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jueves, 15 de enero de 2015

Kalhat VIII

- VIII -

Llegaron tres hombres a caballo. Tres hombres que sostuvieron una entrevista con Elm y partieron en cuanto sus monturas se recobraron de las fatigas del camino. Volvieron unos días después, junto a otros hombres que también llegaron precedidos por el relinchar de sus cabalgaduras. Unos vinieron en corceles enjaezados con el boato de la magnificencia y otros en pollinos tan escuálidos que apenas sostenían el peso de sus jinetes. Pronto se esparcieron por las calles de Kalhat como una marea de provocación y violencia.

La primera disputa llegó por el querer de una mujer. Tras unas palabras donde brillaron los insultos, las divergencias se solventaron en mitad de la calle. Nadie intervino ni a favor ni en contra de los contendientes, la pugna transcurrió en un ámbito casi privado, entre dos hombres y unos pocos espectadores que velaban por que se respetasen las pautas del honor. No importa cual fue el desenlace del duelo, apenas una semana después, el cadáver de nuestro vecino aparecía degollado en el mismo escenario de la disputa. Nadie dudó de quién era el responsable del crimen. Se exigió el castigo del culpable y, ante la desgana con que se atendieron nuestras súplicas, se nombró una comisión que se entrevistaría con Elm en demanda de justicia.

Siete miembros de Consejo, varones de reconocida probidad, exigieron a Elm que se respetaran las leyes de Kalhat.

―Ya habéis expuesto vuestras razones. La noble lid, según las normas sagradas, el acatamiento de un resultado que salvaguarde todos los honores y el regreso de la mujer a la custodia de su padre ―concedió Elm, mientras se acariciaba la cabeza en un gesto que parecía estudiado para acompañar la solemnidad de sus decisiones―. Ahora, os anticiparé el futuro. Mañana os azotarán en la plaza y después se os encerrará en una jaula hasta que solo quede de vosotros un montón de huesos.

A los habitantes de Kalhat se nos obligó a presenciar el castigo de aquellos siete ancianos. Es dificil comprender ahora porque nadie alzó su protesta ante lo desproporcionado y criminal de la sentencia. Quizás la rapidez con que acontencieron los hechos y la sorpresa puedan explicar nuestra pasividad. En nuestro descargo cabe argumentar la férrea vigilancia de los hombres de Elm, siempre bajo la disciplina impuesta por Uk, que había reclutado una corte de delatores para mejorar la seguridad de su señor. La sentencia se cumplió en una plaza. Recuerdo el restallido del látigo, los gritos de los condenados y las risas de Elm, que parecía disfrutar con el espectáculo del dolor. Al principio eran gritos vigorosos, como correspondía proferir a unos cuerpos donde aún rebosaba la vida. Después fueron apagados, apenas suspiros y estremecimientos que se repetían a cada golpe del verdugo. Concluido el castigo, los soldados introdujeron a las víctimas en la jaula que descansaba sobre una plataforma improvisada en mitad de la plaza. Elm parecía satisfecho cuando se retiró en compañía de su guardia. Una decena de lanceros custodiarían aquel lugar mientras los gusanos y las aves completaban la profecía de Elm.

Erigido en general y lugarteniente de Elm en el curso de una noche de licores, Uk arrestó a los miembros del Consejo que habían sobrevivido a la primera purga. Se les acusaba de traición y, sin más dilaciones, comparecieron ante el hacha del verdugo. Después, ya desembarazado de cuantos podían ensombrecer su autoridad, Elm dispuso que se reprimiese a los sediciosos con la máxima dureza. Fue el pretexto utilizado por Uk y sus mercenarios. Primero en la impunidad de la madrugada, cuando se escuchaba el relinchar de los caballos y cualquiera que hubiera destacado por su valentía era arrancado del lecho y ejecutado en mitad de la calle. El mismo Uk se ocupaba en darle muerte con una diestra maniobra del cuchillo o atravesando su pecho con una lanza, pero a veces, ya porque el infortunado le suscitara algún rencor o porque sintiera revitalizados sus instintos animales, posponía su eficacia y se inclinaba por estrangular al presunto sedicioso. Nunca ocultó que le complaciese sentir cómo se apagaba el pulso de su víctima, ni que le fascinara la mirada que se detiene ante las brumas postreras, o que en cada espasmo de la agonía encontrase un placer superior a otros deleites terrenales. Varias rebeliones se alzaron contra la opresión y varias rebeliones fueron extinguidas por los sicarios del déspota. En la intimidad de un cuarto reservado o entre el alboroto de cualquier festejo, Uk desenvainaba la espada y los soldados arremetían contra quienes despertaban la sospecha de su general.

