- VI -
¿Como puedo transmitir el horror que me inspiraba la figura de Elm? Una descripción física sería insuficiente, y una descripción de las motivaciones que guiaron su espíritu escapa a cuanto supimos sobre los desvaríos que lo apartaron de la razón. Ni siquiera descubrimos si las causas que lo abocaron al crimen obedecían a motivos concretos, o si por el contrario respondieron al desbordarse de un largo proceso obsesivo. Todos conocemos a quien ha exhibido un comportamiento singular. A veces dominado por la anarquía y el delirio del caos, a veces convertido en el excéntrico que reniega de los cánones sociales pero muestra una peculiaridad brillante, una peculiaridad ante cuya originalísima naturaleza se inclinan todas las admiraciones.
¿Qué protagonismo aguardaba a Elm? ¿Qué destino aguardaba a los habitantes de Kalhat? Ambos destinos se entrelazaban en la locura y el terror, como si fuerzas ocultas se hubieran aliado para destruir a nuestro pueblo. Quizás ahora sea comprensible lo que Kalhat significa para mí. Si la infancia es por su fugacidad un tiempo que persiste en el alma de los hombres, más aún persiste la infancia que no se sustenta en referencias que hayan sucumbido al desgaste de los años.
Pero regresemos al nombramiento de Elm. Para nuestro asombro, el Consejo optó por un ritual desaparecido de las ceremonias usadas en los actos solemnes, y se rescataron boatos solo conocidos por las efemérides antiguas, liturgias que apenas persistían en la memoria de los ancianos, y maneras revestidas de rancia presuntuosidad. Se ultimaron los preparativos y, a mediados del invierno, Elm vistió la túnica de la investidura y los consejeros desplegaron una solemnidad inspirada en nuestros antepasados.
Todos esperábamos con expectación. Los actos oficiales, cuando rescatan el sentir popular, despiertan un interés desmesurado. El día de la ceremonia amaneció una mañana aterciopelada y estridente, una de esas mañanas de invierno en las que el sol calienta la tierra y solo los olores de la nieve persisten en la brisa. Sobre el estrado, Elm, con la túnica blanca exigida por la tradición, resaltaba contra un fondo de azules lejanos y hielos eternos. Al instante sorprendía su aspecto, más escuálido por efecto de la vestidura holgada y distinto al habitual. Reclamaba la atención su cabello, o mejor, su ausencia, que ayer mismo era visible, aunque tan exiguo que el cráneo se entreveía como una leve tonalidad rosácea. De cerca se descubría envuelto en una pelusa suave, dando la impresión de que las facciones se enmarcaban en una seda ingrávida y cenicienta. Ahora, una calva reluciente destacaba en el escenario de la ceremonia. Sin duda Elm se había rasurado la cabeza, como si el Elm que conocíamos hubiera dejado paso a una personalidad renacida. Se interpretó que era el modo de asumir el poder sin la rémora del pasado, para abrazar así las prerrogativas excepcionales con novísma pureza y enfrentarse sin mácula a la responsabilidad de guiarnos a través de un destino incierto. También se escuchó un revuelo de murmuraciones, que aseguraban esculpido el contorno de sus ojos con pintura femenina y sus orejas taladradas con aretes dorados. Una apariencia sorprendente, que acaso obedeciese en efecto a una renovación profunda ante la nueva vida. En general, se opinó que constituía un buen augurio y era bueno para la ceremonia. Junto a él, a izquierda y derecha, aguardaban los consejeros que le otorgarían una nueva dignidad, superior y de facultades plenas, acorde con la urgencia de los tiempos. Resonaron las palabras que le otorgaban la confianza de sus iguales y se le entregaron cetro y anillo, símbolos tomados de los reyes lejanos y que representaban el poder terrenal. Más aplausos, y silencio mientras Elm se dirige a su pueblo.
No tengo, ni ahora ni entonces, nada que oponer a las palabras con que Elm inició su mandato. Me parecieron palabras sosegadas y medidas, casi las palabras que brotan de una boca sujeta a la prudencia. Mejoras para todos y en especial para las familias menos solventes, justicia que emanase del pueblo y repercutiera en el pueblo, solidaridad para las desventuras ajenas y el siempre demandado anuncio de que se velaría por el bienestar y la satisfacción de las necesidades primordiales. Sin embargo, quizás por el tono de voz con que Elm anunciaba las mejoras futuras de Kalhat, o acaso por el rechazo que inspiraba su aspecto, me pareció que prometía con una vehemencia fingida, delatora de falsas promesas. También me asaltó la sospecha de que no solo nos enfrentábamos a la miseria de un hombre pequeño y débil, sino que la institución consagrada a velar por nosotros se había enmarañado en un laberinto de palabrería sutil y verdades incompletas.
