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viernes, 4 de abril de 2014

Azul hielo

A cuantos inspiraron un sueño


El mensajero se detuvo entre las cumbres sagradas, miró a su espalda y vio la pendiente que se precipitaba hacia el abismo del valle, aún sumido en la noche. Respiró para aliviar la fatiga e intentó distinguir el final de la plataforma de nieve. Más arriba, sobre el circo glaciar, la ventisca había cesado y los cielos se aclaraban con el añil de las primeras luces. El aire era tan diáfano que los picos emergían desde las sombras como bastiones inexpugnables, al oeste se desdibujaban las constelaciones de las estrellas, mientras al este la piedra renacía entre las sombras de una montaña de hielo. El mensajero reparó en un punto en las laderas al norte, un punto de intenso azul marino, que parecía destacar entre las tonalidades grisáceas de la nieve.

De repente las primeras luces nacieron entre las cumbres y el glaciar se inflamó con el purísimo celeste de los hielos fósiles. Entre un caos de blancuras congeladas, perdido en la ceguera de aquellos colores suaves, el punto azul destacaba entre unas láminas de hielo que parecían emerger de la montaña y quedar suspendidas sobre el imponente vacío. Era como si entre los fríos ancestrales se mostrase una tonalidad aún más densa y primitiva. El mensajero contempló otra vez aquel destello y supo que debía pedir la ayuda de los monjes para escalar hasta el lugar, en apariencia inexpugnable, señalado por la mancha azulona del hielo. Miró a su alrededor para visualizar su posición en la montaña, y tomó referencias de promontorios y formas caprichosas en la piedra, y de cuantas señales estimó útiles para orientarse en aquella enorme planicie. A su espalda, las huellas sobre la nieve se perdían sendero abajo, hacia el pueblo lejano, al frente se abocetaban el espacio sin mácula, blanquísimo, que ascendía suavemente hasta la cima del collado. El mensajero dirigió de nuevo su mirada hasta el lugar que había reclamado su interés, a mitad de altura hacia una cumbre septentrional, tomó buena cuenta de su ubicación exacta y reemprendió su camino hacia el paso entre las montañas sagradas.

Alcanzado el monasterio destino de su viaje, el mensajero transmitió al Gran lama Tulku, representante de la autoridad, las importantes misivas que portaba en su misión. Los ejércitos invasores se hallaban muy próximos, a trece días de viaje por los parajes más ásperos. A diferencia de otras veces, los nuevos invasores parecían mejor preparados que los ejércitos de la última guerra, un racimo de tribus nómadas, acaudilladas por un iluminado que se perdió entre la cumbres. Estos habían avanzado sin titubear entre las llanuras y los valles, acometiendo el laberinto de las montañas vecinas merced a la habilidad y el acierto de falsos monjes, que habían desertado de la regla en busca de fortuna y se convirtieron en exploradores a sueldo. Tres ejércitos confluían en valles nacidos de las cimas sagradas, guiados por tres hombres conocidos por su renuncia a los votos y su dominio de las artes oscuras. El mensajero solicitó añadir algo al contenido de su misiva y Tulku le permitió hablar libremente. Dispensado del silencio, el mensajero confesó que se había distraído de su misión para extasiarse en un destello azul durante el camino entre las cumbres, cuando el amanecer despertó el fulgor de los glaciares y el aire se inundó con la pureza de los hielos. El Gran lama Kusha, el monje más anciano, reencarnación directa de un lama tan lúcido como para ser el guardián de la biblioteca, recomendó que una expedición de rescate inspeccionara y decidiese el destino de la veta descubierta por el mensajero. Justificó su respuesta con que se habían pronunciado palabras perdidas, ocultas en libros cuyo conocimiento se encontraba vedado a la sabiduría profana, y por tanto era imposible que un mensajero conociese aquellos textos, así que habrían de ser inspirados. Antiguas leyendas hablaban de almas que se presentían en confluencias incandescentes del hielo. Tulku agradeció a Kusha su consejo y ordenó que se dispusiera lo necesario para la expedición de rescate.

