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viernes, 8 de noviembre de 2013

Cuento sin nombre

A una amiga erudita


Lo terminé muy rápido, casi en el tiempo mínimo de dejar correr la escritura y permitir que fluyeran las páginas. Me gustaba su ritmo y la trama, el modo como se ligaban las escenas y el vocabulario que había empleado en su redacción. Quizás no colmaba todas mis aspiraciones, pero después de leerlo por segunda vez despertó en mí una intriga que también supuse válida para el lector. Como siempre, me dije que en realidad apenas importaba el público. Un engaño demasiado ingenuo, porque nadie se entretiene en redactar una historia que ya conoce en su imaginación, a no ser que pretenda un beneficio o simplemente desee compartir ese pequeño destello de su mundo interior, lo que a la postre también constituye un beneficio. Acaso los hombres vulgares necesiten convencerse de que están llamados a algo más. Un afán de trascendencia, supongo.

El cuento me gustaba. Tenía un héroe bajo la lluvia y un carromato que era cárcel para una veintena de presos. Gentes grises y de apariencia triste que se dirigían hacia un destino terrible. Algunos llevaban cepos en los brazos o pesados lastres que impedían su movimiento, otros estaban atados a los barrotes del carromato, la mayoría se hacinaban en un espacio insuficiente para tanta miseria. El territorio era fronterizo y se limitaba a un lugar en el pasado, sonaban vientos de conquista y de armas cuyo fragor perduraba en el eco de los bosques. Los cuervos inundaban el cielo sobre los campos de batalla recientes, donde los heridos suplicaban por una piedad liberadora y los muertos impregnaban el aire con su dulzor. Había pretendido documentarme sobre distintos pasajes de la historia, porque en mi imaginación flotaba un personaje que no conseguía ubicar en ningún tiempo, un personaje cruel, como se espera de un villano perdido en las edades antiguas, cuando los modos y costumbres eran tan distintos. El personaje había surgido sin rostro, oculto por una máscara de oro que era emblema de su poder y signo de su crueldad. Supuse que ocultaba una mutilación que inspiraba espanto, quizás lepra o algo peor.

Por azares de la necesidad, el héroe trabó compañía con otro menesteroso que viajaba acompañado de su hermana, tan bella que era fácil imaginar las razones de su cautiverio. Pronto se despertaron las simpatías del héroe, que casi inmediatamente quedó embrujado por los ojos de la bella, de color azabache y con un destello de fuego en la mirada. Todos los presos que viajaban en el carromato cárcel, empapados y retozando en un revuelto de barros, olían como se presume de reos abandonados a la adversidad, excepto la bella, que aparecía envuelta en un aroma de lavandas imposible allí, entre la hojarasca fermentada que inundaba el piso del carromato. El héroe se enamoró en un instante y fue para siempre.

Aprovechando una suerte que le brindaría protección, el menesteroso hermano de la bella se ofreció como sirviente. El héroe lo miró despacio, buscando utilidad a tan generoso ofrecimiento, y consideró que sería como en tantas otras historias donde el sirviente complementa al protagonista con ingenio y prudencia, cualidades alejadas de la heroicidad pero igualmente útiles. También pensó que aquel hombre de físico frágil se envolvía de una apariencia letrada, y que quizás incluso supiese escribir, una cualidad siempre útil. Su insignificancia para la lucha se compensaría con otras virtudes que aportarían un contrapunto de astucia en las empresas más descabelladas. Donde él decidiera enfrentarse a lo imposible, el sirviente se demoraría en otras alternativas desapercibidas, cuando optase, en uno de sus arrebatos de valentía, por empuñar las armas y adentrarse en los infiernos, el sirviente impondría luz a la ofuscación y señalaría el camino hacia la victoria. Aceptó su ofrecimiento y compartieron las desventuras del carromato. Después, nuevas penurias y algunos episodios de peligro ante los guardias los convirtieron en inseparables. El sirviente parecía despierto y facilitaba la vida del héroe, así que éste se dejó servir sin más recelos.