En el discurso se evitó lo relacionado con la Muerte de los Mil Años y se omitieron las alusiones al fin del Predicador, dando por cierto que una fiera de las montañas había descendido hasta Kalhat para saciarse con el elixir de la sangre humana. Lamias y licántropos eran las criaturas predilectas para el sentir popular, quizás porque las heridas que infringen a sus víctimas concordaban con el aspecto de las desgarraduras que habían acabado con la vida del Predicador. Un licántropo similar al que había perecido bajo el cuchillo de plata, del que yo aún conservo una cicatriz en el hombro, se erigía como la bestia que mejor explicaba las características de aquella muerte. ¿Cómo explicar lo que sentí al comprender que la verdad no se ocultaba por ignorancia, sino obedeciendo a los patrones de la premeditación y el cinismo? Sí, lo supe entonces con la misma nitidez que después me mostraron los acontecimientos. Elm también conocía el nombre del asesino.
Apenas recuerdo los comentarios que animaron la vida social de Kalhat en las jornadas siguientes a la ceremonia de investidura. Hubo quien se mostró partidario de Elm y sus consejeros, y hubo quién solo otorgó a Elm el beneficio de la confianza. Abundaron las especulaciones y los protagonistas de las especulaciones, pero ya no consigo que los rostros de aquellos entrañables difuntos se perfilen en mi memoria. Alguien aseguraba, alguien confirmó y otro alguien se opuso, es cuanto subsiste entre la niebla. Rostros que pertenecen al pasado. No me esforzaré por revivir lo perdido para siempre. A veces se me antoja que estos compañeros son humo que mi añoranza se esfuerza por desenterrar, y que apenas existen como imágenes que brillan con el esplendor de lo efímero. Es la sorpresa al descubrir lo que se creía olvidado para siempre. Un destello, un murmullo y otra vez silencio. También me sorprende que en mi memoria solo se concreten los personajes que requiere el pulso de esta historia. Incluso a veces, ni siquiera prolongan su existencia más allá de lo estrictamente necesario. Me he descubierto en la resurrección de las peculiaridades de Zhor, de Elm o del mismo Adsler y, sorprendido, he comprobado que solo la relectura de unas páginas disipa la apatía de mi memoria.
Aunque temo que mi coherencia no se prolongue más allá de unos párrafos, me esforzaré por retomar el argumento de este relato. ¿Cual fue el primer desvarío que Elm alzó hasta la categoría de ley? Es difícil precisarlo con exactitud, porque coexistieron una pluralidad de indicios igualmente significativos. Recuerdo una de las audiencias en las que se impartía justicia. Nada puedo afirmar de dónde me había situado yo, quién me acompañaba o por qué nos encontrábamos allí, pero todavía distingo a Elm bajo palio y muy delgado, sobre unos escalones que elevaban su mirada sobre las miradas de sus siervos, y a su lado los consejeros que siempre se habían distinguido por el acierto y la prudencia de sus juicios.
El demandante era un hombre viejo, el demandado era un hombre joven, y el objeto del litigio era la caza obtenida con una lanza que el primero aseguraba de su propiedad.
―¿Quién es el beneficiario de los actos de una lanza? ―preguntaba el dueño de la lanza―. No hubo préstamo que justificase su uso, ni relación de familiaridad o camaradería. Sin duda el botín de la caza es mío.
―¡Mi astucia atrajo a la presa, mi certeza la hirió de muerte y mi fuerza la arrastró hasta el pueblo! La lanza jamás hubiera cazado sin mi brazo ―alegaba el demandado.
―Ambos exponéis razones justas y ambos parecéis hombres de fe ―interrumpió Elm―. El veredicto es difícil, pero una sencilla prueba bastará para que vosotros mismos impartáis justicia. ¡Traed un perro y dad la lanza a quien vertió la sangre del ciervo!
A todos nos sorprendió la petición de Elm. Un instante después, un perro vagabundo se entretenía a los pies del trono con unos despojos de carne.
―Declaro que este animal se incluye entre mis propiedades ―anunció el soberano mientras descendía hasta donde se encontraban los querellantes.
―¡Mata al animal! ―ordenó al demandado, y la voz de Elm advertía que ninguna excusa contaba con su aprobación.
El hombre alzó el brazo, miró a Elm, que asintió para confirmar la orden, y con una certera acometida acabó con la vida del perro.
―¿Sois conscientes de la gravedad de este acto? ―preguntó Elm―. Este animal era de mi propiedad. ¿A quién debo castigar ahora? ¿A quien ha derramado la sangre? ¿O a ti, que eres el propietario de la lanza?
―A quien ha derramado la sangre ―se apresuró a contestar el demandante.
―Al dueño de la lanza ―respondió el demandado.
―Me sorprende la arbitrariedad de vuestro juicio ―concluyó Elm―. Era distinto cuando os estimulaba el botín de la caza. ¿Quizás recapacitaríais si compartieseis el látigo que exige esta muerte?
―¡No merecemos vuestra ira, señor! ―exclamaron al unísono.
