Google+ Literalia.org: mayo 2014

viernes, 30 de mayo de 2014

Sal muerta

A los que desertaron para saldar un deuda


Las casas blancas, los tejados blancos, las calles blancas, todo era blanco, excepto las rejas de las ventanas, de grueso hierro desgastado por un orín amarillo. Avancé por su única calle, una pendiente de salitre, y se apartaron a mi paso los visillos de una ventana. Dos ojos me siguieron, hasta que me detuve y miré hacia los visillos, que se cerraron ante mi mirada. Reparé en la sombra tras el umbral, que retrocedió unos pasos y se detuvo, pensé que segura de sí misma. Con un pañuelo enjugué mi rostro y acaricié el ala del sombrero, en un movimiento inconsciente que bien considerado no tenía demasiado sentido, porque el sombrero se mantenía en su posición original. Después continué ascendiendo por la pendiente, con mis ropas grises, sucísimas, oscurecidas por las manchas de sudor. Sin duda, la sal era omnipresente en aquel pueblo proscrito, un erial en el límite de la supervivencia.

En un cartel destartalado y corroído por la erosión, se leía vagamente hotel y baño, con letras que apenas se distinguían pálidas sobre un fondo desgastado de madera. Entré y no había nadie, el interior era espacioso y se me antojó relativamente limpio. El mobiliario se reducía a un conjunto de ocho mesas con cuatro sillas cada una y una barra de nogal que parecía carcomida por decoloraciones irregulares, pequeñas y continuas, que conferían al conjunto un color albino, supuse que también debido a la implacable corrosión de la sal. Los cristales de las ventanas me sorprendieron por su transparencia, aunque quizás fuera por la cegadora luz del exterior.

Permanecía indeciso, sin saber si retroceder y preguntar en la casa de los visillos, cuando apareció una mujer que me sorprendió por su belleza. En poco superaría la veintena y al instante me atrajo el melocotón de su piel, que seducía por cálido y grato a la vista. Sus ojos eran miel y su cabello azabache brillante, sin que me atreva a confirmarlo en su tono exacto, porque nunca he sido diestro en las sutilezas del color. Olía a un perfume desconocido y se presentó con una sonrisa que delataba su simpatía. Se llamaba Amista.

Se ofreció para servirme y a mi vez pregunté si era cierto el anuncio de la puerta, ese que apenas se leía pero donde se adivinaba lecho y comida. Me ofreció agua para reponerme de la sed y dijo que tenía buena vista para las letras borrosas y que acaso pudiera satisfacerme si me contentaba con poco. Una alcoba limpia, estofado de conejo y algún postre del lugar serían gratis, porque el hotel no funcionaba desde hacía muchos años y de nada servía el dinero en un paraje tan remoto, una salina perdida en el confín del mundo, donde jamás llegaba nadie. De hecho, yo era el primer hombre que veía, a excepción de su padre, que por algún lugar andaba, perdido en los recuerdos de su madre y acaso ocupado en ordeñar las cabras o dar de comer a las gallinas.

Para el baño hube de procurarme cinco cubos de agua, tres para una pequeña tina donde me prometía un feliz descanso y dos para enjuagarme después. Los obtuve de un pozo abierto en el destartalado patio interior donde se alzaba un cobertizo que servía de baño compartido para huéspedes. El espacio apenas era suficiente para colgar la ropa tras la puerta y aplicarse al baño, que forzosamente habría de ser con agua escasa, pero dilatado a voluntad y mejor a la caída de la tarde, cuando se aliviaba el sol y venía la noche, para que la sensación de frescura se prolongara hasta primera hora de la mañana. Me tendió el cubo, señaló al pozo y dijo que el resto era cosa mía. Añadió que lavara la ropa sin preocupación, se secaría antes de que saliera del baño. Por lo demás, era dueño del establecimiento hasta última hora de la tarde, cuando regresaría con la cena.

La porcelana de la tina estaba rota en varios lugares, mostrando un sustrato metálico y oxidado, y el agua era turbia, granulosa por el barro del pozo y muy caliente, atemperada por el bochorno que espesaba un aire casi irrespirable. En mi memoria todo se me antojaba difuso y enturbiado por la distancia. Tenía los labios agrietados y me escocían los ojos, supuse que por la sequedad de la sal. Me recosté en la bañera y quise creer que había perdido a mis perseguidores.

Me entretuve en planear mi huida junto a la ventana, mirando el mar de terrenos ocres y grisáceos que dejaba a mi espalda, un erial inhóspito que había reventado a mi caballo y me había obligado a proseguir a pie bajo un sol que casi me hizo desfallecer. Sólo la interminable fortaleza de mi voluntad para forzar un paso más me había traído hasta el último pueblo antes de la gran mancha blanca del mapa, un desierto de sal cuyas fronteras no estaban bien definidas y donde no había llovido jamás. Un territorio sin nombre ni referencias, puede decirse tan blanco como sin mácula, inundado por la sal, que se alzaba en enormes dunas hasta donde se perdía la vista.

La mujer llegó al anochecer y me presentó a su padre, Atatot, que era un hombre con la piel completamente acartonada por el salitre. Vestía una camisa blanca, unos sencillos pantalones negros y zapatos de un ante que me pareció cómodo. Portaba un sombrero de ala ancha, que se adornaba con una pluma negra, rota por el nervio y mellada en sus bordes. Lo que más reclamó mi sorpresa fue el color melocotón de su piel, tan similar al de su hija, aunque más tostado, y su rostro hendido por una infinidad de surcos. Debió advertir mi aprensión y me aseguró que no portaba ninguna enfermedad, que su cara tan arrugada se debía al clima extraordinariamente seco y a que en los límites del salar se envejecía deprisa. Me pareció que tomaba con humor mi sorpresa y supuse que podía confiar en él. Luego aseguró que Amista era una cocinera excelente, y que había preparado para nosotros un estofado hecho a conciencia, porque no conocía más compañía que la suya y yo era un hombre joven, así que podía echar cuentas fáciles. Lo acompañé hasta la mesa que había preparado su hija, que por supuesto cenaría con nosotros, porque yo no era un huésped sino un viajero al que prestaban ayuda. Asentí conmovido por su familiaridad y nos sentamos a la mesa.

Me contaron que vivían solos en aquel rincón desde siempre, que antes eran más vecinos, pero que las penurias y el hambre alejaron a los jóvenes y también a los mayores. Las salinas dieron algo en otro tiempo, y se podía decir que tuvieron una cierta prosperidad cuando llegaban los carromatos para llevarse la sal, pero luego abrieron carreteras desde la costa y se olvidaron de ellos para siempre, con lo que todo languideció y los vecinos fueron partiendo en busca de mejor fortuna. El porvenir de los hijos y una vida tan dura que no era vida disuadieron a los últimos, que partieron hacía ya más de veinte años. Desde entonces no había llegado nadie, ni un desengañado de la suerte o un curioso que recalara allí por casualidad. Solo quedaban ellos, una mestiza y un indio a los que no quería nadie. La madre era blanca pero él era indio de los primeros, los que siempre vivieron en aquellas tierras. Demasiados años solos, hasta que había llegado yo, tan exhausto y vencido por las calamidades. Debía comprender que hubiera despertado su curiosidad una novedad tan grande, y Atatot se disculpaba por haberme espiado tras los visillos.

Desperté muy temprano, entumecido por un intenso frío. Me sentía completamente anquilosado y el vaho se condensaba tras mis labios. Me arropé con las mismas mantas de las que me había desprendido por considerarlas innecesarias y conseguí dormirme de nuevo. Desperté temprano, con las primeras luces de la mañana, poco después de consumarse el alba, cuando el sol tomó presencia decidida y se alzó sobre el horizonte. Abandoné mi alcoba y me dirigí hacía el salón, donde aguardaban Amista y su padre, que ya habían desayunado. Me advirtieron que fuera diligente si deseaba aprovechar el día, porque tras las diez era incómodo permanecer en el exterior. Debo reconocer que no presté suficiente atención a sus recomendaciones, porque me demoré con unos sabrosos pasteles de sémola con miel y leche recién ordenada, que me entretuvieron hasta que el calor se convirtió en pegajoso.

Apenas me alcanzó el tiempo para recorrer de nuevo la calle del pueblo y constatar la decrepitud que se había adueñado de las construcciones. Algunas tenían los guardaventanas arrancados de su goznes, supuse que por los vientos encontrados, y otras habían perdido los cristales y dejaban entrever un interior como detenido por la cáustica sequedad del aire. Tuve que apresurarme para regresar cuando un calor sofocante se adueñó de la brisa y hube de retirarme a cubierto, al hotel, donde ya se encontraban Amista y su padre, entretenidos en limpiar el salón y adecentarlo para mi estancia, aunque a decir verdad yo lo consideraba suficientemente limpio, pero ellos insistieron en que era preciso prevenirse de la abrasión del salitre, empeñado en acortar la utilidad de los enseres domésticos, que retorcía y agrietaba hasta reducirlos a astillas, fibras u óxidos, según la naturaleza del objeto corroído. Amista me recordó su advertencia sobre el calor con una sonrisa, Atatot sonrió igualmente y se encogió de hombros. Luego se lamentó de que los animales y los huertos no entendían de urgencias ni comodidades, y dijo que nos abandonaría hasta solucionar unos asuntos urgentes con la gallinas, los conejos y las cabras, por ese orden, y el posterior cuidado de un jardín imprescindible para su supervivencia. No comería con nosotros en favor de la conclusión pronta de su labor, que apenas interrumpiría para reponerse deprisa y continuar hasta el atardecer. Se despidió reiterando su deseo de buenos días. Amista no tardó en concluir sus ocupaciones en el salón y se despidió también, asegurándome que regresaría en cuanto concluyera sus obligaciones.

Pasé la mañana al otro extremo del salón, absorto en el horizonte del otro lado, que alcancé sin más que cambiar de mesa junto a la ventana. Sobresalía una montaña de perfil agudo y altura considerable. Abrupta, muy abrupta, como un farallón inaccesible. Un promontorio en el centro de la planicie, que se presumía sal en mitad de la nada, a una distancia impredecible porque los espejismos imposibilitaban cualquier medida óptica. En los mapas del ejército, que había conocido en mi breve vida militar, buscando en las escalas adecuadas se encontraban los límites a la mancha, por supuesto irregulares, pero aproximadamente descritos, con penínsulas, islas y caminos en el erial, hasta una frontera que donde el color variaba gradualmente hacia el blanco inmaculado de su centro, sin una sola referencia, excepto la montaña, dibujada en su forma y con una leyenda que especificaba la imposibilidad de situarla con precisión, por la inexactitud de los instrumentos topográficos para trabajar en un calor tan extremo. Erraban en minutos e inclusos ángulos de sextante, por el dilatarse de los metales, que trabajaban a temperaturas demasiado elevadas.

A lo lejos, un farallón irisado por el sol de poniente, sobresaliendo al mar de tornasoles que se derramaba sobre las dunas. Después de la comida en compañía de Amista, que me divirtió con sus recuerdos de la mucha soledad y un agudo sentido del humor que despertó mi risa, salí al porche, acomodé los pies sobre la barandilla y permanecí abstraído en la lejanía blanca de la sal, hasta que se levantó un viento desapacible que me obligó a buscar cobijo en el interior. Amista me ofreció un refresco de hierbas y conversación para entretener la velada, y confieso que revivió en mí un deleite perdido, porque su hablar era letrado y erudito, causándome un gozo sin duda atribuible a las muchas penurias sufridas. Quise restar importancia a los méritos de mi compañera, pero lo cierto era que me embelesaban sus ojos de miel y el cabello tan negro, con esos pómulo marcados y los labios más oscuros sobre el melocotón de su piel. Suspiré para mí y pensé en las muchas privaciones del ejército. Después me concentré en las palabras de Amista, que para mí eran un bálsamo.

Poco después del crepúsculo, el padre de Amista apareció para la cena, con su sombrero de pluma y perfumado un aroma tan irreconocible como el que empleaba su hija. Le pregunté por su olor, que tan igual reconocía, y padre e hija coincidieron al unísono en su nombre. Observando mi confusión, me aclararon que usaban muchos perfúmenes para aliviar la calina, y que para mí eran iguales por novedosos, obtenidos de los cactus que enraizaban en la vecindad del desierto, aromáticos y muy útiles. El de Amista y el suyo eran diferentes, aunque por supuesto yo no alcanzaba a distinguirlos, porque para mí sus olores eran demasiado próximos. Dicho esto, y sin que cupiera transición en su diálogo, Atatot añadió que me perseguía una patrulla de cinco hombres. Después, sin cesar en su sonrisa, me preguntó por qué. Amista rió de esta revelación para mí dramática, y añadió con sorna que algo grande ocultaba tras mi cara inocente. Sonrió, sonreí, y Atatot rió abiertamente, en una inesperada complicidad.

Ignoro que me impulsó a sincerarme ante dos completos desconocidos. Supongo que pensé que no tenía nada que perder y apenas importaba mi confesión, porque mis verdaderos enemigos no eran ellos. Admití que era un desertor del ejército y que me buscaban para juzgarme y dar una lección a la tropa, porque si desertar un soldado era grave, desertar un teniente era peor. Una patrulla me buscaba para enfrentarme a un consejo de guerra, que sin duda tenía decidida una aleccionadora sentencia. Era preciso dar ejemplo, no se precisaba demasiado esfuerzo para comprenderlo si se admitían como premisas las razones militares. Por lo demás, lo cierto es que me harté de tanta desgracia y que tampoco entendía por qué permanecer donde intentaban matarme. Amista preguntó si estaba seguro de que pretendían matarme, y yo respondí que sí, especialmente cuando me encontraba en combate. Atatot rió de mi descripción del miedo, y Amista preguntó si era cobarde, a lo que respondí que sólo si había peligro por medio. Todos reímos y Atatot tomó buena cuenta de la gravedad de mis actos. Tras la cena, cuando el padre se había retirado con la excusa de una jornada difícil, Amista me preguntó qué pensaba hacer. Respondí que escapar, y miré tras la ventana, hacia el lejano promontorio que resplandecía bajo la luna. Murmuró que era imposible y se despidió con buenas noches.

Atatot me esperaba cuando llegué al comedor a la mañana siguiente. Me miró como indagando en mis pensamientos, y dijo que tenía cuentas pendientes con el ejército, que se llevaron a su hijo por la fuerza y se lo devolvieron muerto con una nota de agradecimiento. Me ayudaría para saldar una cuenta pendiente. Agradecí su oferta pero dudé de la efectividad de su ayuda, porque la patrulla había recuperado mi rastro y me encontraba atrapado ante una huida imposible. Sólo existía un camino y era prohibido, aunque de todos modos lo emprendería porque no quedaba otra opción. Atatot asintió y al instante supuso que necesitaría un guía para adentrarme en el desierto. Admití que sí y asintió de nuevo. Luego dijo que estuviera preparado, que saldríamos al oscurecer, que su hija se ocuparía de los detalles y que atendiera sus instrucciones, cuales fueran, porque ella sabía a qué me enfrentaba y yo no. Exigía obediencia incondicional.

Amista sonrió como reafirmándome en la opción de su padre, y me animó a que bebiese una copa que portaba en su mano. Después, apenas apuré un jarabe dulzón, me indicó como llegar rápido al aseo y advirtió que me diese prisa, porque acababa de beber un purgante francamente enérgico, y maldeciría mi suerte muy pronto. Corrí cuanto pude, sumiso a sus indicaciones y me alivié sin tregua durante más de una hora, al cabo de la cual reconocí mi alivio y pude levantarme de la letrina con una cierta confianza en mí mismo. Amista aguardaba en el salón y no se ocultó para reír de mi infortunio, advirtiéndome que sólo me hallaba al principio. Me ordenó que me sentará a la mesa ante un bol enorme, de una suerte de gelatina en gachas transparentes cuyo sabor era leve aunque pronto se convertiría en insistente.