Todos los días llegaban nuevas caravanas de apresados y todos los días se repetían los ajusticiamientos en el patio del castillo. Al principio, el héroe, su sirviente y los restantes reos, incluida la bella, pensaron que habría algún modo de escapar al suplicio. Quizás una confesión, una renuncia pública o una prueba de irrefutable inocencia. Entre las ratas y los excrementos, en los rincones orinados de la mazmorra, se susurraban aterradoras historias de indultados que salvaban la vida sólo para regresar y dar fe de los horrores vividos, con detalles que se repetían en la umbría de las celdas, para trastorno y locura de los condenados. En el caso de la bella, la murmuración y el rancho agusanado avivaron su miedo hasta el punto de que enfermó de terror y el olor a lavandas se enturbió con un efluvio áspero. Sólo entonces reaccionó el héroe, cuando sintió en peligro la felicidad de su amada, según confesó después a su sirviente. Concibió un plan de fuga y pensó en escapar en la impunidad de la noche, pero la guardia se doblaba en esas horas y los perros corrían libremente por los túneles. Eran perros enormes, entrenados entre los lobos de pelo negro y reconocidos por su ferocidad, que sólo respetaba la vida de su adiestradores. El héroe desistió porque le inquietaban los lobos y porque su sirviente lo convenció de que era una pésima idea.

Pronto surgieron las complicaciones en las mazmorras del castillo, cuando otros reos intentaron imponer sus leyes y molestar a la bella que olía a lavanda. El héroe pensó en enfrentarse a todos y arrancarles una disculpa a golpes, porque podía hacerlo y no tenía más luces para pensar en otra alternativa, pero su sirviente lo convenció de que era preferible esperar un poco, para enfrentarse a la venganza sereno y saborear la victoria con la cabeza despejada y así recordarlo mejor. El héroe apretaba los puños y transigía en esperar otra ocasión. Por sugerencia de su sirviente, propició algunas disputas que mostraron sus cualidades e impusieron respeto entre sus iguales de cautiverio. Saltaba, corría, amagaba sus golpes, y el adversario, siempre enorme y especialmente diestro en la lucha, caía fulminado por la incontestable superioridad del héroe, que perdonaba en el último instante, como muestra de generosidad. En una ocasión, ofuscado por las penurias, se mostró especialmente violento y asió la garganta de quién lo había desafiado mirando mal a su amada. Un individuo grosero que reparó en las formas de la bella al trasluz de una estrecha rendija iluminada, y sintió que hervía su sangre y allí mismo podría aliviarse sin más que dar rienda suelta a su deseo. No pasó desapercibido para el héroe, que inmediatamente saltó sobre él y se dispuso a vengar la ofensa. Un instante antes de que sonase el chasquido de los huesos al romperse, cuando ya los ojos de su adversario se apagaban entre las nieblas, la bella se estremeció y solicitó clemencia para su ofensor, por evitar otra muerte.

Escribí el desenlace y el final estimulado por una euforia que trascendía a los detalles de la escritura. La narración era limpia, los párrafos se mostraban mejor hilados y las descripciones parecían más luminosas, o al menos así se me antojó en una primera impresión. El héroe, su sirviente, la bella, el tirano y los guardias ocupaban su lugar en el escenario del castillo, la lluvia incesante, los relámpagos sobrenaturales y los truenos próximos conformaban un escenario ajustado al sentimiento que pretendía despertar en el lector. Me satisfizo el punto final y releí el cuento con indudable placer. Dos veces, hasta que tras corregir algunas palabras que destacaban por su imprecisión, lo estimé concluido y me abandoné a un bien merecido descanso. Soñé con tempestades marinas y con lavas que arrasaban una montaña sagrada. Desperté empapado en sudor y supe que algo desmerecía en la historia, detalles que escapaban a mi supervisión y convertían el texto en irrelevante y frágil. Comprendí que padecía la ceguera del autor y que esta afección me convertía en un crítico inválido para juzgar mi propia obra. Supe que debía buscar una opinión externa, alguien que tras cada frase no vislumbrara todas las frases que pudieron ser y no fueron, que mantuviese en su mente la disposición de la obra como siempre sería y que no divagara entre alternativas que solo pertenecen al sentir del artista.

