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miércoles, 15 de octubre de 2014

Kalhat II

- II -

Hoy he recobrado la inspiración. Después de casi un año, he sentido que una fuerza me impulsaba a reemprender la escritura. No me ha inquietado este arrebato de energía creadora. A mi edad, un hombre apenas repara en las paradojas cotidianas. Solo me sorprendería descubrir en mí las exaltaciones y euforias propias de la juventud. Los anhelos de mis primeros años se difuminan en la antesala de la muerte y me infunden la serenidad de un triste presagio.

¿Por qué escribo sin apenas permitirme un respiro? Me encuentro en el ocaso de mi vida y mis palabras no tendrán una segunda oportunidad. La propia inconsistencia del pasado me obliga a considerar al tiempo como el más tenaz de mis enemigos. Si yo no cuento con la gracia de una prórroga, tampoco mis actos se someterán a los dictados de la perfección ¿Por qué habrían de importarme las críticas de generaciones venideras? ¿Pretendo que mis hazañas con la pluma enturbien la figura de Zhor, de Elm o del mismo Adsler? Nada más ajeno a mis propósitos que distraer a los lectores que vuelvan sus ojos hacia las edades remotas. Subrayo, no sin cierto escepticismo, la palabra posibles, porque me consta que el ser que se encamina a mi encuentro no se detendrá hasta que se apague el recuerdo de mi existencia. Sí, la Reina Negra ha emprendido el camino y de poco servirán mis precauciones. Ignoro si me opondré a su ataque con las argucias de una sabiduría confundida por la decrepitud, o si me rendiré a lo inevitable sin que una súplica enturbie el último instante de mi vida. Dos argumentos señalan a esta segunda alternativa. Soy demasiado viejo para oponerme a un desenlace fatal, y me sorprendería que mi perseguidora abandonase lo que se ha erguido como la más sagrada de sus prioridades.

Apenas habrá transcurrido una hora desde que terminé de comer. Una comida larga y frugal, aunque parezca un contrasentido, una comida como corresponde a un hombre que sobrepasa el centenario. En el interior de mi boca siento el mismo fuego que sentí en la lejanía de la adolescencia, cuando Zhor introdujo entre mis labios el bálsamo de las nieves, el único remedio que la ciencia médica prescribe contra la mordedura del licántropo. Me pareció que un millar de escorpiones envenenaban mi lengua. Ahora no son las virtudes curativas de un medicamento las que promueven el ardor en mi boca, sino la rebeldía que experimenta una carne próxima al sepulcro ante el frescor de las frutas y las aguas. De nuevo la desazón que tortura mis labios me translada a las fiebres que siguieron al instante en que los colmillos del licántropo se hundieron en mi cuerpo. El horror de una duermevela dónde se amalgamaban las más espantosas alucinaciones, el infierno que diluía mis humores, la consciencia de que una metamorfosis se fraguaba en el lecho de mi espíritu. Durante una semana, mis únicos compañeros fueron la nada y el olvido. Después, los períodos de lucidez se impusieron a los delirios que el veneno del licántropo despertaba en las profundidades de mi alma. Junto a mí, Zhor se distraía con un juego de trebejos dorados. Nos encontrábamos en una espaciosa cabaña que él mismo había rescatado de la ruina en las inmediaciones de Kalhat, y cuyo mobiliario se reducía a un lecho de lana, tres sillas, una mesa y algunas velas de sebo que iluminaban las vigilias nocturnas. En uno de los extremos de la estancia esperaba una jaula de gruesos barrotes de hierro. No pregunté cuál sería su utilidad. Me constaba que durante la próxima luna serviría para encerrar a un licántropo.

―¿Qué sucederá si el bálsamo de las nieves no surte el efecto deseado?

―Te mataré ―respondió Zhor sin que una emoción distorsionase su rostro―. Con el cuchillo de plata.

―Permíteme que escape hacia las selvas.

―Serías un licántropo. Dentro de un año o de muchos, no importa cuántos, regresarías a Kalhat para esparcir el horror de tu especie. La muerte con el cuchillo de plata nos librará del contagio.