La primera etapa del terror concluyó tan rápido como se había iniciado. Uk descansaba bajo un toldaje de campaña cuando descubrió que lo observaban desde las penumbra de una vivienda. Inmediatamente se detuvo al culpable.

―Me has mirado mal ―declaró Uk irguendo su cuerpo encorvado mientras esbozaba una mueca que descubría las singulares aristas de su dentadura.

El acusado balbuceó una excusa, pero Uk fue implacable en su veredicto. Desenvainó el cuchillo y pareció que se disponía a segar la vida del curioso. Pero no ejecutó la pena máxima, se inclinó por otro castigo menos cruel. Aproximó el cuchillo al rostro del condenado, y, con un rápido movimiento, le vació el ojo derecho.

―Esto te enseñará a mirarme mejor ―y los soldados festejaron la brutalidad de su general.

Desde ese mismo instante, Uk, halagado por las adulaciones de sus hombres, consideró que el escarnio y la burla eran aún más dulces que la muerte. Aumentaron los atropellos, las vejaciones y el exceso de cualquier índole, pero procurando que la víctima conservase su último aliento. No era extraño encontrar cuerpos tendidos en mitad de la calle o descubrir que alguien se arrastraba en la umbría de un portal.

Tras la embocadura de cualquier ronda, en la demora de una encrucijada o entre las revueltas de un pasaje, se escuchaba un estrépito de caballos y los soldados del Uk se disponían a torturar a un inocente. Se multiplicaron los ancianos heridos, las jóvenes afrentadas por el acoso de los caballos y los hombres sometidos al furor de los jinetes. Se castigaba con dureza la cobardía de las víctimas, y aún con más dureza se castigaba el valor de quién se resistía a implorar la piedad de aquellos desalmados. Aún aletea en mi memoria el ejemplo de dos hermanos que sufrieron el castigo con la entereza que siempre había caracterizado a su familia. No sé cual fue el motivo de la detención, probablemente algún pretexto imaginado por Uk, pero me consta que cada hermano soportó su dolor sin pronunciar una súplica que alegrase el rostro de sus torturadores.

En cuanto a Adsler y a mí, confieso que fue muy sencillo eludir las acometidas de los soldados, porque el instinto del lobo nos advertía con tiempo suficiente para encontrar un refugio. Pronto descubrimos que ningún peligro amenazaba nuestras vidas. Solo dos veces nos encontramos Adsler y yo ante los hombres de Uk. La primera fue en el centro de una plaza. Escuchamos un galope que se acercaba por varias calles al unísono y los jinetes nos rodearon antes de que encontrásemos un escondite. Un soldado desenvainó la espada e intentó abalanzarse sobre Adsler. Supongo que mi captura era una hazaña que carecía de interés ante la perspectiva de doblegar a un hombre ya maduro y curtido en la adversidad. Se desbocó el caballo del soldado y el caballo del segundo soldado que se aproximó a mi maestro. Posé la mano sobre una de las monturas y al instante el animal huyó como azuzado por la espuela. Nos rodeó un caos de bestias que reconocían en nosotros al lobo.

El siguiente encuentro con los mercenarios de Elm sirvió para corroborar aquella revelación. Fue entre las sombras de una calleja descolorida, y aunque hubiésemos podido ocultarnos, preferimos aguardar la llegada de los jinetes. Uk cabalgaba entre sus hombres. Apenas acertó a contener su montura mientras escapábamos entre un laberinto de caballos sin dueño. Reconozco que me complací en la proximidad de los soldados y me demoré un instante, contradiciendo los deseos de mi maestro, para constatar que las cabalgaduras se resistían a embocarse por donde transitaba el espíritu de licántropo, y para sentir cómo el sudor de las bestias se había impregnado con los efluvios del miedo. Después cesaba en mi demora y permitía que las huestes del tirano se internasen en una calle desierta.

Inesperadamente, una caravana rompió el aislamiento de Kalhat y nos asaltó un vendaval de rufianes y meretrices que llegaban para vender alegría a quien se acompañase de una bolsa generosa. Acamparon en un horizonte próximo a donde se habían alzado las chabolas de los mercenarios, y proclamaron su llegada con un festejo que despertó las pasiones de aquellos hombres perseguidos por la soledad. Una semana después nos sorprendía la llegada de otra caravana. También de bueyes famélicos que arrastraban los carromatos y parecía que se derrumbaran a cada paso, también de gentes que venían de confines remotos. Hasta que un tropel de indeseables se adueñó de nuestras vidas y Kalhat se convirtió en escenario de los pecados del mundo. Abundaban los tahúres que perseguían la renta del juego, los mercaderes que embaucaban a los curiosos con su charlatanería de salón, los prestidigitadores que a la velocidad de la centella esquilmaban la fortuna de cualquier alma cándida, y otro sinfín de especímenes más o menos partidarios de la vida regalada. Además, cada noche se nos obsequiaba con un espectáculo de meretrices que exhibían su desnudez para regocijo y codicia de posibles clientes.