Auxiliado por una amiga erudita, reescribí algunos fragmentos que contradecían la época donde se situaba el argumento o las corrientes dominantes de aquel tiempo. Personajes que pensaban como se pensaría siglos después y alguna otra discrepancia cronológica que no viene al caso. También me asesoré sobre elementos arquitectónicos y algunas anacronías que con las precisiones de mi amiga quedaron fuera de contexto y francamente desautorizadas. El utillaje doméstico y los hábitos de la época también demandaron alguna enmienda, nada que no tuviera acomodo en el cuento. Sustituir una frase por otra, una palabra en el caso más sencillo y en el peor la tachadura que redime todos los errores. Mi amiga también comentó que el cuento aún no tenía título y señaló la primera línea, el lugar donde destacaba habitualmente separado por un espacio en blanco. En este caso lo había dejado vacío, solo porque la lectura no me inspiraba nada que aglutinase el conjunto en una sentencia de mi agrado. Cuando pensaba en el título del cuento, se abría un vacío que eclipsaba todas las palabras. Mi amiga me ofreció varios nombres posibles, pero ninguno me pareció suficiente. Unos por relamidos y otros por insulsos, los deseché hasta que un gesto severo me advirtió que el cuento era responsabilidad mía. Nos despedimos cariñosamente y decidimos acordar una nueva cita, porque nos gustaba compartir la vida encontrándonos ante una taza humeante o saboreando una cena inolvidable. Después paseábamos por los alrededores del puerto o por un barrio recién descubierto.

Regresé a mi trabajo en el cuento y comprendí que cada cierto tiempo, siempre de modo imprevisto, los carceleros irrumpían en las celdas y arrastraban a una decena de condenados que no volvían jamás. Después, otros muchos condenados llegaban desde confines distantes, en carromatos que chirriaban bajo la lluvia y que avanzaban fatigosamente a través de caminos casi impracticables. La bella enfermó de tristeza por convivir entre la fealdad y el héroe enloqueció de amargura. Desesperado, recurrió a su sirviente en busca de una estratagema para huir, vencer al tirano y salvar a la bella. El sirviente no le prometió nada, pero indagó entre los carceleros hasta saber que jamás se romperían sus cadenas, forjadas con magia negra y los mejores hierros. También supo con una cierta certeza que el héroe ya estaba escogido para la siguiente ronda de condenados y que los restantes reos lo serían en cualquier momento, aunque se ignoraba cuándo. El sirviente se acurrucó en un rincón, con las piernas recogidas y la espalda apoyada en una columna, y pensó en cómo anticiparse al tormento del héroe y burlar al destino. Un prisionero de rostro tatuado y sólo cubierto con un rastro de tela abandonó las sombras del calabozo y le ofreció una muerte fingida que podía ayudar a su causa. Un preparado de hongos y tierras arcillosas, guardado en una pequeña bolsa oculta entre unas irregularidades del muro, que servía para inducir un denso sopor. Los guardianes evitaban rematar a los moribundos, así que quizás fuese una estratagema válida. Sólo restaba que el héroe ingiriese tierra de hongos antes de enfrentarse al suplicio.

El héroe mostraba un carácter extraordinario y sabía ocultar el dolor bajo un silencio implacable. En la primera versión, sus gritos llegaban hasta los calabozos y los condenados asistían al sufrimiento de quien consideraban irreductible, pero mi amiga señaló que en las mazmorras no se habían escuchado los gritos de los otros condenados y que la valentía del héroe no sería tanta si gritaba con más ímpetu que sus compañeros de tormento. No quedé convencido, pero mi amiga siempre destaca por la sensatez de su juicio. Asumí que el patio del castillo, donde se ajusticiaba a los reos, quedaría lejos de las mazmorras, quizás ubicadas en los sótanos, y que mediaban demasiados muros de piedra como para que el sufrimiento de los moribundos sobresaliese a otros murmullos más próximos. Consentí en condenar al héroe a uno de esos terribles castigos corporales que prolongan la agonía e ingenié varios tormentos que se le aplicarían en los establos o las cocinas, antes de entregarlo a sus últimos verdugos. Ninguno sirvió a mi causa porque, más allá del sufrimiento, el personaje debía sobrevivir hasta alcanzar el instante decisivo, en el patio del castillo, cuando el tirano aparece bajo el umbral de una ventana, iluminado por el fuego de las hogueras que consumen a algunos de los condenados. Tras su máscara de oro, el tirano esboza una señal al verdugo, que se dirige hacia el héroe, inmóvil entre dos postes que separan sus brazos y sus piernas y lo mantienen aspado, para que no pueda eludir el castigo ni sustraerse al dolor. El verdugo toma un látigo de colas, pero a una indicación desde la ventana lo sustituye por otro de nervio de toro, mucho más cruel, que alcanzará fácilmente el hueso. Sólo será el principio, después se emplearán herramientas aún más dañinas.

