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viernes, 13 de diciembre de 2013

Asesinas

A los que no son como ellos


Las creó un niño, hijo de un herrero que guardaba los aperos de su oficio en un techado del patio. Encontró un ramal, no demasiado largo, de alambre de espino y, bien provisto de guantes protectores, se entretuvo en aplastar a golpe de martillo cada una de sus púas. No contento con esta exhibición de talento, se entretuvo en afilar las espinas aplastadas, hasta que las convirtió en toscas cuchillas. Enseñó la obra a su padre, que lo reprendió por su ingenio y ocultó aquel peligro entre otros muchos enseres del taller.

Vinieron malos tiempos y el herrero pensó en vender lo inservible. Un taladro de manivela que para nada valía, tres bancos del trabajo, el yunque y su peana, que requirieron tres hombres para su traslado, y un sinfín de minucias que sumaron una buena propina. Se cerraba el trato cuando el vecino resbaló y puso la mano donde no debía. Gritó y se descubrió una profunda herida entre sus dedos. El herrero lo ayudó a curarse con desinfectante y unas gasas, y pronto no quedó más que limpiar el suelo. Regresaron al lugar de la herida y descubrieron el espino afilado. Lo tocaron con precaución, cuidándose de su fiereza. No supieron como llamarlo y le preguntaron el hombre a su creador. Después de pensarlo un instante, el hijo del herrero aseguró que se llamaban asesinas. El vecino abrió mucho los ojos, como si tuviera una idea, y dijo que se las llevaba, junto a lo escogido antes. Pagó al contado y todos quedaron contentos.

El vecino fue al taller del pueblo con el espino aplastado y pidió que le hicieran lo que necesitaba para proteger una finca de su propiedad, repitiendo y mejorando el patrón que traía de muestra. El operario del taller dijo que sí, que era fácil, que lo harían en poco tiempo, y el vecino cercó su finca con un perímetro de asesinas que pondría a salvo su ganado. Tres lobos aparecieron muertos en un mes, enredados en aquellas cuchillas carniceras. Otros ganaderos conocieron su éxito y buscaron su consejo para prevenirse de las alimañas. A todos les vendió las asesinas, que obraron su cometido y protegieron los rebaños. La comarca prosperó y encontró eco en otras tierras, que de repente se vieron divididas por un mosaico de alambradas que eran granjas, lindes de trashumancia, prados colgados de la montaña. Los lobos desaparecieron mientras la ganadería prosperaba y todo fueron congratulaciones por el progreso.

Ya era rico el vecino cuando aceptó una oferta por su invento y se liberó del trabajo para siempre. Una gran empresa internacional, con recursos y bien relacionada, había comprado todos los derechos sobre las asesinas, que se consideraban una idea por investigar, con buenas perspectivas en los grandes mercados. La empresa encomendó a sus ingenieros un prototipo revolucionario. Estudiaron el modelo básico y se maravillaron de la malignidad del invento. Supieron de su eficacia con las bestias y que se había implantado en otros lugares para proteger del asalto y el robo. Funcionaba bien y su mención disuadía a los merodeadores, así que los ingenieros completaron sus cálculos y concibieron un corte de bordes serrados y diáfanos en la proporción precisa para obrar el mayor daño. Tuvieron miedo de las nuevas cuchillas, que parecían extender el peligro a su alrededor, e incluyeron en el diseño las oportunas guardas para garantizar su seguridad. El esfuerzo mereció muchos elogios y la pertinente compensación económica. En el horizonte pronto se perfiló un nuevo desafío, mejorar una máquina gigantesca, para desbrozar la selva.

Los responsables de la gran empresa, conocida por su ingenio en el mundo de la guerra, probaron la eficacia del nuevo producto comercial en los latifundios remotos, en las reservas animales y en las instalaciones del ejército. Las asesinas mostraron una eficacia máxima en todos los escenarios. Se calcularon costes, se estimaron beneficios y aclamó la existencia de una novísima tecnología, de depurada eficacia disuasiva y exquisita delicadeza con la inocencia, que mantenía la definición de los espacios y otorgaba una cierta comodidad en la supervisión de los perímetros protegidos.

Otros países vislumbraron el ahorro de proteger sus fronteras con una línea de asesinas de tan probada eficacia que el fabricante las garantizaba de por vida y prometía una tasa de error despreciable. Los números acallaban las dudas y se adjuntaron gráficos clarificadores. También se exhibieron las intimidades tecnológicas de su afilado, que perseguía el corte hasta las dimensiones de la materia. Por aclaraciones de los especialistas, se supo que las asesinas perseguían mejorar el efecto disuasorio, al incluir su peso entre otros daños mayores. Los aplausos y beneplácito merecieron todo el esfuerzo publicitario.