Tras las gachas, que apure tres veces y sirvieron para que yo protestara en vano ante la risa de Amista, siguió un baño con hierbas acondicionantes y luego el mismo baño, ahora con un barro que vertió en la tina mi atenta asistenta, y que fraguó en un lodo adherido a mi cuerpo como una segunda piel. Sólo restaba impregnarme de un óleo que había de empapar el barro. Tras permitir que las manos de Amista frotasen mi cuerpo para extender el aceite, lo que me proporcionó un placer dichoso, el barro absorbió su disolvente y quedó depositada sobre mi piel una capa untuosa que me convertía en un ser blanco. Amista se separó unos pasos, para contemplar el resultado de su obra, y tras asentir a su trabajo me tendió un paño y dijo que me cubriera. Me apresuré a cubrirme y de nuevo sonrió ante mi torpeza. Se acercó a mí, me desprendió del paño que cubría mi vergüenza y volvió a colocarlo sobre mí, esta vez en el lugar correcto, ejecutando los pliegues y los nudos despacio, para que aprendiese adecuadamente. Le pregunté que para qué si ya me conocía desnudo y confesó que conservaría ese recuerdo, pero esos nudos y esos pliegues me permitirían correr mucho más cómodamente, lo que parecía oportuno para mi condición de prófugo. Tuve que reconocer que apreciaba su sentido del humor. Después adoptó una expresión solemne y me mostró un zurrón que había de llevar conmigo. Poca cosa, la misma gelatina que me hartara antes y una crema amarilla que en realidad era el mismo barro marfileño que impregnaba mi cuerpo, más diluido, que había de aplicarme para aliviar los pies.

Amista y yo nos reunimos con su padre, que nos esperaba en el porche, tan desnudo y blanco como yo, con un zurrón similar al mío. Sonrió, preguntó si me encontraba preparado y me tendió una pasta gomosa, de resina fermentada, que siguiendo sus indicaciones mastiqué suavemente. Después Amista besó a su padre y después a mí, lo que me hizo sentir agradecimiento y un deseo vago. Pregunté por qué no llevábamos agua, y me contestaron al unísono que la gelatina del cactus era suficiente y mejor. Reímos por la coincidencia y Amista inició la despedida. Asegúrate de volver, asegúrate de que vuelva, dijo, y después nos deseó suerte y se alejó risueña, asegurando que no le gustaban las despedidas y que hacía mucho frío. Atatot miró al erial blanco, que resplandecía bajo la luna y me invitó a que lo acompañara. Emprendió una carrera suave y lo seguí. Pregunté por qué íbamos descalzos y me respondió que la piel del calzado se cuarteaba en el salar y se tornaba áspera y rígida, y que su roce insistente solía provocar peligrosas heridas. La sal, muy fina aún, crujía bajo nuestro pies.

Me sorprendió que mi carrera fuera tan fluida y sosegada, próxima a la carrera de mi guía. Durante algún tiempo me perdí en mis pensamientos, mientras la sal se quebraba bajo nuestro peso. A mi alrededor ya todo era blanco, plateado por la luna, en un paisaje que no parecía de este mundo. Muy al fondo, la gran montaña que presidía nuestro viaje, afilada y esbelta. Entonces pensé en un hombre atravesado por una bayoneta y recordé el horror de la guerra. Me alegré de haber escapado y lo sentí por los que permanecieron luchando, cualquiera que fuese el resultado de la batalla. Por mi parte había tenido suficiente, prefería cualquier otro destino, incluso morir en aquel abismo blanco. También pensé en mi pueblo perdido, al otro lado del país, y en tantos soldados que había conocido en mi corta experiencia militar, en cómo murió mi teniente y me honraron con su rango solo por consolarlo en la agonía. Después, aquella guerra que jamás podríamos ganar, con tanta sangre y tanto muerto que se me nubló la razón y escapé con el único deseo de regresar a mi casa. Solo quería eso, salir de allí y regresar a mi casa. Al instante sentí que me disparaban los míos y supe que era un desertor y me cazarían para escarmiento de cobardes y advertencia a la tropa.

La carrera no suponía ningún esfuerzo a mis pulmones ni mis piernas, y me permitía recrearme en el paisaje, que ahora se rompía con dunas suaves en la distancia. Atatot se desvió hacia la derecha y ascendió a la primera duna, no demasiado alta. Se detuvo y me esperó, luego murmuró que nos detendríamos. Pretendí saber cuánto y respondió que lo suficiente, luego esbozó una mueca. Me preguntó si sentía fatiga y por mis pies, también si notaba mareado o sentía frío. A todo respondí que no, y dijo que bien, muy bien. Comprendí que se burlaba de mí y debió leerlo en mi rostro, porque añadió que sus preguntas guardaban una intención. Reconozco que me sentí confuso por el tono confidencial que adoptaba conmigo, y en un tono igualmente irónico insistí en mi interés por conocer qué había pensado para mi futuro. Sonrió, recordándome a su hija en la sonrisa, y contestó que de tal palo tal astilla. Otra vez leyó mi sorpresa y explicó que le resultaba muy fácil leer mis pensamientos, porque para un indio como él mi rostro era el umbral del alma. Añadió que eso era bueno y malo al tiempo, pero que tampoco había de importarme mucho, porque todos los hombres eran predecibles. Señaló donde debía encontrarse el pueblo, que ya solo era una sombra perdida en la distancia, y aseguró que la patrulla llegaría muy pronto. Por Amista no había necesidad de preocuparse, añadió anticipándose a mi pregunta, porque la patrulla solo encontraría un paraje desierto. Lugares para esconderse había muchos, aunque yo no viera ninguno, y los soldados serían aún más ciegos, porque a la postre yo solo era tuerto. Me sorprendiste tras los visillos durante tu llegada, así que no eres tan torpe. Intuición no te falta, aunque esté dormida. Luego, pareció adoptar un tono más serio, aseguró que era penoso despedirse de un paisaje tan bello, esbozó una mueca de disgusto y me animó a que continuásemos la carrera.

Descendimos de la duna y corrimos por una planicie donde sobresalían colinas que ondulaban la distancia, siempre presidida por la montaña lejana, un picacho en el horizonte. Atatot corrió a mi lado y mientras corríamos me explicó que a pesar de su carácter irónico sentía apreció a mi persona, porque le recordaba a su hijo, que también tuvo cuentas con el ejército, pero encontró peor destino. Por eso me ayudaba y solo por eso, y en cuanto a sus preguntas de antes, la resina que masticaba servía para aliviar la fatiga y apenas decreciese su efecto debía sustituirla por más que encontraría en el zurrón, dentro de una bolsa preparada por Amista. Las molestias en los pies, que aparecerían pronto, debía mitigarlas con la crema amarilla, el frío, que no sentí pese a encontrarnos muy bajo cero, se debía al barro que impregnaba mi cuerpo y me protegería igualmente del calor y la deshidratación. Por lo demás, la pregunta sobre el mareo obedecía a la mucha gelatina de cactus ingerida, que pese a la voluntad y su receta, no siempre encontraba buen acomodo en el estómago, sobre todo por la mucha cantidad. En porciones discretas, las que ingeriríamos en nuestra travesía, era saludable, incluso digestiva.

Durante toda la noche corrí al ritmo que marcó Atatot, sin que pueda atribuir mi fortaleza más que a la resina amarga que mastiqué hasta deshacerla en mi boca. Después, corría un poco más y apenas notaba débiles las piernas o se enrarecía mi aliento, aminoraba la marcha lo imprescindible para abrir el zurrón y pellizcar un poco más de resina. Atatot mostró una conversación afable mientras se entretenía indicándome las irregularidades que le ayudaban a orientarse en el terreno. Observó que no todas las sales eran iguales, ni en la textura ni el tacto a la pisada, por supuesto tampoco a la vista o el sabor, y que los promontorios en apariencia aleatorios no lo eran tanto, y aunque variaban continuamente, su movimiento era fácil de predecir porque obedecían al viento. También era preciso estar atento a la disposición de suelo, que solía adoptar dibujos geométricos en respuesta a los cristales de sal, ya fuera en grandes placas hexagonales o en polígonos que pese a su carácter irregular ocultaban un patrón. Leer estas señales era casi un arte de sus antepasados, y explicarlo era tan difícil como inútil, porque algunas cosas solo se aprenden de niño. El alba llegó y el sol se alzó en el horizonte. Atatot se detuvo en mitad de una inabarcable planicie de sal y aseguró que dormiríamos allí.

La segunda noche corrimos igualmente y dormimos en un refugio excavado apenas despuntaba el alba. Nos cubríamos con un techo de lona que afianzamos con sal, bajo el que nos ocultámos durante las horas diurnas. Apenas se alzaba el sol, al frío de la noche le sucedía un fuego insoportable. El calor era incandescente, lo sentía vibrar sobre mi cabeza, como un infierno que nos calcinaría si osábamos salir de nuestro escondite. Atatot me confirmó que la temperatura en el exterior era altísima y resultaba complicado sobrevivir sin tener práctica con ciertos trucos que más tenían relación con el espíritu que con la materia. El barro ayudaba, pero moverse en las horas centrales era difícil, muy difícil. Después, por invitación de Atatot, nuevamente la resina amarga mitigó nuestros sufrimientos y nos permitió un sueño provechoso. Pese a nuestra cobertura, la luz era tan cegadora que persistía al cerrar los párpados. Aún con este inconveniente y el calor insoportable, dormí con un sueño denso y reparador, sin recuerdos posteriores. Al despertar a la caída de la tarde, Atatot insistió en que me embadurnase los pies con la crema y reparase el barro de mi cuerpo. Encontraría lo necesario en el zurrón, dispuesto a mi alcance por las manos invisibles de Amista, de la que tuve grato recuerdo por el orden impuesto en la bolsa y porque se anticipaba a mi torpeza. Después, apenas descendía el sol, me apresuraba para comer atropelladamente un poco de la gelatina del cactus y reemprendíamos la carrera.

Antes de ocultarnos para eludir el calor, Atatot señaló hacia donde se encontraban nuestros perseguidores, puntos minúsculos en la distancia, y me advirtió que habían recuperado gran parte de nuestra ventaja por haberse adentrado con caballos en el salar. El explorador y guía de la patrulla contaba con cierta experiencia, porque también se habían detenido para improvisar un toldaje, según vislumbraba en la distancia. Nosotros permanecíamos ocultos a sus ojos, que aunque oteasen en la dirección correcta no podrían encontrarnos, por nuestra pintura corporal, que además de protegernos del calor y el frío nocturno, nos confundía con el paisaje blanco. Comimos gelatina de cactus para reponer nuestras fuerzas y no acurrucamos en nuestro refugio, cubiertos por la lona que nos aislaba, al menos parcialmente, del infierno desatado a nuestro alrededor apenas el sol ascendía en el horizonte.

Al atardecer, dos caballos de nuestros perseguidores habían muerto. Los reconocimos como puntos negros que permanecían inmóviles. Confieso que sentí lástima, nunca me agradó el espectáculo de los animales moribundos. Intenté vislumbrar si se movían y me pareció que no, así que supuse que ya estaban muertos. Atatot señaló que otra vez habían acortado distancias y que demoraríamos nuestra marcha para permitir que se acercaran aún más. Pregunté si no sería sensato alejarnos para dar ventaja a nuestra huida, y Atatot respondió que manteniéndonos cerca los obligábamos a seguir nuestros pasos e impedíamos que abandonasen su persecución para volver después con más tropa, o con exploradores del salar que supieran como enfrentarse al desierto.

Amanecía cuando Atatot aseguró que cuando muriesen los restantes caballos sería el momento de dirigirnos hacia la sal muerta, y señaló al promontorio que destacaba en la distancia. Me interesé por el objetivo que habíamos fijado como meta de nuestra huida y Atatot respondió que el inconveniente se hallaba más en la posición que en la lejanía, porque en realidad no se encontraba donde pretendía la vista. Pregunté si no hubiera sido conveniente traer una brújula para orientarnos en lugar de caminar con la montaña central como única referencia. Atatot sonrió antes de asegurarme que no era el primero en tener una idea tan espléndida, pero que desafortunadamente las brújulas eran inútiles allí, porque bajo la sal existían materiales magnéticos que falseaban el norte señalado por la aguja. Tampoco debía engañarme con la montaña central, que en ningún momento nos serviría de guía, porque no avanzábamos hacia ella, aunque así lo apreciasen mis sentidos. Concluimos nuestro refugio y nos entregamos a la rutina de comer la gelatina de cactus y aplacar el sufrimiento de nuestro pies con la pasta amarilla, que además de refrescante procuraba una rápida cicatrización de las muchas heridas que sangraban tras nuestra jornada. Atatot explicó que además del alivio que suponía al escozor de la sal, evitaba que la sangre de las pisadas delatase nuestras verdaderas intenciones.

Tras el segundo día de sol implacable, nuestros perseguidores abandonaron sus caballos, que permanecieron exhaustos en el mismo lugar donde habían dormido sus amos. Atatot me pidió que esperase justo donde me encontraba, acostado sobre el suelo, si lo prefería contemplando las estrellas, porque él regresaba para enmendar un hecho que no era de su agrado. Antes de marcharse me advirtió que si se acercaba la patrulla debía mantener la calma y permanecer inmóvil, porque el barro de mi cuerpo me confundía con el paisaje y era posible pasar a escasísima distancia sin reparar en mi presencia. Después retrocedió borrando nuestras huellas y me advirtió que lo esperase allí mismo, y que en caso de que tuviera que escapar porque viniesen directamente a mi encuentro, me cuidase de ocultar mis pisadas. Él sabría encontrarme, añadió antes de perderse en la plata nocturna. Miré al cielo y vi las constelaciones de la noche. Intenté orientarme.

La luna se ocultaba cuando regresó Atatot. Anunció el sacrifico de los caballos, que agonizaban sin posibilidad de salvación. Los degolló rápida y silenciosamente, para aliviar sus sufrimientos, y luego siguió el rastro de la patrulla, que ahora avanzaba a pie y pronto se encontraría caminando en círculos hacía la izquierda, porque sus pasos derivaban hacia ese lado. Las bestias son mas fiables que los hombres para caminar, añadió, y luego me invitó a que prosiguiésemos nuestra carrera, ahora en una dirección que confundiría a la patrulla en nuestro beneficio. Durante el resto de la jornada trazamos un amplísimo círculo que envolvió a nuestros perseguidores, hasta encerrarlos de modo que pronto encontrasen nuestras huellas. Abandonamos nuestros pasos y borramos el rastro, luego nos ocultamos a una distancia prudencial, donde mi compañero aseguró que nos encontraríamos a salvo, y aguardamos en silencio absoluto, porque el sonido podía delatarnos. Tal y como habíamos supuesto, encontraron nuestras huellas y acamparon junto a ellas. Tendieron un toldo y se recostaron a la espera del sol. Bebieron agua racionada y se dispusieron a esperar el sofocante calor, que llegó tras nacer la mañana y convertirse el aire en un miasma irrespirable. Antes de dormir, Atatot me tranquilizó respecto a nuestra posición. No estábamos tan cerca como mostraba la vista, encontrarnos allí o muchísimo más lejos era igualmente peligroso. Embadurné mis pies con la crema y me preocupé por las llagas, que ocupaban una extensión importante pero eran indoloras, como escamas descarnadas que no supurasen ningún fluido.

Me sorprendí de no haber orinado ni sentido necesidad de aliviarme desde que iniciáramos nuestra travesía. Atatot sonrió maliciosamente. Tampoco había sudado ni exhalado vapor mi aliento, pese al frío de la noche. La pulpa del cactus proporcionaba el doble efecto de bastarme para la subsistencia e impedir que el agua escapase de mi cuerpo. Aún así, nos deshidratábamos lentamente y nuestra vitalidad mermaba en consecuencia. En cuanto a nuestros perseguidores, de ser sensatos se habrían vuelto ya, así que solo cabía esperar a que recobrasen la cordura.

Durante nuestra siguiente carrera nocturna, advertí a Atatot que habíamos perdido el rumbo y que podríamos orientarnos por las estrellas, porque sin ser un experto sabía guiarme por ellas. Una vez más se burló de mi ignorancia, y me explicó que la ubicación de las estrellas estaban tan distorsionada por la atmósfera que era imposible que yo acertara a ubicarme por ellas. Incluso podrían ocurrir inversiones completas de cardinalidad, lo que no era muy favorable a la orientación correcta. La sal y el instinto eran mucho más seguros, y me señaló que la montaña central parecía ahora mucho más pequeña, cuando sin embargo nos encontrábamos más cerca. Luego sonrió y dijo que me quedaba mucho por aprender. El centro del salar no era lo que yo imaginaba, sino algo muy distinto. Continuamos corriendo, miré hacia atrás y presentí a nuestros perseguidores. Atatot adivinó mis pensamientos y me tranquilizó, ahora la patrulla describía un gran círculo. Sus reservas de agua mermaban y pronto no serían suficientes para regresar.