Los monjes alcanzaron el lugar señalado por el mensajero y regresaron con una imponente laja de hielo azul, que se transportaba sobre un trineo improvisado con maderas, cuerdas y otros materiales sencillos. El hielo de aquel sarcófago parecía más de tinta que de agua sólida, y se había cortado con hachas y pulido con cuchillas que lo adaptaron a una forma adecuada al transporte. En su interior, la silueta de un hombre, aparentemente un monje, había motivado la conclusión de los rescatadores, que fue arrastrar el sepulcro hasta el monasterio y ponerlo a disposición de los lamas. El viaje de regreso fue fatigoso y tenso, porque el hielo azul parecía resbalar más que otros hielos, y fue preciso extremar las precauciones y mantenerlo siempre asegurado con cuerdas para prevenir que un accidente lo precipitase ladera abajo y acabara estrellándose contra los peñascos que jalonaban el descenso. El celo y la persistencia con que se entregaron los monjes verdaderos a su deber fue admirado desde las murallas del monasterio, por novicios y monjes en ciernes, que se arremolinaban en los miradores, entre las almenas o encaramados sobre los tejados, mientras los rescatadores escogían la ruta más adecuada para superar un tramo difícil, establecían amarres y puntos de anclaje, con mimo, con tiento, con destreza, para respetar el descanso de un difunto cuyas formas se adivinaban embutidas en el hielo. La llegada al monasterio se acompañó por la curiosidad de sus habitantes, que encontraban en aquel rescate un motivo suficiente de distracción, tan parca entre unos muros siempre sumidos en la monotonía de las reglas. Los lamas aguardaron la llegada del difunto en un pequeño patio interior, convenientemente despejado de novicios y monjes de menor valía. Se escuchaba un mantra único, perdido en la quietud del monasterio, la expectación era máxima.

Vislumbrado con detalle el rostro que se apreciaba tras el aborrascado azul del hielo fósil, se pretendió el saber del lama médico, sucesor de un ilustre lama bibliotecario. Kusha murmuró algo incomprensible y sugirió que se condujese el bloque de hielo a una de las estancias interiores, y que se descongelara al difunto con un fuego suave y se perfumaran los aires con una mezcla de hierbas aromática, cuya composición exacta se describía en un libro guardado a salvo de miradas profanas, por si los hedores de la putrefacción quedaban libres al descongelarse el hielo. Pronto se dispuso un pequeño cuarto donde se ubicó la lámina de azul petrificado, alrededor de la cual los monjes oraron ininterrumpidamente mientras goteaban aguas de purísimo lapislázuli, que se recogieron en vasijas de barro otra vez por sugerencia del lama médico, por si eran útiles para el tratamiento de enfermedades mayores u otros inconvenientes de la salud. Como establecía la costumbre, los monjes se turnarían en la oración hasta que el cadáver se entregase a los buitres para su preceptivo regreso a la naturaleza. Las hierbas aromáticas continuaban purificando la estancia.

El difunto despertó inesperadamente tres días después, sobresaltado por espasmos que lo devolvían a la vida. El revuelo de sus custodios es comprensible si se considera que velaban a un muerto inveterado y que se desconocían casos de reencarnación sobre una carne derrotada por la muerte, que al menos en apariencia siempre había parecido irrevocable. La huida de los monjes aconteció envuelta en gritos que advirtieron a otros monjes de que algo extraño sucedía en la estancia donde se velaba al difunto. Tras el revuelo y la incredulidad por que hubiera vuelto a la existencia alguien tan muerto, los monjes se arremolinaron alrededor del resucitado, que tosía para recobrar la utilidad de su aliento y se agitaba sin fuerzas para abrir los ojos o pronunciar una frase inteligible, menos para aventurar un paso o mantenerse en pie. Permanecía acostado, cubriéndose los ojos para evitar el dolor de la luz, aterido por un frío que parecía fluir de sus huesos y le provocaba violentas convulsiones. Algunos pretendieron tocarlo para bendecirse con el milagro, pero él rehuía todo contacto como si los dedos de sus hermanos fueran pavesas inflamadas que abrasaran su piel. Advertido por aquel síntoma invisible para el profano, el lama médico dictaminó que el alma de aquel monje aún se encontraba atrapada en el hielo, y dispuso que lo introdujeran en agua templada para que su organismo regresara a la vitalidad. Así lo mantuvieron, en contra de su deseo, que se relevaba ante la temperatura olvidada de su cuerpo. Después lo arroparon para preservar el calor incipiente y lo tendieron sobre un lecho de paja que pareció adecuado para arrancar el recuerdo de las aguas coaguladas. Bebió leche y miel y durmió varios días, siempre acompañado por la oración de los lamas y los aromas de las hierbas. Cuando el color cerúleo de su piel se tornó sonrosado, el durmiente despertó y pidió algo de comer. Nadie entendió sus palabras, Kusha desveló que el resucitado hablaba la lengua de los antiguos.

