, ojos de agonía, ojos de muerte. Y tras los ojos, un pensamiento abominable, un pensamiento que revelaba la intención de nuestro enemigo. Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

miércoles, 1 de octubre de 2014

Kalhat I

- I -

El frío era intenso. Sentía los pies entumecidos por la humedad que atravesaba la piel de las botas, y una leve rigidez en la espalda me anunciaba que había permanecido demasiado tiempo en la misma posición. Miré a mi padre y supuse que él no tenía frío. Después miré a mi madre. Ahora sé, cuando sus rostros solo existen en mi memoria, que también ellos sufrían con aquel helor que se filtraba a través de las tablas del suelo. Pero entonces yo era demasiado joven para comprender que el sufrimiento es ajeno a las prerrogativas de la edad. El mundo de los mayores me parecía mágico y misterioso, como me parece ahora el mundo de la infancia. Muchas veces, después de superar la madurez, cuando mi cuerpo se rebela contra la disciplina que el espíritu pretende imponer a la carne, he reflexionado sobre los acontecimientos que viví en el despuntar de unos días presididos por la muerte. Aquellos tiempos de indecisiones y temores ya no me parecen más ingratos que los inviernos del hambre, cuando perdí la juventud entre las trochas y los juncales que se extienden más allá de las selvas de Frum. Jornadas que pertenecen al pasado, como mi estancia en la renacida ciudad de Ashengold, donde se prohibía yacer con una única mujer porque así lo demandaba la supervivencia de una raza maldita, o como mi llegada a estas lejanas montañas de Exeter, donde vivo en una cueva situada más allá de la frontera con los hielos.

Intento determinar el momento exacto por donde debería iniciar mi narración. ¿Por el silencio y la quietud de mis padres, que solo obedecían a las formas sociales requeridas para la estancia en un templo? ¿Por el frenesí de Elm, el Loco? ¿O quizás por la entrada en el templo de Zhor, que regresaba de una de sus expediciones? Recuerdo que el tintinear de sus collares evocaba el rugir de las alimañas doblegadas ante su cuchillo. Lobos negros, serpientes de los pantanos, asmures de las cavernas y otro sinfín de alimañas que Zhor había cazado por el mero placer de la caza o porque así lo exigieron los requisitos del valor o el comercio. Zhor y sus expediciones, Zhor y sus aventuras, Zhor y cuanto ennoblecía la vida. Sin comodidades que atemperasen la rigidez de la naturaleza y sin una descendencia que garantizara la continuidad de su estirpe, pero ungido con la libertad de los espacios abiertos, perpetuado en el honor de los guerreros y presente en el deseo de las doncellas. Zhor, la leyenda que saboreaba su gloria entre el silencio de los cañaverales y el fragor de las batallas, se distinguía también con las virtudes de la prudencia y la humildad. Jamás alardeaba de sus victorias ni presumía de hazañas que hubieran despertado cualquier otro orgullo. Incluso cuando le preguntaban sobre su lucha contra un tigre blanco sin más arma que su cuchillo de monte, Zhor inclinaba la mirada y sustituía las palabras por un silencio que no podía sino despertar el respeto de sus interlocutores.

También recuerdo la figura encorvada y deforme de Uk. Se había situado delante de nosotros, a la derecha. Mi madre lo contempló por un instante y me pareció vislumbrar en su rostro una expresión de piedad. Después sus facciones se suavizaron y se concentró en las palabras del Predicador, que nos exhortaba al arrepentimiento ante la proximidad de la Muerte de los Mil Años. Mis ojos permanecieron sobre Uk. Se detuvieron en el pelo hirsuto que sobresalía a las vestiduras, en la curvatura anormal de su espalda, que lo obligaba a caminar con las manos próximas a las rodillas, y en esos labios descarnados que permitían la visión de unos dientes extraños y puntiagudos. Y su olor, indefinible, era un olor entre salado y agrio, solo comparable al olor de las hidras o los centauros. Imposible describirlo, después no lo he vuelto a encontrar. Ni en el seno de las civilizaciones ni en la quietud de los bosques.

La silueta de Uk, arropada por la trémula inseguridad de las velas, emerge del ayer junto a las palabras que entonces resonaban en el templo. Ignoro si el Predicador había previsto el efecto de un escenario de penumbras en los asistentes. Quizás la iluminación pretendía acrecentar el dramatismo de la voz que nos anunciaba el fin.