El destino parece trazado cuando el héroe alza la vista al cielo. Los primeros golpes del látigo de nervio de toro fueron enloquecedores, la piel saltaba desprendida con un restallido de fuego y una sangre escarlata corría por la espalda del reo. Lentamente el héroe siente que el sabor de los hongos y la tierra aplaca su tormento con un regusto de lavandas que simboliza su amor por la bella. Se conforta con su presencia invisible mientras los verdugos se mofan de su dolor, siente la vida escapar y se abandona a una niebla vacía. Pronto solo escucha el restallar del látigo y huele la carne quemada de las antorchas humanas que iluminan el patio del castillo. Cuerpos abrasados, retorcidos en posturas grotescas, carbón y ceniza que lentamente se amontona a los pies del fuego. También incluí prisioneros crucificados, que esparcían el terror con los gritos de su paciente y dolorosa espera, vírgenes descoyuntadas en el potro y jóvenes sometidos a una lenta sierra que prolongaba su tormento más allá de la agonía. Confiaba que una imagen de suplicio colectivo fuese más inquietante que la de un tormento individual, pero no me gustaba demasiado este pasaje porque para mí olía a incienso y a cirios santos. Nunca he sido partidario de permitir que las vivencias del autor transciendan a su obra, aunque supongo que es un destino inevitable. Recuerdo que modifiqué varias veces ese fragmento, para limpiarlo del regusto sagrado, pero sospecho que lo conseguí sólo en parte, porque me vi obligado a mantener varias palabras en el texto, y se sabe que las palabras encauzan el pensamiento y limitan las ideas.

Me agradaba salvar al héroe sometiéndolo a un desvanecimiento tan profundo que se confundiera con la muerte. Tuve cuidado de que no expirase, procurándole heridas definidas y limpias, no demasiado profundas, para que las aguas azufradas y el oportuno cauterio alejasen la podredumbre. Me recreé en los brillos de la sangre para que su inconsciencia convenciese a sus verdugos, y permití que soportase los últimos golpes ya totalmente inánime. El tirano ordenó suspender el castigo, porque sin gritos ni súplicas se convertía en un espectáculo sin brillo, y permitió que unos soldados retirasen el cuerpo vencido del héroe y lo arrojasen a un carro donde pronto se amontonaron otros difuntos. Despertaría horas después, en una fosa común donde se hacinaban los cadáveres, junto a una ciénaga próxima al castillo, que servía para que las alimañas del bosque devorasen los restos de los condenados. Insistí en restos, porque pocos cadáveres llegaban a la ciénaga de una sola pieza. Lo usual era un amasijo de carnes maceradas y huesos descoyuntados, en lo que preferí no extenderme demasiado, por ser desagradable y por lo fácil del recurso. Liberé al héroe, aparentemente muerto, y me reservé el resultado de la confrontación con el tirano hasta el último párrafo, donde todo se cerraría para otorgar comprensión a la historia. Luego supuse que antes debería alejar a mi héroe y permitirle un descanso para sanar sus heridas. Con estos propósitos, consentí en que unos soldados guiasen el carromato hasta la ciénaga, donde vaciaron los despojos sin ningún miramiento, solo con el asco que inspiran las carnes desfiguradas. En ningún instante me entretuvo el título pendiente, no porque desestimase los consejos de mi amiga, sino porque parecía irrelevante.

