- XVI -
Me despertó la voz de mi maestro, que conversaba con un desconocido. Intenté levantarme del lecho, pero un vértigo desfavorable me devolvió al cobijo de las sábanas. Permanecí atento a las palabras de Adsler, que reconocía ultimados los preparativos para la defensa de Kalhat, hasta que el desconocido formuló una pregunta que no alcancé a comprender. Descubrí resonancias familiares en su voz, pero no acerté a desvelar la identidad del visitante. Tras una pausa, Adsler manifestó su preocupación por mi salud, y me supe vencido por un desvanecimiento que hacía dudar de mi supervivencia.
―Es demasiado joven. La fiebre del lobo arrastraría la mente de un hombre hasta la locura. El caso de un licántropo es distinto. Pero, aún así, una conciencia sin la oportuna formación sucumbiría a la llamada de la Reina de los hielos.
―Sobrevivirá. Es fuerte ―y de nuevo la voz del desconocido me trajo ecos familiares.
―Debí prevenirle contra lo que podía encontrar en su alma, pero me distrajo la luna. El mismo azar de los sueños nos condujo hasta los límites del hielo. No advertí que nos envolvían las tenebrosas fuerzas del silencio.
―Nada puedes hacer para sanar las enfermedades del alma. Ahora debes consagrarte al futuro de Kalhat.
―Lo sé. También su vida es insignificante. Como la tuya o la mía. Aún así, debería haber sido más prudente.
Escuché un tintineo conocido, pero no identifiqué su origen. Después se adueñó de mí un intenso sopor y de nuevo me adentré en la inconsciencia. Comprendí que se había iniciado mi restablecimiento. Lo supe por la naturaleza plácida y sensual de mis sueños, distintos a los sueños de oscuridad que me habían envuelto antes, tan densos que su evocación aún me arrastra al delirio.
Un olor a pan caliente y leche hervida llegó hasta mi alcoba. Junto al fuego, dos hombres convesaban en voz baja. Uno era Adsler, el otro, el desconocido, ya no cabía duda sobre su identidad, era Zhor. Sobreponiéndome a la fatiga, abandoné mi convalecencia y anduve hasta la puerta de la alcoba. Aunque sentía los miembros entumecidos, una leve desazón me anunció que el vigor regresaba a mi cuerpo. Para el restablecimiento se me exigiría la mansedumbre de una vida ordenada y algún paseo por el bosque.
―¡Felicidad para quien se abraza a la vida! ¿Conoces a nuestro visitante? ―Adsler señaló a Zhor, que se inclinaba sobre el hogar del fuego. Le he ofrecido su propia hospitalidad, que tan mansamente hemos usurpado.
―Bienvenido a la compañía de tus amigos. Confío en que te hayas repuesto de las fatigas de la fiebre.
Zhor me pareció cansado. Pero no con un cansancio físico, porque Zhor apenas sufría con la aspereza de los caminos o la vigilia bajo el cielo de la noche, sino con ese cansancio que nace del pesar y la pérdida de esperanzas.
―Tu restablecimiento es una sorpresa anhelada. Nuestro amigo me ha informado de tus progresos ―añadió refiriéndose a Adsler.
―Temo que mis progresos obedezcan más al deseo que a la realidad ―respondí al halago de Zhor.
―Tiempo habrá de felicitaciones y parabienes, para compartir los paisajes lejanos y glosar la destreza del cazador ―interrumpió Adsler―. Añadiré que durante casi una semana he albergado serias preocupaciones por tu vida. La fiebre del lobo, lo sé por tus alucinaciones, te llevó muy lejos, hasta el mismo Bosque de Piedra, donde perdí tu sombra entre las nieblas. Nadie llegó tan lejos en un sueño, demuestra ahora que ya has recobrado la lucidez y colabora en tu mejoría ―y con esta suave reprimenda, mi maestro me instó a que los acompañase en el desayuno.
Estudié el semblante de Zhor. Su barba era de varios días, los surcos de su rostro me parecieron resaltados por la fatiga. Desprendía una impresión extraña, se me antojó una sombra de tristeza. También encontré algunas canas entre su cabello y comprendí que el fracaso se había convertido en vejez. Atemperada y casi imperceptible, como corresponde a un hombre todavía joven, pero vejez al fin, que anunciaba el inexorable avance hacia la decadencia.