Tulku ordenó que se investigase el parentesco del resucitado con los monjes, los novicios y los fieles del monasterio, por si un rasgo perdido servía para establecer su identidad. Buscar parientes o similitudes ofreció un triste resultado, así que cuando todos los procedimientos ordinarios demostraron su fracaso, se requirió a una experiencia que encontraba en Kusha a su mejor representante. Ayudado de varios libros que unos novicios dispusieron sobre la mesa adecuada, Kusha midió el rostro y el cráneo del desconocido, sus piernas y sus brazos, sus espaldas y sus hombros, buscando irregularidades óseas que pudieran arrojar una luz. Luego revisó unas tablas de diminuta caligrafía donde se consignaban las características físicas de numerosos monjes ilustres, y manifestó su sospecha de los rasgos de aquel desconocido correspondieran a las de un gran lama muerto siglos atrás, un lama maestro de diálogo y concordia y recordado por sus méritos. Según la leyenda, se convirtió en anacoreta de nueve años y desapareció durante su regreso desde las tierras bajas, cuando una tormenta lo sorprendió franqueando las cumbres y su rastro se borró para siempre. Para corroborar sus impresiones, el lama médico pidió que desnudaran completamente al desconocido, y procedió a palpar su cuerpo, deteniéndose en cada pliegue y detalle sin que el desconocido mostrase resistencia. Encontró un pequeño tatuaje que reclamó su interés y que dibujó toscamente, para contrastar posteriormente su forma en un glosario de talismanes. Concluyó que el cuerpo exhausto pretendía recuperarse mediante el sueño y que una dieta equilibrada obraría el milagro de la sanación. También advirtió que aquel hombre era por el momento ciego, lo que en la comunidad de los monjes se consideraba un paso más en la búsqueda del saber, siempre enturbiado por las distracciones de la vista. Otros sentidos como el oído se reconocían más fiables, aunque por supuesto supeditados a los sentidos primordiales, tacto y equilibrio, que tenían predominio sobre los restantes. Añadió también que era primordial favorecer la salud de los ojos, porque el oído, el olfato y el gusto los recuperaría auspiciados por la fuerza de la vida. Los ojos requerían pomadas, oscuridad, penumbras y tinieblas, luz tenue y el sol en última instancia.

Las indicaciones de Kusha se cumplieron escrupulosamente. Al hombre congelado se le acomodó en la oscuridad y se le pidió que abriera los ojos. Después se le puso de espaldas a una vela y se le pidió lo mismo. Se le expuso a dos, tres, cuatro velas, un pequeño fuego y la luz difusa de las estancias. El hombre congelado respondió bien al tratamiento y recuperó parte de la visión. Sus ojos eran azules, pero no azules con un iris azul, sino azules donde debería ser blanco, del azul liviano de los hielos fósiles, y con el iris intenso, profundo, lapislázuli y marino, exactamente igual al hielo que había contenido su sueño. Era imposible sostener su mirada sin experimentar una profunda turbación, porque parecía que aquella mirada petrificase el alma humana y la convirtiera en algo sencillo de interpretar. Atender sus palabras antiguas era sucumbir a la hipnosis de las edades perdidas. Ninguno de los lamas soportó su voz ni comprendió su canto, excepto Kusha, que acertó a expresarse con los símbolos arcaicos del conocimiento. Se supo así que en efecto, el dormido era un lama primigenio, bendito con el don de la concordia y el entendimiento, que portaba una marca inscrita en su piel y había sido preservado de la muerte por la ventura de las cumbres sagradas, cuya sabiduría y eficacia se constataba por la evidencia del lama recobrado. Para Kusha, el nombre antiguo del resucitado, difícil e incomprensible para un neófito, precisaba una adaptación a la vida presente, porque su anterior esencia pertenecía a una etapa pasada y la tradición demandaba un nuevo nombre para la vida nueva. Azul hielo eran sus ojos y así había de conocérsele, porque en esa anomalía confluían su presente y su pasado. Azur sería su nuevo nombre, que significaba en la lengua de los antiguos azul hielo o hielo azul, la transcripción era ambigua, pero en cualquier caso Azur, azul hielo, por el color de sus ojos y la muerte entre los hielos del glacial.

