- I -
El frío era intenso. Sentía los pies entumecidos por la humedad que atravesaba la piel de las botas, y una leve rigidez en la espalda me anunciaba que había permanecido demasiado tiempo en la misma posición. Miré a mi padre y supuse que él no tenía frío. Después miré a mi madre. Ahora sé, cuando sus rostros solo existen en mi memoria, que también ellos sufrían con aquel helor que se filtraba a través de las tablas del suelo. Pero entonces yo era demasiado joven para comprender que el sufrimiento es ajeno a las prerrogativas de la edad. El mundo de los mayores me parecía mágico y misterioso, como me parece ahora el mundo de la infancia. Muchas veces, después de superar la madurez, cuando mi cuerpo se rebela contra la disciplina que el espíritu pretende imponer a la carne, he reflexionado sobre los acontecimientos que viví en el despuntar de unos días presididos por la muerte. Aquellos tiempos de indecisiones y temores ya no me parecen más ingratos que los inviernos del hambre, cuando perdí la juventud entre las trochas y los juncales que se extienden más allá de las selvas de Frum. Jornadas que pertenecen al pasado, como mi estancia en la renacida ciudad de Ashengold, donde se prohibía yacer con una única mujer porque así lo demandaba la supervivencia de una raza maldita, o como mi llegada a estas lejanas montañas de Exeter, donde vivo en una cueva situada más allá de la frontera con los hielos.
Intento determinar el momento exacto por donde debería iniciar mi narración. ¿Por el silencio y la quietud de mis padres, que solo obedecían a las formas sociales requeridas para la estancia en un templo? ¿Por el frenesí de Elm, el Loco? ¿O quizás por la entrada en el templo de Zhor, que regresaba de una de sus expediciones? Recuerdo que el tintinear de sus collares evocaba el rugir de las alimañas doblegadas ante su cuchillo. Lobos negros, serpientes de los pantanos, asmures de las cavernas y otro sinfín de alimañas que Zhor había cazado por el mero placer de la caza o porque así lo exigieron los requisitos del valor o el comercio. Zhor y sus expediciones, Zhor y sus aventuras, Zhor y cuanto ennoblecía la vida. Sin comodidades que atemperasen la rigidez de la naturaleza y sin una descendencia que garantizara la continuidad de su estirpe, pero ungido con la libertad de los espacios abiertos, perpetuado en el honor de los guerreros y presente en el deseo de las doncellas. Zhor, la leyenda que saboreaba su gloria entre el silencio de los cañaverales y el fragor de las batallas, se distinguía también con las virtudes de la prudencia y la humildad. Jamás alardeaba de sus victorias ni presumía de hazañas que hubieran despertado cualquier otro orgullo. Incluso cuando le preguntaban sobre su lucha contra un tigre blanco sin más arma que su cuchillo de monte, Zhor inclinaba la mirada y sustituía las palabras por un silencio que no podía sino despertar el respeto de sus interlocutores.
También recuerdo la figura encorvada y deforme de Uk. Se había situado delante de nosotros, a la derecha. Mi madre lo contempló por un instante y me pareció vislumbrar en su rostro una expresión de piedad. Después sus facciones se suavizaron y se concentró en las palabras del Predicador, que nos exhortaba al arrepentimiento ante la proximidad de la Muerte de los Mil Años. Mis ojos permanecieron sobre Uk. Se detuvieron en el pelo hirsuto que sobresalía a las vestiduras, en la curvatura anormal de su espalda, que lo obligaba a caminar con las manos próximas a las rodillas, y en esos labios descarnados que permitían la visión de unos dientes extraños y puntiagudos. Y su olor, indefinible, era un olor entre salado y agrio, solo comparable al olor de las hidras o los centauros. Imposible describirlo, después no lo he vuelto a encontrar. Ni en el seno de las civilizaciones ni en la quietud de los bosques.
La silueta de Uk, arropada por la trémula inseguridad de las velas, emerge del ayer junto a las palabras que entonces resonaban en el templo. Ignoro si el Predicador había previsto el efecto de un escenario de penumbras en los asistentes. Quizás la iluminación pretendía acrecentar el dramatismo de la voz que nos anunciaba el fin.