―¿Mis padres?

―Aguardando, como todos los habitantes de Kalhat. Dentro de unos días te abrazarán de nuevo. Vivo o muerto, habrás vencido a la maldición.

―Me sorprende que me alcanzase en el hombro. ¿Por qué no buscó mi garganta?

―No deseaba la muerte de tu cuerpo, sino de tu espíritu.

―¿Ha conseguido su objetivo?

―Ignoro en qué medida. Completamente, en el supuesto de que el bálsamo de las nieves no pueda contrarrestar la eficacia del veneno, o parcialmente si tu organismo responde al medicamento.

―¿Parcialmente?

―La mordedura de un licántropo siempre induce cambios en la conciencia.

―¿Me habré salvado si el bálsamo cumple su cometido? ¿Habré vencido a mi enemigo?

―Tu cuerpo no sufrirá ninguna metamorfosis, pero tus sentidos captarán lo que nunca podrían percibir los sentidos humanos. Algunas noches, cuando la luna ilumine los cielos, serán tus compañeras pesadillas y alucinaciones. Tu alma se alejará de las almas humanas y una lucidez desconocida inundará tus pensamientos. Tus reacciones serán rápidas, tu valor ilimitado. Son las secuelas del lobo. Pero conservarás la apariencia de hombre y respetarás el dolor de los hombres. Quizás, no puedo asegurarlo con certeza, sientas el impulso de la caza y te arrojes a los bosques en busca de una víctima con que saciar tu instinto. Esa víctima pertenecerá siempre al reino animal, porque la sangre de la especie humana suscitará en ti una repulsión que te obligará al rechazo. A veces he encontrado ermitaños que escapaban a mi presencia, ermitaños cuya senectud debía impedir la agilidad de sus movimientos y que, sin embargo, demostraban una energía impropia de la edad reflejada en sus facciones.

Se distorsionaron las palabras de mi acompañante y comprendí que me había vencido el sopor. Durante un tiempo indeterminado, vi luces y sombras que flotaban en el espacio, hasta que un viento me transportó hacia parajes donde las voces de los animales rompían el silencio de la naturaleza. Muchas veces después he contemplado en sueños lugares como los que visité en aquellos días, pero en la realidad jamás he encontrado un bosque donde se fundieran las tonalidades y los aromas que llegaban hasta mí desde la inconsciencia. A veces se fragmentaba mi sueño y veía a Zhor sentado a la mesa. Siempre atento, expectante, como si mi naturaleza homicida pudiera despertar antes del plenilunio. Inmediatamente se desdibujaba la imagen de mi guardián y otra vez me envolvían las brumas. ¿Cuánto tiempo permanecí en aquel estado de postración? ¿Diez días? ¿Quince? Recuerdo que Zhor me despertaba para obligarme a ingerir algunos alimentos. Mi memoria conserva algunas imágenes. Zhor preparando unas flechas, Zhor entretenido en la talla de una figura de madera mientras saboreaba unas ciruelas que me parecieron inmaduras, Zhor enhebrando la aguja para coser unas pieles. También recuerdo una breve conversación. Yo había escapado a una de mis pesadillas y Zhor me observaba fijamente.

―¿Me matarás? ―me atreví a preguntarle.

―Aún es demasiado pronto para saberlo ―me respondió sin ninguna duda en sus palabras.

―He contraído la enfermedad y padezco un tormento de visiones extrañas. Sin embargo, en mis pesadillas descubro un vigor extraordinario. Me asaltan pensamientos de sangre y muerte, pensamientos atribuibles a la progresión del mal.

―No estás equivocado. El mal se incuba en tu interior. Es como una larva que taladra la madera. El verdadero peligro no reside en la larva, sino en la posibilidad de que la oruga se transforme en mariposa y multiplique su descendencia en las mil direcciones del viento.

―¿Cuándo conoceré mi destino?

―Nunca. Si triunfan los poderes del mal no serás consciente de tu transformación, y si triunfan las virtudes del bálsamo, la fatalidad de tu destino será la fatalidad de los habitantes de Kalhat.