Absorto en estos y otros pensamientos, me entretuve hasta bien concluido el desayuno. Después me demoré en tareas domésticas que nada aportarían a la historia de Kalhat, hasta que Zhor, sin duda sorprendido por mi desinterés, inició el relato de sus aventuras.
―Observó que has aprendido de tu maestro las argucias de la prudencia y la mesura ―comentó Zhor―. Pero también supongo, vosotros no sois demasiado diferentes del resto de los hombres, que te consume la impaciencia por conocer los pormenores de mi viaje.
Esbocé una sonrisa que confirmaba las suposiciones de Zhor. Me había esforzado por no parecer demasiado ávido de noticias, y con mi esfuerzo había conseguido que él tomase la iniciativa en sus confidencias.
―El fracaso es la única conclusión posible. De lo contrario habría regresado con la cabeza de nuestra enemiga. Un hombre se debe a sus juramentos, y solo por eso he permitido que mi vida se oscurezca en compañía de la derrota.
―Te consta que era una empresa descabellada ―interrumpió mi maestro―. Yo mismo advertí que ningún hombre podría concluirla con éxito. Si te incité a la aventura fue porque tenía una ilusión de victoria, no para comprometerte en lo imposible. ¡No te avergüences que haber rozado la piel de la Reina Negra y vivir para referirnos tu hazaña!
―No insistiré en mis desdichas. En compañía de tu maestro ―añadió dirigiéndose hacia mí y contando con el asentimiento de Adsler―, y no sin dificultades, remontamos las colinas de Ashengold, cuyo suelo, ignoro hasta que punto conoces aquellos parajes, se oculta en esta época de año bajo un enjambre de hierbas venenosas. Atravesamos después las selvas de Frum y Dalheil, y pernoctamos en asentamientos de pastores cuya localización varía según el albedrío de los animales. Aceptamos la hospitalidad de los pobladores del camino, y en cada aldea nos atuvimos a los modos y costumbres de sus habitantes. Bebimos leche con los Kroll y sangre con los hombres que viven más allá de Is. Después iniciamos un rodeo para eludir el paso por Oa, porque sus lamias nos hubieran demorado más de lo razonable para nuestra causa, y atravesamos un sinfín de aldeas que jalonaron nuestra travesía por aquellos inquietantes parajes. Eran aldeas extrañas, de nieblas y humos que se fundían en el crepúsculo. Algunas engrandecidas por una tradición de gloria y esplendor, otras apenas esbozadas junto a la ribera de un río o de un lago que procuraban la riqueza de sus gentes, y otras muchas que ni siquiera consideré como un albergue temporal de mineros o leñadores. Después nos adentramos en la meseta de Nom.
―Conozco la meseta de Nom por vuestras referencias y ciertos sueños misteriosos ―admití en una pausa de Zhor.
―Esos sueños te distinguen con el estigma de la sabiduría ―reconoció mi maestro―. La saliva de licántropo opera en tu organismo de un modo singular, como si los poderes oscuros se complaciesen en desvelar sus secretos.
― Es la memoria colectiva del lobo ―respondí confirmando el argumento de Adsler―. El saber de la especie, que tú habrás sentido en infinidad de ocasiones, y el saber particular del licántropo que me transformó en lo que soy. Un hombre siempre cuenta con la sabiduría genérica de los hombres y con el saber concreto de sus progenitores.
―Tu presunciones son más fiables que las mías. Quizás porque el accidente te marcó en una época muy temprana o el licántropo que te atacó ya había vivido la mayor parte de su existencia. Lo demuestra la profundidad de tu trance ante la llamada de la Reina. Pero permitamos que Zhor continúe su narración ―concluyó Adsler.
