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martes, 14 de abril de 2015

Kalhat XIV

- XIV -

Sentí el viento del norte en la madrugada, cuando desperté envuelto en una inquietud que atribuí a la desazón de las pesadillas. Me asomé a la ventana y escuché sin que ningún sonido mereciese mi interés. El ulular de los búhos y la vigilia de las comadrejas fue cuanto mi oído entresacó del silencio nocturno. Inspeccioné los olores del viento y percibí un aroma almizclado y turbio. Al instante me venció una embriaguez que me transportó a parajes más allá de la mirada del águila. A través de mis visiones descubrí un ejército de panteras que habían alcanzado los límites de la meseta de Nom y buscaban un paso para descender hacia las tierras bajas. Me anticipé a sus movimientos y reconocí el desfiladero que salvaría la dificultad. Recuerdo las cañadas y los prados que atravesaban hacia su objetivo, y que me interné en los bosques de Kalhat y presentí una multitud de pupilas que acechaban en la oscuridad. Permanecí indeciso unos segundos, dudando entre despertar a mi maestro o permitir que durmiera unas horas más. El peligro no era inmediato, así que decidí entretenerme hasta el amanecer.

Adsler despertó apenas el alba rompía el horizonte. Desayunábamos junto al crepitar de la leña que se deshacía en el hogar, cuando interpretó que mi reserva obedecía a algo más que el entumecimiento del último sueño.

―¿Qué sucede? Temo que tu inquietud responda a razones que apresuran nuestro destino ―se interesó Adsler.

―¿No percibís un olor diferente en el aire? ―pregunté sin ocultar mi sorpresa por haberme anticipado al olfato de mi maestro.

―Puede ser. Tampoco siento la vibración que me anuncias desde hace varios días. Tus sentidos ya son más agudos que los míos. La edad es un enemigo implacable.

―La Reina Negra se dirige hacia nosotros.

―A qué distancia se encuentra de Kalhat.

―No sé cuánto tiempo tardará en llegar hasta aquí. La he encontrado en los límites de la meseta de Nom, mientras sus hijas buscaban un camino entre las rocas.

―Podremos recibirlas adecuadamente, pero debemos apresurarnos. Ni siquiera se han concluido las primeras defensas. Convendría que nos entrevistásemos con Elm.

Atendiendo las sugerencias de mi maestro, Elm se reunió con los mejores artesanos de Kalhat. En su mayoría eran herreros o carpinteros, pero también había curtidores, guarnicioneros, trenzadores y otros muchos representantes de los distintos oficios que requieren el concurso de las manos. Elm les anunció que se iniciarían las obras para la defensa de Kalhat y que su deber como súbditos consistía en acatar las órdenes de mi maestro. Después cedió la palabra a Adsler y se despidió con el pretexto de atender ciertos asuntos de estado que reclamaban su presencia.

No me parece necesario insistir en la elocuencia con que Adsler convenció a unos hombres descontentos. Me limitaré a consignar que aquellos artesanos vislumbraron que su lucha no sería la lucha del déspota, sino una lucha que pretendía asegurar el futuro de sus hijos y devolvernos a la prosperidad. Tras responder a cuantas preguntas se le formularon sobre las materias que sus interrogadores consideraron oportunas, Adsler organizó diversos grupos, según los cometidos que se desempeñarían durante las jornadas siguientes. El funcionamiento de cada uno de estos grupos se encomendó a quien juzgó mejor capacitado para las labores directivas, y asignó a las distintas cuadrillas el lugar que ocuparían durante las horas de trabajo. Después distribuyó los planos de las máquinas de guerra y las instrucciones para obtener el peligroso metal blanco.

La actividad era incesante. Turnos de día, turnos de noche, turnos para cuando descansaban los turnos. Nos envolvía el percutir de los martillos, el ronroneo de las sierras, la perseverancia de las tenazas y los yunques. Se construyeron máquinas para construir máquinas que servirían para la construcción de otras máquinas, que a su vez servirían para la construcción de nuevas máquinas. Florecieron los martinetes, las cabrias, los rodamientos y un sinfín de piezas mecánicas, de diversos modos y tamaños, que posteriormente se ensamblaban para servir a ingenios hasta entonces desconocidos para el hombre. De madera blanca, de madera pétrea, de madera pulida, de madera rugosa, de los hierros conocidos o de otros hierros que se originaban con una amalgama de metales fruto de la tierra o de la inventiva de mi maestro. Hasta que se concretó la primera máquina de guerra. Todos asistimos a las pruebas que demostrarían su efectividad y todos nos maravillamos de la lluvia de flechas que inundó los cielos de Kalhat. Me atreví a concebir una esperanza.