Orientado por sus libros, Kusha constato que en efecto, Azur era un lama que había alcanzado los saberes de la concordia en un pasado tan remoto como la propia edificación del monasterio. Lo corroboraban el dibujo tallado a fuego en su piel y la disposición de las irregularidades de su cuerpo, que se enumeraban en un recóndito manuscrito que sobrevivía al tiempo a pesar de su decrepitud. Por otra parte, las conversaciones mantenidas con el paciente en las semanas de su recuperación mostraban una coincidencia imposible de lograr con el engaño. Los libros no mentían, el Gran lama Azur ingresaba en su nueva vida con el don de la concordia y el mérito de gran maestro. Sus ojos ciegos se adaptaban lentamente a su nueva existencia, y habían sustituido la oscuridad absoluta por una blancura que lentamente se aclaraba en esperanzadores detalles. No obstante, la visión de Azur era muy borrosa, insuficiente aún para desenvolverse en la vida con soltura. Por otra parte, el lama reencarnado no había sido ciego en su vida anterior, lo que explicaba sus dificultades en la manipulación de los objetos minúsculos, y la exigencia de asistirlo permanentemente en sus necesidades cotidianas. También sospechaba Kusha que el insólito color de los ojos de Azur era resultado de la inutilidad de la vista en el interior de los hielos, así como de otros imponderables que habían propiciado aquella singular perturbación anatómica. Afortunadamente la luz ya no era dolorosa y su mirada se mostraba más viva, más sagaz, como si se afinara en las percepción de lo visible. Parecía razonable concluir que la excepcional pureza del agua, la luz y el aire de las cumbres, habían suspendido el proceso de la muerte y permitido la contemplación del lama durante un tiempo que superaba por mucho a la experiencia anacoreta de otros lamas, y que por tanto su alma se encontraba más próxima a la verdad que la de ningún otro lama iluminado. Por su parte, corroborando el saber de Kusha, Azur pronto mostró las habilidades que se le habían concedido en las edades tempranas. Como maestro que fue en alcanzar la concordia, medió en las disputas domésticas mostrando juicio y mesura, y aunque no siempre consiguió el reconocimiento de las partes en litigio, se admitió que resignarse era bueno si se obtenía un beneficio mayor.

Llegaron noticias y se supo que los tres ejércitos se habían reagrupado en el último valle y aguardaban al asalto definitivo. El Gran lama Tulku, último responsable del monasterio, por otorgarle la confianza que merecía su rango, pidió el consejo de Azor, que sugirió el envío de emisarios con invitaciones de paz. Los detalles se ultimarían en el monasterio, donde los conquistadores serían bien recibidos. Se solicitaba la visita de representantes que conociesen la lengua de los monjes, para facilitar la concordia y redactar los documentos al gusto de los nuevos dueños de la montaña. Se esperó, y mientras tanto el Azur y Kusha conversaron en los jardines del monasterio y se recrearon en las distintas estancias, practicando las formas sagradas y deletreando el tiempo concedido. Supo Kusha, por revelaciones de Azur, que el sol era el centro del universo y que el ser no era nada, y de tales hechos estableció constancia con el lenguaje arcano de los primeros hombres, un lenguaje de símbolos abstractos que solo adquirían sentido tras un largo estudio. Los libros establecían su gramática y sus reglas, y allí estaban a disposición de monjes y fieles, para verificar el significado de las profecías. También supo Kusha de secretos de óptica y alquimia, que Azur rescató de tiempos pasados, con gran beneficio para los monjes del monasterio, que pronto dispusieron de lentes que corregían la neblina de los años. Entretanto, la vida continuaba entre las estancias y los patios, en paseos por los alrededores, ocupaciones cotidianas y la observancia de las reglas. Los novicios inundaban el aire con un alboroto que Azur escuchaba a menudo, en compañía de Kusha, que le servía de intérprete y guía en un mundo aún inhóspito. A veces se demoraba Azur en admirar el blanco infinito de las nieves, con esos ojos azul hielo que desvelaban las esencias fundamentales, hasta que Kusha intervenía para que la vista de su amigo no se dañara con el frío excesivo. En la herboristería buscaban el colirio adecuado para el cuidado de ojos tan valiosos, y regresaban a la paz de la estancias interiores, donde se sumían en la oración o adiestraban el ingenio con pasatiempos de lógica y pensamientos afines.