Una noche más corrimos mientras la luna decrecía imperceptiblemente. Pese al fulgor plateado que reflejaba el paisaje, las estrellas brillaban nítidas en el cielo oscuro. Según mi saber nos dirigíamos hacia el oeste, aunque Atatot declaró que hacia el noreste, hacia la montaña cada vez más pequeña. Objeté esta evidencia a mi compañero, y tras reprenderme por tan escasa confianza, aseguró que la montaña disminuiría conforme nos acercásemos a ella, porque apenas era un espejismo magnificado por la distancia. De momento, y señaló al cielo para dar fe a sus palabras, nos aguardaba una tempestad de sal, lo que sería malo para nosotros y peor para nuestros perseguidores, que ya deberían haber descubierto el engaño si eran buenos en su oficio.

La tempestad de sal se despertó tras la aurora y nació como un incendiarse del sol, que se cubrió con una neblina que difuminaba su brillo. Luego sopló un viento despiadado, primero una brisa hirviente que recalentaba los ojos y después un fuego dolorosísimo, cargado de diminutos cristales de sal que consumían el barro blanco de mi piel y lo menguaban con una despiadada erosión. Antes de entregarse al sueño, Atatot bromeó sobre la habilidad de nuestros compañeros para protegerse de aquella ventisca abrasiva. No me dormí apenas cerrar los ojos, como en las jornadas anteriores, sino que permanecí abstraído en mis pensamientos, atento al furor lechoso que parecía haberse adueñado del exterior. El viento aullaba y había temblar el techo de lona, nuestra única protección, que sin embargo parecía perfectamente sujeta. Me atreví a acercarme a la salida de nuestro refugio y aventurar una mano fuera. Al instante la retiré presa de un terrible sufrimiento. Se había descarnado en los nudillos y las llagas escocían por la sal que había causado la herida. Me apresuré a repararla con la pasta de la mochila. Luego me pareció escuchar la risa de Amista y me sentí confortado por su recuerdo. Mi última imagen fueron sus ojos tan bellos y el rostro de melocotón.

Me despertó Atatot, con el sol muy bajo. Habían sobrevivido tres de nuestros perseguidores, envueltos en el toldo que les había servido de amparo. Con una determinación que solo calificaba de suicida, recogían para proseguir la caza, así que no cabía demorarnos más, nos dirigiríamos hacia la montaña, que apenas era nada en el horizonte. Antes de reemprender nuestra carrera, giré completamente sobre mí mismo, para contemplar la plenitud del paisaje. Aplacada la tempestad de sal, nos encontrábamos en un planicie sin límites, llana como un espejo, blanca como la luz mas pura, incendiada por sol rojo de poniente, que se extinguía en un horizonte inabarcable, curvo, sin mácula, sin irregularidades, solo un discreto promontorio en mitad de la nada circular, con perfil abrupto y reflejos que parecían irradiar la noche naciente con los fulgores del atardecer. Atatot me devolvió a la realidad, teníamos prisa por llegar a la hondonada de los muertos.

Dos días nos dirigimos hacia la montaña, que mermaba en respuesta a nuestros pasos. Atatot me confesó que había llegado a la certeza de que nuestros perseguidores conocían bien la mancha blanca, porque tanta locura era impensable en alguien sensato, por mucho que obedeciera órdenes o lo arrastrase la venganza. Admití que mi paso por el ejército había suscitado algunos rencores, por negarme a las órdenes criminales y respetar la vida de las mujeres y los niños. Atatot sonrió y confirmó para sí, pero en voz alta, que yo era un soldado muy raro, que donde se había visto un soldado con escrúpulos. Sin duda la disciplina militar fracasó contigo, añadió riendo, y me apresuró en la carrera. La montaña desapareció completamente.

Con nuestros perseguidores muy cerca, entramos en la depresión de lo que parecía un cráter. En su centro se alzaba la montaña, reducida a un promontorio de rocas empapadas en sal, enorme pero no tanto como para divisarse desde el exterior. El calor, aún nocturno, era insoportable, sentía que se cuarteaba el barro de mi piel y así se lo hice saber a Atatot, preocupado por una situación que se me antojaba peligrosa. Me consoló e intranquilizó en igual medida, porque aseguró que allí todos estábamos muertos y corrió por la pendiente, dejándose arrastrar por su carrera. Apenas seguí sus pasos sentí que perdía el equilibrio y me precipitaba rodando ladera abajo, tanto que pronto distinguí el fondo del cráter, de un color oscuro, irreconocible entre la plata salina. Miré sobre mi cabeza mientras intentaba detener mi descenso y me encontré próximo al fondo del cráter. El calor era sofocante, el olor podrido y áspero. Me contuvo una capa de grava fina y me detuve sobre una explanada tan lisa que parecía pulida. No di crédito a mis ojos.

Sobre un suelo tan cristalino que parecía fraguado y derretido eternamente, un ejército de cadáveres parecía momificado e incorrupto para dar testimonio de su agonía. Me encontraba en el escenario de una batalla tan cruenta como la que yo mismo había vivido, aunque las armas empleadas parecían más toscas. Corazas, escudos, yelmos, espadas y lanzas, catapultas y caballos momificados, alrededor de un promontorio cuya forma era la que había guiado mi travesía, pero mucho más pequeña, insignificante en la comparación y sumergida en el interior de aquella hondonada oculta al exterior.

Caminamos entre muertos que parecían surgir parcialmente de la tierra y se mostraban resecos y convertidos en recuerdo de lo que fueron. Intenté preguntar y Atatot me ordenó silencio, porque nos encontrábamos en un lugar sagrado. Permanecí abstraído en el terror de la batalla, fascinado por los cadáveres que surgían incólumes de la tierra, convertidos en huesos y piel que se me antojaron más allá de la descomposición de la carne. Algunos se armaban con metales decrépitos e inservibles para luchar, otros se protegían con escudos igualmente inútiles, todos habían muerto en un pasado muy lejano. Avanzamos entre despojos que emergían del enterramiento y se alzaban al cielo en una última súplica. Me sentí sobrecogido.

También había caballos fosilizados en el trote o al paso, con jinetes ya convertidos en jirones a su lomo, tan decrépitos como su montura, valientes en la última proeza. Tras un sendero de miembros amputados y restos humanos, descubrí los carros de guerra, con cuchillas que sobresalían a las ruedas, inutilizadas por la decrepitud, rotas y desechas junto al carro y su auriga, que no solía yacer lejos, como si el deber obligase su presencia. Un hombre parecía gritar al ser ensartado por una pica, otro mostraba el asombro bajo su cabeza rota por la espada. Los cuerpos parecían serenos en su horror, como si el instante postrero les hubiera sobrevenido en calma, lo que contradecía el espanto de aquel escenario. Durante casi dos horas avanzamos sobre el fondo espejado, tan liso y brillante que parecía agua. Pasamos junto a la base de la montaña de piedra, ahora reducida al farallón que presidía la contienda, y Atatot señaló donde pisábamos, de un color ocre resplandeciente. Nuestras huellas brillaban más claras, antes de perderse en el tono macilento que dominaba la escena. Atatot señaló el suelo y murmuró que era sangre. Reparé en un regusto dulzón tras el salitre del aire.

Centrando aquel escenario espectral, la montaña parecía presidir la batalla, como si su posesión justificase un motivo o enarbolase una causa. Pregunté en voz alta quienes eran todos aquellos muertos y qué era aquella atalaya que se alzaba en mitad del cráter. Atatot se detuvo un instante, miró a nuestro alrededor y dijo que nos encontrábamos ante un recordatorio de la estupidez humana. La historia real de aquel secreto en la sal requería una explicación más cómoda, ahora lo preciso era salir del cráter. Nuestros enemigos ya habían iniciado el descenso y debíamos escapar de allí cuanto antes. No por ellos, que jamás alcanzarían la otra orilla, sino porque nuestro barro se agrietaba por un fuego imposible de describir. Mis pies sangraban abundantemente, como los suyos, por la abrasión extrema del suelo y porque la sangre de los muertos reclamaba nuestra sangre, y mis labios, por si no lo había advertido, se encontraban en carne viva, hervidos por un calor que no percibía pero que era real y agostaba mi cuerpo. Debíamos escapar cuanto antes.

Durante la ascensión de la ladera, vitrificada por la incandescencia de la sal, me detuve para mirar hacia la llanura de los muertos. La sangre era negra en la noche de plata, con la luna sobre la montaña que presidía la locura de los hombres. Escuché el clamor de los difuntos en el estruendo de la contienda, en súplicas distintas y dolores rematados al instante, entre desgarradores lamentos, olvidados para siempre y suspendidos allí como testimonio de su propia extinción. Reparé en los puntos de nuestros perseguidores sobre la llanura y comprendí que se detenían desfallecidos, derrotados por una voluntad que se rendía ante aquella escena aterradora. Atatot me arrancó de mi espejismo, debía continuar ascendiendo, no soportaríamos el calor que flotaba en la caldera.

Ya a salvo de la mortífera hondonada de sal, sobre la otra orilla, reparé en las ciclópeas dimensiones de aquel accidente geográfico. Atatot permaneció en pie, absorbido por la inmensidad del paisaje. Luego cantó, con una voz triste y arrastrada por el viento incandescente. No entendí sus palabras, pronunciadas en una lengua extraña. Se arrodilló al borde del abismo y oró unos minutos, con una cadencia melódica y ajena a mis oídos, con súplicas que me parecieron respetuosas, disculpas por turbar la paz de los difuntos. Después me miró y aseguró que nuestra aventura casi había concluido, que solo restaba volver, lo que también tenía su mérito. Miró hacia la forma de piedra que sobresalía a la hondonada, y dijo que las leyendas de su pueblo hablaban de un gran fuego que cayó del cielo, sin duda allí, durante el curso de una gran batalla que se detuvo congelada en el tiempo. La forma central era como el reflujo de la gota que cae y rebota en respuesta al impacto contra una superficie y la ruptura de sí misma. Las leyendas más antiguas aseguraban que ardió sal sobre sal y todo se detuvo en un colapso que se creyó definitivo. Después de muchas lunas, cuando aclaró el huracán recalentado y salobre, una montaña había nacido en el centro de la gran mancha blanca.

Conforme nos alejábamos de la llanura de los muertos y el cráter quedaba atrás, la montaña recobraba protagonismo y parecía más grande, un efecto óptico debido al aire recalentado, que obraba como una lupa, alterando los tamaños y la percepción de las distancias. Lo que se contemplaba desde los límites exteriores de la mancha en realidad no había existido nunca, sólo era un error de los sentidos, como casi todo en aquel desierto maldito. Advertí que me escocían los pies y reparé en que dejaba tras de mí un rastro de sangre. Nuestras pisadas desaparecían engullidas por la sal.

No sabría precisar si regresamos por el mismo camino o por uno diferente, me pareció un espejo de sales cristalizadas, pulidas por un sol implacable. Corríamos desde al alba al crepúsculo, pero liberados de nuestros perseguidores el esfuerzo parecía liviano. Atatot se mostraba más alegre, aunque siempre precavido con el sol y los cuidados de los pies, castigados hasta lo indecible, convertidos en dos heridas abiertas que sangraban abundantemente. Estimé la conveniencia de vendármelos o embozarlos con cualquier tela, con la misma lona que techaba nuestro cobijo, pero Atatot me advirtió que no serviría y quizás favoreciese una gangrena, mientras que la sal garantizaba una buena cicatrización. Si se cumplían las etapas previstas, en cinco lunas nos encontraríamos de regreso, porque saldríamos de la sima de los muertos en línea recta, a diferencia de la ida, cuando usamos distintas estratagemas para confundir y perder a la patrulla. Restaba tener paciencia y no desfallecer, porque ya corríamos al límite de la flaqueza y nuestro vigor menguaba rápidamente.

Amista nos esperaba en el porche y saludó con los brazos en la distancia. Apresuramos la carrera, animados por la conclusión del regreso, y pronto alcanzamos el hotel. Amista besó a su padre y luego a mí apasionadamente. Sentí un indicio de amor correspondido y respondí al beso de Amista. Tosió Atatot para recordar su presencia y me disculpé por mi atolondramiento. Con fingida solemnidad, declaró que daba por cumplida su promesa de volver y que esperaba viento del salar, que estaba harto de tanta fatiga e iría primero al baño, que yo esperase mientras terminaba de arrancarse la amargura, el barro, la crema y cuanto había servido para nuestra supervivencia. Dirigiéndose a su hija añadió que no estaría mal algo diferente a la gelatina de cactus para cenar, y que cuidara de mí, que no era malo. Preguntó también por su sombrero, porque un hombre no era nada sin su sombrero, y desapareció en busca de un merecido descanso.

Sin desprenderse de mi mano, Amista me confesó que a la patrulla sucedió un pelotón de soldados, que esperaron en el hotel cuanto desearon, hasta que el calor y la desidia los convencieron de que el desertor y la patrulla se habían perdido para siempre en el salar. Se marcharon al amanecer, como deseosos de adentrarse en el sopor de mediodía. Los vio alejarse desde el mismo porche, donde regresó cuando ellos se marcharon sin advertir su presencia. Después reconoció que había temido por mí. Atatot era un indio antiguo y sabía sobrevivir, pero que yo hubiera escapado al desierto le parecía imposible, incluso bajo la tutela de su padre. Bastaba un error, un desfallecerse, y la sal me habría engullido para siempre. Lo que hubiera encontrado durante nuestra aventura solo era una pequeña muestra de lo que el desierto reservaba a sus visitantes. Quiso saber si habíamos vadeado ríos de salmuera, que se deslizaban como torrentes coagulados, y si vi los esqueletos gigantes de las ballenas y los fósiles primigenios. También se interesó por los gusanos, larvas del salitre decía su padre, algunos venenosos, de los que convenía cuidarse, y por los escorpiones y otras criaturas peores. Nada sabía de eso y así lo expliqué a Amista, y se lo confirmé con una tímida caricia que no pude evitar ni me produjo arrepentimiento. Amista se apartó de mí un instante, me miró a los ojos, sonrió con sus labios de melocotón y preguntó cuál sería el destino de un hombre olvidado. Encontrar amigos, disfrutar de un hogar y quererte para siempre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 23 de mayo de 2014

El secreto de mama Juana

A quienes portan un estigma


El tizón de un tronco se derrumbó sobre la chimenea y el fuego se extinguió envuelto en humo. Las brasas brillaban con su luz incandescente cuando mama Juana murmuró que moriría esa noche y me había invocado para confesar un secreto. Me pidió que atizara el fuego y me apresuré a cumplir su petición, porque me constaba que debía plegarme a sus deseos. Aseguró que su edad era muy avanzada y sus fuerzas mermaban en un suplicio diario, consumiendo su escasa vitalidad y dejando paso a la decrepitud. Después se durmió profunda e inesperadamente, como se duermen los viejos que sobreviven por pura inercia más allá de las difusas fronteras de la muerte. Reparé en el semblante consumido de mama Juana, renombrada en la comarca por su venta en mitad del paso a través de la montaña, tan importante que todos la conocían en los pueblos limítrofes, por lo excelentes que fueron sus cocinas y por el buen servir a los viajeros que recalaban en su posada. Se sabía que flaqueaba su salud, pero según testimoniaban mis ojos se había adentrado en la agonía, porque me encontraba ante un rostro consumido hasta la calavera, con el cabello convertido en mechones de piel hirsuta, acartonada y rota a veces, y las manos descarnadas por erosiones escarlatas y sangrantes.