―¡Arrepentíos, habitantes de Kalhat, porque este es el año de la Muerte Negra! ¡El año en que nuestras vísceras contemplarán el sol! ¡Los pecadores y los célibes morirán, las concubinas y las vírgenes morirán, los justos y los desalmados morirán! ¡Todos moriremos! ¡El rico y el miserable, quien tiene dos hijos y quien es estéril! ¡Tú que confías en el porvenir y tú que aguardas al destino!
―Se escuchó un aullido sobrecogedor, un aullido que provenía del viento. Observé a mis padres y comprendí que también ellos habían escuchado aquella abominación que se perdía en la distancia. El Predicador se detuvo un instante y luego prosiguió con sus exhortaciones.
―Todos lo habéis escuchado. ¿Lo habéis escuchado? ¿Acaso no es un anuncio de lo que se abatirá sobre Kalhat? Os digo que allá en las montañas, nuestros verdugos se han puesto en camino para cumplir la profecía. ¡Acbet, Frum, Hingart, Prim, Darheil! ¿Reconocéis estos nombres? Ciudades que también dudaron de la verdad, ciudades que se resistieron a lo inevitable y se unirán a Kalhat en el olvido. Nadie sobrevivirá a la Muerte Negra, nadie recordará las maravillas de Kalhat.
Los asistentes a la ceremonia se removieron en sus asientos y comprendí que el miedo les impedía regresar a sus hogares. Otra vez se escuchó el aullido. Más cerca, más horrible. El viento se había desatado con una violencia inusual en aquella época del año, y en el techo del templo resonó un percutir continuo. El granizo y la nieve corroboraban las advertencias del Predicador. También se percibían los pasos de algo que acechaba en el exterior de uno de los muros de la bóveda.
Uk parecía atento al sonido de la tormenta. Alzó la cabeza y olfateó un aroma del aire. Un aroma que solo él distinguía entre los aromas de las velas y los aceites que humeaban en algunos rincones. Abandonó el lugar que había ocupado desde el principio de la ceremonia y se aproximó al muro tras el que intuíamos algo más allá de la razón. Olfateó nuevamente el aire, avanzó unos pasos, como si hubiera descubierto un rastro, retrocedió sobre sí mismo y se detuvo durante un tiempo indefinido.
―¿Lamias? No, el olor de las lamias es más urticante. Reconozco en ese olor a un licántropo. ¿Transmitirá el horror de su estirpe o busca una presa con que saciar el hambre? Nadie puede saberlo, solo la luna nos mostrará la verdad.
El monólogo de Uk, apenas un murmullo, sobrecogió a los presentes. Incluso el Predicador parecía atemorizado. Mi padre apretaba los puños con fuerza, lo interpreté como un signo de inquietud. En cuanto a la reacción de mi madre, me pareció que nuestro miedo le inspiraba indiferencia. Los años me han enseñado que la fortaleza de una mujer supera a la temeridad del más valeroso de los hombres.
Uk seguía los pasos del licántropo. El Predicador inició una frase que pretendía reprendernos por nuestras culpas, pero las palabras de Uk le impusieron silencio.
―Busca una presa. Entre todos los olores, distinguirá el olor de la víctima más fácil. ¿Por quién se decidirá? ¿Un anciano? ¿Quizás un niño?
―¡No temáis, hijos de Kalhat! ¡Los muros del templo son resistentes! ¡Yo mismo fijé los guardaventanas que nos protegen de la ventisca! ¡Estáis a salvo! ―balbuceó el Predicador.
―Nadie está a salvo en compañía de un licántropo ―contestó Uk―. Por muy gruesos que sean los maderos de las ventanas, el destino ha señalado a un habitante de Kalhat para morir esta noche.
Lentamente, siempre avanzando junto al muro, Uk se aproximó al lugar que yo ocupaba junto a mis padres. La luz de las antorchas parecía descolorida, el humo de las velas se condensaba en espirales que enrarecían el aire. Uk se detuvo junto a mí.
―¿Por qué? Ya ha escogido a su víctima... ¡Espera! ¡Alguien se acerca, avanza en contra del viento! ―Uk escucha más allá de la piedra―. ¡Cuidado! ¡Se prepara para el ataque! ¡Es un licántropo! Su víctima no será la criatura más débil, sino el espíritu más noble. Aquí hay gentes vulnerables, gentes enfermas o próximas al sepulcro... El mal siente una irresistible inclinación hacia la pureza.