Esa noche, durante la cena, improvisada al aire libre, Elm se acercó hasta nosotros. Deseaba felicitar a Adsler por los ensayos de la mañana.

―Os confesaré que me enorgullece nuestro éxito. Reconozco que tuvimos una magnífica idea ―y su rostro se sobresaltó con un gesto nervioso.

―No merezco vuestro agradecimiento ―consintió mi maestro desatendiendo la incorrección del tirano.

―Pero decidme para qué servirá esta máquina lanzadora de flechas. ¿Mencioné que atacaríamos a nuestros enemigos? ―el rostro del Elm se sobresaltó de nuevo.

―Muy pronto se conocerán vuestros méritos, y esta máquina corroborará vuestra grandeza, señor ―y en el respeto añadido, Adsler permitió que se deslizará una sombra de ironía.

Cuando Elm se alejó de nosotros, pregunté a mi maestro por qué había transigido en que el déspota se atribuyera la paternidad de una empresa ajena, y cómo era posible que un hombre de su rectitud hubiera olvidado el objeto primordial de nuestros desvelos.

―Elm es un pobre enfermo. En justicia no cabe atribuirle ninguna responsabilidad ni juzgarlo con los mismos criterios aplicables a hombre sano. Pronto desatenderá mis indicaciones.

La salud del tirano empeoró en los días siguientes. Varios testigos coinciden en señalarlo con la mirada extraviada sobre su caballo, dirigiéndose a cualquiera de sus generales sin más autoridad que la fortaleza de sus gritos, y galopando bajo el doloroso sol del mediodía sin otro objeto que extenuar a su montura. Preguntaba a los artesanos por el curso de un trabajo, impartía una consigna que nadie tomaba en consideración, y otra vez reanudaba la carrera hacia ninguna parte. Varios caballos encontraron así la muerte. Elm abandonaba a la bestia moribunda, requería otro animal menos débil y, a golpes de fusta, reiniciaba aquel galope desaforado.

Una tarde, Elm se encerró con varios metalúrgicos en el taller de un herrero. El ejército veló para que nadie interfiriese en el deseo del tirano, y un pelotón de carpinteros cegaron puertas y ventanas para que ningún curioso vislumbrara los prodigios que acontecerían en aquella estancia. Escuchamos el resoplido de las muflas, el golpeteo de los martillos y la protesta de quienes trabajaron durante tres días consecutivos. Recuerdo que las órdenes de Elm eran incomprensibles y que a veces las impartía en una jerga que, según confirmó mi maestro, no se ajustaba a ninguna lengua conocida. Hubo quien creyó que Elm estaba poseído por un espíritu perverso y hubo quien atribuyó esta jeringonza a los balbuceos de la locura. Por fin, los soldados abrieron la puerta y el tirano se presentó ante nosotros. Cubría su cuerpo con una armadura de oro.

―¡Coincidiréis conmigo en que ahora soy invencible! ―exclamó dirigiéndose a mi maestro.

―Siempre fuisteis invencible ―reconoció Adsler.

―¿Insinuáis que me he entretenido durante casi un mes en una tarea innecesaria? ―preguntó Elm, estremecido por un temblor de mal augurio y confundiendo el tiempo que se había encerrado con los metalúrgicos―. ¡Si es así, pagaréis muy cara vuestra ofensa! ―exclamó dominado por la ira.

―¡No juzguéis equivocadamente mis palabras! Soy torpe en oratoria. Aunque ya erais invencible, vuestro esfuerzo no ha sido vano.

―¿Cómo es eso? ¿Qué burla esconden vuestras razones?

―Ninguna burla mi señor. Esta prenda no es para acrecentar vuestro poder, pues en nada se acrecienta el poder todopoderoso, sino para que los enemigos os reconozcan en la batalla y huyan antes de enfrentarse a vuestra dignidad. Con esa armadura las victorias serán más resplandecientes ―añadió Adsler.