―¡Arrepentíos, habitantes de Kalhat, porque este es el año de la Muerte Negra! ¡El año en que nuestras vísceras contemplarán el sol! ¡Los pecadores y los célibes morirán, las concubinas y las vírgenes morirán, los justos y los desalmados morirán! ¡Todos moriremos! ¡El rico y el miserable, quien tiene dos hijos y quien es estéril! ¡Tú que confías en el porvenir y tú que aguardas al destino!

―Se escuchó un aullido sobrecogedor, un aullido que provenía del viento. Observé a mis padres y comprendí que también ellos habían escuchado aquella abominación que se perdía en la distancia. El Predicador se detuvo un instante y luego prosiguió con sus exhortaciones.

―Todos lo habéis escuchado. ¿Lo habéis escuchado? ¿Acaso no es un anuncio de lo que se abatirá sobre Kalhat? Os digo que allá en las montañas, nuestros verdugos se han puesto en camino para cumplir la profecía. ¡Acbet, Frum, Hingart, Prim, Darheil! ¿Reconocéis estos nombres? Ciudades que también dudaron de la verdad, ciudades que se resistieron a lo inevitable y se unirán a Kalhat en el olvido. Nadie sobrevivirá a la Muerte Negra, nadie recordará las maravillas de Kalhat.

Los asistentes a la ceremonia se removieron en sus asientos y comprendí que el miedo les impedía regresar a sus hogares. Otra vez se escuchó el aullido. Más cerca, más horrible. El viento se había desatado con una violencia inusual en aquella época del año, y en el techo del templo resonó un percutir continuo. El granizo y la nieve corroboraban las advertencias del Predicador. También se percibían los pasos de algo que acechaba en el exterior de uno de los muros de la bóveda.

Uk parecía atento al sonido de la tormenta. Alzó la cabeza y olfateó un aroma del aire. Un aroma que solo él distinguía entre los aromas de las velas y los aceites que humeaban en algunos rincones. Abandonó el lugar que había ocupado desde el principio de la ceremonia y se aproximó al muro tras el que intuíamos algo más allá de la razón. Olfateó nuevamente el aire, avanzó unos pasos, como si hubiera descubierto un rastro, retrocedió sobre sí mismo y se detuvo durante un tiempo indefinido.

―¿Lamias? No, el olor de las lamias es más urticante. Reconozco en ese olor a un licántropo. ¿Transmitirá el horror de su estirpe o busca una presa con que saciar el hambre? Nadie puede saberlo, solo la luna nos mostrará la verdad.

El monólogo de Uk, apenas un murmullo, sobrecogió a los presentes. Incluso el Predicador parecía atemorizado. Mi padre apretaba los puños con fuerza, lo interpreté como un signo de inquietud. En cuanto a la reacción de mi madre, me pareció que nuestro miedo le inspiraba indiferencia. Los años me han enseñado que la fortaleza de una mujer supera a la temeridad del más valeroso de los hombres.

Uk seguía los pasos del licántropo. El Predicador inició una frase que pretendía reprendernos por nuestras culpas, pero las palabras de Uk le impusieron silencio.

―Busca una presa. Entre todos los olores, distinguirá el olor de la víctima más fácil. ¿Por quién se decidirá? ¿Un anciano? ¿Quizás un niño?

―¡No temáis, hijos de Kalhat! ¡Los muros del templo son resistentes! ¡Yo mismo fijé los guardaventanas que nos protegen de la ventisca! ¡Estáis a salvo! ―balbuceó el Predicador.

―Nadie está a salvo en compañía de un licántropo ―contestó Uk―. Por muy gruesos que sean los maderos de las ventanas, el destino ha señalado a un habitante de Kalhat para morir esta noche.

Lentamente, siempre avanzando junto al muro, Uk se aproximó al lugar que yo ocupaba junto a mis padres. La luz de las antorchas parecía descolorida, el humo de las velas se condensaba en espirales que enrarecían el aire. Uk se detuvo junto a mí.

―¿Por qué? Ya ha escogido a su víctima... ¡Espera! ¡Alguien se acerca, avanza en contra del viento! ―Uk escucha más allá de la piedra―. ¡Cuidado! ¡Se prepara para el ataque! ¡Es un licántropo! Su víctima no será la criatura más débil, sino el espíritu más noble. Aquí hay gentes vulnerables, gentes enfermas o próximas al sepulcro... El mal siente una irresistible inclinación hacia la pureza.