Desde la barra, su nieta, una joven que ejercía de posadera con notable diligencia y cuya belleza era legendaria en los alrededores, me indicó atropelladamente, y en voz muy baja, que no hiciera caso, que su abuela había perdido el juicio pero que aún era útil en la cocina y en la regencia del hogar, porque su saber de las artes culinarias parecía inextinguible y porque, pese a su ceguera casi completa, aún tomaba la escoba y barría el salón o caminaba palpando las paredes hasta el patio, con el barreño de la ropa y las pinzas de colgar, y acertaba a tender a tientas la colada. Se detuvo, pareció dedicarme una sonrisa esplendorosa y continuó hablando más pausado, asegurando que en realidad la salud de su abuela mermaba rápidamente y poco cabía hacer ya, aunque nunca se hizo mucho, porque siempre fue reacia a los doctores de la ciudad y había mitigado sus males de la vejez con hierbas y remedios antiguos, que pese al deterioro de su memoria aún conocía lo suficiente como para solicitar tal o cual raíz que aliviaba los dolores de sus huesos.

Sonó el reloj en la pared anunciado las tres, la posadera se asomó un instante a la ventana, negó con la cabeza y aseguró que el paso de la montaña estaba cerrado. Después miró hacia el salón y nos contó señalándonos con el dedo, para buscarnos alojamiento. Fuimos cuatro los que dudamos de su palabra al señalar la conveniencia de nuestro infortunio para su negocio. Unas pecas que antes no había percibido alumbraron su alegre sonrisa, y nos propuso que lo comprobáramos por nosotros mismos. Nos precipitamos casi en tropel hacia la salida, enardecidos por el desafío de la posadera, y caminamos hasta el extremo superior de la gruta, un enorme túnel que taladraba la montaña de abajo a arriba. Ascendimos por el pronunciado desnivel y permanecimos abortos en nuestros pasos. Me pareció que el suelo de nuestra pendiente era de antracita o quizás de hulla, y así lo expresé en voz alta, pero pronto me advirtieron de mi error al asegurar a coro que era de una durísima pizarra, común en los alrededores. Supe por comentarios que mis compañeros eran un sargento, un juez, un médico y un cura primerizo, y que coincidíamos por razones que no venían al caso. Lo que nos unía era salvar la demora y proseguir el viaje cuanto antes.

Nos entretuvimos en comentar la belleza de la posadera, que parecía cambiar según el reflejo de la luz, y siempre con una mejora respecto a la belleza anterior. Luego alguien, no recuerdo si el juez o el sargento, se interesó por la salud de mama Juana, tan conocida en la comarca, y el médico aseguró que se encontraba en una fase agónica de la vida, y que probablemente su mente se hallara reducida a lo vegetal, a juzgar por la escasa lucidez de sus palabras. Había entablado conversación con ella, por mero celo profesional, constatando al instante que se hallaba trastornada por las alucinaciones pre mortem, que sin indicar nada bueno tampoco anticipaban su último aliento, factible esta misma noche o cualquier otra, no había modo de saberlo. La naturaleza solía enmascarar sus actos, y los médicos lo habían destacado desde el origen de la medicina. Aún sin conocerse en sus detalles, se aceptaba por consenso la mejoría previa al aliento postrero, y su reseña era frecuente en la literatura médica. El sargento asintió, aseguró que había visto muchos muertos y que doña Juana pronto sería uno más. El cura avaló la impresión de ambos con su experiencia, y el juez dijo que para él no sería más que trabajo. Después coincidimos en el halago a la posadera, que sin duda apuntaba como mujer excepcional, tanto que le sobrarían pretendientes apenas alcanzase la mayoría de edad.

Alcanzamos el extremo superior de la gruta en la montaña y comprobamos que estaba cegada hasta media altura. Supusimos que sería igual en el otro lado, el que llegaba hasta el valle, pero nos pareció que comprobarlo sería fatigoso y que precisaba una escala en la venta, donde la deliciosa posadera atendería convenientemente nuestra sed. Al pie de la duna de nieve que cegaba en parte la salida, y ante la indecisión de mis compañeros, yo mismo escalé unos metros para comprobar la viabilidad posterior del camino. Me enfrenté a un escenario tan blanco que reducía la orografía del valle a sombras entre la ventisca. Reinaba una claridad difusa que me permitía divisar los detalles del paisaje, y vislumbré los árboles inundados de plata, las laderas vecinas teñidas de estaño, el sendero que atravesaba la cueva para emerger convertido en un río de inefables mercurios. Todo fraguaba en un manto lechoso que nos convertía en rehenes y pensé que me encontraba ante una prueba de la fragilidad humana. Reparé en el montículo, que descendía suavemente al otro lado, y supuse que la montaña despeñaba su nieve sobre las entradas de la gruta, cegándolas parcial o totalmente, según progresara la ventisca.

Miré a los compañeros que esperaban un informe y aseguré que en mi opinión nos encontrábamos atrapados por la tormenta. La visibilidad era casi nula e intentar salir de allí era temerario, casi suicida. El médico y el sargento prefirieron comprobarlo por sí mismos y ascendieron también al promontorio de nieve, el juez y el cura se conformaron con nuestra palabra. Convinieron en que quizás fuera posible regresar al valle, porque el camino por las tierras altas era ciertamente impracticable. Fui el último en bajar, entretenido con el espectáculo del paisaje. Un segundo antes de iniciar el descenso, vi las siluetas de mis compañeros recortadas contra la otra boca de la gruta, casi superpuestas a la posada. Recordé la fama de aquel refugio en los alrededores, por ofrecer descanso al peregrino y comida al hambriento, y por ser repetidamente ensalzado como intermedio de cuantos pasaban de un lado a otro de la montaña. Me sobrevino un escalofrío y reparé en que el viento en el interior de la gruta era helado.

Por fortuna la posadera había previsto nuestro regreso. Nos confesó que por la hora y la luz de la cueva sabía que la salida estaba bloqueada en parte, porque en esa época y con el valle bajo la nieve, la luz era más brillante y firme. La oscuridad solo podía deberse a una avalancha o que al rebotar de la nieve contra la montaña hubiera obstruido las bocas de la cueva. Después de reprendernos amistosamente por nuestra desconfianza, suspiró y dijo que dormiría con su abuela. La posada contaba con cinco habitaciones, así que sería sencillo acomodar a cinco hombres, concluyó señalando a su último cliente, que se encontraba junto al fuego, aliviándose del frío. Respondió a nuestro saludo con un gesto y le preguntamos por el estado del sendero al valle. Reafirmó nuestros temores sin atisbo de duda, la nevada era intensísima y andar por los caminos parecía peligroso. Mejor dormir allí y confiar en que la tormenta hubiera pasado en la mañana. La posadera asintió desde la barra y aseguró que para acallar nuestro pesar nos invitaría a una ronda del licor que preparaba según una antigua receta de pastores. Luego nos mostró una baraja de naipes y aceptamos distraernos con una partida. La tarde se preveía larga y nos aconsejaba entretener la espera hasta la cena. El sargento jugó con el cura y el juez con el médico. Yo asistí como garante de la pulcritud del juego, mientras nuestro último compañero insistió en mantenerse próximo a la chimenea. Aceptó una copa adicional de aguardiente, porque aún se encontraba entumecido por el penar de un ascenso interminable. Con mal tiempo, la subida era larga y fatigosa.

La cena fue humilde pero suficiente, una sopa que templaba el ánimo con verduras que me parecieron conocidas e ignotas en igual medida, y una carne a la que no cabían objeciones, ni en el grosor de su corte ni en su punto de hechura. Un postre de pastel de moras sirvió de remate a nuestra hambre. Felicitamos a la posadera conforme concluíamos la cena y satisfacíamos el precio de la primera noche de estancia. De cerca se descubría menos adolescente y aún más bella, quizás porque su olor inspiraba la fertilidad de una primavera esplendorosa. En correspondencia a nuestras propinas nos invitó a otra copa de licor. Animado por la presencia de la posadera, el maestro pidió una botella adicional y vasos para brindar junto al fuego. Nos fuimos sentando cautamente junto a la abuela, que se balanceaba dormida en la mecedora, con el movimiento reflejo de sus piernas, desprendiendo a su alrededor un aroma de maderas frescas. La posadera reparó en nuestros comentarios al servirnos la botella y aseguró que la mecedora era de sabina, de ahí su olor tan agradable y del gusto de su abuela, que al escuchar nuestros susurros profirió un exabrupto, pronto acallado por nuestro repentino silencio. Sonreímos mientras la posadera servía nuestras copas y aceptaba una invitación para beber con nosotros. Compartimos algunas confidencias insignificantes junto a la lumbre hasta que mama Juana despertó sobresaltada. Nos miró un instante y preguntó si habían llegado los sabores. El salado, el dulce, el picante, el amargo y el agrio, respondió la posadera, y el notario también ha venido, la olla estará lista pronto. Mama Juana abrió mucho los ojos, como si recordara algo esencial, y añadió que entregara el libro al notario, para que diera fe de su muerte. La posadera sonrió ante los desvaríos de su abuela y concluyó que las habitaciones se encontraban a nuestra disposición y que regresaría tras la barra, a enredarse con la limpieza de cada noche.

El último viajero en llegar resultó el primero en despedirse. Sus modales fueron amables pero firmes al declinar nuestra insistencia. Alegó que se sentía cansado y que deseaba retirarse cuanto antes. Brindamos de nuevo y se despidieron mis compañeros, el sargento, el juez, el médico y el cura, casi un novicio según su palabra y la insultante pulcritud barbilampiña de su rostro. Poco más sabía de ellos, que jamás había visto antes. Tampoco se conocían entre sí, con lo que no puede establecerse más referencia que la física, por otra parte irrelevante por normal. El monje había afeitado su tonsura recientemente, el sargento olía a pescado, el juez mostraba una suerte de salitre en sus manos y el médico usaba unos anteojos de pasta negra que apagaban su mirada y herían su nariz con sendas marcas a cada lado. En mi ánimo y el de mis compañeros apenas subsistía lo insólito de nuestra fortuna y la enloquecedora belleza de la posadera, que conjugaba fragilidad diáfana y una mirada tan agotadoramente azul que suspendía el aliento. Era como si te contemplase un enigma que paralizase el corazón y confundiera el alma. Al menos así parecía, y mis compañeros secundaban mi opinión porque la nieta era sin duda de un atractivo extraordinario. Nos conformamos con algunas bromas, la imprescindible malicia para suscitar una risa sin demasiado escándalo.

Mis compañeros se habían retirado y me encontraba solo ante las llamas cuando se me rogó que avivara la lumbre. Atendí la petición hasta lograr un fuego estable y me despedí con un deseo de buenas noches, inmediatamente denegado por mama Juana, que me pidió que le sirviera un vaso del licor que descansaba sobre la mesa y que la acompañara en la bebida. Titubeé un instante y mama Juana se anticipo a mis dudas asegurando que ningún daño haría un trago a su cuerpo moribundo, que de hecho moría por el frío de tantos años pasados. Después se incorporó torpemente en su mecedora, fijó sus ojos en mí como aclarando su visión y reclamó que me sentase a su lado. Obedecí y palpó mi rostro con sus dedos afilados, de nudillos huesudos y tacto gélido. Nada escapó a su ingrata caricia. La nariz, los pómulos, las orejas y mis párpados soportaron su paciente inspección, hasta que se inclinó de nuevo hacia atrás y aseguró entre dientes que sin duda yo era el notario. Me invitó a tomar asiento a su lado y dijo que me contaría un cuento singular. Asentí, como no podía ser de otro modo y me dispuse a soportar su delirio.

Mama Juana mantuvo mis manos entre las suyas, que además de frías me parecieron sarmentosas e inhóspitas, apenas animadas con una vida casi extinta. Con un susurro que delataba su pereza al respirar, relató que había vivido de niña en el bosque y que recordaba a su madre en el río, con una tinaja para el agua y un pañuelo que le mantenía apartado el cabello del rostro, con las ropas de tela oscura, verde sin brillo, para resultar desapercibida, porque eran del color del musgo y de los líquenes que envolvían su cabaña. La humedad era tan espesa que convertía la noche en boria la mayor parte del año, excepto en verano, cuando despejaba y se veía la luna. De la primera infancia guardaba pocos recuerdos, apenas de su madre junto al hogar, como ella misma se había visto mucho después, cocinando en la marmita que hervía en el trípode sobre la leña. Simple agua que bullía con los aromas de la espesura, apenas tubérculos y raíces para subsistir. Se recordaba cultivando un limo maloliente que sin embargo rendía extraordinarios frutos.

Durante casi una hora me vi obligado a escuchar una historia de supervivencia y soledad en el corazón de los bosques. Perdida en la espesura, la infancia de mama Juana había transcurrido apaciblemente bajo la tutela de su madre, que pronto la adiestró en las argucias de la supervivencia. Aprendió a cazar, a subir a los árboles en busca de miel o frutos, a capturar peces cuando estos quedaban varados en aguas someras y a cuantos menesteres su madre consideraba útiles. Por supuesto también aprendió a ocultar sus huellas para pasar desapercibida entre la floresta, porque la vida entonces era arriesgada y cruel, con numerosos ladrones que buscaban aliviar las penurias del modo más fácil. En este punto mama Juana pareció caer en un profundo sopor y supuse que se había dormido nuevamente. Intenté desasirme de aquellos dedos sarmentosos, pero sus manos se aferraron a las mías, abortando mi huida, y continuó su relato con el aullido de los lobos y la llegada de hombres a su cabaña, criminales y malhechores que sabían de la existencia de dos mujeres solas en el bosque. Por evitar una ruina mayor su madre les ofrecía acomodo en su lecho mientras ella se ocultaba en la leñera o la pocilga de los cerdos, hasta que el hombre se iba y de nuevo todo regresaba a la normalidad. Durante años, su casa fue un trasiego de bandidos que escapaban de la miseria.

Me confesó que los hombres visitaban su cabaña varias veces al día, con lo que se vio obligada a vivir en la pocilga. Lo único que recordaba de aquel tiempo era una muñeca de labios descarnados que continuamente abrazaba junto a su pecho. Las heridas de los labios se las había producido una rata gigantesca y gris, poseída por el espíritu de la malignidad. Recordaba aquellos instantes como si hubiera sido ayer, y mama Juana se interrumpía para recuperar el aliento. Boqueaba sin aire, como espantada de sus evocaciones, y describía a la rata moviendo la cola, serenamente, con el impudor de los seres despiadados. Avanzó la rata hasta la muñeca y en un instante devoró sus labios, invalidando el mecanismo de la sonrisa y dejando sus dientes de porcelana al descubierto. Aterrada por sus recuerdos, mama Juana me atrajo hacia ella y repitió en voz baja que los labios estaban roídos por las dentelladas de la rata, desfigurados por el resentimiento de la bestia, y mama Juana puso un énfasis especial en la palabra bestia. Al instante me confesó que había matado a la rata un año después, cuando perdió el cuerpo y la intención de niña y pudo reventarla contra una piedra con sus propias manos. Por el daño que había hecho a su muñeca, lo único que tenía, porque su madre siempre estaba ocupada atendiendo a los viajeros por evitar males mayores.

Llegaron los tiempos terribles y quemaron a mucha gente, a vecinas que vivían en las montañas próximas y también recolectaban musgo y tubérculos de los bosques. Por decir, por hacer, por curar algunas que tenían habilidades para la sanación, por mirar torcido o por ser sospechosas. Las torturaban con horribles instrumentos para desmembrar y romper lentamente, hasta que confesaban por abreviar la agonía y entonces las descoyuntaban o las partían con una sierra. Las confesiones se usaban para buscar nuevas víctimas y saciar una locura que no parecía concluir jamás. Por fortuna su refugio permaneció oculto y a salvo, más allá de donde se aventuraban las gentes, porque en aquellos parajes se resistían los caballos, se malpreñaban las mujeres y morían los niños al nacer, porque allí sólo recalaban los proscritos, para alivio y solaz de su madre, que compartía su lecho cada noche, a veces con varios visitantes que gozaban con aullidos en la madrugada. Lo importante era que se encontraban a salvo entre la niebla de la montaña.

