Para ella era un desconocido, pero recordaba su historia con tristeza. Era el más valiente del pueblo, el mozo mejor plantado, el más fuerte. En la doma de caballos que estremecía al pueblo a finales de junio, destacaba con su destreza con los potros y su arrojo para imponerse a lo salvaje. Después, en la feria, sobresalía en las pruebas de fuerza y habilidad, y por fin, con los compases de la verbena, bailaba mejor, bebía más y siempre encontraba una moza a la que vencía con la sonrisa, una palabra amable y la tierna caricia de sus manos.
El sábado llegó a la taberna con las últimas luces y saludó casi con un grito. Apartó unos vasos que le estorbaban, levantó la pierna, apoyó el pie y se alzó el pantalón hasta la rodilla.
-¿Qué te picó ahí? -preguntaron todos.
-Me saltó una bicha.
-¿Una bicha?
-Más fea que un trueno. La agarré y la rompí contra una piedra. En paz descanse. Me clavó dos dientes.
-¿Qué piensas hacer? -preguntaron todos.
-¡Brindar por ella y emborracharme con mis amigos!
Muchas veces enseñó su herida esa noche, con los dos puntitos violetas de donde irradiaban los capilares rotos y la tumefacción que latía con el escozor del veneno. Rechazó todos los remedios caseros que le brindaban sus amigos. Para qué punzar la herida y aspirar su sangre o encomendarse a las cataplasmas de hierbas para mitigar la desazón. Nada de pócimas, sales curativas, pomadas ni aguas azufradas. Pronto remitirían los síntomas, tanta consideración era innecesaria, solo era un incidente más del campo. En peores se había visto y de todas había salido con bien.
Bebió hasta cerrar la taberna. A media noche lo acompañaron a su casa, porque sus excesos con el licor y el fuego de la pierna apenas le permitían mantenerse en pie. Reconoció sentirse molesto por la picadura, pero no era hombre de lamentos ni de quejas, así que se arrojó sobre el lecho y se rindió al regusto ácido de la bebida. Soñó que corría por una llanura y que su carrera era torpe y desmañada porque le faltaba una pierna. La fiebre llegó pronto, para secar su boca y hundirlo en las alucinaciones del delirio. Pensó que el dolor remitiría en unas horas.
El más valiente durmió todo el día y la noche siguiente, hasta que despertó empapado en sudor y, según se supo después, enfermo. Su asistenta, a veces también amante, llamó a una vecina que llamó a otra y a muchas más, que despertaron a la telefonista para que buscase ayuda médica. También lo encomendaron a una curandera, porque la ambulancia tardaría en llegar.
-No me gusta esta herida. ¿Cuándo fue la mordida?
-Anteayer -respondieron todos.
-¿Cómo creció la herida? ¿Se hinchó primero o enrojeció?
-Se enrojeció e hinchó al mismo tiempo, después se quejó de un mal sabor en la boca, como a goma o metales rancios.
-Esto es malo, muy malo y acabará mal -sentenció la curandera.
-¿Entonces? -preguntaron todos.
-Entonces no os cobro porque estáis de luto.
La curandera se fue y llegó la ambulancia, con mi amiga y su bata blanca, adornada con todos los instrumentos y las luces modernas. Pronto se supo que aquello no era bueno, porque un primer diagnóstico anticipaba lo peor. Correr era lo primero, así que activaron las luces de advertencia para que se apartasen los obstáculos y volaron hasta el hospital, donde esperaban algunos vecinos que eran expertos en sortear curvas difíciles y se habían anticipado para recibir al enfermo. Tras la confusión del ingreso hospitalario y las curas preliminares, el doctor los recibió por riguroso turno y en pequeños grupos. A todos les advirtió que no tenía buenas noticias, que las próximas horas serían decisivas y que habían esperado demasiado tiempo antes de llamar a los servicios médicos. Todos lo lamentaron y esperaron mucho, hasta que llamaron a mi amiga, que también era suya porque la conocían de sus visitas al pueblo con la ambulancia. Mi amiga escuchó los comentarios de la sala de espera, donde estuvo siempre que la llamaron para una aclaración.-El doctor dice que está muy grave, que el veneno se ha extendido mucho, que los laboratorios trabajan sin descanso.
-No será suficiente, la bicha era muy mala y mordió hondo -dijo la curandera.
-Hacemos todo lo posible -dijo mi amiga.
La herida empeoró muy rápido, hinchándose hasta que el doctor pensó en amputar la pierna, pero llegó tarde y nada se pudo hacer. El más valiente languideció y entró en coma, mientras los médicos se esforzaban con sueros, con máquinas para limpiar la sangre, con procedimientos infalibles que fracasaban siempre. La curandera no se equivocó cuando les anticipó el luto, porque el más valiente aguantó cuanto pudo hasta que se orinó encima y se dejó llevar, y así lo vivió mi amiga, que lo lavó antes de amortajarlo para entregárselo a la familia, después de que el doctor asegurase que el final fue muy rápido y no sufrió nada. Cosas de la mala suerte, porque un poco antes y todo habría sido distinto, la medicina había avanzado mucho y casi todo tenía remedio. En fin, una desgracia muy grande.
Mi amiga regresaba al pueblo dos veces por semana, en la ambulancia. Un trabajo como cualquier otro, a veces triste pero también con momentos buenos. Del más valiente todavía se hablaba en la espera de la consulta, de su modo de domar potros y correr tras las mozas del pueblo, de cuando trabajaba infatigable con los aperos del campo y de su alegría en las fiestas, donde bailaba y bebía más que nadie. Mi amiga escuchaba con una sonrisa y asentía con amabilidad, pero se le empañaban los ojos cuando en las conversaciones surgía el más valiente, que aguantó cuanto pudo y murió como un hombre, sin un lamento, sin una queja.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
Una historia maravillosamente narrada, llevada con una soltura y una manera de mostrar realidades que me atrapo. Una agradable lectura. Felicitaciones por tu narrativa. Un saludo.
ResponderEliminarUn buen relato. Concuerdo con Mirta.Es ameno e interesante. Un saludo.
ResponderEliminarGracias Mirta y Lumy
ResponderEliminarTriste y con pinceladas de melancolía. Podría un giro dar aún, más no lo harás. Gran historia "Del más Valiente". Saludos Blas.
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