Sentía un percutir desbocado en mis sienes, el sudor empapaba mis vestiduras y una sequedad desconocida se había adueñado de mi garganta. Hubiera gritado, hubiera reído, hubiera implorado misericordia o hubiera permitido que las lágrimas rodasen por mis mejillas. El terror me impedía articular cualquier sonido.

―El visitante se dirige hacia la puerta del templo... Crece la ansiedad del licántropo... Su víctima no tiene escapatoria. Ya se precipitan los acontecimientos... ―y mientras se apartaba del muro, Uk pronunció el veredicto que señalaba a la víctima― ¡Muchacho, viene a por ti!

No acierto a expresar lo que sentí en aquellos instantes. La certeza de mi muerte no me produjo ninguna impresión especial. Quizás experimenté una leve pesadumbre, y remordimientos por el dolor que muy pronto afligiría a mis padres. ¿Cómo puedo describir mis temores? ¿Qué mortal comprenderá a quién se ha enfrentado a la inmortalidad? Para el consuelo de quienes han reparado en la fatiga de mi escritura, me abstendré de incidir en este pasaje de mi relato. Permítaseme la excusa de que, cuando intento consignar los pensamientos que borbotearon en mi mente, un tropel de divagaciones se suman a los recuerdos que guardo desde la advertencia de Uk hasta que las sombras se adueñaron de mi espíritu.

De repente, se abrieron las puertas del templo y bajo el dintel de la entrada se perfiló la silueta de Zhor. El tintineo de los collares sobre su pecho, las botas que protegían sus pies de la congelación y el cabello que acariciaba sus hombros persisten en mi memoria. Los ojos de Zhor se posaron sobre mis ojos, su mirada se encendía con el brillo del fuego.

―¡Escapa! ¡Yo lo detendré!

Zhor saltó hacia mí, con el cuchillo ya desenvainado para la lucha. Simultáneamente, un guardaventanas se convirtió en astillas y la forma de un animal irrumpió en el templo.

La noche era oscura. Solo el fulgor de la luna rompía la oscuridad de la tormenta. Envuelto en la ventisca y el granizo, supuse que Zhor me había salvado de la primera acometida de la bestia. ¿Qué había sucedido? Me detuve durante unos segundos. Escuché, ya lejanos, los gritos de quienes me advertían del peligro. Entre todas las voces sin rostro, me pareció distinguir el lamento de mi padre. Me consta que es una impresión equivocada, porque el fragor de la tormenta y el aullido del viento jamás hubieran permitido que el oído humano reconociera una voz entre los gritos que llegaban del templo. Sospecho que el aliento del miedo avivó mis percepciones. Vagamente renacen las idas y venidas de Uk, que pretendía de su olfato el conocimiento exacto de lo que acechaba en el exterior, y apenas persisten en mi memoria las palabras que nuestro director espiritual había pronunciado sobre la fatalidad del destino, pero todavía recuerdo el viento helado que se filtraba a través de mis ropas, los gruñidos de mi enemigo en la distancia y los collares de Zhor más allá, rompiendo un silencio que impregnaba el aire con el hedor de la muerte.

Poco más añadiré sobre el ataque de la criatura. Se difuminaron los relámpagos que fragmentaban el cielo, los aromas de las hierbas silvestres y el brillo de una luna despiadada y terrible. Zhor se detuvo. Ante mí se agitaron unos arbustos y después un seto a mi derecha. También Zhor sintió el movimiento. Escuché el tintinear de sus collares en la inmensidad de la noche. Reemprendí la carrera y supe que el licántropo se situaba mi espalda. Pronto mi sangre atesoraría el horror de su estirpe.

Una sombra surgió de entre las sombras y me encontré bajo el peso del monstruo. Su pelo era espeso, su piel, áspera. Abrió las mandíbulas y aspiré el aliento de sus fauces. Una saliva pestilente cayó sobre mi rostro. Las nubes se abrieron para permitir que los resplandores de la luna iluminasen el instante de mi muerte. Los colmillos del licántropo se hundieron en mi carne y sentí que la maldición del lobo inundaba mis venas.


Blas Meca, con licencia Creative Commons