La posadera advirtió desde la barra que había terminado en la trastienda y que volvía con el gato. Antes de que pudiera entender a qué se refería, un enorme gato negro se deslizó entre mis piernas y saltó sobre el regazo de mama Juana, que recibió su presencia con una mano, mientras con la otra continuaba manteniéndome a su lado. Después alzó la voz suavemente, para solicitar de su nieta dos vasos y otra botella de licor de hierbas para compartir de tú a tú conmigo. Su nieta trajo la botella, sirvió dos vasos generosos que nos tendió solícita, y un tercero con el que alzó su brazo en el ademán de un brindis. A la salud de los condenados de esta noche, dijo, y apuró el vaso de un trago. Se limpió los labios con el ápice de la lengua, en un movimiento fugaz que despertó mi deseo. Luego respiró profundamente, cansada de su jornada, y comentó a su abuela que el juez, el monje, el sargento, el médico y el verdugo dormían ya en sus aposentos. Después sonrió con una insolencia lasciva, relamiéndose unas botas de licor que habían resbalado de su boca, y me indicó dónde encontraría mi habitación y se excusó por retirarse a su alcoba. Debió reparar en mi asombro, y añadió que su último huésped era un cliente habitual, que ejercía como verdugo y en el presente disfrutaba de buen salario y poco trabajo, aunque eso sí, debía responder cuando la justicia precisaba sus servicios. Los remordimientos por el justo fin de los reos pesaban en su ánimo y por eso era un hombre taciturno. Preguntó a su abuela si deseaba algo más, y mama Juana insistió en que no olvidara entregar el libro al notario después de que ella se hubiera ido. Con la voz ya sofocada por el aguardiente, balbuceó un deseo de buenas noche y aconsejó a su nieta que disfrutara de las golosinas. Bebió un poco más de su vaso y añadió que ella se acostaría más tarde. La posadera sonrió son su hermosura cansada y se despidió de mí con un gesto cariñoso. El gato maulló suavemente, como para advertir de su presencia, y se apartó de su ama, que volvió a sujetar mis manos entre las suyas y continuó su relato.

Por medio de un monje que recaló en sus tierras consiguió mama Juana el libro sagrado que evitó su desgracia. Un volumen donde se recogían las revelaciones del teólogo más ilustre de aquel tiempo, un páter ya canonizado que con su fervor y la luz de las revelaciones guiaba a quienes tenían la obligación de velar por el rebaño en unos tiempos tan crueles. Maldita sea su alma condenada, masculló para mi sorpresa, y continuó relatando que el monje murió en brazos de su madre una noche de tormenta, mientras ella retozaba con las ratas en la pocilga. A la mañana siguiente lo arrojaron a los cerdos, para que no quedara ningún resto, porque estos animales devoran pronto los desperdicios, no dejando ni magras ni huesos. Llegaron después tres guerreros preguntando por el monje, y su madre los mató a los tres después de ayuntarse con ellos en una misma noche. Derramó su sangre por los sembrados del huerto para prevenirse de visitantes y descuartizó su carne para abreviar la labor de los cerdos. Ella le ayudó porque ya era mayor para ayudar en unos días tan difíciles. Mama Juana se interrumpió y yo permanecí en silencio, dubitativo ante la confesión de aquellos crímenes. Debo reconocer que no creía una palabra de sus frases alucinadas, y me separé de mi captora con la promesa de revivir el fuego y llenar los vasos de licor. Sorbió avariciosamente mama Juana un primer trago y aseguró que aún sentía aquel frío en el interior del su cuerpo.

Se estremeció mi carcelera durante unos segundos, babeó un resto de saliva y el gato regresó a su regazo, no sin antes erizarse al pasar junto a mí, advirtiéndome de su recelo a mi presencia. Su pelaje era lustroso y negrísimo, sus pupilas doradas y penetrantes, provistas de una extraña intensidad, supuse que la propia de los cazadores. Se acurrucó sobre su dueña, que dedicó una mano a acariciar su lomo con movimientos agarrotados y poco complacientes. El gato ronroneó mientras mama Juana continuaba explicándome que su madre descubrió la sangre de su primera regla y la previno de que se había convertido en mujer. Apenas concluyó su primer período, la llevó al río para que tomase un baño y luego a la cabaña, donde rasuró su pubis, frotó sus pechos con leche de hinojo e impregnó su cuerpo con aceites perfumados, para librarla de los olores de la pocilga e introducirla en su vida de adulta. Esta noche, le dijo su madre, recibirás en tu lecho a un asesino y habrás de ser complaciente hasta extinguir su deseo. Después, mientras esperaba al visitante, su madre le explicó cómo debía dirigirse a los hombres para despertar su lujuria y cómo había de tratar su sexo para obtener la semilla. También bebió un destilado para mitigar los dolores de la primera vez y se dejó mecer por el humo aromático que desprendían algunas hojas que su madre había arrojado a la lumbre para ocultar el recuerdo del hombre anterior y propiciar el deseo del nuevo, tan importante y decisivo que la introduciría en la edad madura.

Mama Juana me pidió un nuevo vaso de licor, que bebió de una sola vez para infundirse ánimo, y continuó relatando que no sintió ninguna molestia inconveniente sino un placer como jamás había imaginado, un placer que trascendía a la miseria de su vida e inundaba el corazón de júbilo. El deseo de su pareja se desbordó muchas veces aquella noche y ni una gota de su placer se derramó en vano, porque todas encontraron acomodo en la sed que se había despertado en su alma y que ya no se saciaría jamás. Siempre recordaba de aquel encuentro el pene descomunal del asesino, tan helado en su ardor que llevó a su entrañas un frío que la inundaba por dentro y exigía más semen para mitigarse. Tras una noche de inconcebible placer despertó sola y con el aliento manchado por un olor de bayas que ya siempre la acompañaría para contento de sus amantes, que encontraban en los perfúmenes de su boca un motivo adicional de gozo. Después, y mama Juana suspiró en añoranza de su juventud, compartió la generosidad del bosque con su madre, que supo apartarse para no estorbar el deseo desbordado que había nacido en su seno desde que la poseyese el amor del asesino. Hasta el día de hoy, que triunfaba el frío en sus entrañas y la arrastraba a la muerte. Quedó en silencio una vez más, esta vez acompañada por el silbido turbio de su respiración.

En los días siguientes compartió lecho con cuatro criminales que habían sido alguacil, letrado, algebrista y monje en una vida pasada, y de alguna forma las cualidades de su semen, junto al recuerdo del placer del asesino, despertaron en su lengua los instintos básicos, que identificó y administró de modo preciso en el lecho y en la vida, porque descubrió que la exacta percepción de estos matices le permitía anticiparse a los acontecimientos cotidianos. Pronto dividió a sus amantes según portaran la huella de estos aromas, y aunque fueron tantos que era imposible imaginar su número, siempre los asoció con los cinco primeros, que de alguna forma resumían cuanto era preciso conocer de los hombres. Simultáneamente, conforme apreciaba mejor el placer de sus enamorados, su sentidos crecían hasta extremos difíciles de explicar. Se orientaba en la oscuridad de la luna nueva como bajo la luz de la mañana, y era capaz de percibir su alimento a gran distancia, caminando por una vereda, durmiendo al amparo de los arbustos, encaramado sobre una rama para eludir a los jinetes que rastreaban el bosque en busca de fugitivos y desertores de dios.

Mi madre murió pronto, continuó mama Juana, porque por compartir el semen se le secaron las entrañas y la invadió el frío de su primer amor, también un asesino, porque así mandaban la tradición y el hacer de una estirpe de mujeres solas, nacida antes del inicio del tiempo. Lentamente se apagó la lujuria de sus ojos y la pudrió la vejez, hasta que privada de todo contacto carnal se amustió en menos de cincuenta años y se convirtió en tan decrépita como ahora era ella, envejecida en favor de su hija, cuya lozanía acaparaba ya a todos sus amantes, que habían encontrado novedad en una juventud que se prolongaría durante muchos, muchos, muchísimos años más. No se quejaba porque esa había sido la ley de su vida, que se veía colmada con la felicidad de su única descendencia. Ahora, suspiró mama Juana, solo restaba abandonarse a la herida del tiempo e inscribir su nombre en la historia familiar. Entonces mama Juana apretó mis manos con fuerza y tiró de ellas para aproximar mi oído a sus labios y encomendarme, como en secreto, que ejerciera de notario en su agonía y consignara la fecha de su muerte en el libro maldito, lo que le permitiría encontrar a sus antepasados en los umbrales del infierno y optar a los privilegios en la condenación eterna que siempre habían beneficiado a su estirpe. Dicho esto, mama Juana suspiró profundamente y me instó a prometerle que cumpliría el destino para el que había sido elegido e inscribiría su nombre y la fecha de su defunción en el libro. Acepté mientras aspiraba su aliento, muy próximo a mi rostro, que parecía de flores silvestres, aunque ensombrecido por un vago regusto de podredumbre, como de hojarasca fermentada. Apenas comprometí mi palabra, mama Juana aflojó sus manos y cayó en lo que parecía un profundo sopor. Me desprendí de sus dedos, ya laxos y desprovistos de su convulsa fuerza, y me retiré sigilosamente hasta mi cuarto, dejando a la anciana dormida y ajena a los siniestros ronquidos de su garganta.

Llegué a mi habitación, al final de un estrecho pasillo alumbrado por lámparas de aceite. Escuché la medianoche en el reloj del comedor y pasos arrastrados que supuse de mama Juana dirigiéndose a la habitación que compartía con su bellísima nieta. Naturalmente, su historia me inspiraba la desconfianza de sus múltiples incongruencias y desatinos, sin duda atribuibles a sus cualidades mermadas. Aunque mama Juana había regido la venta con indudable beneficio y acierto, convirtiéndola en famosa por la generosidad de su cocina y lo ajustado de sus precios, en los últimos tiempos había languidecido conforme la edad pesaba en su determinación, pasando de ser una cocinera afamada en la comarca a lo simplemente discreto. Sin embargo, como lugar de paso la venta continuaba gozando de una posición envidiable, en mitad de la antigua ruta hacia la meseta de las tierras altas, aunque ya no era como antes. Sus clientes se limitaban a una discreta estancia, lo imprescindible para una comida frugal, que aunque correcta, desmerecía su renombre entre los antiguos del valle. Me acosté aterido por una escarcha que parecía emanar del suelo y ascender hasta la cama, un helor húmedo y desapacible que apenas fue obstáculo para que conciliara un turbulento sueño.

Me vi envuelto en bruma, vagando por el bosque, arrastrado por olores que guiaban mis pasos en la espesura. En algunos tramos de mi camino presentía luz de antorchas, de peregrinos que caminaban en hilera por los caminos embarrados, ahuyentando a las tinieblas con la insuficiente luz de unas luminarias encerradas en gravosas orfebrerías de vidrio, talladas con cruces y motivos religiosos que servían para proteger efectivamente la llama de los caprichos del viento. Los peregrinos oraban en procesión, para disuadir a los espíritus del bosque y atenuar el peso de una culpa para la que ningún cilicio o penitencia parecían suficientes. En el bosque de los niños muertos, donde los caballos enloquecían, sus cánticos sembraban el aire con la devoción de los creyentes y el aroma de los inciensos se mezclaba con el lamento de un grupo de fieles que se flagelaba con el látigo en señal de penitencia. Los dolientes venían después, alineados en dos piadosas hileras. De repente sentí que me palpaban manos ávidas. Me sobrepuse a las imágenes de mi sueño para centrar mi atención en los dedos que reclamaban mi hombría. Quise abrir los ojos para enfrentarme a la realidad, pero me resultó imposible. Me sentía excitado y confuso, pero sobre todo deseaba saber quien me buscaba de ese modo. Al instante me recreé en el rostro de la posadera, que surgía de la nada ante mis ojos. Admiré su juventud radiante, el arco impoluto de sus cejas, la delicada curva de su labios tan tiernos, con esa pureza que me había seducido desde el primer instante.

Muchas veces derramé mi amor, enloquecido por el aroma de su cuello, por el sabor acaramelado de sus pezones, por el dulce néctar de su sexo. La lozanía y la frescura inundaban el cuerpo de la posadera como jamás hubiera imaginado en una mujer. Era un frenesí insaciable, una locura de terminar y empezar de nuevo, siempre enardecido por aquella mirada zarca y un aliento de arándanos, de granadas, de frambuesas. Convirtió mi amor en un juego del que siempre salía victoriosa, en un sucederse de éxtasis que me arrebataron la conciencia de lo lícito y prohibido, la consciencia de reconocerme a mí mismo y apagar el furor de un deseo que rechazaba su fin. Una y otra vez, como nunca había imaginado, hasta que sentí que se sofocaba mi pecho, que el placer detenía la sangre de mis venas, que mi existencia terminaba allí mismo y nada eclipsaría mi deleite. Perdí el sentido y me sumergí en sueños más profundos. El sabor melado de la posadera flotaba en mis labios, exhaustos pero aún sedientos. Sentí su peso sobre mi cuerpo y sus besos procurándome placer de nuevo. Creí que moriría para siempre.

Desperté sobresaltado por gritos que alertaban de la muerte de mama Juana. Su nieta la había descubierto inánime junto al fuego, congelada frente a un montón de brasas agonizantes. Sin duda había expirado durante la noche, a última hora según la rigidez del cadáver. El médico ya había constatado la defunción y el sargento acotaba un perímetro necesario hasta que el juez llegara y declarase muerta a la difunta. Pronto concluyó el juez que si bien el último huésped de los detenidos por la tormenta había abandonado la posada de madrugada, eso había acontecido antes de que mama Juana hubiera exhalado su último suspiro, así que tu testimonio se desechaba para el esclarecimiento de un óbito debido al mero concurso de la naturaleza. El sargento y yo nos ocuparíamos de advertir al valle, donde podíamos quedarnos después de ordenar que subieran con los útiles para el traslado de la muerta, que se enterraría en tierra santa, como era costumbre entre gentes de ley. También se pondrían anuncios en los pueblos vecinos, porque mama Juana era persona conocida y podía contar con parientes o amigos que estimaran oportuno hacerse cargo de un sepelio más piadoso. Me disponía a empaquetar mis escasos pertrechos y regresar al valle cuando la posadera me asaltó sin que pudiera negarme a sus ruegos.

Envuelta en una serena tristeza que no me atrevo a describir, la nieta de mama Juana apareció ante mí como un querubín de los cielos. Derrotada por el duelo, inundaba su presencia con una melancolía que contaba con la bendita cualidad de despertar en mí una lujuria irracional y proscrita, al menos en aquellos instantes de reflexión ante la proximidad de la muerte. Me tendió un objeto rectangular y cubierto por un humilde paño, y aseguró que era el libro que mencionaba su abuela, y que en una bolsa adjunta encontraría útiles e instrucciones para la labor de se esperaba de mí. Tomé el libro sobrecogido por la dulzura de la posadera y un deseo cuya evidencia hubiera puesto en entredicho la serenidad de mis palabras, así que asentí como pude a la desolada nieta y me retiré con el libro, que acomodé oportunamente en mi equipaje antes de iniciar el descenso al valle. Me acompañó el sargento, con quien comenté lo insólito de nuestra aventura. La tormenta había remitido y, aunque grisáceo, el día era benévolo para las empresas fáciles. Descendimos maravillados por la luminosidad de la naturaleza.

Ya en mi hogar del valle, me abalancé sobre el libro, que al desprenderlo de sus telas resultó un volumen incunable, caligrafiado con una letra primorosa y artística, como correspondía a su importancia, según entendí yo. Su título figuraba en latín, Malleus Maleficarum, y me precipité en su lectura. A pesar de mi torpeza con el latín, tras un ojeo preliminar supe que enfrentaba a un exhaustivo tratado sobre la caza de brujas, dividido en tres partes, y que cada una de esas partes se adornaba con esclarecedores dibujos de tinta emplumada, que por sí solos hubieran procurado las delicias de cualquier lector. Adornado con la delicadeza monástica de su tipografía y enriquecido con grabados y dibujos de singular relieve, el libro ubicaba la esencia del mal en el espíritu femenino, por su naturaleza más débil e intelecto inferior, opinión que por supuesto no compartí, dado mi carácter más abierto y propenso a la igualdad de las criaturas humanas. Procuré sobreponerme a los prejuicios y dirigí mi atención hacia la distintas partes que componían el texto. A saber, esclarecimiento de la esencia femenina del mal, descripción de las formas de brujería y métodos para enjuiciar, sentenciar, detectar y destruir brujas, entre la que distinguía entre las que dañan sin curar, las que curan sin dañar y las que dañan y curan.