Pensé un sortilegio para el desenlace, una puerta oscura que se abriese o algo así, porque ese final tiene su audiencia y no me desagradaba más que otras opciones. Desde el primer instante consideré que rompía el curso lógico de los acontecimientos y que no era la conclusión adecuada a mi historia. La trama se había mantenido de un modo coherente mientras presentaba al héroe, a su sirviente ilustrado y a la bella, mientras me entretenía en describir las penurias del calabozo y planeaba cómo burlar al verdugo, así que un final mágico se me antojaba apresurado. Confieso que me tentó prolongar la narración hasta que se me abriesen otras posibilidades, pero la experiencia que otorga una práctica muy larga me aconsejaban evitar las dilaciones y simplemente reescribir el final. Lo rehice dos veces, hasta que lo estimé en consonancia con el resto del relato. La máscara del tirano, dorada, con tracerías que anticipaban formas turbias, se afirmaba en mi imaginación cuando recorría los compases finales de la escritura. También deseché un par de títulos que surgieron mientras reescribía la última página, porque me perecieron demasiado tibios. Necesitaba algo rotundo, definitivo, mínimo pero suficiente para atrapar al lector con su sola mención, algo que suscitase una cierta avidez.

Me olvidé del título algunos días y puse el cuento en barbecho en el fondo de un cajón, porque este es el modo más efectivo de revitalizar una idea. Disfruté de las noches de verano con los amigos, envuelto en el olor de los jazmines y abandonado a los frescos vahos de la madrugada. Sentía el pulverizado del mar en el aire, con su olor de viajes lejanos y el regusto de la infancia. Veladas casi perfectas, que se arropaban con el entretenimiento de algún juego de azar o frente a un tablero de ajedrez, donde me precio de derrotar a mis adversarios tras unos pocos movimientos. Reconozco que ninguno de mis contrincantes conoce las aperturas esenciales o el arte de las celadas, saberes adquiridos tras el estudio de los grandes maestros, de quienes me valgo para sobresalir e imponer a mis iguales una fulgurante derrota. También me entretuvo la caza con perros y la pesca de litoral, aficiones que me vienen de antiguo y que practico en cuanto se me presenta la oportunidad. Soy torpe en estas lides, lo que en parte compensa mi fortuna en otros lances que acaso requieran menor destreza y mayor ingenio. Pasear por las riberas del río e inspeccionar los sedimentos entre las cañas, actividad que a veces me proporciona huevos de pájaro o hierbas que servirán para especiar los ambientes, ocupó buena parte de mi tiempo, en especial las mañanas. Pronto se extinguió el verano y regresé al cuento, esta vez buscando un título desde la primera línea.

Concluí la lectura del manuscrito y comprendí que no mantendría el final de la puerta tenebrosa. Decidí que lo cambiaría más adelante y me concentré en sentir la lectura, que me pareció difusa y turbia, como si no acertase a distinguir los detalles. Regresé a los primeros fragmentos, cuando los hombres grises, encarcelados bajo la lluvia del carromato convertido en prisión, viajaban hacia el castillo entre lamentos y súplicas de indulgencia. Las culpas eran tan variadas como ficticias, sólo atribuibles a la sed de venganza con que los vencedores concluyen sus campañas guerreras. Eludir un diezmo sobre el trabajo, sustraer miel de las colmenas del señor, oponerse al capricho de los guardas o simplemente ser grotesco y despertar la burla, garantizaba plaza en alguna de las muchas caravanas que recorrían los bosques y las aldeas. El héroe viajaba en el fondo del carromato, sujeto por un cepo al cuello que lo convertía en obediente y sin ambiciones de huida. Aún ignoraba su carácter de héroe, pero tenía buen corazón y era valeroso. Los soldados lo consideraban un campesino más, de los muchos que atrapaban en sus incursiones. Esposas, hermanos, hijos de combatientes tal vez, a los soldados no les importaba demasiado, porque a la postre solo servían a su señor y al espíritu de la guerra. El barro era omnipresente y un olor a musgo impregnaba el bosque de aromas húmedos.