―¿Cómo me matarás?

―Ya lo sabes. Te hundiré el cuchillo de plata en el corazón. No sufrirás ningún dolor.

―Mis padres estarán apenados ―murmuré perdido en la tristeza―. Zhor no respondió a mis palabras. Desde el lecho, observé el resplandor de la luna. Cuarto creciente. Un frío glacial atenazaba mi alma.

Ahora mi narración debería circunscribirse al firmamento de los sueños. A las maravillas interiores que afloraban como consecuencia del efecto del veneno, a los colores y sonidos que me descubría el bálsamo de las nieves, a las visiones suscitadas por el aliento del lobo. Jamás he conocido una droga más poderosa que la saliva del licántropo. Una droga que, aún hoy, a una vida de distancia, enturbia mis sentidos con percepciones que escapan a la realidad. No, me disculpo por mi falta de rigor. Mis percepciones nunca han sido equivocadas. Extrañas y misteriosas para el saber humano, pero tan ciertas como el agua que fluye en los manantiales o la pureza de los vientos del norte. Transcurren en el interior de selvas donde la floresta no se ajusta a ningún color familiar para el hombre, pero responde a tonalidades percibidas por el ojo del licántropo. ¿Quién aprecia el aura tornasolada que perfila el contorno de una flor, quién ha contemplado el carmesí de las hojas del castaño o quién distingue dos mimosas por la intensidad de sus pigmentos amarillos? Y si el veneno del licántropo dotaba a mi visión de características extraordinarias, ¿qué decir de las alteraciones provocadas en sentidos menos desarrollados del hombre? ¿Cómo separar el olor de dos sauces idénticos, oír el murmullo de la lombriz oculta bajo la tierra o determinar la situación de una presa que se remueve al otro lado del río? Ante mí se abría un universo desconocido.

Zhor me despertó al anochecer. Por la gravedad de su rostro supe que había llegado el momento.

―Entra en la jaula.

No opuse resistencia. Sentí que algo extraordinario borboteaba en mi interior y que podría haberme enfrentado a Zhor. Sí, yo, el muchacho que apenas un mes antes soportaba las humillaciones de otros muchachos más adentrados en la pubertad, ahora, poco después del accidente, contaba con el vigor y la fiereza necesarios para enfrentarme al más hábil de los cazadores. Zhor no me inspiraba ningún temor, pero entré en la jaula. Sumiso y dócil, entré en la jaula y esperé a que la luna me revelase la verdad. Zhor se sentó cerca de mí, al otro lado de los barrotes. Tomó una vara de avellano y desenvainó el cuchillo de plata. Lentamente, como si obedeciera a un ritual establecido, sujetó el cuchillo al extremo de la vara con cinta de cuero mojado, que anudó bien tenso y prieto, antes de ponerlo a secar junto al fuego. Pronto, una lanza de plata esperaba para hundirse en mi pecho. Sentado sobre la alfombra, Zhor estudiaría mis reacciones hasta el amanecer. En sus manos descansaba el instrumento de mi muerte.

La luna alzaba un vuelo majestuoso y suave. Me olvidé de la presencia de Zhor y alcé los ojos hacia el cielo. En los bosques, el aullido de mis hermanos era un canto a la vida, en la espesura, mil pupilas rasgaban las penumbras. Algo se rompió muy profundo y me asaltó un frenesí desconocido. Sentí que rechinaban mis huesos, que se descoyuntaban mis articulaciones, que el volcán de una metamorfosis estallaba en mi ser. Y vi lo que jamás ha visto el hombre. Mi espíritu se alzó más allá de los labrantíos, más allá de los cañaverales, más allá de las montañas. Atravesé las ciudades de Frum, Prim y Darheil, el curso del río Am, el reino de las lamias y la planicie helada de Nom. Hasta que me adentré en el Bosque de Piedra. Entonces vi los ojos carmesíes de la Reina Negra. Ojos de locura, ojos de agonía, ojos de muerte. Y tras los ojos, un pensamiento abominable, un pensamiento que revelaba la intención de nuestro enemigo. Kalhat.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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