Supe leyendo que las hechiceras invocaban y se servían del poder satánico para sus conjuros, aunque siempre limitado por su esperanza de redención, pero las brujas no, las brujas renunciaban a la fe y rendían culto al diablo. La fuente de la malignidad no era ya la palabra ni el nombre del innombrable, sino la que provenía de una adoración personal e íntima, nacida de la carne y fermentada en la inmundicia. También coincidía el libro en que algunos autores compartían la importancia del pacto explícito con el diablo, y se limitaba a reseñar que mientras la hechicería usaba materiales empíricos, las brujas empleaban hierbas y ungüentos alucinógenos para producir la sugestión de sus víctimas. Supe también que contra todos los instintos, tenían la costumbre de devorar niños de su propia especie, nunca bautizados, porque las aguas del bautismo infectaban la carne con el olor de los inciensos y las ceras. También supe que en su presencia los caballos enloquecían bajo sus jinetes, que se procuraban silencio en la tortura y que su mirada provocaba temblor en las manos y espanto en la mente. Ver cosas idas, sentir odio o amor desmesurado, herir a distancia, provocar abortos, matar en el seno materno por un simple contacto, embrujar a hombres y animales con una mirada hueca, sin tocarlos, también eran parte de sus atribuciones. Pasé las páginas con avaricia, con soberbia intelectual, y supe que para el juicio bastaban los meros rumores, que se interrogaba sin acatar la regla de las tres torturas, sin asumir la puesta en libertad del reo tras el tercer tormento, y que existían varias pruebas para constatar la identidad de una bruja, la del agua, la aguja y el peso, porque flotaban en agua y era preciso insistir en su ahogamiento, porque de su pústulas no brotaba sangre sino maldad fermentada y porque su peso había de ser tan liviano como para permitirles flotar en el aire, evidencia esta difícil, porque gustaban de anclarse a tierra con piedras en los bolsillos, para evitar su descubrimiento por este método. Conservo una frase del libro, relativa a que si alguien dudaba de que la acusada era una bruja se debía a que ya mostraba en su alma los primeros síntomas de la posesión infernal. No supe objetar nada a este argumento.

Concluí mi lectura al alba y comprendí que era insuficiente. No bastaba para explicar las palabras de mama Juana. Quise seguir pero me venció el sueño, y de nuevo me abandoné al recuerdo de la posadera, que regresaba a mí para confundirme en su deseo y arrastrarme al más placentero de los éxtasis. Omitiré el tacto de su lengua y el arrebatador aroma de su cuerpo, para despertar con un vago regusto de flores y la sensación de que me aguardaba el vencimiento de una deuda. Recordé las palabras de la posadera y abrí la pequeña bolsa que acompañaba al libro. En una nota hallada en su interior rezaba un sencillo lema. Debía quemar las hierbas en la copa, en el mismo latín difícil del libro, así que tomé las hierbas y las vertí sobre el pebetero que se adjuntaba. Ardieron con un humo espeso que pronto llenó el cuarto de nieblas. Para mi asombró el libro se iluminó con una caligrafía adicional a la ya escrita, nítida y preclara, de trazos redondos y definidos, con volutas de adorno y sombra en las mayúscula. También era latín, pero sus frases viajaban entre las líneas de la caligrafía visible, que modo que su lectura era complementaria y ajena al escrito principal. Leí desordenadamente, saltando de un lugar a otro del libro, sin que la lógica me impusiese empezar por el principio.

Supe que la apariencia de los súcubos variaba tanto como la de los demonios, y que no existía apariencia ni representación definitiva. Solían pintarse como mujeres desnudas, de una belleza inmaterial, y a menudo se manifestaban en los sueños como una hembra tan atractiva que la víctima no podía olvidarla ni siquiera al despertar. La versión aceptada era que atacaban a sus víctimas para nutrirse de su esencia vital, y con frecuencia su acecho provocaba dolencias físicas y espirituales. Me impuse serenidad, cerré el libro y reparé en su tacto untuoso y pulcro. Era placentero, de piel fina, curado más allá de la destreza atribuible a un artesano normal. Como una obra destinada a príncipes o reyes. Imaginé a los monjes atareados en la copia de las obras sagradas. Después pensé en el curtidor que trata las pieles con ácidos y lejías para borrar el estigma del sacrificio, hasta que todo resplandece con el olor de la inocencia y el comerciante vende las pieles como las joyas que son por la metamorfosis del hombre. Cuando alcanzan un palacio o la nobleza de un salón de baile, nadie repara en su origen perverso. La vida se olvida de la muerte porque nada importa después. Me asaltó la repugnancia de la comprensión, aquel libro se había encuadernado con piel humana.

Conseguí sobreponerme a la náusea del conocimiento y me situé al inicio del libro, donde en mi torpe latín comprendí que la primera mujer se formó del mismo modo que el hombre, y que de su unión con Adán nacieron innumerables demonios que atormentaban a la humanidad. Adán y Litit, que sí se llamaba esta hembra, nunca hallaron armonía juntos, pues cuando él reclamaba su amor, ella se ofendía por la postura que demandaba, y argüía que también se forjó en el polvo y por tanto era su igual. Cuando Adán trató de obligarla a obedecer, pronunció el nombre mágico de dios y lo abandonó para renacer en el hogar de los muchos demonios, donde se entregó al capricho de estos. Fueron a buscarla, pero ella se negó y el cielo la castigó haciendo que murieran sus hijos. Desde entonces la tradición establecía que intentaba vengarse matando a niños menores de ocho días, que se alimentaba del semen del hombre y que andaba al acecho por ver donde se derramaba en vano. Todo semen fuera del único lugar consentido le pertenecía, todo el semen desperdiciado por infecundo, ya se hubiera derramado en sueños, por vicio o adulterio.

Tras estas aclaraciones que me parecieron más emparentadas con la superstición que con la realidad, el texto se deshacía en una interminable letanía de mujeres que engendraron mujeres que a su vez engendraron, y así sucesivamente, en cada apunte con una descripción tan precisa como breve de las efemérides de la difunta, consignada con una letra cada vez distinta y firmas que epilogaban cada vida y correspondían a fedatarios que constataron un ocaso en el tiempo. Algunas eran tan llamativas, como venció en cien batallas, conspiró en las luchas palaciegas, se adentró a las selvas y sobrevivió al veneno de las arañas. Otras eran más humildes. Vivió libre entre las cumbres, sufrió la plaga de las cien pústulas, lloró en el ocaso de sus enemigos o jamás se rindió, fueron algunos de los epitafios que reclamaron mi atención. Así página tras página, un nombre tras otro, de mujeres que vivieron y desparecieron a lo largo de los siglos, desde Lilit y el origen del tiempo. Avancé hasta el último nombre de la lista y encontré la entrada correspondiente a mama Juana, seguí el trazado de su existencia y reconocí algunos pasajes que me había contado la noche anterior. La llegada con su hija a la venta cincuenta años atrás, los incidentes para hacerse con una clientela fiel, el éxito de los meses primeros, cuando la posada cobraba fama en la comarca, y después su ocaso y el esplendor de su hija, que heredaba los dones familiares y fulgía con luz propia. Más atrás, al principio de su nombre, el nacimiento de la niña en la soledad del bosque, el beneficio del libro, cuya mera presencia en la cabaña exoneraba de sospechas, las persecuciones del clero y los seglares cómplices del exterminio de sus hermanas, la hoguera y el tormento para muchas mujeres acusadas y condenadas solo por negar la acusación. La juventud de mama Juana se describía oculta en el bosque, saciada por el amor de innumerables amantes, cauta entre la espesura, esquiva con el viajero. También figuraba el nombre de algunas brujas de menor valía, que no habían sobrevivido a la persecución. Regresé al final de la lista genealógica, donde una entrada en blanco aguardaba mi fe.

Tomé los útiles de escritura que se me habían entregado y los impregné con la muestra de tinta que acompañaba al libro. Titubeé y suspendí el plumín un instante, deteniéndome en su grabado sobre las hojas metálicas que se unían en un surco de tinta. Cualquier epitafio serviría, supe que bastaba mi firma porque yo era el notario y obraría como quienes habían suscrito aquellos epílogos desde el origen de la creación. Otra vez me contuve antes de escribir, buscando un resumen adecuado, y consideré que mama Juana había sobrevivido a las persecuciones del bosque para concluir sus días en una venta que explotó con notable éxito hasta que le sobrevino la muerte en una noche de nieves. Me pareció un epitafio muy pobre. Interrumpí mis pensamientos y reparé en las fechas. Mama Juana había vivido más de trescientos años, como sus antecesoras, que también se habían apareado en la juventud con un íncubo y habían adquirido el don de la avaricia ante el deseo de los hombres, a los que siempre persiguieron desde entonces, hasta arrebatarles el último aliento de vida. Supe que se había puesto en mí una gran responsabilidad y también supe que no debía pensar mis palabras, que se escribirían solas. En apenas diez líneas consigné lo que sabía de mama Juana. Subrayé la fecha de su muerte y firmé mi escrito. Después abrí la ventana para dispersar el humo de las hierbas, que se había convertido en sofocante. Apenas el primer aire fresco limpió mi alcoba, la escritura de mama Juana desaparecía del libro y solo quedaban los caracteres primigenios, los que exponían muy doctas enseñanzas sobre las brujas. Nada se apreciaba más allá de los renglones y de los dibujos, solo pergamino gastado, como respondía a la antigüedad del libro, sin rastro de los terribles saberes que ocultaba entre líneas. Me asaltó la fiebre y viví en el delirio, los sueños con la posadera me acompañaron en el frenesí de mi locura.

Regresé a la venta aún enfermo y debilitado por mis obsesiones. Me recibió la posadera tan amable y tan bella. Su local rebosaba de gentes que tanto disfrutaban de su cocina como reclamaban albergue, lo que no siempre era posible porque solo había cinco habitaciones. Esperé a que se marchasen los clientes y solo quedáramos los cinco que pernoctaríamos esa noche. Los conocí por mediación de la posadera y tras la primera copa del licor de la casa aprecié en ellos olores que me sugerían salado, dulce, amargo, agrio y uno que reconocí perteneciente al íncubo primigenio, el olor urticante del asesino, cuya licencia especial le permitía regresar cada noche a por los favores de la posadera, favores que la posadera también compartía con sus huéspedes hasta las primeras luces del alba. Lo supe con la misma nitidez que la sabía capaz de inspirarse en los sueños de sus amantes, para que ninguna semilla sin fruto escapase a su codicia. Por los secretos revelados en el libro y por experiencia propia, lo tenía por muy cierto, tanto como sabía que mi cualidad de notario de su madre me salvaba de las enfermedades que aguardaban a mis compañeros esa noche. Un privilegio especial, si así se entiende, que me otorgaba ventaja sobre el resto de sus amantes. Yo no enfermaría. Aunque la posadera me procurase tanto placer como yo deseara, se abstendría de absorber mi alma, que solo sucumbía al delirio del amor, sin rendirse a la muerte y su condenación eterna.

Permanecí junto al hogar del fuego cuando todos se marcharon tras la invitación de la posadera, que nos sirvió sus habituales copas de licor. La observé mientras concluía unas labores tras la barra y me pareció tan bella que al instante mis pensamientos adoptaron una vergonzosa forma corpórea. Llegó hasta mí despacio, contoneándose con una gracia inimaginable, sonriéndome con su mirada pícara y provocadora. Acarameló la voz y me preguntó si había concluido mis deberes. Le entregué el libro y le dije que me había esmerado en el epitafio y confiaba en que fuera de su agrado. Susurró que conocía mis habilidades y las apreciaba en su valía. Me asalto el aroma fresquísimo de su cabello, que por su estancia en las cocina olía a hierbabuena. Después su aliento tan dulce llegó hasta mí mientras agradecía mi dedicación y tomaba el libro y los útiles de mi escritura, convenientemente cubiertos por el paño que los protegía.

Compartimos una botella que apuramos antes de que se separase de mí y anunciara que se retiraba a su alcoba. La interrumpí, envalentonado por un licor que no dejaba huella en ella, y le pregunté si era hija o nieta de mama Juana. Sonrió y me pareció que su semblante era aún más bello. Hija, respondió, aunque todos me tienen por nieta. La gente habla sin saber, solo por que parezco más joven. Entonces me atreví y le pregunté cuánto tiempo había vivido con su madre en el bosque antes de trasladarse a la posada que ahora regía. Me miró intrigada por mis preguntas y sonrió con esa luz que lo era todo. Ochenta o cien años, respondió sin inmutarse, no demasiado. Descuidadamente me mostró su lengua acariciándose los labios, sonrió de nuevo y aseguró que nos encontraríamos pronto. Después se dirigió a su cuarto y yo permanecí junto al fuego, ensimismado en el fulgor de las brasas, que se extinguían lentamente. Apuré el vaso y me retiré a descansar.

La decoración de mi habitación era menos espartana que la primera vez. Me desnudé y me introduje bajo las sábanas. Apagué la luz y me arropé entre las mantas, vagamente excitado por los acontecimientos y la cercanía de la posadera. Me sentía a salvo aunque jugando con el destino, y me pregunté por la salvación eterna. Pensé en mis compañeros y supe que languidecerían en una lenta e inexorable consunción, escuché gemidos del asesino y supe que la criatura iniciaba su acecho. Cerré los ojos y quedé dormido, ella vendría muy pronto.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

viernes, 16 de mayo de 2014

Ojos amarillos

A la miserable especie humana


La memoria que me atormenta se inició cuando era un hombre joven y el arrepentimiento no pesaba en mi alma. Si me he decidido a expresar mi culpa por escrito es porque mis compañeros en la vergüenza ya partieron al último viaje y yo lo haré pronto, apenas se me conceda la liberación de un pesar que se prolonga demasiado tiempo, el que he vivido en este marasmo de lluvia en que ha convertido mi mundo. Como no podría ser de otro modo, mi narración se inicia la noche de finales de verano en que se vieron luces en el cielo, muy brillantes, al filo de la madrugada. Fueron breves destellos entre las nubes, tan intensos como la luna llena en una noche eclipsada por la tormenta. Después la lluvia fue perpetua, bajo un cielo plomizo que no cesaba de gemir. El bosque se inundó con un océano de hojas que caían pesadamente y se aplastaban en enormes dunas al arbitrio del viento. Los vecinos coincidimos en la sorpresa de que en nuestra comarca se adelantase el otoño, porque era soleada la mayor parte del año y habitualmente árida. La vida languideció a nuestro alrededor en el breve transcurso de dos semanas y todo se convirtió en húmedo y mojado.

El hombre de los ojos amarillos llegó a media tarde, protegiéndose de la lluvia. Se detuvo a la entrada de mi tienda y se limpió el barro de las botas, procurando no ensuciar más de lo imprescindible. El viento soplaba con fuerza en el exterior y arrastraba lluvia racheada, así que supuse vanos sus esfuerzos. Para mi asombro, se sacudió con una especie de estremecimiento que me recordó al secarse de los animales, y sus ropas parecieron desprenderse del agua. Vestía pantalones oscuros y un chaleco férreamente abotonado sobre su pecho, hasta confundirse con una especie de pañuelo, de una tela más fina y algo más clara, que se ajustaba a su cuello como una manga. Todas sus prendas de vestir eran de la misma tonalidad metálica, diría que cobriza, similar al barro que anegaba los senderos, y se habían confeccionado con una gabardina refractiva a la humedad. Las costuras parecían selladas con ceras que alejaban el agua de un interior que se presumía seco. El conjunto se remataba con una capa hasta media pierna, igualmente impermeable y más oscura, y unas botas que supuse a juego con sus otras prendas, pero no puedo asegurarlo porque el barro mudaba su color hacia el mismo ocre untuoso que se había adueñado de los caminos.

Poco más puede añadirse de una apariencia física velada por las ropas. Destacaré que era alto y desgarbado y que su presencia se remataba con unprográmalo sombrero de ala ancha que supuse un alivio a la lluvia en el rostro, lo único expuesto a la intemperie, y aún menos, porque bastaba embozarse para que únicamente quedara libre la mirada. Sus rasgos sobresaltaban por angulosos, ceñidos por un pasamontañas que le cubría las orejas y el cabello, para mejor protegerlo de la intemperie. La nariz era afilada, los labios casi inexistentes, los pómulos agudos y las orejas perdidas bajo la tela que envolvía su cabeza, permitiendo solo el espacio libre comprendido entre la frente y los labios. Apenas expuestas lo mínimo, las facciones se embozaban con tanta eficacia que podría decirse que mostraban el espacio imprescindible para sentirse cómodo. Presidiendo esta primera impresión, destacaban sus ojos, ambarinos, de un color dorado que según la incidencia de la luz, a veces eran amarillos y otras miel. Lejos de inspirar repulsa por el color inusual de sus iris, su mirada era plácida e invitaba a la serenidad, por lo que después de un primer rechazo, los inconvenientes de su apariencia perdían protagonismo ante una sonrisa tierna y la expresión de su semblante, que parecía esculpido para ser amable. Por lo demás, era un hombre como los que por allí abundaban, con la piel más cetrina pero similar a otros campesinos de los alrededores. Un labriego corriente, aunque, eso sí, con unos ojos peculiares.