El renombre de las asesinas se extendió rápidamente. Primero un tímido ensayo en una linde que siempre había tenido dos dueños. Unas breves obras, con la oportuna alevosía, y quedó certificada la posesión ante la ley. Entonces se pensó a lo grande. Un país, un continente completo se desgajaría de sus iguales para reclamar una identidad que le otorgaba privilegios largamente merecidos por su historia. No cupieron las protestas ante un territorio soberano, y las máquinas fabricaron asesinas para aislar un mundo mejor. Trenes de vagones imponentes llegaron a las fronteras y se trabajó al unísono en un mismo perímetro de segmentos quebrados, hasta que todas las partes se unieron y brilló un continuo de afiladas cuchillas.

Pronto murió un hombre que no se resignó a su suerte. Intentó saltar sobre las asesinas y resbaló entre sus dientes. No hubo piedad para su osadía y se desangró allí mismo, sin que nada se pudiera hacer para salvarlo de aquellos alambres encrespados. Nada se dijo por no alarmar, pero otras muchas heridas y el saber de más muertes corroboró la eficacia letal de las asesinas, cuya sola mención espantaba a cuantos habían pensado en aventurarse al salto y mejorar su fortuna. La lenta migración que siempre había salvado las fronteras se contuvo ante un impedimento mayor. Las gentes se agolparon al otro lado, buscando una debilidad, ansiosos por burlar las defensas, pero las asesinas se mostraron implacables. Una noche, la avalancha fue tal que amanecieron empapadas en sangre, retorcidas por una carnicería de cuerpos que habían encontrado remate a todas sus desdichas.

Cayó una madre al saltar con su bebé atado a la espalda, y murieron muy enredados en las asesinas, pero los médicos dijeron que si bien era cierto que las cuchillas cortaban el hueso, esa no había sido la causa de la desgracia, y que sólo cabía atribuir la tragedia a la temeridad suicida de la mujer y a la extrema debilidad de su pasajero, tan desnutrido y triste que apenas sobrevivió a la caída. Se fue con un suspiro y un lento escapar de la vida, y al final el pobre inocente se apagó para siempre. Lo enterraron con muchos honores y se buscó a sus parientes para ofrecerles una compensación, pero no se encontró a nadie y hubo que desistir de la búsqueda.

Algunas voces se alzaron para clamar por la fraternidad humana, pero se les acalló con el argumento del peligro de las migraciones descontroladas, la expansión de enfermedades ya vencidas en el mundo mejor, y el carácter puntual de un incidente en cuya prevención se trabajaba con ahínco. Se sucedieron los debates, las tertulias, las conversaciones en foros ilustrados y profanos. Los políticos consideraron oportuno adherirse a la opinión de sus colegas extranjeros, y se manifestaron sobre la necesidad de mantener los tratados internacionales. Mucho se discutió sobre la conveniencia de acatar estos tratados, pero la dificultad para eludirlos era de una complejidad inabarcable. Los expertos trabajaron durante meses, hasta que se alumbró que todo se mantuviera en suspenso mientras se adoptaba una determinación. Entretanto habría de mantenerse la utilidad de los elementos disuasorios, para lo que se dispuso que un batallón de afiladores repasara el mordiente de las defensas, como se especificaba en el contrato de mantenimiento.

Al otro lado, las orillas del sur se poblaban de gentes enfrentadas al destino, hombres anónimos que llegaban en mareas incontenibles y esperaban su oportunidad. Muchos intentaron el salto y fue un horror de carnes rasgadas y gritos en la noche, pero el silencio guarda sus propios secretos y nada se supo a la luz del día, donde todo permaneció igual mientras el interés derivaba hacia otros aspectos más vivos de la actualidad. Solo las gentes de la frontera supieron de la vida al otro lado, de los fuegos para cocinar en sigilo, de los humos y olores cuando las primeras sombras disimulaban los asentamientos, de la febril actividad que se adueñaba de las colinas próximas y los campos de cultivo, con las hileras de puntos que descendían ladera abajo o se encaminaban hacia donde vencer a las asesinas se suponía más fácil. Nadie encontró una ventaja y a todos castigó la derrota. Algunos dicen que la frontera huele a desesperación y a sangre, que en el viento se escucha el silbido de mil agonías y que las cuchillas brillan como una invitación a escapar de la miseria, a vivir en otro mundo. Ellas aguardan bajo las estrellas, para rasgar las ilusiones y la carne, para matar la esperanza y alimentarse de la locura de sus víctimas, que acechan entre las sombras, más allá de la frontera, muy cerca de la muerte.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

4 comentarios:

  1. Leo tus historio embelesada (sobre todo a la noche, antes de dormir).
    Gracias, la magia continúa... ;)

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  2. Disculpa es... "tus historias". Por cierto ¡me encantan!

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  3. Disculpa es... "tus historias". Por cierto ¡me encantan!

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  4. Leo tus historio embelesada (sobre todo a la noche, antes de dormir).
    Gracias, la magia continúa... ;)

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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).