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viernes, 5 de julio de 2013

Chocolatinas en tercera

Para Ángeles y Natividad, que me ayudan a corregir mis errores. (Mi agradecimiento a Escultura Pública. Natividad no tiene lugar conocido, es un alma libre).


De repente, se abrieron las montañas y me encontré frente al mar. Mi padre señaló a la distancia y sonrió con un gesto entre amargo y complacido. También era la primera vez que veía el mar. Se ajustó las lentes y perdió la mirada en el horizonte. Yo sentí la emoción de mi padre y sentí que una emoción marinera surgía en mi ánimo. Me impresionaba la amplitud de un horizonte sin relieves y la confusión de las tonalidades celestes que se precipitaban hacia las aguas. Para mis ojos, el asombro aún era un fenómeno que se repetía con una infinidad de matices ¿No habían sido acaso, pocas horas antes, igualmente asombrosas las colecciones de mariposas del primo Mario? ¿O acaso la estación del ferrocarril no me había sorprendido con la llegada de las locomotoras, que gritaban y gemían desde la distancia? La vastedad de las llanuras y la belleza de las montañas durante el viaje, también me habían despertado la misma sensación de plenitud.

Nos alumbraron las últimas horas del atardecer mientras el tren serpenteaba entre un desierto de dunas fosilizadas. El horizonte se había inflamado con el fuego del poniente y las gaviotas revoloteaban en busca de un festín con que saciar el hambre. Los pueblos de los pescadores, con sus chabolas de madera y paja, las ensenadas de oleajes inquietantes y los bajíos donde los sifones alzaban el mar hacia los cielos, nos habían mantenido la mayor parte de la tarde extasiados ante la belleza de aquellas riberas desconocidas. La puerta del compartimento se abrió para permitir el paso de un hombre pulcramente aliñado con las modas de la época.

―Buenas tardes. Mi nombre es Anselmo Fuentes Galiana. Si ustedes no tienen inconveniente...

―¡Faltaría más! ¡Acomódese usted! ―se apresuró a responder mi padre―. Mi hijo y yo nos dirigimos hacia Cartagena, desde una pequeña aldea de la provincia de Jaén, aunque tuvimos que firmar unos documentos en Almería.

―Buena tierra la de Jaén. La he visitado en algunas ocasiones, mi trabajo me obliga a viajar continuamente.

―Un paisaje de sol y de olivos. Tenemos allí una parcela que ofrece cuanto necesitamos para subsistir.

―Un trabajo difícil el del campesino. Tuvieron tormentas en mayo.

―Tormentas y disgustos en algunas poblaciones cercanas a la nuestra. El granizo es mal amigo del labriego. Demasiadas cosechas perdidas, demasiados hombres arruinados.

―No comprendo cómo no buscan ustedes alguna cobertura para las catástrofes naturales ¿Por qué el estado no les ayuda frente a estas contingencias?

―¿Qué quiere usted que le diga? A mi nunca me ayudó nadie. O quizá sí. Cuando tendieron un ramal del ferrocarril que pasaba por el pueblo, nos unimos en una cooperativa. Los años de buena cosecha vendemos a las poblaciones vecinas. Ahora viajo por cuenta de la cooperativa, para negociar con Abastos de Cartagena. Don Antonio Giralta, no sé si lo conoce usted, me recibirá el lunes por la mañana.

―No, creo que no he tenido el placer.

Durante unos minutos perdí el sentido de la conversación entre mi padre y don Anselmo. Las evoluciones de los pesqueros requerían todo mi interés. Barcos que navegaban en el horizonte y que se estremecían con el vaivén de las olas, y barcos que costeaban a tan escasa distancia de las playas que incluso se distinguía el ir y venir de la tripulación sobre la cubierta. La superficie marina apenas se ondulaba con una marejada suave, pero mi desconocimiento y el claroscuro de las sombras que proyectaban algunas nubes, magnificaba ante mis ojos el peligro que corrían aquellos navegantes y convertía la rutina del pescador en una inagotable fuente de aventuras. Mis oídos, estimulados por el brillo de la fantasía, escuchaban el fragor de las rompientes, el murmullo de los motores de las embarcaciones. La conversación entre mi padre y don Anselmo se apagaba con el monótono sonsonete de las ruedas del tren. Inesperadamente, la conversación se revistió con los matices de una confidencia.

―Si señor, representante de chocolates, para servirle a Dios y a usted ―aseguraba don Anselmo.