Me tendió una lista de sus necesidades por escrito y reparé en la anormal extensión de sus dedos, perfectamente protegidos por los guantes, tan asombrosamente hidrófobos que no descubrí en su superficie ni una mancha que alterase el color de la piel. Salí de mi ensimismamiento cuando apuntó al pañuelo de su cuello, carraspeó suavemente, atipló la voz y pronunció un desagradable chirrido. Elevó los hombros, como resaltando una obviedad, y quedó establecida su disculpa, que una afección de garganta lo mantenía mudo. Después señaló su lista sobre el mostrador y me indicó con una sonrisa que ese era su pedido. Curioseó por la tienda y se interesó por algunos artículos, solicitó mi explicación por señas y a veces con alguna palabra que pronunciaba con esfuerzo. Le pedí que no hablase con una voz tan rota, sería contraproducente, y sonrió en agradecimiento a mi disculpa y me hizo señas para que me interrumpiese un instante. Entonces movió sus manos y entendí las aclaraciones que solicitaba de mí, porque sus guantes fueron tan elocuentes en sus ademanes y gestos que fácilmente entendí su significado. A veces el movimiento de los dedos era gracioso, otras cómico y en otras incluso didáctico. Justo era reconocer que el forastero sabía expresarse con soltura, con una gracia y una eficacia tan notable que quedé prendado de sus habilidades, circenses o al menos aptas para un espectáculo de prestidigitación. También me pareció cortés en sus maneras, impresión que remató dignamente pagando al contado y disipando así mi escrúpulo a su amistad.

La lluvia continuó interminable en toda la comarca. Al hombre de los ojos amarillos se le encontraba a veces en los caminos, por los que parecía transitar en horario fijo, ayudando y sirviendo a los viajeros en dificultades a cambio de la voluntad, o gratis si la avaricia o la pereza resultaban un inconveniente para quienes estimaran que no merecía su limosna. A nadie le constaba su llegada ni de donde procedía, se rumoreaba que llegó la noche de las luces y que había venido de muy lejos para hacerse cargo de una herencia. Pronto se supo que compró materiales en la carpintería y que también recaló en el taller del herrero, para reparar algunas herramientas y adquirir otras nuevas, que pagaba en efectivo porque decía que las deudas eran mala aventura para los pobres y que prefería limitarse a sus recursos, a la postre pocos. Se atrevieron a preguntarle y confirmó que había heredado una pequeña y ruinosa granja junto al arroyo viejo, y que subsistiría con los productos de la tierra, algunas tallas de madera que gozaban de mérito en muchas ferias lejanas, y trabajos eventuales que acometería según le brindasen la oportunidad y su destreza para devolver un carro a su ruta o desatrancarlo del barro. A veces recalaba en mi tienda, para comprar provisiones o algunos materiales necesarios para su granja. Aparecía como era usual verlo aquellos días, embozado en la capa y tocado con el sombrero, que anudaba al cuello para impedir que se lo arrebatara el viento. Después de sacudirse en la entrada y quedar seco, hacía sonar la campanilla con insistencia, para anunciar su llegada, y sonreía al verme como quien se encuentra con un amigo o un hermano largamente añorado. Respondía al saludo mientras sus ropas me causaban la misma impresión estanca, a prueba de inclemencias tormentosas e incluso maremotos o tifones. Parecía un hombre risueño y de alguna forma me inspiraba conformidad ante la lluvia.

El barro se hizo omnipresente mientras el musgo y los hongos tomaban los valles, el bosque vivía empapado en niebla y la caída de hoja inundaba el aire con un aroma de bayas tristes. Al hombre de los ojos amarillos se le vio faenando en sus tierras, arrastrando grandes piedras hasta los límites de lo que habría de ser un sembrado, roturando y arando sin animales, tirando de la reja con una fortaleza que parecía sobrehumana y mostraba el empeño de su voluntad. Después se le descubrió sembrando y se supuso que había traído consigo las semillas, quizás desde el mismo extranjero, porque no las había comprado en mi tienda ni en ninguna otra de los alrededores. Algunos vecinos, labriegos también, se acercaron hasta sus lindes para disuadirlo de sembrar en una estación tan ingrata. Los recibió a todos con una sonrisa y gestos que todo lo aclaraban, para desestimar sus consejos al instante, con el argumento de que sus semillas germinarían muy pronto. Por lo demás, nadie entendía que se empeñara en luchar contra aquella lluvia que convertía la vida en una briega contra las incomodidades del agua, ni que intentase obtener una cosecha de aquel barro de octubre, cuando los campos no pedían más que barbecho y reposo.

Una hierba desconocida comenzó a prender en sus tierras. Era áspera e invasiva como nunca vimos antes. Sucia, con un color apagado, entre gris y turquesa, y se adhería a los troncos de los árboles que flanqueaban su propiedad, como si se tratase de alguna especie parásita. Desprendía un olor entre urticante y dulce, que resultaba empalagoso y pronto suscitó numerosas molestias en el pueblo, acosado por un pestilente régimen de vientos. Una tarde entró en mi tienda, bromeó como siempre y compró varios rollos de alambre de espino, con la pretensión de vallar su parcela para impedir el paso de algunas alimañas que había detectado merodeando por sus tierras. También compró tela de gallinero y me confió que pensaba criar algunas aves, lo que siempre era un buen complemento a los productos de la tierra. Admití que la mayoría de los pobladores de la comarca se ganaban la vida así, exprimiendo una parcela y completando la alimentación con una ganadería doméstica de conejos, pollos, algunas cabras o una vaca. Insignificante pero válido para mantener a la familia. El sobrante se vendía en los mercados locales, lo imprescindible para contar con algún dinero con que satisfacer las necesidades más urgentes. Mi visitante aseguró que no era tan necesario para él, porque nunca tuvo familia y paliaba en parte su pobreza con la venta de algunas artesanías, meras insignificancias, como juguetes infantiles y otros utensilios de madera tallada, en su mayoría tan inútiles como decorativos. Los esculpía con una simple navaja y siempre habían encontrado buena acogida en las ferias. Además, era de complexión fuerte y no le arredraba el trabajo duro si era para favorecer a los demás, que solían premiar sus esfuerzos con discretas dádivas, casi siempre ínfimas, pero en conjunto suficientes para completar sus necesidades. Los caminos embarrados, no disimulaba su contento, le proporcionaban una fuente adicional de ingresos.

Durante casi un mes se le vio atareado en la construcción de un granero, para lo cual se aprovisionó de clavos, alicates, martillos, sierras y otros utensilios propios de esta labor. El herrero, la carpintería y mi tienda lo asistimos en su construcción y gozamos de sus visitas a menudo, cuando requería un suministro o un consejo para rematar alguna de sus tareas. Por mi oficio y porque me sentía en disposición y con buen ánimo hacia su persona, lo asesoré sobre los mejores materiales para cada empresa. Supongo que por medio del herrero y la carpintería se aconsejaba en lo relativo a su ejecución. Intentó alquilar un carro y dos caballos para arrastrar las vigas y los tablones que le proporcionaba el carpintero, pero los caballos se negaron a obedecer sus órdenes al asustarse de su voz, lo que no sorprendió porque también ladraban los perros del herrero, que era preciso mantener sujetos. Los carpinteros aseguraron que los gatos huían así mismo de su presencia, cuando lo usual era que se acercasen a ronronear ante los desconocidos. Reímos mucho de esas casualidades una noche que pretendimos invitarlo para celebrar la obra concluida de su granero, que había pagado con la diligencia de siempre. Nos hizo comprender por señas que prefería declinar nuestra invitación. Disculpamos su renuncia al intuir en su mirada que no era hombre bebedor y que prefería evitarse a los muchos borrachos que seríamos pronto.

Una mañana se supo que había parado su infatigable lucha contra los elementos y se había sentado a descansar en el porche de su cabaña, entretenido en arrancar la forma oculta de los tocones que recogía de la tierra cuando su aspecto natural le inspiraba una imagen que luego, en el sosiego de una mecedora, esculpía pacientemente sin más utensilio que una navaja afilada, tanto como precisaba su destreza. Compartía este arte con el desbrozado de las piedras pequeñas que aún encontraba de su campo, para lo que se asistía de una carretilla destartalada que me compró de saldo y reparó según las instrucciones de sus amigos, el herrero y los carpinteros, que lo asistieron en la limpieza y compostura de la carretilla hasta que retornó la juventud a unas piezas desahuciadas. No es preciso decir que la carretilla quedó impecable y que pronto lo acompañó a las ferias de los alrededores, presidiendo un puesto que establecía a primera hora, antes que ningún feriante, y que cerraba al inicio de la tarde, para envidia de los otros vendedores que bromeaban con la prontitud de su venta. No se achicaba ante las burlas de sus compañeros y respondía a sus bromas. Como por ensalmo hacía surgir entre sus ropas milagrosas una última talla, que había guardado para la ocasión, y la subastaba entre quienes admitían que era un buen regalo para los hijos o una enamorada. Sin más tregua, tomaba la palabra de cualquier interlocutor y por señas cerraba la compra, para regocijo de los espectadores, que habían presenciado un ejercicio de embaucar con gestos que ya quisieran para sí los mejores ilusionistas.

Ni que decir tiene que los niños disfrutaban en su puesto de figuras talladas, porque las bromas y trucos que destinaba a los mayores no eran nada en comparación en lo que esperaba a los niños, a los que refería historias por señas y deleitaba con fantasías incomprensibles para los adultos. Remataba su actuación ante la infancia con pasatiempos y una muestra de su habilidad, consistente en la talla de un modesto regalo, similar a los vendidos con tanto éxito, que esculpía allí mismo, para asombro y deleite de sus espectadores, alborozados asistentes al nacimiento de un silbato, una delicada mariposa o cualquier otra figura nacida de la madera con la celeridad y acierto que propiciaban sus dedos, siempre enguantados, siempre ágiles y precisos en su destreza con la navaja. Sus sonrisas, sus ademanes y sus regalos despertaban el regocijo de la infancia tumultuosa que remolineaba en su puesto, con tanta insistencia, con tanto ardor, que parecía imposible negarse a sus ruegos por esta o aquella nadería, prestamente servida y cobrada a sus tutores, que no sabían negarse a tanta insistencia infantil. Era, por así decirlo, la atracción principal de una feria en la que recogía los toldos el primero, para sorpresa de sus vecinos, que tardaban mucho más en vender sus mercaderías, si conseguían venderlas en su totalidad. Pronto se ganó el respeto de sus compañeros feriantes.

Pese a su éxito en la feria y a la jovialidad y el esfuerzo por agradar que desplegaba en cada una de sus apariciones, nuestro vecino adquirió fama de huraño, porque por entretener el tiempo acostumbraba a visitar el cementerio de la localidad donde recalaba con los feriantes, para sentir la melancolía de la lluvia y porque apreciaba la quietud de este espacio, que empleaba para reflexionar y a veces encontrar inspiración para sus figulinos de madera. Esta complacencia taciturna, sumado a que se le veía muy poco, solo en la feria, recorriendo los caminos y en la soledad de sus tierras, despertó una maledicencia que se preguntaba el porqué de aquellas extravagancias tan sospechosas. Circularon rumores sobre un pasado carcelario que nunca se comprobó, y se receló de que su ayuda fuera tan desinteresada como pretendía, porque quizás albergara una intención oculta. Luego, también había que reconocerlo, sacaba partido a unas tierras convertidas en ciénaga, donde trabajar era a todas luces imposible. Prosperaron algunas envidias acalladas por la evidencia de su auxilio en los caminos, que interesado o no era de gran mérito, pero otra vez se receló de tanta fuerza que competía con los mulos y de sus brazos tan largos, con esas manos enguantadas que se expresaban con tanta efectividad. También se especuló sobre al afección de su voz y se dijo que debía su causa a una herida de guerra, y en su versión siniestra a un ahorcamiento mal ejecutado, de ahí que ocultase su cuello con el pañuelo. Además, ni un solo instante había parado de llover desde hacía casi dos meses y sobre la tierra reinaba un fango impracticable, pero nuestro vecino recorría las trochas y los bancales con una fortaleza que despertaba el asombro del valle.

Continuó rastreando los senderos a la espera de un accidente donde ofrecer su ayuda y feriando en los pueblos vecinos, donde después de su jornada se retiraba al cementerio para meditar entre las tumbas de los muertos. Nadie creyó que fuera un hombre piadoso y aprovechase estos paseos para evocar a sus propios difuntos, así que pronto se receló de un chaleco tan efectivo para repeler el agua, del sombrero que acaparaba las lluvias destinadas a su rostro y del pantalón impermeable y las botas que parecían de puro barro. También se dijo que ni siquiera en mis mejores catálogos de prendas de labor se anunciaba una protección más adecuada, y que entraba en el taller del herrero, la carpintería o mi tienda, se agitaba a sí mismo con ese movimiento tan extravagante, y se hacía entender por señas, asintiendo, denegando o indicando, hasta que se establecía un diálogo conforme a sus intereses y los nuestros. Se alabó que pagara con un celo que ya quisieran para sí otros clientes, pero se justificó por su presencia en los caminos, donde no faltaba contratiempo donde se le echara en falta ni necesidad que no atendiera en la medida de sus posibilidades. Su fuerza, coincidían los testimonios, era descomunal, y se le había visto ayudar a un caballo o desatrancar un carro con las cuatro ruedas en una poza embarrada con una facilidad ajena a cinco mozos bien fornidos. Tanto tirar del arado le había proporcionado el vigor de una bestia. Su ayuda era estimada en su valía y se recompensaba según la generosidad del donante, suficiente para vivir y pagar las deudas.

El carpintero y el herrero me advirtieron que habían escuchado murmuraciones, que en las ferias los niños habían mudado su criterio por capricho infantil o quizás intuición, y se burlaban de él por sus ojos amarillos y por el modo desacompasado de moverse. Algunos adultos también recelaban. Pese a su amabilidad, su solicitud y el buen aprecio de su ayuda, había en su presencia algo extraño, algo que llegaba confundido entre el marasmo del paisaje, tan acaramelado por el barro y las hojas fermentadas que sorprendía verlo surgir de la nada como una aparición del otoño, como un espectro que sobresaltaba aunque luego fuera solícito y su ayuda resultase oportuna. Siempre en silencio, anticipándose con sus gestos a las explicaciones, requiriendo una leve ayuda por señas, con esas ropas extrañas que nadie había visto antes y que eran tan efectivas contra el agua que despertaban la envidia, al mismo tiempo tan cómodas, porque era imposible que se moviera con tanta soltura, con tanta eficacia entre en un barro que sofocaba todas las iniciativas y convertía cualquier minucia en proeza, pero para él todo era fácil cuando se materializaba de improviso, resolvía el inconveniente, cobraba su parte y desaparecía corriendo en la tierra de nadie, donde cualquiera se hundía hasta las rodillas, pero él no, él corría sobre los limos blandos con una facilidad que era incomprensible, inaudita, turbia, con algo oscuro en sí misma, algo sospechoso que era necesario investigar. Quizás era un criminal fugado, el proscrito de renombre o un asesino huido de su prisión.