Partieron monjes con misivas a los tres generales enemigos y se les esperó envueltos en la rutina cotidiana. Kusha y Azur se entretuvieron en interminables paseos con el rosario, de gran valor espiritual aunque no consiguieran dirimir cual era el número de granos preceptivo, ciento ocho, aseguraba Kusha ante la inseguridad de Azur, mientras visitaban las distintas facultades, conociendo a tutores, haciendo girar los rodillos de oración, contemplando al buda de la estancia central, tan grande que inundaba la vista, deleitándose en el juego de los novicios y su obsesiva repetición de los mantras, observando la progresión de los monjes durante el primer grado, que muchos no superaban ya por incapacitación o falta de disciplina, quedando indefinidamente en ese estado inicial de la vida sagrada. Con todos conversaba Azur y siempre descubría una enseñanza. Luego buscaba la amistad de quienes emprendían la segunda iniciación y aspiraban a convertirse en monjes completos y mantener la observancia de las doscientas cincuenta y tres reglas disciplinarias. Por último Azur aprendió de los estudiantes monje, que se especializaban hasta doctorarse y alcanzar los verdaderos retiros de iniciación de tres meses, tres años, nueve meses o nueve años. También paseó por el exterior de las murallas, recreándose en una naturaleza cambiante que anticipaba las bondades de la primavera. En este conocimiento del monasterio y sus alrededores transcurrieron las semanas, hasta que el tiempo en las cumbres aclaró y llegaron emisarios con una respuesta de cabezas cortadas.

Se reunieron los lamas y conversaron sobre qué procedía tras una misiva tan sangrienta. Recurrir a la violencia, además de insensato, era contrario a las enseñanzas de la doctrina. Se estudiaron el vacío, la realidad, lo absoluto y cuanto no se puede definir, así como las técnicas fenomenológicas y de meditación, por si era posible alcanzar poderes extraordinarios. También se acordó claudicar ante el enemigo, al que solo le restaba doblegar a los demonios de las cumbres y arrasar el monasterio, no más de cinco mil almas entre monjes y novicios, pocos brazos para oponerse a tres ejércitos bien pertrechados y expertos, como parecían estos por el decir de los valles, donde su progresión había sido tan cruel como arrolladora. Nada restaba por decidir sino rendirse incondicionalmente y velar por la supervivencia de monjes y novicios, prioridad que había de regir las decisiones del Tulku, representante de la administración del monasterio y depositario de la Sabiduría Suprema, que tenía la obligación de velar por todos, aún en el peor de los supuestos, por lo que no procedía oponer una resistencia imposible.

Azur asistió a algunos oficios públicos y se perdió entre los asistentes, para compartir los miedos del pueblo. Sus ojos hielo obraron el prodigo para el que le fueron otorgados y las almas de los fieles se despojaron de sus temores. Supo así de las angustias y el horror de los habitantes de los valles, que asistían al crimen de sus hijos y al sometimiento de sus mujeres. Los invasores ni siquiera dudaban en deshacer los altares al viento y profanar la memoria de los muertos. Nada podía hacerse ante la sin razón de torturar y destruir sin atender a indulgencias ni piedades. Azur escuchaba, comprendía, ocupaba el lugar de su confidente y asentía al motivo y la consecuencia de cada acto realizado, de cada pensamiento concluido. Las penurias, el hambre y la intemperie dejaron huella en su sentimiento, que supo entender las demandas de los hombres llanos del valle. Después, Azur, aún turbado por las fórmulas y mantras de los fieles, conversaba con el lama Kusha sobre filosofía, metafísica, yoga o escuela de meditación, y en todo demostraba su conocimiento y dominio de las diversas disciplinas, ya fuese astrología, pintura, gramática o redacción de manuscritos. Los ojos de Azur mejoraban lentamente, ya reconocía algunos rostros y se desenvolvía con relativa soltura en las tareas monásticas.