―Observo que las discrepancias ceden a la adversidad. Sugeridme un veredicto para este pleito ― y los ojos de Elm, oscurecidos en sus bordes por la pintura negra, mostraron un brillo despiadado.
―¡Compartiremos la caza! ―acordaron al instante los litigantes.
―Un veredicto adecuado. Compartid la caza.
La sentencia de Elm fue alabada por sabia y ecuánime. Solo uno de los consejeros reparó en que la muerte del perro había sido inútil.
Poco después, Elm firmaba la destitución de casi la mitad de sus consejeros, precisamente quienes en un momento u otro habían discutido su autoridad. Sin embargo, no relevó de sus funciones a quien había alzado su protesta por la muerte del perro, sino que lo distinguió con privilegios que negaba a otros colaboradores. Me sorprendió aquella actitud, pero lo achaqué a mi desconfianza natural, exacerbada por la saliva del licántropo. También reconozco que mi desafecto por Elm no admitía el calificativo de moderado. Apenas tuve la ocasión de reparar en sus facciones a escasa distancia, me sorprendieron sus ojos, hundidos en exceso bajo la sombra de lápiz negrísimo que perfilaba su contorno. Acostubrado a su pelo, ralo y muy corto, su cabeza afeitada me provocó la sensación de encontrarme ante un desconocido. Poco ayudaban las orejas, que resaltadas por los aretes dorados parecían ser el elemento sobresaliente del cráneo, enorme, desproporcionado sin duda por el efecto óptico de la piel, inflamada y enrojecida por el sol, y por el ineficiente apoyo estético prestado por la nariz, los pómulos y el resto de las facciones, que parecían afilarse en un rostro que siempre juzgué mejor parecido. Era Elm, pero sin la familiaridad conocida de Elm, lo que sin duda alertaba mi esencia de lobo. Identifiqué así mi recelo, y me dije que ciertamente su aspecto era singular y poco afortunado para inspirar confianza, pero que en gustos personales no cabe establecer patrones. Me repetí que no a todos ha de complacer lo mismo y cada cual es libre de elegir sus preferencias, hasta convencerme de que ninguna doblez se ocultaba en Elm.
Pronto se reavivó mi suspicacia. Elm cenaba con sus consejeros mientras se discutían las peculiaridades de ciertas remodelaciones que afectaban al bienestar público. Naturalmente, yo no había recibido ninguna invitación. Si conozco los pormenores de aquella velada es porque la curiosidad me empujó hasta una grieta del muro exterior, desde donde asistí a cuanto aconteció en la estancia donde se reunieron nuestros dirigentes. Tras una amigable polémica, y por el concurso de un movimiento desafortunado de la mano, Elm rompió una copa y las esquirlas del barro hirieron al consejero que se sentaba a su derecha. El mismo consejero que se distinguía con su confianza y destacaba en ocasiones por la virulencia de sus críticas. Elm sujetó la mano del consejero y pronto acudieron unos sirvientes con los útiles necesarios para restañar la hemorragia y cicatrizar la herida. Recuerdo que percibí un olor entre afrutado y áspero. Instantáneamente supe que provenía de las manos de Elm, quizás de unas vendas. Nadie había reparado en aquella fragancia sutil, pero las virtudes del lobo se aliaban con mis sentidos. Después, las fragancias de tinturas y bálsamos eclipsaron el olor que yo había percibido durante unos segundos.
Pasaron unos días. Dos, tres semanas, el tiempo carece de importancia. El aroma que yo había descubierto en las manos de Elm se adueñó del aire. Nadie parecía reparar en aquel olor, así que supuse que se trataba de la flora invernal o quizás alguna esencia originada por el letargo del musgos en los arroyos cercanos. Mientras tanto, exceptuando las insignificancias cotidianas, la vida se deslizaba con la somnolienta placidez de la rutina. Hasta que una mañana escuché la noticia que se había adueñado de calles y plazas. El consejero que disfrutaba de todas las prerrogativas había contraído una enfermedad cuya sola mención provoca el espanto de las gentes. Los síntomas eran tan nítidos que los especialistas coincidieron en el diagnóstico. Los ojos encendidos, la saliva desbordada en los labios, el horror ante la mera presencia del agua. Sí, el consejero había contraído la rabia. Cómo, dónde y cuándo eran preguntas sin respuesta. Se prescribió un tratamiento tan elaborado como inefectivo, se administraron diferentes pócimas que mitigaban el dolor, y se prolongó la agonía del paciente hasta donde lo permitieron los adelantos de la ciencia. Las exequias se celebraron con el boato demandado por las virtudes del difunto. Elm parecía compungido durante el sepelio.
Blas Meca, con licencia Creative Commons
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Que la nobleza sea contigo, amable lector, ten paciencia con este triste anciano, disculpa su ignorancia y trátalo con misericordia. (Cuida tu ortografía, te vigilan ... los otros).