La curiosidad de los vecinos delegó en mí para visitarlo en su domicilio y hacerlo partícipe de los recelos sobre su persona, algo que podría evitarse asistiendo a alguna verbena en las fiestas locales o dejándose ver algún domingo en la iglesia. Aunque no era labor que contase con mi simpatía, me supuse bien recibido y me armé de ánimo para satisfacer la confianza que se me había otorgado. Vestí mis mejores ropas y me protegí adecuadamente de la lluvia, con una larga capa con capucha y unos chanchos impermeables que me ayudarían a llegar hasta el arroyo viejo. Luego abandoné la comodidad de mi tienda y me resigné a las veredas pantanosas y los lodos nefandos, hasta que llegué a su granja después de muchas fatigas y avancé trabajosamente entre el barro. Un moho entre gris y negro había invadido su cosecha y la hierba se alzaba mustia y como sofocada por una pátina oscura. Pese a estos signos de podredumbre se vislumbraba una cosecha próxima bajo las enormes hojas grisáceas, de tubérculos como sandías o calabazas, aberenjenados en su color y acaso menos redondos, melones grandes tal vez. Un olor acre espesaba el aire, pero era soportable para mi olfato, acostumbrado al olor de los abonos. No así para mi vista, que rompió en lágrimas. Me pareció recordar un guano que había almacenado en mi tienda, de un olor más suave. Este era mucho más intenso y supuse que se debía a los efectos del moho y el encharcamiento de la tierra.

Alcancé a distinguir al hombre de los ojos amarillos bajo la lluvia y acerté a llamarlo, pero sin duda el viento debió arrastrar mis palabras. Cuando llegué al porche la lluvia había arreciado y resonaba con un estrépito que enmudecía cualquier grito. La puerta estaba cerrada, golpeé con los puños y escuché un ruido sordo, supuse que el agua había empapado la madera y por esa razón se ahogaban los golpes. Revisé alrededor de la cabaña, avanzando sin éxito por un lateral, en busca de una ventana que me permitiera atisbar en su interior. No tuve éxito, las había cegado con tablas y clavos, supuse que para anticiparse al perjuicio de los malos vientos. En la parte trasera encontré un respiradero, pero era demasiado alto para alcanzarlo. Regresé por el otro lado y entonces reparé en un pequeño tragaluz del que emanaba un olor que me recordó a los criaderos de gusanos de seda, aunque mucho más repulsivo e intenso, casi diría que sofocante. Me lloraron los ojos y me aparté para tomar aliento, asqueado por aquel miasma, y en ese instante sentí que alguien entraba en el cuarto. Decidí apartarme y volver unos minutos después, para preservar su intimidad. Me alejé unos pasos, dudando entre el pudor que me inspiraba mi intromisión y el acicate de desvelar un secreto. También yo sospechaba de su apariencia y temía que a la postre el carácter tan risueño, tan conciliador y diáfano no respondiese más que a la hipocresía y el cinismo. Pronto me decidí a volver y regresé sobre mis pasos, hasta que quedé paralizado sobre mis pies. Permanecí quieto, ausente, suspendido en mi estupor. Me agaché para ocultar mi presencia y observé a hurtadillas.

Nuestro vecino se había desprendido de su bufanda y mostraba extrañas heridas en el cuello, una serie de cortes oblicuos y profundos, igualmente espaciados entre sí y simétricos a ambos lados de la garganta. Me estremecí, no podía tratarse de una herida, ni siquiera cabía pensar en una operación quirúrgica. Era demasiado minucioso, demasiado preciso y natural, y los cortes parecían frescos y sanos a la vez, sin rastro de sangre y abanicados por un rítmico vaivén. Quedé petrificado por el espanto. Parecían branquias y sentí asco, supuse que por la visión y el hedor que emanaba el interior de la casa. Pensé en huir pero me lloraban los ojos y no quise delatarme con un ruido. Busqué una posición más cómoda para atisbar y de nuevo miré dentro del aseo. Apenas puedo describir lo que vislumbré entre las penumbras. El vecino se había retirado levemente de la ventana, sumergiéndose en una zona de sombras, y procedió a desnudarse con cuidado, como si se tratase de una operación delicada y precisara de gran concentración. Tras desprenderse de la capa, que colgó minuciosamente en un perchero, procedió a distraerse con el sinfín de botones y cuerdas que anudaban el chaleco en su lugares precisos. Pareció que se sentase entonces y procediera a librarse de sus pantalones impermeables, de las botas minuciosamente anudadas, de unos calcetines de tela brillante y de una ropa interior también brillante, que arrojó a un lado, al igual que había hecho con las prendas anteriores. Cesó todo ruido e imaginé que esperaba en la oscuridad, para reponerse del marasmo del barro antes de refrescarse en lo que parecía una tina junto a la puerta, supuse que pretendía tomar un baño. Escuché su voz desagradable, con el mismo timbre chirriante que escuché en la tienda. Parecía que hablase un idioma extranjero, aunque solo articulaba su ingrato sonido, que ahora me inspiró un mayor espanto. Después, dudo de lo que vieron mis ojos, su cuerpo se me mostró amarillento y como vencido por un terrible mal. Los brazos y las piernas eran anormalmente largos, y la espalda parecía deformada por gibosidades enfermizas, con nítidos músculos que parecían encontrarse en el lugar equivocado, y protuberancias óseas anómalas y ajenas a mi experiencia. Su cráneo, desprovisto de pelo y de apariencia coriácea, era también distinto a lo que admitían mis sentidos. Giró levemente y contemplé su pecho en forma de quilla, los segmentos de su abdomen y ese sexo enervado y doble, con una curvatura tan extraña que instintivamente comprendí que no pertenecía a un ser humano.

El hedor que salía por aquella pequeña ventana era indescriptible. Retrocedí con cautela, cegado por las lágrimas, sabiendo que el estruendo de la lluvia sobre el tejado ocultaría mis pasos. Cuando me sentí lejos emprendí una carrera que se tornó veloz en contra de mi voluntad, que hubiera deseado una huida más sigilosa y digna. Apenas superé su campo de hierba gris me oculté tras unos arbustos y miré hacia la casa. El vecino, otra vez vestido, parecía inspeccionar el porche, que recorrió varias veces en uno y otro sentido, deteniéndose para estudiar varios lugares que atrajeron su interés y que reconocía como los lugares donde yo me había detenido durante mi espera. Avanzó exactamente tras los pasos que yo había trazado y se detuvo junto a la ventana del aseo, donde sin duda halló mis huellas entre el barro. Miró hacia donde me encontraba y supe que conocía exactamente mi posición, como si lo asistiese una vista diferente, más precisa, inmune a la ceguera borrosa que la lluvia imponía en la distancia. Comprendí que sus ojos amarillos descubrirían mi presencia entre los arbustos apenas esbozara un movimiento, que para él era el reclamo de una presa en la distancia. Me mantuve inmóvil, sin respirar, permitiendo que me empapara la lluvia.

Regresé al pueblo y me encerré en mi tienda, sin saber qué hacer y aún aterrado por lo que había visto. La lluvia era menos fuerte, pero aún intensa. Tomé un arma de la trastienda y la cargué para sentirme seguro. Dos cartuchos en su cuna y algunos más que guardé en mis bolsillos. Permanecí sentado sobre unos sacos de harina, con la escopeta apoyada entre las piernas. Intenté tranquilizarme, me temblaban las manos y las sentía entumecidas. Moví los dedos enérgicamente, para que retornara la sangre. Intenté poner orden en mis ideas y cerré los ojos, pero los abrí porque sentía miedo de la oscuridad. La llama de la linterna de aceite oscilaba como las alas de una mariposa cuando supuse que debía advertir a mis vecinos. Muy pronto comprobé que mis palabras no encontraban el eco que había esperado, porque se me tildó de fantasioso y quizás alucinado por aquella lluvia que enloquecía a las gentes. Insistí mucho, pero se pensó que había visto mal y acaso hubiera exagerado por el miasma de aquel olor penetrante que saturaba los sentidos. Yo mismo reconocía que me lloraron los ojos en varias ocasiones al atravesar su campo, así que no era sorprendente que hubiera sufrido un espejismo. Concluyeron que se acercarían a vigilar con sigilo y que se precisaban nuevas pruebas antes de tomar una determinación.

En una semana el acecho rindió sus frutos. Lo vieron desnudarse dos veces y propiciaron un sinfín de encuentros donde se mostró tan encantador como siempre y exhibió sus bromas habituales, que solo pretendían una recompensa a sus servicios. Los testimonios sobre su anatomía completaron mis revelaciones y añadieron algunos datos significativos. Nuestro vecino tenía uñas retráctiles, de un color atezado sin brillo, que desplegaba como desperezándose. Al quitarse los guantes quedaban en libertad y se extendían en toda su longitud, que al final era una falange añadida a la envergadura de los dedos. Tampoco tenía orejas, que eran dos orificios algodonosos. Por supuesto eran ciertas las protuberancias anormales en la espalda, el abdomen segmentado y el sexo doble, lo que indudablemente correspondía a un insecto. El estupor se adueñó de mis vecinos, que veían confirmados sus terrores con una infinidad de pruebas. Nos despedimos en silencio, sin saber como enfrentarnos a lo incomprensible.

La criatura regresó pronto a mi tienda. Sonó la campanilla de la puerta y allí estaba él, con sus ojos amarillos y enfundado en su sempiterna gabardina, tan extrañamente plegada y protegida por esa capa negra y cerúlea, inmune al agua. Me sentí seguro junto a la escopeta y esperé a que hiciera un movimiento sospechoso. Se comportó con la cortesía de siempre y me tendió su nota, donde listaba los productos usuales para el mantenimiento de su granja. Dudé un instante antes de servirle el pedido. En contra de mi costumbre me giré lentamente, procurando no perderlo de vista. Hablé como siempre y me comporté como siempre, atentó a cualquier movimiento hostil. Afortunadamente, tomó sus mercancías, pagó al contado y se despidió como era habitual. Respiré con ansiedad, feliz de que no hubiera habido contratiempos.

Nuestro vecino continuó con sus ocupaciones habituales y frecuentando los mismos lugares solitarios, incluido el cementerio, que ahora se vigiló con detalle, porque lo imaginábamos el escenario de algún ritual execrable o la concreción de un espanto sin nombre. Continuó paseando distraídamente entre las tumbas, atisbando en el interior de los panteones que atraían su interés o entretenido en la lectura de cuantos epitafios suscitaban su curiosidad. A veces pretendía el saber del sepulturero y le preguntaba por tal o cual familia que había erigido una capilla tan vistosa, o por ese monumento que presidía la entrada al recinto santo y desafiaba al recuerdo de las gentes. Pronto se hacía entender con el ademán de sus manos y obtenía del sepulturero la respuesta a sus preguntas. Después vagabundeaba entre nardos y cipreses, recreándose en los parterres inundados, aparentemente ajeno a la lluvia y sus salpicaduras, como si compartiera la tristeza de los muertos. Por lo demás, vagó como de costumbre, atendiendo a cuántos reclamaban su asistencia, viajeros que aún ignoraban un secreto que habíamos preferido mantener en silencio, en parte por miedo y porque no sabíamos cómo enfrentarnos a nuestro horror.

Continuó ayudando a los carromatos que se averiaban en el camino, luchando contra el barro omnipresente que todo lo enlodaba, anticipándose al efecto del limo amasado tras tanta lluvia, un limo convertido en el azote de los carros, que bajo el pulimento de aquel légamo jabonoso desajustaba las piezas con una holgura que era el preludio de la temida avería. Entonces, apenas reventado un perno o un eje, la criatura de los ojos amarillos surgía de repente para apoyar su espalda hercúlea contra el lateral del carruaje o utilizar una pala para liberar la rueda atorada, y pronto volvía el carro a su ruta o el caminante a su sendero si se trataba de un extravío, con el agradecimiento y a veces la limosna por su servicio. Luego recogía su propina, ejecutaba una reverencia que pretendía ser amistosa, agitaba sus brazos desgarbados en el aire, un ademán de despedida, y desaparecía corriendo entre la espesura húmeda del bosque, como un fantasma que surgiese de la nada y regresara a la nada un instante después, porque en su presencia muda el tiempo parecía confundirse con el trance. Se dijo que quizás practicara una suerte de magia prohibida.

Todos nosotros, sus partidarios y detractores, coincidimos con él en distintas ocasiones, y con todos se mostró educado y correcto, sin que se observara ninguna modificación en su comportamiento. Se le vio en sus paseos y en las labores de la granja, recolectando el fruto de sus hierbas o que lo fuesen aquellos bulbos carnosos y aberenjenados, con olor a carnes podridas, que con tanto fervor cocinaba en el hogar de su chimenea y constituían la base de su alimentación. A dos labriegos ayudó a descargar forraje para alimentar a los animales, y no tuvo inconveniente en asistir al carpintero con unos maderos para los que requería ayuda urgente. Sin apenas esfuerzo situó los dos maderos donde el carpintero había deseado, sin que mediasen más aclaraciones.

Transcurrió otro mes de lluvias mansas y llegó la tarde de aquel domingo fatídico. Una niña se perdió y enloquecimos de repente. Se reunieron los vecinos y nos llamaron porque lo conocíamos más. El herrero, el carpintero y otros que yo tenía por su amigos coincidieron en que no quedaba más remedio, que lo peor era necesario, porque no se podía vivir con esta angustia, y que ahora esa pobre niña muerta clamaba desde su tumba, allí donde esta se encontrase, era mejor no saberlo. Coincidieron los vecinos y dije que yo también iría, aunque no deseaba participar. Personalmente no le debía ningún mal y lo de la niña aún estaba por esclarecer, así que no, debíamos esperar, quizás era inocente. A todos ayudó en los caminos y lo vieron jugar con los niños en las ferias, cuando se acercaban a su puesto interesados por las figuras. Me dijeron que sí, y que también paseaba por los cementerios y leía en las tumbas, y que lo habían visto desnudo varias veces, y que yo también lo había visto y no era de recibo negar la evidencia. La criatura era peligrosa y debíamos defendernos antes de que no fuera una niña sino muchas. No cabía la espera, era preciso actuar cuanto antes. Saldríamos inmediatamente.

Nos abalanzamos hacia el arroyo viejo, con antorchas, con escopetas, con bastones y cuchillos. Avanzamos en tropel y se nos unió gente durante la marcha, hasta que llegamos al campo de las hierbas grises y las pisoteamos para romperlas mientras los hombres de vanguardia incendiaban el granero y los más osados corrían en busca de la criatura, que esperaba en el comedor junto a la chimenea. Alcanzó al levantarse y sonreír con sus ojos amarillos a los visitantes, que nos detuvimos y aguardamos en silencio, sobrecogidos por nuestra irrupción en una morada ajena. Nos contempló un instante, carraspeó para endulzarse la voz y pronunció un bienvenidos chirriante y apagado que recordaré siempre. Resonó el tronar de una escopeta y después otros muchos truenos, hasta que solo quedó una pulpa sin forma esparcida entre la pared y el suelo. Aún veo los jirones de sus ropas tan impermeables y perfectas, mezclados con tanta sangre lechosa, como linfa vegetal con un olor distinto al nuestro, más urticante y ácido, acaso de otro mundo.

La niña resultó encontrada en el bosque al día siguiente y de la criatura ya no se habló jamás. Los vecinos suscribimos un pacto tácito, que compartimos con los animales, porque los perros del herrero nunca más ladraron ni los gatos corrieron a esconderse de los extraños. Un hondo silencio se extendió por la comarca mientras la lluvia continuaba cayendo, insistente sobre el terreno enfangando, convirtiendo nuestras vidas en el recuerdo de aquel otoño cuando brillaron las luces entre las nubes y se inició un agua tan mansa que recaló hasta el alma y me dejó perdido en mis visiones. Poco de queda que añadir a este crimen del que me siento culpable, con aquella criatura que siempre fue cordial y pagó al contado sus deudas, que vi ayudar a los demás sin exigir más que la voluntad, que vivió de su esfuerzo, jugó con los niños y honró a los difuntos. Nunca me abandona su presencia entre la niebla, ni cuando nos asalta el buen tiempo del verano, porque en mis sueños llueve siempre, con una lluvia mansa y apagada que me atormenta mientras la veo alejarse entre la bruma intensa, mirándome con esos ojos amarillos tan afables, con esa sonrisa que solicitaba una limosna y ese ayudar a todos sin demandar nada a cambio. Después la veo estallando bajo un vendaval de plomo y sus restos volando en la muerte, mientras resuena en mis oídos su frase simple de bienvenida. Me pregunto entonces porqué pertenezco a esta especie tan miserable y tan cruel, que no admite lo distinto y desprecia la vida ajena. Ojos amarillos invaden mis sueños.


Blas Meca, con licencia Creative Commons