Accedieron los generales enemigos a enviar una representación encomendada al celo de los falsos monjes, que a la postre eran sus oídos, en calidad de intérpretes para la lengua de los lamas. Tulku recomendó que se enviasen exploradores para recibir a los visitantes y facilitarles los últimos tramos del camino. Escoltados por monjes del último grado, los falsos monjes y sus guardias armados fueron conducidos a través de las montañas, por veredas a través desfiladeros secretos y espinosos pasos entre las cumbres, hasta descubrir la senda de descenso y llegar al monasterio. Un camino peligroso y difícil, que se convirtió en sencillo como ofrenda al extranjero victorioso. Encomendado a la seguridad del monasterio y sus habitantes, Tulku recibió a los falsos monjes y les ofreció los poderes que ostentaba en representación de una autoridad más digna, con la única súplica de respetar el albedrío de los monjes verdaderos. Los invasores tomaron posesión de su reino y trabaron contacto con sus vencidos, que inmediatamente les sirvieron té con manteca y carne, para que se repusieran de las fatigas del camino, y dispusieron aposentos adecuados para su descanso. Los tres falsos monjes y sus soldados aceptaron la hospitalidad de los monjes verdaderos, y aunque en principio fueron reticentes a separarse de sus armas, finalmente se bañaron, se perfumaron con especias de sándalo y brea, saciaron la sed y el hambre de las campañas de guerra, y se rindieron a las delicias de un sueño bien ganado con su esfuerzo.

Durante tres días los vencedores se entretuvieron en la holganza y el saqueo del monasterio, tomando cuantos tesoros deseaban para satisfacer su codicia, buscando el amor prohibido en la compañía de las novicios o las monjas, a las que preferían por ofrecer una mayor resistencia al placer impuesto, resistencia en la que los invasores encontraban un gusto añadido. Durante las tropelías de los soldados, el Gran lama Azur permaneció inquieto y aterido por una fiebre áspera que lo distraía de la realidad, aletargado en una duermevela que lo alejaba de las sensaciones corporales y lo sumía en visiones más allá de la comprensión de la carne. Su inmovilidad era absoluta, su respiración imperceptible, solo corroborada por el vaho de los espejos y un pálpito perezoso que resonaba en su pecho después de mucha espera. Un latido lejano y distante, casi ajeno a la vida, que marcaba el pulso del conocimiento más profundo, cuando todas las esencias son nítidas y se aspira el bálsamo de las flores. La tercera noche fue calma, monótona, inexistente, y sin embargo el espíritu Azur salió tres veces de su cuerpo insensible y se mostró en el sueño de los falsos monjes, transfigurándolo en un sortilegio de magos con sombreros que se enfrentaban en estricta hilera a una pared, de modo que cada uno veía a sus predecesores en la fila, sin que le fuera permitido girarse o moverse de su posición, así que únicamente apreciaba lo situado ante sí y solo eso. El desafío consistía en determinar de qué color era el puntiagudo sombrero que se portaba sobre la propia cabeza, considerando que dos de los sombreros eran blancos y uno negro, y cada monje contemplaba exclusivamente a sus predecesores en la fila ante la pared. Solo cabía una respuesta y solo una, que habría de aclarar cual de los falsos monjes podía proclamar el color de su sombrero, habida cuenta de que nadie respondía al acertijo. Escapar al hechizo estaba en juego, y solo quien supiese con absoluta certeza el sombrero que portaba sobre su cabeza escaparía al sortilegio de aquel trance intervenido por la voluntad de Azur, que trascendía a la realidad y se adentraba en el vacío absoluto de los sueños. No estaba permitido aventurar un juicio, era preciso responder y argumentar inequívocamente la respuesta, pues tal era el sortilegio y así debía ser aceptado. Transcurrió el tiempo como una realidad vaporosa, sin que se escuchase respuesta. La voz de los falsos monjes se atropelló en la solución al enigma, sin otro premio que el error desde el primer instante, porque sus voces obedecieron al interés y no la lógica. El espíritu de Azur escuchó las respuestas y dictaminó su equívoco, quedando así sumidos los falsos monjes en la inconsciencia, donde permanecerían hasta encontrar la solución a la magia del acertijo.