―La meseta de Nom es un desierto que circunda el norte. Millares de bestias habitan en este reino de pesadilla, donde la brutalidad del invierno otorga muy pocas facilidades a la vida. Abundan ciertas plantas que parecen alimentarse de escarcha y nieve, y alimañas tan crueles que sobreviven por el ímpetu de su propia ferocidad. Lamias, hidras, aspergios, licántropos, asmures y numbos son apenas un ejemplo de los horrores que acechan estos parajes. Las Hijas de la Noche, como se conoce a las panteras del hielo, no sobresalen por tamaño, fuerza o astucia, sino por la obediencia que profesan a la Reina Negra. Esa disciplina, esa devoción a la voluntad que rige sus destinos, es la luz que las distingue de otras criaturas que también pueblan la meseta. En cuanto a los hombres, hasta donde alcanzan mis conocimientos, solo yo he vagado entre las nieves de Nom. Porque, reconozcamos que a ti ―añadió dirigiéndose a Adsler― no se te puede considerar un simple hombre.
Tras unas palabras de Adsler, que precisaba aclaraciones sobre una descripción particular o el exacto discurrir de los hechos, insté a Zhor para que prosiguiera su relato.
―Tu maestro me acompañó durante la mayor parte del camino. Sin sus acertadas indicaciones jamás hubiera sabido orientarme en aquella desolación. Las tormentas de nieve son continuas y rara vez se distinguen las estrellas. Reparando en las peculiaridades del terreno es posible desenmarañar el laberinto de las direcciones. ¿Pero cómo, si los elementos del paisaje se someten a una continua mudanza? El promontorio de nieve que señala el norte apuntará muy pronto hacia el noroeste, y después hacia el este o nuevamente hacia el norte. Tampoco existen cerros, ni riachuelos ni árboles que permanezcan en un lugar inmutable. Sólo dunas de nieve trashumante y farallones de escarcha que desaparecerán ante el primer soplo huracanado. Aunque tú no te enfrentarías a esas dificultades, vosotros sois diferentes.
―Supongo que no, pero comprendo los problemas humanos. Apenas han transcurrido unos meses desde que nos encerramos en esta misma cabaña.
―Adsler y yo sorteamos las distintas penalidades de la meseta, hasta que en un lugar envuelto en olores misteriosos, creo que procedían de las profundidades del subsuelo, tu maestro me advirtió que habíamos alcanzado la encrucijada que conduce hasta el Bosque de Piedra.
―Y continuaste en solitario― interrumpí para sosegar la narración, y para que Zhor, que me parecía desfallecido, tomase aliento con una copa de agua.
―Tras las huellas de una pantera me adentre en el Bosque de Piedra, un enjambre de vegetales rescatados de las edades remotas. Allí se encuentran plantas y animales cuya existencia ha desaparecido de las tierras y los mares. Recuerdo que vagué por esta selva durante varias jornadas, que dormía en alguna oquedad entre los troncos y reanudaba el camino antes de que mis sentidos hubiesen recuperado su fortaleza. Allí no existen el día ni la noche, los colores son marchitos y apenas se percibe una tenue luminosidad entre los fósiles del pasado. Varias veces me creí perdido en aquel laberinto y varias veces continué hacia la salida y no hacia la meta que me había impuesto al inicio de la cacería.
Zhor se detuvo como si luchase por recuperar pensamientos del olvido. Por unos instantes, pensé que las palabras se negaban a brotar de sus labios.
―No me extenderé en la descripción de mi fracaso. Después de vagabundear entre el vacío de aquellos parajes, sentí en mi alma aposentado el miedo. Anduve sin rumbo, a merced de la desorientación y el albedrío de las sombras, y en la inmensidad de la noche comprendí que no era el cazador sino la presa. No intenté eludir a mi adversaria, me constaba que ni siquiera podría desenvainar el cuchillo. Permanecí en el cobijo que me había forjado entre unas raíces, aguardando a que se consumara mi destino, hasta que escuché un rumor a mi espalda y la Reina Negra se abrió paso entre la espesura. No intentó amedrentarme con un rugido o cualquier otra manifestación hostil. Era innecesario, ya se había adueñado de mis pensamientos. Se acercó hasta el lugar que yo mismo había escogido para mi derrota y me obligó a incorporarme frente a su poder. Vi el fulgor de sus colmillos y el fuego de sus ojos. Después llevé mis dedos hacia el pelaje de su garganta. El tacto de su piel era suave.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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