En el siguiente encuentro, mi amiga me preguntó de nuevo por el nombre del cuento. Confesé que no lo había decidido aún y me recordó que el título era de suma importancia. La puse al tanto de mis novedades y pareció decepcionada. En mis descripciones y en las aventuras de los personajes no encontraba nada que unificase la trama y me orientase en la elección del título. Aseguró que había alcanzado mayor definición y le pareció acertado que me demorase en la llegada de los reos al patio del castillo, con sus escaleras de piedra y sus guardas en las almenas, que ejecutaron a un prisionero por ofrecer resistencia a sus órdenes. El infeliz murió ensartado por una de esas extrañas lanzas que usaban los guerreros del tirano, armadas con filos que abren heridas terribles, de las que jamás se regresa. La herrumbre de los barrotes, tanto del carromato como de las mazmorras posteriores, y el minucioso recrearme en las vestiduras de los presos y los correajes labrados de sus custodios, fueron del agrado de mi amiga, que se despidió con la recomendación explícita de que encontrase un título para el cuento, porque no era admisible que aún no tuviera nombre.

Volví sobre el cuento tantas veces como mi amiga insistió en que encontrase un nombre. Lentamente se concretaron las estancias del castillo y las aventuras del héroe y su sirviente. Las antorchas de los corredores y el olor de la piedra de los muros se adornaron con una infinidad de detalles que aumentaban su credibilidad y los hacían más presentes, más visibles, como si mis esfuerzos otorgasen rigor a los distintos motivos de la narración. Pensé en linajes que prosperaban entre el halago de sus súbditos, en circunstancias neblinosas que incrementaran el suspense, quizás en brujería e invocaciones prohibidas. Con el flamear de las antorchas, con las cortinas que pretendían disimular un frío que apresaba el aliento y entumecía el valor. Atento a los planes de su sirviente, el héroe escapaba a las peripecias de las mazmorras y lentamente se dirigía a su destino. No encontré el nombre en estos fragmentos. También busqué un motivo en los pasajes referidos a la bella. Las cejas esculpidas en la porcelana de su rostro, los labios heridos por un sedimento de tristeza, y los pies descalzos sobre el infame piso del calabozo solo me proporcionaron vagas asociaciones de palabras sin brillo, insuficientes para la excelencia pretendida. Elaboré una larga lista de frases afortunadas, de metáforas escogidas, de figuras poéticas que podrían servir. Lentamente las fui tachando, conforme las descubría ostentosas o malsonantes, hasta que la lista quedó vacía y yo perplejo ante una hoja emborronada. El cuento se resistía a mostrarme su nombre.

Un viaje con mi amiga me devolvió a las delicias del mundo y me hizo vivir entre palmeras y placeres exóticos. Un crucero inolvidable, en un barco de vela latina que contratamos para saborear los matices del atardecer. Escuchábamos los murmullos del río durante la noche, con sus chapoteos misteriosos y las ranas que croaban entre las aguas someras. Me recuerdo sentado sobre la amura de estribor, bebiendo una de esas bebidas indefinibles, orgullo de los nativos y arrepentimiento de quienes alardean en las tabernas. Mi amiga insistía en comentar algunas peculiaridades del personaje del héroe, siempre asistido por su fiel sirviente, que ganaba las confianzas oportunas y los conocimientos necesarios para acometer la más osada de las empresas. Me sugirió también que aprovechase el carisma del tirano, que por su crueldad, por las artes oscuras que se le atribuían y por la relevancia de su máscara dorada, se convertiría fácilmente en el alma escabrosa de la historia. Ante los esclavos próximos a la ejecución, sus ojos podrían adquirir un fulgor que sobrepasara a la máscara y envolviese todo con el halo de la malignidad. Lo deseché por artificioso y manido.