Tulku temió que los guardias del séquito reaccionasen violentamente a la inconsciencia de los falsos monjes, que se debatían en el laberinto de la ignorancia. Para su sorpresa ni siquiera advirtieron su desaparición, y los supusieron entregados al placer de la rapiña en cualquiera de las estancias del monasterio, fornicando con monjas o novicios, y acaparando mas oro del que necesitarían para su vida, la vida de sus hijos e incluso la vida de descendientes aún más lejanos. La lujuria humana, coincidían todos los manuales, era un deseo torpe, llamado así por no estar relacionado con el intelecto a diferencia de otros deseos más nobles, como la templanza o la caridad, que encuentran mejor acomodo entre las virtudes del espíritu. La gratificación que produce el placer satisfecho solo otorga sosiego temporal, por lo que es preciso trascender a su gozo por medio del razonamiento, liberando entonces a la mente de las penurias mundanas, siempre un ruido de fondo que enmaraña el pensamiento. No cabía duda para los novicios ni por supuesto los monjes de último grado, los preservados a impartir clases en el monasterio, tan doctos que casi rozaban la excelencia.

Transcurrió una semana y la preocupación tomó forma entre las obligaciones de Tulku, que buscó consejo en el alma de las bibliotecas, Kusha, que no acertó a encontrar una respuesta y requirió el consejo Azur, que para entonces casi había recobrado la plenitud de sus facultades, a excepción de la vista, y se entretenía en alcanzar el saber de los libros sagrados, que se hacía leer con el auxilio de cualquier monje o lama que se ofreciese a su servicio. Por confidencias propias de erudito, Kusha supo de recónditos tratados sobre el arte de la guerra, donde Azur había descubierto los fundamentos del hechizo obrado en los guías. No pudo sino admirar su ingenio, al que se comprendió vedado, y admitirlo como la reencarnación primigenia que era, una excepción a la norma que daba sentido a la norma misma y proclamaba la excelencia y la virtud de los saberes ignotos.

Finalmente los vigías informaron que los generales enemigos se habían puesto al frente de sus ejércitos, que unidos al pie de la garganta de acceso al paso de las cimas sagradas, avanzaban fatigosamente con sus pertrechos de guerra, con sus monturas inadecuadas para los senderos de las cumbres, con una maquinaria de guerra que demoraba el ascenso y los entretenía con un sinfín de dificultades sobrevenidas. Los carros de guerra se atascaban en la nieve, las espadas se interrumpían en sus vainas y no constaba guerrero ni siervo que no renegase de su suerte. La garganta era sobrecogedora, ajena al lamento de los soldados que sufrían la congelación y el despiadado helor que sembraba las noche con el fantasma de la muerte. Los hombres combatían el frío con escasas y rudimentarias hogueras que amparaban del viento tras cualquier parapeto de piedras, en las madrugadas brillaban las constelaciones con un fulgor que enloquecía el vértigo y abocaba el pensamiento ante lo que era y podía haber sido, con el consiguiente trastorno para el buen juicio, que se veía mermado y loco en aquel infortunio de equívocos.

Azur se recluyó en la biblioteca, meditando, orando, ayunando y acompañado Kusha, que contaba con una prodigiosa memoria para los textos sagrados, que recitaba para que las palabras santas resonasen en los oídos de Azur y favoreciesen la mejoría de sus facultades, ya muy recuperadas, como demostraba la fortaleza del hechizo en el que había envuelto a los falsos monjes. Por su parte, según se supo, el séquito de los falsos monjes, tan aguerrido e incontestable en la lucha, había sucumbido a los placeres. Los soldados vagabundeaban por las infinitas estancias del monasterio, sumidos en la irrealidad de la hidromiel y el licor de las bayas fermentadas, y siempre acompañados de lujosas copas que anónimos aduladores rellenaban con prudencia y astucia, para mantener sus actos en la discreción y asegurarse de que los invasores vivieran en una ebriedad perpetua, tan intensa que los incapacitase para ejercer cualquier modo de violencia. La decisión final no fue sino el resultado de otras muchas decisiones.