―¡Cierto! ¡Esa es la razón de mis actos! ¡La victoria será más dorada! ―consintió Elm tras una pausa―. Después pidió una nueva montura y se alejó al galope.

Las victorias de Elm acontecieron en peregrinos escenarios y ante los adversarios más insólitos. Varios perros sucumbieron ante el filo de su espada, también de oro, y no pocas aves de corral huyeron ante la furia de sus acometidas. Se le vió mientras luchaba contra una higuera, perseguía a unos remolinos de viento y destripaba a espadazos los odres de vino que se vendían en la trastienda de un comercio. Sus éxitos fueron siempre indiscutibles. A veces cabalgaba hasta nosotros para vanagloriarse de sus triunfos.

―¡Esta mañana he derrotado a un ejército de nigromantes que descubrí entre unas retamas de los cañaverales!

―¡Vuestra audacia es admirable! ¡Las generaciones venideras conocerán este derroche de valentía! Me pregunto por qué no huyeron al advertir que os preparabais para la batalla.

―Yo también estoy sorprendido ―reconoció Elm.

―Quizás vuestra armadura no brillaba lo suficiente. Si poco antes habíais concluido otra batalla, el polvo de la lucha impediría que refulgieseis bajo el sol. Vuestros enemigos no supieron contra quién cruzarían sus armas ―apuntó Adsler.

―¡Sin duda esa fue la razón! ¡En lo sucesivo, velaré porque ninguna mácula atenúe la luz de mi presencia!

Los soldados no solo respetaban las órdenes del déspota, sino que aplaudían sus excentricidades como si en consagrarse a los entuertos imposibles reconocieran un signo de autoridad. Me abstendré de comentar esta actitud de la tropa. Nunca me ha parecido elegante burlarse de la ignorancia y reconozco que la demencia de Elm se alternaba con una normalidad que confundiría al observador poco atento. Jamás al experto, aunque en su ánimo se alternasen los períodos de enajenación con los de lucidez, pero sí a quien soporta la disciplina del trabajo desde el alba hasta la noche. El cabalgar enloquecido se interpreta entonces como la llama del genio, la lucha contra enemigos invisibles como el ejercicio de las armas, y arremeter contra lo inanimado como el temple que forja el alma del guerrero. Mientras Elm confesaba a Adsler sus temores ante un ejército de tinieblas, a un soldado le refería el mismo incidente como una comprobación de agilidad de la montura, y mientras que para nosotros la batalla contra los odres de vino era un síntoma más de su desvarío, para sus mercenarios respondía a un divertimento para estimular el ánimo. La fidelidad de sus guerreros era inquebrantable.

Entretanto, Adsler se multiplicaba en una actividad desaforada. Dormía muy poco, apenas dos horas diarias, y sus comidas eran de una parquedad insalubre. Día y noche se le encontraba discutiendo el plano de una máquina, la instalación de un resorte o el temple de una amalgama de metales. Y compartía esta actividad con los quehaceres de la medicina. Inmovilizando la pierna de un obrero herido por unos maderos, limpiando la espalda de quien había sufrido la quemadura de brasas candentes, procurando auxilio a un artesano que no había facilitado la salida airosa de una sierra. Heridas que jamás hubieran sanado con los saberes usuales de la ciencia médica.

También solventó Adsler una demora originada por la protesta de quienes trabajaban en la obtención del metal blanco.

―Deseamos saber por qué se nos prohibe que instalemos en el taller unas tinajas de agua, y por qué debemos trasladarnos dos calles más allá del lugar de trabajo para satisfacer nuestras necesidades ―expuso un herrero.

―¡De ninguna forma consentiremos en aceptar estos imperativos absurdos! ―sentenció otro artesano.

―¡Tanto para la limpieza de los utensilios, como para el refresco y el aseo personal, exigimos que se nos procuren las mismas comodidades que se concede a otros trabajadores! ―resumió quien parecía aglutinar todas las exigencias de los metalúrgicos.

Adsler solventó la dificultad con una evidencia indiscutible. Pidió uno de los recipientes donde se guardaba el metal blanco, anduvo unos pasos seguido por los disconformes y arrojó el metal blanco al charco de orina que había dejado una bestia. El charco se transformó en fuego y humo. Enmudecidas las protestas, los hombres regresaron al trabajo.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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