¿Qué puedo alegar en mi defensa? ¿Cómo podía sustraerme al reclamo del placer? Los hombres de Elm, atemperados por la satisfacción del deseo, habían reemplazado sus diversiones criminales por esas otras diversiones que les ofrecían los profesionales del entretenimiento, y yo, que me inflamaba entonces con el ardor de la juventud, me arropé con la excusa de la mayoría y casi inmediatamente me convertí en asiduo a las mesas de juego. Era fácil deambular entre ingenuos y tramposos sin despertar suspicacias. También admito que me subyugaba la danza de las meretrices y me detenía en los alrededores de cualquier hoguera donde una de aquellas diosas mostraba la belleza de su cuerpo. Se distraían mis pupilas en los senos que se remataban con un fruto rosado y suculento, en el vientre que se mecía al compás de la música o en el pubis que a veces se desplegaba para sus admiradores como una invitación a la felicidad. Y mi mirada era como una caricia o un beso lánguido que se depositara sobre el objeto del amor. En el vértigo de los senos, el ascenso de las nalgas o el milagro de la maternidad. Sentía que me dominaba el frenesí de la lujuria y pronto no buscaría esa hembra por que suspiraba en la intimidad de mi alcoba, sino a esa otra mujer, no tan hermosa y codiciada, quizás no tan dulce y etérea, pero que se encontraba a mi lado en el momento preciso y sabía confiarme unas palabras que cantaban el dónde y cómo se satisfaría mi deseo.

Hasta que llegó la lluvia roja. Un incendiarse del poniente, un resonar de las tormentas y sobre Kalhat cayó una agua espesa y sucia. A cada gota le sucedía la mancha de barro que remitía los colores al ocre y posaba un sedimento de tristeza. Un estruendo monótono en los tejados, la desventura de una ciudad sin color, susurros en el corazón de las gentes. Cesó la danza de las meretrices, cesó el parloteo de los vendedores de nada y cesó la fortuna de los tramposos. Solo aquella monotonía sin sentido y el presentimiento de que una nueva calamidad amenazaba nuestras vidas. Rostros que se guarecían bajo el cobijo de una manta, rostros que inspeccionaban las figuras del lodo, rostros que atendían al deslizarse de las aguas. Recuerdo el silencio de Adsler mientras se abstraía en la contemplación de la lluvia. El tiempo se deslizaba lentamente, empañado con el velo del tedio, e incluso las obligaciones cotidianas eran un motivo de hastío. Si preparaba el desayuno, si encendía el hornillo de la chimenea, si adecentaba la alcoba sentía que mi ánimo se derrumbaba como el promontorio de arena enfrentado al aliento del huracán. Así un día y otro, la misma pesadumbre, el mismo sopor, la misma indiferencia. Lluvia roja que entristecía las montañas y los valles, lluvia roja que eclipsaba la esperanza y sumergía el mundo en amargura.

Aunque remitió el tedio de la lluvia roja, nos equivocamos al suponer que habían concluido nuestras desdichas. En algún lugar, quizás en una alameda o en el patio de una vivienda, un animal quedó atrapado por el barro rojo. Murió el animal, como tantos otros animales que sucumbieron entre el barro, y su cuerpo se descompuso en un enjambre de gusanos. Atendiendo a razones misteriosas, los fluidos de la corrupción no se degradaron según los senderos habituales de la muerte. Quizás alcanzasen un cauce de aguas vivas o encontraran la libertad en manos de un niño o un loco. Una familia enfermó en el declinar de la tarde, y en los sucesivos días cinco cadáveres esperaron en su ataúd. Se multiplicaron las defunciones y Kalhat se convirtió en un cementerio donde las fosas comunes reemplazaron a los túmulos solitarios. Los muertos se enterraban sin más garantías de salubridad que un poco de cal para garantizar la pulcritud de la sepultura. En las calles, las gentes se derrumbaban fulminadas por el mal y allí expiraban, sin que nadie se atreviese a intervenir en su auxilio. Si los primeros síntomas, la aparición de la pústulas y la tristeza de la piel, aparecía en el interior de una vivienda, se sellaban puertas y ventanas, se repetían los ensalmos, se aplicaban las tinturas y se hervían las infusiones recomendadas por las mejores curanderas. Era inútil, después perecerían los vecinos de las viviendas contiguas y de las siguientes viviendas, hasta que la pureza del fuego atajara el avance de la enfermedad. Ningún remedio era efectivo, ninguna precaución era válida.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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