Azur tomó el camino hacia las cumbres sagradas de madrugada, con la luna llena, cuando supo con la certeza de la verdad absoluta que los ejércitos de los generales llegarían al monasterio tres días después, y que pasarían a cuchillo a las casi cinco mil almas que integraban su población. Novicios, monjes, lamas y fieles que se encontrasen de paso, todos verterían su sangre para saciar la ira de los asaltantes, que llegarían en hordas despiadadas, con sus catapultas y sus líquidos incendiarios, con sus caballos enjaezados para la guerra y la sanguinaria crueldad de mil combates victoriosos. Kusha, igualmente bendecido con la clarividencia espiritual, aunque no en un grado tan diáfano como Azur, también vislumbró el horror que se aproximaba, como una neblina turbia que impregnase la noche con la tristeza de los hechos inconclusos. Buscó el consuelo de Tulku, responsable de la autoridad, que recibió a Kusha secundado por el saber unánime de los monjes verdaderos, rectores de las facultades y estudiosos del conocimiento, que coincidieron en que nada podía oponerse al fatal albedrío de los hechos. La suerte parecía decidida, los generales y sus ejércitos se dirigían hacia el monasterio.

La leyenda asegura que Azur escapó del monasterio entre la blancura de la nieve nocturna y que se ocultó bajo la luz radiante, donde era imposible permanecer sin resultar cegado. Allí se mantuvo mientras las huestes enemigas se acercaban fatigosamente a las cumbres, donde Azur aguardaba en la esperanza de que sus sentidos retornasen a la plenitud. Su mirada aún era turbia y apenas distinguía los matices de la nieve. Imperceptiblemente, las nubes ocultaron la luna y se levantó la ventisca, chirriaron los cielos con el estrépito de la tormenta y durante unos instantes solo quedó el silencio de las cumbres. Los generales enemigos alcanzaron la plataforma helada, a salvo de la pendiente que los precipitaba al abismo del valle.

Azur recobró el vigor pleno cuando los ejércitos invasores superaban la ultima dificultad en el ascenso. Vio los cañones que esparcían la destrucción sin atender al honor ni el respeto, las catapultas que arrojarían bolas incendiarias sobre las murallas y los tejados, las lanzas, las espadas y los cuchillos que derramarían la sangre de monjes y novicios. El horror y la muerte se hicieron uno, y Azur comprendió que no cabía diálogo ni concordia, que era imposible dialogar con quien no escucha, que era la vida de los monjes o los otros. Los ojos gélidos y azules de Azur resplandecieron en la inmensidad de las cumbres y se desencadenó el infierno de las tormentas y los vientos. Una furia huracanada inundó la oscuridad. Los rayos fueron luz y la noche renació entre el fuego de las tempestades.

Nunca más se supo de Azur ni de los ejércitos enemigos, durante una semana todo se perdió en la confusión de la ventisca. Los lamas, los monjes, los novicios y los fieles discutieron sobre los sucedido hasta que el cielo se abrió y la primavera retornó a los valles. Las cumbres sagradas amanecieron diáfanas y bendecidas por una transparencia impoluta, los picos de las montañas destacaban sobre el vacío del aire. Un superviviente asegura que el hielo adquirió el color y la intensidad de los ojos embrujados del lama, que de repente surgió entre la nieve y, no recuerda más, su mirada brilló con una intensidad solo atribuible a los demonios de la altura. Azules, incandescentes, aterradores, y todo lo que debía ser fue y la voluntad de los generales se tornó en nada y los ejércitos se perdieron extraviados y los hombres enloquecieron con un fulgor que emanaba del hielo y de los ojos azules del lama, tan intensos y profundos que rompían la oscuridad con un terror que todo lo eclipsaba y rendía a su mandato. Azur abrió los brazos y pareció fulgir sobre la cima del collado, entre los picos malditos, sobre el corazón de las montañas sagradas, con un resplandor incandescente que arrasó los ojos de los invasores, al instante perdidos entre el fragor de las nieves infinitas y derrotados por ese hielo azul que extraviaba sus almas para siempre. Todos buscaron refugio en las oquedades del glaciar y todos sucumbieron a la plenitud del un frío que tornaba la agonía en placidez. Solo uno de los invasores sobrevivió para expiar su culpa en el monasterio, donde ingresó en busca de alivio a su arrepentimiento. Bajo la supervisión del Gran lama Kusha regresó la paz y los monjes volvieron a su meditación y sus rutinas de adentramiento en la verdad. Nada puede añadirse a los hechos, los invasores desaparecieron en el vacío de las cumbres, donde todo se difumina en el aire evanescente.


Blas Meca, con licencia Creative Commons

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