Sentía un percutir desbocado en mis sienes, el sudor empapaba mis vestiduras y una sequedad desconocida se había adueñado de mi garganta. Hubiera gritado, hubiera reído, hubiera implorado misericordia o hubiera permitido que las lágrimas rodasen por mis mejillas. El terror me impedía articular cualquier sonido.
―El visitante se dirige hacia la puerta del templo... Crece la ansiedad del licántropo... Su víctima no tiene escapatoria. Ya se precipitan los acontecimientos... ―y mientras se apartaba del muro, Uk pronunció el veredicto que señalaba a la víctima― ¡Muchacho, viene a por ti!
No acierto a expresar lo que sentí en aquellos instantes. La certeza de mi muerte no me produjo ninguna impresión especial. Quizás experimenté una leve pesadumbre, y remordimientos por el dolor que muy pronto afligiría a mis padres. ¿Cómo puedo describir mis temores? ¿Qué mortal comprenderá a quién se ha enfrentado a la inmortalidad? Para el consuelo de quienes han reparado en la fatiga de mi escritura, me abstendré de incidir en este pasaje de mi relato. Permítaseme la excusa de que, cuando intento consignar los pensamientos que borbotearon en mi mente, un tropel de divagaciones se suman a los recuerdos que guardo desde la advertencia de Uk hasta que las sombras se adueñaron de mi espíritu.
De repente, se abrieron las puertas del templo y bajo el dintel de la entrada se perfiló la silueta de Zhor. El tintineo de los collares sobre su pecho, las botas que protegían sus pies de la congelación y el cabello que acariciaba sus hombros persisten en mi memoria. Los ojos de Zhor se posaron sobre mis ojos, su mirada se encendía con el brillo del fuego.
―¡Escapa! ¡Yo lo detendré!
Zhor saltó hacia mí, con el cuchillo ya desenvainado para la lucha. Simultáneamente, un guardaventanas se convirtió en astillas y la forma de un animal irrumpió en el templo.
La noche era oscura. Solo el fulgor de la luna rompía la oscuridad de la tormenta. Envuelto en la ventisca y el granizo, supuse que Zhor me había salvado de la primera acometida de la bestia. ¿Qué había sucedido? Me detuve durante unos segundos. Escuché, ya lejanos, los gritos de quienes me advertían del peligro. Entre todas las voces sin rostro, me pareció distinguir el lamento de mi padre. Me consta que es una impresión equivocada, porque el fragor de la tormenta y el aullido del viento jamás hubieran permitido que el oído humano reconociera una voz entre los gritos que llegaban del templo. Sospecho que el aliento del miedo avivó mis percepciones. Vagamente renacen las idas y venidas de Uk, que pretendía de su olfato el conocimiento exacto de lo que acechaba en el exterior, y apenas persisten en mi memoria las palabras que nuestro director espiritual había pronunciado sobre la fatalidad del destino, pero todavía recuerdo el viento helado que se filtraba a través de mis ropas, los gruñidos de mi enemigo en la distancia y los collares de Zhor más allá, rompiendo un silencio que impregnaba el aire con el hedor de la muerte.
Poco más añadiré sobre el ataque de la criatura. Se difuminaron los relámpagos que fragmentaban el cielo, los aromas de las hierbas silvestres y el brillo de una luna despiadada y terrible. Zhor se detuvo. Ante mí se agitaron unos arbustos y después un seto a mi derecha. También Zhor sintió el movimiento. Escuché el tintinear de sus collares en la inmensidad de la noche. Reemprendí la carrera y supe que el licántropo se situaba mi espalda. Pronto mi sangre atesoraría el horror de su estirpe.
Una sombra surgió de entre las sombras y me encontré bajo el peso del monstruo. Su pelo era espeso, su piel, áspera. Abrió las mandíbulas y aspiré el aliento de sus fauces. Una saliva pestilente cayó sobre mi rostro. Las nubes se abrieron para permitir que los resplandores de la luna iluminasen el instante de mi muerte. Los colmillos del licántropo se hundieron en mi carne y sentí que la maldición del lobo inundaba mis venas.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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