―Alguna vez he probado el sucedáneo ¿Qué quiere usted que le diga? Me parece apropiado como golosina para la juventud.

―¡El sucedáneo no es nada! ¡Achicorias y vainillas! ¿Acaso puede compararse una litografía de las montañas con la sensación que la benevolencia de los aires alpinos produce en nuestro ánimo? ¡No amigo mío! ¡Sin cacao no es posible el chocolate!

―¡El cacao! ¡He oído hablar de esa fruta! ―respondió mi padre sin disimular su interés.

―¡El cacao no es exactamente una fruta! ¡El cacao es una excelencia de ultramar! ¡Incluso se le atribuyen propiedades curativas! ―y la voz de don Anselmo adoptó un matiz de complicidad―. Precisamente aquí guardo unas muestras de chocolate que mis superiores me han proporcionado como evidencia para convencer a los clientes escépticos.

Don Anselmo abrió su maletín y una suculenta variedad de envoltorios apareció ante nuestros ojos. Azules para los chocolates puros, amarillos para los que aclaraban el espesor del cacao con la blancura de la leche, verdes, ocres y ambarinos para los que embutían un relleno de almendra, nuez o avellana. Celofanes y encerados que ocultaban la naturaleza de aquellas ambrosías.

―¡Tomen ustedes una chocolatina! ―sugirió don Anselmo mientras nos tendía la maleta y yo tomaba una chocolatina envuelta en celofán ocre. Sentí una extraña emoción. El rumor de las vías me pareció más intenso.

―¿Observan ustedes esas dos bolsas? ―preguntó don Anselmo―. Contienen hielo. Los veranos del sureste son demasiado sofocantes para las chocolatinas. Disculpen ustedes que cierre la maleta tan pronto. Es una maleta especial, porque tiene una doble cubierta de material aislante. Los entendidos aún no tienen nombre para este adelanto de la ciencia ¡Impedirá que se derritan los chocolates!

Mientras mi padre y don Anselmo comentaban las virtudes del producto sin nombre, yo desenvolvía los celofanes y los papeles encerados que protegían la chocolatina. Descubrí un lingote de cacao que se salpicaba con algunas rugosidades blanquecinas. Don Anselmo me explicó que aquellas islas que rompían la uniformidad de la chocolatina eran exclusivamente atribuibles a los fragmentos de almendra que el cacao disimulaba en su interior. En ese preciso instante llamaron a la puerta del compartimento.

El revisor deseaba los justificantes de nuestra presencia. Era un hombre muy alto, más que mi padre y que don Anselmo. Un elegante bigote, atusado según los cánones de la gente elegante, y el uniforme azul, con una hilera de botonaduras doradas, le conferían una aureola de distinción que lo alzaba más allá del común de los mortales.

―Sus billetes, por favor ―nos rogó con la amabilidad de quien siempre repite la misma fórmula de cortesía―. Tres chasquidos de una pequeña taladradora y nuestra presencia en el tren quedó finalmente legalizada.

―Buenas noches señores ―y el revisor salió de nuestro compartimento sin que su presencia apenas hubiese supuesto una pequeña interrupción en las disquisiciones de mi padre y don Anselmo sobre la naturaleza de aquel producto sin nombre.

Regresé a mi embelesamiento con la chocolatina. El calor me pareció sofocante. Como si la brisa de la hondonada por donde ahora serpenteaba el ferrocarril se espesara con las calinas del mar. Corté un fragmento de chocolate con los dedos y me lo introduje cuidadosamente en la boca. Durante los primeros instantes no sentí nada. Una sensación terrosa, pero ninguno de los placeres que auguraban los anuncios publicitarios de las revistas. Después, según mi sentido del gusto aprendía a identificar aquel sabor extraordinario, me asaltaba una plenitud que parecía emerger de entre los pliegues de mi boca y extenderse hacia todos los rincones de mi ser. Mi deseo por saborear aquel elixir alcanzó proporciones desmesuradas. Ávidamente, engullí el resto de la chocolatina y me concentré en la efervescencia que inundaba mis sentidos. Pronto solo quedó una suave dulzura.