Se sucedieron las citas con mi amiga y en todas me recordó la urgencia de encontrar un nombre para el cuento. Yo me entretenía en comentarle mis sucesivas mejoras y en agradecerle su colaboración, tanto para la trama como en el estilo. En mis últimas revisiones me demoraba en las junturas de la piedra y en el verdín de los muros, en el olor a humo que persistía más allá de los hachones de luz trémula y desgastada por la rutina de los usos. Todos nuestros encuentros, todas las novedades y noticias del mundo concluían de igual modo para mi amiga, con la necesidad de un título que atesorase las esencias del relato. Poco importaba que languideciese el genio del sirviente y se malograran los sucesivos planes de fuga. Desestimó igualmente el soborno sin fruto que enriquecía a un carcelero vil, los pescadores con sus barcas podridas e imposibles de gobernar, las monturas que malograrían la fuga porque eran más pencos que corceles. Ni siquiera le importó que los guardias del tirano azotasen a la bella como escarmiento y castigo a su pureza. Reconozco que me incomodó tanta intransigencia, porque me había esforzado para que la bella mostrase un fulgor puro y diáfano. Sobreponiéndose al propio ocaso, me recreaba en imaginar que el héroe renacería con una arma para continuar su lucha.

Durante un tiempo creí que el cuento tendría título. Me esforcé porque cada paso del héroe se ajustase a las directrices del sirviente y las humillaciones de la bella resonaran entre los pasadizos del castillo, pero mi pensamiento se resistía a proporcionarme un nombre común que lo acrisolara todo. Soñé con los pasajes finales muchas veces, cuando el héroe, ya rescatado de la ciénaga y repuesto de sus heridas, accede a los aposentos del tirano a través de una cámara secreta y se acerca al lecho donde duerme. De repente me encarno en el héroe y me aproximo a mi víctima, que ahora me parece un hombre sencillo, como tocado por la vulgaridad, un gesto que mi amiga agradece y alaba porque estima que este rasgo añade brío al desenlace. El título continúa ignorado, aún cuando el puñal se alza y el aire se estremece con el revuelo de la lucha y el olor de la sangre. Conforme se extinguen los días, el cuento gana en carácter y mis personajes escapan a su contención. Tras cada encuentro con mi amiga vislumbro al héroe escapando entre los cadáveres de la ciénaga, oculto por tinieblas que lo salvan de miradas rapaces. Le pregunto su nombre e intenta responder, pero está enmudecido por el silencio de la supervivencia. Aunque mi amiga me alivia con prédicas bien intencionadas, el título permanece esquivo y su insistencia alimenta mi desasosiego.

Muchas noches discutimos por el final del cuento y su título. Recuerdo que mi amiga sonreía ante mi insistencia en los detalles macabros del suplicio, que rechazaba la salvación milagrosa del héroe y que se oponía a permitir la libertad de la bella. También censuraba la omnipresencia del sirviente tras las decisiones importantes, erigido en gran artífice de las esperanzas renacidas y los destinos burlados. Era como si el héroe no acertase a comprender su destino, como si la historia se deshiciera en el instante decisivo y una bruma desdibujase todas las formas. Hasta que el héroe se contempla a sí mismo, con las rodillas clavadas sobre el pecho del tirano muerto, con la hoja del cuchillo hundida en su cuello y la cabeza colgando inerte a un lado, casi desprendida del tronco por el furor homicida de la puñalada. Entonces me atrevo a imaginar que el héroe se incorpora y alarga la mano. Tocan sus dedos el rostro de oro que oculta la deformidad y siente un frío que precede a las últimas respuestas. Acaricia la nariz, los labios, las mejillas, piel dorada que oculta el mayor de los misterios y se adentra en la leyenda. Entonces, muy lentamente, el héroe retira la careta de oro y contemplo el semblante del tirano muerto. Mi rostro es su rostro, mis labios son sus labios, mis ojos son sus ojos, ahora los ojos desesperados del viajero que se enfrenta al final de su viaje. Siento un dolor en el pecho, profundo, inevitable, y sospecho que la dignidad de una obra reside en el título que la define, en la frase afortunada que otras voces repetirán ante la lumbre, durante los largos inviernos. Aspiro un aroma de lavandas, me siento arrastrado hacia una puerta oscura tras la que nada existe y comprendo que el nombre del cuento solo es una chispa en el vacío, el relámpago que me salva del abismo donde moran las palabras sin nombre.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

2 comentarios:

  1. Muy buen juego entre autor y acción, la decisión del título, la interacción final. Muy bueno. Un saludo.

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  2. Gracias Mirta, ya sabes que me gusta Arte+

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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).