El tren se había detenido. Desde el pasillo, el revisor anunciaba que, por reparaciones en la vía, nos demoraríamos durante unos minutos. Mi padre y don Anselmo decidieron bajar a caminar para desentumecer las piernas, yo permanecería en el compartimento. Pronto me encontré solo. El sabor del chocolate todavía inundaba mi paladar. Me asomé a la ventanilla y durante unos instantes contemplé la lejanía marina. Después me apliqué en desentrañar la utilidad de las gigantescas máquinas que corrían tras una ondulación del terreno. Transportaban unos rieles que discurrían paralelamente a la vía y sin duda se empleaban para aproximar los materiales hasta donde se distinguía a los obreros. Una multitud de figuras se agitaban en la distancia. Imaginé a un centenar de hombres que obedecían las ordenes del capataz. De cuando en cuando, una de aquellas máquinas se acercaba hacia los obreros y se demoraba en alguna tarea misteriosa. Me pareció escuchar el percutir de los martinetes y el chirrido de las cabrias.

El dulzor del cacao se desvanecía entre mis labios. Miré hacia el interior del compartimento y mis ojos encontraron la maleta de don Anselmo. No estaba cerrada con llave. Sentí que una tentación se deslizaba entre la brisa del mar. No, no debía. Pero la maleta continuaba allí, con un centenar de aquellos preciosos lingotes de cacao en su interior. Nadie me descubriría si tomaba una chocolatinas más. Deseé que regresase don Anselmo. Bastaría con una leve insinuación y don Anselmo comprendería mi debilidad. Abrí la maleta y me entretuve en contemplar las chocolatinas. Sólo para aspirar su aroma. Si regresaba mi padre o don Anselmo, siempre podría alegar que observaba el doble forro del aislante sin nombre. Era una excusa absurda, pero serviría para eximirme de culpa.

Regresé a la ventanilla e intenté encontrar a mi padre y don Anselmo entre las sinuosidades del paisaje. Numerosos viajeros habían descendido de los vagones y aguardaban a que el tren reemprendiera su viaje. La locomotora apenas humeaba. Supuse que la espera se prolongaría durante algunos minutos. Por fin, en las proximidades de un grupo de árboles, me pareció que mi padre y don Anselmo discutían animadamente. El calor era aún más espeso, como si el declive de la tarde acentuase la desazón del verano. El sudor me empapaba cuando abrí la maleta. Emoción, temor, impaciencia y también arrepentimiento. La brusquedad de mis manos esparció unas chocolatinas por el suelo del vagón. Me entretuve en reintegrarlas a la maleta. Tomé dos chocolatinas de almendra, otras dos de vainilla y una de avellana. Es difícil asegurar cuantas chocolatinas saboreé aquella tarde ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte? Imposible atribuir un número a mi falta.

Recuerdo que el paisaje marino, el murmullo de las gentes que paseaban tras la ventana e incluso el compartimento, con sus ceniceros dorados, sus asientos de madera y sus portaequipajes metálicos, se eclipsaron ante el placer que enturbiaba mis sentidos. Era como una locura que me incitase a despreciar el peligro. Me constaba que el tren continuaba estacionado en la vía, pero un estruendo de rieles desbocados retumbaba en mis oídos. No sé cuanto tiempo permanecí sumido en aquel éxtasis. Me despertó un silbido de la locomotora. El calor era sofocante y ante mí se desplegaba la desolación de un paisaje árido. Un número impredecible de celofanes y papeles encerados se esparcían por el suelo. El interior de la maleta de don Anselmo se había convertido en un fangal de cacaos revueltos. Mis vestiduras manchadas, el asiento salpicado con el barro del chocolate, las paredes con algunas huellas que encajaban perfectamente con la sombra de mis manos. El tren continuaba parado en la vía, pero el alboroto de los raíles aún resonaba en mis oídos. Mi padre y don Anselmo regresarían muy pronto.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

5 comentarios:

  1. Ya es la segunda vez que leo este texto, y me sigue impresionando la capacidad descriptiva. Muy ami pesar, siento decirte que el motivo del comentario es avisarte de que el enlace a Escritura Pública no lleva a ningún sitio en realidad. Seguro que muchos nos estamos perdiendo algo interesante. ;)

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  2. Muchas gracias Chico que Escribe. Ya te conozco por tu blog. Me gustó y mucho. Volveré, no lo dudes. Revisaré tu apreciación. Gracias.

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  3. Maravillosa historia, la imaginación es tan real al leer. Muchas gracias, ¡¡Eres mágico!!

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  4. He salivado como una niña al leer tu relato. Me ha gustado mucho, casi tanto como el chocolate. Nos vemos por el taller.

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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).